Cincuenta y uno

Bryce Harriman caminaba hacia el norte por la Quinta Avenida, sorteando a la gente con la facilidad que le daba la práctica, mientras pensaba en los asesinatos diabólicos. Ritts tenía razón: el artículo sobre Von Menck había tocado la fibra de la ciudad. No dejaba de recibir llamadas; casi todas de chalados, como cabía esperar tratándose del Post, pero nunca había visto una reacción así a un artículo. Lo del número áureo, la absoluta coincidencia de las fechas históricas, con su aura matemática… Para los ignorantes sonaba a verdad científica. El propio Harriman tenía que admitir que la perfecta alineación de las fechas no dejaba de ser un poco rara.

Al pasar por el Metropolitan Club, vislumbró las maravillas de las viejas fortunas neoyorquinas. Era su mundo, o mejor dicho el de sus abuelos, y aunque Harriman se aproximaba a la edad en que, por obra y gracia de su padre, deberían empezar a llegarle invitaciones de prestigiosos clubes, temía que su trabajo en el Post fuera un impedimento. Necesitaba volver al Times lo antes posible.

Con ese artículo podía conseguirlo.

Ritts estaba encantado con él, al menos todo lo encantado que podía estar semejante reptil, pero un buen artículo era como una hoguera: había que alimentarlo, y esa hoguera empezaba a flaquear. La intuición le decía que el favor de Ritts podía tener un fin tan brusco como su principio, dejando en el aire su aumento de sueldo, y a él en una posición incómoda. Necesitaba alguna novedad, aunque hubiera que fabricarla. Era lo que esperaba conseguir con su nueva visita al edificio de Cutforth. Sus anteriores artículos ya habían engrosado las filas de los fanáticos de la Biblia, adoradores del diablo, góticos, friquis, satánicos y adeptos de la New Age, que se congregaban frente al edificio, cerca de Central Park. Ya se habían producido algunas peleas a puñetazo limpio, algunos insultos y algunas visitas de las fuerzas del orden para templar los ánimos, pero todo estaba desorganizado. Cualquier reacción necesitaba un catalizador. Era una regla universal.

Se estaba acercando a la calle Sesenta y ocho. Ya veía la reunión de friquis en el lado de la Quinta Avenida que lindaba con el parque, subdividida en grupitos. Se acercó furtivamente y se abrió camino por entre el corro de mirones. No había cambiado gran cosa desde su última visita, aunque había más gente. Un satánico vestido de cuero negro, con una Bud en la mano, soltaba improperios contra un adepto de la New Age, enfundado en una túnica de cáñamo. Olía a cerveza y a porros, al igual que en un concierto de rock. Al fondo, un hombre con vaqueros y camisa de cuadros azul y verde de manga corta se dirigía a un auditorio bastante nutrido. Harriman no oía sus palabras, pero parecía el número más gordo de todo el circo.

Se apartó del grupo de curiosos y se acercó al orador. Era evidente que estaba predicando, pero parecía una persona normal, y su tono era tranquilo, educado y razonable, sin quiebros histéricos. Sus palabras atraían cada vez a más gente, incluso a muchos curiosos, y hasta algunos satánicos y góticos prestaban atención.

–Esta ciudad es increíble –decía–. Solo llevo veinticuatro horas aquí, pero ya puedo decir sin miedo a equivocarme que en toda la tierra no existe nada igual. Edificios altos, limusinas, gente guapa… No te cansas de mirar. Es la primera vez que vengo a Nueva York, pero ¿sabéis qué me ha llamado la atención, más que todo el relumbrón y la elegancia? Las prisas. Mirad a vuestro alrededor, amigos; fijaos en los peatones, en lo deprisa que caminan hablando por teléfono o con la mirada fija hacia delante. Nunca había visto nada así. Mirad a la gente que pasa en taxi y en autobús. Da la impresión de que tengan prisa hasta cuando no se mueven. Y yo sé por qué están tan ocupados como parece. Desde que estoy aquí he escuchado mucho. Es muy posible que haya oído mil conversaciones, o mitades de conversaciones, porque en esta isla de Manhattan parece que la gente prefiera hablar por teléfono móvil que frente a frente. ¿Con qué están atareados? Consigo mismos. Con la reunión de mañana, que es importantísima. Con reservar una mesa para cenar. Con engañar a su mujer. Con clavarle una puñalada por la espalda a un socio. Toda clase de planes y de estratagemas que no van más allá del viaje del mes que viene al Club Med, por decir algo. ¿Cuánta de toda esta gente atareada se dedica a pensar, con treinta o cuarenta años de antelación, en su mortalidad? ¿Cuánta de toda esta gente se esfuerza en estar en paz con Dios? ¿O en pensar en las palabras de Jesús según san Lucas: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda»? Yo diría que muy poca, o nadie.

