Cincuenta y tres

D'Agosta no movía ni un músculo. Casi no se atrevía a respirar, mientras el foco penetraba entre las hojas y las zarzas. Ahora las voces aún estaban más cerca. Entendió lo que decían. Eran americanos. Parecían dos. Caminaban lentamente por el perímetro interior de la valla. Sintió el impulso repentino y casi irrefrenable de mirar hacia arriba, pero en ese momento la luz del foco se posó en su espalda y él se quedó como una estatua. El foco no se movía. Los hombres tampoco. Percibió un vago olor a humo de cigarrillo.

–…un cabrón de mierda –dijo una de las voces–. Si no fuese por el dinero yo ya habría vuelto a Brooklyn.

–Tal como están las cosas, es como para que nos volvamos todos –contestó el otro.

–Se ha vuelto loco, el tío ese.

Un gruñido de asentimiento.

–Dicen que vive en una villa que perteneció a Maquiavelo.

–¿Quién?

–Maquiavelo.

–¿El nuevo fichaje de los Rams?

–Da igual.

De pronto la luz se apartó y dejó un repentino rastro de oscuridad. D'Agosta comprendió que era un reflector de mano, y que lo llevaba uno de los hombres.

El cigarrillo voló por los aires y aterrizó cerca del muslo izquierdo del sargento. Los dos hombres siguieron caminando.

Pasaron varios minutos. De repente D'Agosta tenía a Pendergast al lado.

–Vincent –susurró el agente–, aquí las medidas de seguridad son bastante más sofisticadas de lo que esperaba. El sistema está pensado no solo para el espionaje industrial, sino para la propia CIA. Con nuestro instrumental no tenemos ninguna esperanza de entrar. Tenemos que dar media vuelta y planear otra estrategia.

–¿Por ejemplo?

–De repente me interesa mucho Maquiavelo.

–Entiendo.

Volvieron a rastras por el mismo camino hasta meterse en el edificio en ruinas, que no dejaba de crujir. El recorrido de vuelta se hizo más largo que el de ida. Pendergast se paró a medio camino y murmuró:

–Qué mal olor…

D'Agosta también lo notaba. El viento había cambiado, y ahora les traía olor a podredumbre de una de las salas del fondo. Pendergast abrió la pantalla de la linterna para dejar pasar un poco de luz. El resplandor verdoso les reveló un antiguo y pequeño laboratorio que se había quedado sin techo. El suelo estaba sembrado de grandes vigas entrecruzadas, entre las que sobresalía la cabeza podrida y casi monda de un jabalí, con los colmillos reducidos a muñones.

–¿Una trampa? –susurró D'Agosta.

Pendergast asintió con la cabeza.

–Disfrazada de edificio inestable y casi en ruinas. –Movió un poco el haz de luz verde y lo estabilizó en un umbral–. Mire, el gatillo. Al pisarlo se viene todo abajo.

D'Agosta tuvo escalofríos al pensar que no hacía ni diez minutos que había cruzado alegremente el mismo umbral.

Recorrieron con cuidado el resto del edificio, que emitía crujidos de advertencia sobre sus cabezas. Al final les esperaba el prado grande. D'Agosta pensó que era como un lago de oscuridad. Pendergast encendió otro cigarrillo, se arrodilló y avanzó con precaución, exhalando nubes de humo hasta revelar la presencia del primer láser, fino como un lápiz. Entonces hizo un gesto con la cabeza y reanudaron la ardua labor de reptar por el campo sin tocar los haces.

Esta vez se les hizo interminable. Cuando D'Agosta se permitió el lujo de mirar hacia delante, le dejó estupefacto descubrir que solo estaban a medio camino.

Justo entonces, algo movió la hierba de enfrente. Una familia de liebres apareció azorada ante sus ojos, saltó en varias direcciones y desapareció en la noche.

Pendergast hizo una pausa, aspiró otra bocanada de humo y la arrojó hacia donde habían estado las liebres, descubriendo una trama de haces luminosos.

–Qué mala pata –dijo.

–¿Han tocado el láser?

–Me temo que sí.

–¿Y ahora qué hacemos?

–Correr.

Pendergast salió disparado por el campo como un murciélago. D'Agosta se levantó y fue tras él, haciendo lo posible por no quedarse rezagado.

En vez de volver por el mismo camino, Pendergast se dirigió hacia el bosque de la izquierda. Al acercarse a los árboles, el sargento oyó gritos lejanos, y un ruido de coches arrancando. Poco después, varios pares de faros surcaron el campo seguidos por otra luz mucho más fuerte, la de un reflector. Eran varios jeeps de estilo militar que sorteaban los edificios en ruinas a toda pastilla.

Pendergast y D'Agosta echaron a correr a través de la espesura del bosque, apartando zarzas y arbustos. Al cabo de cien metros, Pendergast dio un giro brusco y siguió corriendo en ángulo recto, con la mochila rebotándole en el hombro enloquecida. D'Agosta le seguía con el martilleo del pulso en los oídos.

