Locke Bullard observó a los dos hombres que tenía encadenados en la pared, al otro lado de la mesa. Dos cabrones con traje negro de operaciones especiales. No cabía duda de que eran americanos. Probablemente de la CIA.
Se dirigió a su jefe de seguridad.
–Quítales la pintura de la cara, a ver quiénes son.
Su empleado sacó un pañuelo y borró la pintura sin contemplaciones.
Bullard no daba crédito a sus ojos. Eran las personas que menos esperaba encontrarse: el sargento de la policía de Long Island y Pendergast, el agente especial del FBI. Comprendió enseguida que Vasquez había fallado. Lo más probable era que se hubiese escapado con la pasta. Increíble. De todos modos, con o sin Vasquez, no entendía que lo hubieran seguido hasta Italia y hubieran conseguido superar los niveles de seguridad del laboratorio. Había vuelto a subestimarles. No volvería a ocurrir. Eran dos expertos profesionales. Justo lo que no le convenía. Tenía asuntos mucho más importantes que atender que perder el tiempo con ellos.
Volvió a dirigirse al jefe de seguridad.
–¿Qué ha pasado?
–Que han cruzado la seguridad externa por el lecho de las antiguas vías y han llegado hasta el segundo anillo, pero han activado los láseres en el campo interior.
–¿Ya sabes qué buscaban? ¿Y lo que han oído?
–No han oído nada, señor. No saben nada.
–¿Estás seguro de que en ningún momento han superado el segundo anillo?
–Totalmente.
–¿Llevan encima algún dispositivo de comunicación?
–No, señor. Tampoco lo han tirado. Venían sordos y mudos.
Bullard asintió. La sorpresa se estaba convirtiendo lentamente en rabia. Lo habían insultado. Y perjudicado.
Se fijó en el gordo, que de hecho ya no lo estaba tanto como antes.
–¿Qué, D'Agosta? Has adelgazado unos kilitos, ¿eh? ¿Qué tal los problemas de erección?
Silencio. Lo miraba con odio, el muy cabrón. Mejor. Que lo odiase, que lo odiase.
–Y el agente especial, que no es tan especial: Agente o lo que sea. ¿Os apetece decirme qué hacéis aquí?
Silencio.
–No habéis conseguido ni una puta mierda, ¿eh?
Era una pérdida de tiempo. No habían cruzado el segundo anillo de seguridad, por no hablar del tercero. Por lo tanto, no podían haber averiguado nada importante. Lo mejor era quitárselos de encima. Se arriesgaba a tenerlo todo lleno de federales al día siguiente, pero estaban en Italia, y podía contar con sus amistades en la Questura. Disponía de doscientas hectáreas para esconder los cadáveres. No encontrarían ni una mierda.
De repente la mano que tenía en el bolsillo removiendo calderilla tocó una navaja. La sacó, abrió la lima y empezó a limpiarse tranquilamente las uñas. Luego preguntó sin levantar la cabeza:
–¿Qué, D'Agosta? ¿Tu mujer aún se lo monta con el vendedor de caravanas?
–Oye, ¿sabes que eres un poco repetitivo, Bullard? Empiezo a sospechar que tienes experiencia en el tema.
Bullard no se dejó vencer por la rabia. Iba a matarles, pero antes le haría pasar un mal rato a D'Agosta. Siguió arreglándose las uñas.
–Tu asesino a sueldo la cagó –añadió el policía–. Lástima que se diera el piro con el cianuro antes de poder implicarte, pero tranquilo, que ya te caerán unos añitos por conspiración. ¿Me has oído, Bullard? Y cuando estés en chirona me encargaré personalmente de buscarte un buen novio. Tranquilo, Bullard, que seguro que hay algún skinhead que se encapricha de ti.
A Bullard le había costado muchos años de práctica mantener la compostura. Conque Vasquez no se había escapado con el dinero. Había seguido con el plan, pero había fallado. Por alguna razón había fallado.
Recordó que ya no importaba.
Después de mirarse las uñas, cerró la lima y abrió el cuchillo largo. Siempre lo tenía perfectamente afilado, en previsión de ocasiones así.
Se volvió hacia uno de sus hombres.
–Ponle la mano derecha sobre la mesa.
Mientras un vigilante cogía la cabeza de D'Agosta y se la apretaba brutalmente contra la pared, el otro le quitó una manilla de las esposas, le obligó a extender el brazo y le pegó la mano a la mesa. El policía se resistió brevemente.
Bullard vio que llevaba un anillo del colegio. Alguna mierda de instituto de Queens, seguramente.
–D'Agosta, ¿tocas el piano?
Silencio.
Bullard aplicó la navaja sobre la uña del dedo corazón de D'Agosta y le hizo un corte.
El policía saltó y apartó la mano con un grito ahogado. La herida sangraba cada vez más deprisa. D'Agosta forcejeó con toda su energía, pero los vigilantes volvieron a inmovilizarle y le obligaron lentamente a colocar la mano en el mismo sitio de antes.
Bullard empezaba a animarse.
–¡Hijo de puta! –rugió D'Agosta.
–¿Sabes qué? –dijo Bullard–. Que estoy disfrutando. Podría pasarme toda la noche así.
D'Agosta intentó quitarse de encima a los vigilantes.
–Sois de la CIA, ¿no?
Volvió a gruñir.
–Contesta.
–¡Que no, joder!
–Ahora tú. –Bullard miró a Pendergast–. ¿Sois de la CIA? Contesta. ¿Sí o no?
–No, y está cometiendo un error aún más grave que el primero.
–Sí, claro.
¿Por qué se tomaba esas molestias? Total, ¿de qué servía? Eran los dos cabrones que le habían humillado delante de toda la ciudad. Sintió crecer su rabia. Cogió la navaja y, en un gesto más medido, la apretó contra la mesa, seccionando la punta del dedo de D'Agosta, el mismo donde ya le había hecho un corte.
–¡Joder! –gritó D'Agosíta–. ¡Hijo de puta!
Bullard retrocedió jadeando. Le sudaban las palmas de las manos. Se las secó en la manga de su chaqueta y volvió a coger con fuerza la navaja, pero al ver el reloj de la pared se dio cuenta de que casi eran las tres. No podía entretenerse en una distracción de poca monta. Tenía cosas más importantes que hacer antes del alba. Algo muchísimo más importante.
Miró a su jefe de seguridad.
–Mátales, y luego deshazte de los cadáveres, pero con las armas encima. Usa la mina. No quiero que entren forenses en el recinto, y menos cerca del laboratorio. Ya me entiendes: pelo, sangre… Nada que lleve el ADN. No dejes ni que escupan.
–A la orden.
–Oiga… –empezó a decir Pendergast, pero Bullard se volvió y le hizo doblarse con un gancho tremendo en el estómago.
–Amordázales. A los dos.
Los de seguridad les introdujeron bolas de tela en la boca y aplicaron cinta adhesiva encima.
–Y vendadles.
–Sí, señor Bullard.
Bullard miró a D'Agosta.
–¿Te acuerdas de que te prometí que me las pagarías? Pues ahora tienes el dedo tan corto como la picha.
D'Agosta forcejeó e hizo ruidos inarticulados mientras le vendaban.
Bullard se volvió hacia su ayudante y señaló la mesa con la cabeza.
–Límpiala. Luego, que no te vea por aquí.