Harriman se fijó en el predicador. Tenía el pelo rubio bien cortado, una cara de americano típico tirando a guapo, brazos fornidos, y estaba delgado, aseado y afeitado. No llevaba tatuajes, piercings ni un protector de cuero con tachuelas en la entrepierna. Si tenía una Biblia, no la enseñaba. Parecía estar hablando con un grupo de amigos, de gente que le merecía respeto.

–Desde que estoy en Nueva York también he hecho otra cosa: entrar en las iglesias. En muchas iglesias. Nunca había visto una ciudad que pudiera presumir de tener tantas iglesias como esta. Ahora bien, amigos, os diré una cosa, algo bien triste: que aunque fuera, en las calles, haya mucha gente, me he encontrado todas las iglesias vacías. Se consumen. Se mueren de abandono. En la mismísima catedral de San Patricio, que es el sitio cristiano más bonito que he visto en toda mi vida, solo había un grupito de fieles. ¿Turistas? Sí, turistas a cientos, pero ¿devotos? Podría contarlos con los dedos de las dos manos. Y esto, amigos míos, es lo más triste de todo: pensar que en un sitio con tanta cultura, educación y sofisticación pueda existir un vacío espiritual tan tremendo como el que existe aquí. Lo siento alrededor como un desierto que me seca hasta la médula. No quería creerme lo que dice la prensa, esas horribles noticias que me han traído aquí casi contra mi voluntad, pero es cierto, hermanos y hermanas, cierto de principio a fin. Nueva York es una ciudad dedicada a Mammón, no a Dios. Miradle –dijo, señalando a un hombre bien vestido, de menos de treinta años, que pasaba hablando por su móvil, con un traje de rayas–. ¿Cuándo diríais que pensó por última vez en su mortalidad? ¿Y ella? –Señaló a una mujer que bajaba de un taxi con bolsas de Henri Bendel y Tiffany's–. ¿Y los de ahí? –Su dedo acusador tenía por destino a una pareja de universitarios que se paseaban cogidos de la mano–. ¿Y vosotros? –Señaló a varios de sus oyentes–. ¿Cuánto tiempo hace que no pensáis en vuestra mortalidad? Puede faltar una semana, diez años o cincuenta, pero el caso es que se acerca, como que me llamo Wayne P. Buck que se acerca. ¿Estáis preparados?

Harriman se estremeció sin querer. ¡Qué bien hablaba!

–Tanto da que trabajes de asesor de inversiones en Wall Street o que seas un inmigrante de Amarillo, porque la muerte no tiene prejuicios. La muerte nos llega a todos, grandes o pequeños, ricos o pobres. En la Edad Media lo sabían. Hasta nuestros antepasados lo sabían. Fijaos en las lápidas antiguas. ¿Qué veis? La imagen de la muerte alada, y casi seguro que las palabras memento mori: «recuerda que morirás». ¿Creéis que ese joven se para alguna vez a pensarlo? Es increíble. Tantos siglos de progreso y hemos perdido de vista la única verdad fundamental que siempre, siempre, fue prioritaria para nuestros antepasados. Robert Herrick, un antiguo poeta, lo expresó así:

Breve es la vida, y nuestro tiempo

huye tan raudo como el viento;

como vapor, o gota que ha llovido,

ya no tiene remedio su extravío.

Harriman tragó saliva. Seguía su buena racha. Ese Buck era un regalo. La multitud crecía muy deprisa. La gente hacía callar a los de al lado para poder oír la voz queda y persuasiva del predicador. No le hacía falta ninguna Biblia. ¡Qué va! ¡Seguro que la tenía entera en la cabeza! Y no solo la Biblia, porque también recitaba a los poetas metafísicos.

Acercó la mano al bolsillo de su camisa y puso disimuladamente en marcha su grabadora de microcasete. No quería perderse ni una palabra. Ese tío no tenía rival, ni siquiera el reverendo Pat Robertson, con su acento de paleto y su costra de maquillaje.