Pendergast volvió a girar. Siguieron corriendo. De pronto salieron a una vieja carretera llena de hierbajos que les llegaban hasta la cintura. Se internaron en ella. D'Agosta intentaba no perder de vista a Pendergast. Empezaba a quedarse sin aliento, pero el miedo y la adrenalina le servían de motor.

Un foco de gran intensidad enhebró la carretera. Se echaron al suelo. Apenas pasó de largo, Pendergast se levantó y siguió corriendo. Esta vez se internó en otro bosquecillo, al fondo de la carretera abandonada. Otros focos pasaron a través de las ramas, pero a mayor distancia. El aire pesado traía voces hasta ellos.

Una vez entre los árboles, Pendergast hizo un alto para sacar el mapa y estudiarlo a la luz verde de la linterna, mientras D'Agosta se reunía con él. Una vez juntos, siguieron adelante, esta vez por una suave cuesta. El bosque se volvía más tupido. Parecía que habían logrado interponer cierta distancia entre ellos y sus perseguidores. Por primera vez, D'Agosta se permitió albergar la esperanza de haber escapado.

Los árboles se distanciaban. D'Agosta vio la luz de las estrellas. De repente se irguió ante ellos algo negro e inmenso: un muro de seis metros de altura compuesto de ladrillos deshechos, vegetación colgante y hiedra.

–Esto no figura en el mapa –dijo Pendergast–. Otro muro deflector. De construcción tardía, por lo que parece.

Miró a izquierda y derecha. D'Agosta vio un parpadeo de faros a través de los árboles. Pendergast dio media vuelta y corrió por la base del muro, que seguía el suave perfil de una colina y recortaba su corona de maleza en el cielo nocturno.

Más allá, donde el muro iniciaba su descenso, D'Agosta vio moverse luces entre la vegetación.

–A trepar –dijo Pendergast.

Se volvió y cogió una raíz como punto de apoyo. D'Agosta hizo lo mismo. Tras ayudarse con dos tallos, encontró un soporte para el pie. Las prisas hicieron que una de las plantas se desprendiera del muro y provocara una lluvia de trozos de ladrillo. Se tambaleó y recuperó el equilibrio. Vio que Pendergast ya estaba mucho más arriba, al igual que un gato. Abajo, las luces ascendían por la loma. También se acercaba otro grupo por la derecha.

–¡Más deprisa! –le susurró Pendergast.

D'Agosta cogió una zarza, luego otra, resbaló, se rehizo, quedó con un pie colgando…

A sus espaldas se oía una cacofonía de voces. Pendergast estaba llegando al final del muro. Sonó un disparo, seguido por el impacto de la bala en el muro, a la derecha de D'Agosta, que hizo otro esfuerzo, volvió a apoyar el pie…

Dos disparos más. Pendergast le tendía las manos desde arriba. Lo cogió por los brazos y lo levantó. Las luces, que enfocaban ahora la parte despejada del muro, bailaron por su superficie hasta encontrarles.

–¡Agáchese!

D'Agosta ya estaba de bruces en la parte superior del muro, deshecha y poblada de hierbajos. Como mínimo tenía tres metros de grosor.

–Arrástrese.

Clavó los codos y las rodillas y empezó a reptar por el borde del muro al amparo de la vegetación. Oyeron una ráfaga de armas de fuego automáticas. Las balas penetraron en la maleza, provocando una lluvia de ramitas y hojas.

Al llegar al lado opuesto, vieron llegar otro grupo de hombres con perros. Eran perros silenciosos, atados con correas. D'Agosta se agachó y se apartó rodando desde el borde, al mismo tiempo que las plantas recibían más disparos.

–¡Madre mía!

Se quedó un momento boca arriba, contemplando las estrellas inmóviles.

De repente oyó ladridos. Habían soltado a los perros.

Las voces de ambos lados se multiplicaron. Era una mezcla babélica de italiano e inglés. Un foco de gran potencia barrió el cielo desde la base del muro. D'Agosta oyó que alguien trepaba por él.

De repente Pendergast le susurró al oído:

–Vamos a levantarnos y a correr. Quédese en el centro y corra agachado.

–Nos pegarán un tiro.

–Nos matarán de todos modos.

D'Agosta se incorporó y echó a correr, o mejor dicho a abrirse camino entre la densa maleza de lo que en otros tiempos debía de haber sido un camino sobre el muro.

La parte superior estaba siendo barrida por los focos. Después de varios disparos, se oyó una voz:

Non sparate!

–¡Siga corriendo! –exclamó D'Agosta.

Pero era demasiado tarde. Varias siluetas habían escalado el muro y les cerraban el paso, mientras las luces seguían acercándose. D'Agosta y Pendergast pusieron cuerpo a tierra entre los escombros.

Non sparate! –volvió a gritar alguien–. ¡No disparen!

Al volver la cabeza, D'Agosta vio que el muro había sido escalado por otro grupo. Estaban rodeados. Se acurrucó en una mancha de luz, sintiéndose desnudo y vulnerable.

Eccoli! ¡Están aquí!

–¡Alto el fuego!

Y una voz serena y razonable dijo:

–Bueno, pueden levantarse y rendirse. Si no, les matamos. Ustedes mismos.