–No, ese joven no se para a pensar que cada día sin contacto con Dios es un día que jamás podrá recuperar. Esa pareja no se para a pensar en que tendrá que responder de todos sus actos en la otra vida. En cuanto a esa mujer cargada de bolsas, lo más probable es que nunca se haya planteado el auténtico valor de la vida. Y diré más: lo más probable es que ninguno de ellos crea en la existencia de otra vida. Son como los romanos que cerraron los ojos mientras nuestro Señor era crucificado. Si algún día se paran a pensar en ella, probablemente solo sea para decirse que morirán, serán metidos en un ataúd y ahí terminará todo. Pero no, hermanos y hermanas, no termina todo ahí. Os lo digo yo, que he tenido muchos empleos, entre ellos el de ayudante en una funeraria. Morirse no es el final, solo el principio. Yo he visto con mis propios ojos lo que les ocurre a los muertos.

Harriman observó que, a pesar de que aún llegaba gente, reinaba un silencio sepulcral, como si nadie se moviera; de hecho, se dio cuenta de que él casi tampoco respiraba, pendiente de las palabras del predicador.

–Quizá ese joven importante, el del teléfono móvil, tenga la suerte de que le entierren en pleno invierno, cuando todo suele ir un poco más despacio, pero tarde o temprano (más bien lo segundo) llegarán los comensales. Primero vienen las moscardas, Phormia regina, a poner huevos. En los cadáveres recientes se produce una especie de explosión demográfica, un crecimiento demográfico (media docena de generaciones), compuesto por decenas de miles de gusanos que no dejan de moverse y siempre tienen hambre. Las propias larvas producen tanto calor que las del medio tienen que arrastrarse hacia los bordes para enfriarse un poco, antes de volver y continuar con su tarea. Si se hiciera una secuencia fotográfica, se vería un auténtico hervidero. Por otro lado, hay que decir que los gusanos solo son los primeros en llegar, ya que con el paso del tiempo el aroma de la descomposición atrae a muchos más. Pero, bueno, no tiene sentido que os importune con los detalles.

»Eso, amigos, para que luego digan "descanse en paz".

»Entonces, tal vez nuestro amigo del teléfono móvil se decida por la incineración, que es la manera de que un cadáver no quede profanado lentamente, año tras año, por escarabajos y gusanos. Sí, no cabe duda de que la cremación constituye un final rápido y digno para nuestra forma humana. Es lo que nos cuentan, ¿no?

»Pues dejadme que os diga, hermanos y hermanas, que ninguna muerte es digna si no la ve Dios. Yo ya he perdido la cuenta de los muertos que he visto incinerar. ¿Tenéis idea de lo difícil que es quemar un cuerpo humano? ¿Del calor que se necesita? ¿De lo que ocurre cuando el cuerpo entra en contacto con llamas de trescientos grados? Pues voy a contároslo, amigos míos, y perdonad que no os lo ahorre. Pronto comprenderéis que existe una razón para no hacerlo.

«Primero se quema todo el pelo, de la cabeza a los pies, en una explosión de humo azul. Luego el cuerpo se cuadra como un cadete en una revista e intenta levantarse. No importa que la tapa del ataúd obstruya el movimiento. El caso es que intenta levantarse. La temperatura va subiendo hasta los cuatrocientos grados, y llega el momento en que la médula empieza a hervir y los huesos revientan. Toda la columna vertebral explota como una traca.

»Pero la temperatura sigue subiendo: quinientos grados, ochocientos, mil… Y las erupciones continúan, como disparos que hacen temblar el horno. En fin, también en este caso me abstendré de nombrar lo que explota. Solo os diré que antes de que los restos mortales hayan sido reducidos a cenizas y trozos de hueso tienen que pasar tres horas.

»¿Por qué no os he ahorrado más detalles, hermanos y hermanas? Os lo voy a decir: porque Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, que en su incansable búsqueda de la corrupción no duerme ni un minuto, tampoco os ahorrará nada. Y las llamas del crematorio queman mucho menos y duran mucho menos que las que están destinadas a cebarse en el alma de ese joven importante. Mil grados, cinco mil, tres horas, tres siglos… Eso no es nada para Lucifer. Solo es una brisa cálida y fugaz de primavera. Y cuando tratéis de incorporaros en ese lago de azufre ardiente, cuando vuestra cabeza choque con el techo del infierno y recaiga en el fuego voraz, cuya temperatura excede mis pobres facultades de descripción, ¿quién os oirá rezar? Nadie. Ya habréis tenido toda una vida para rezar, y lo trágico es que la habréis despilfarrado.

»Por eso estoy aquí, amigos míos. En este bonito edificio, que se eleva muy por encima de nuestras míseras cabezas, Lucifer ha mostrado su cara a esta gran ciudad, y se ha llevado el alma de un hombre. Ese hombre se llamaba Cutforth. Sabemos, por el Apocalipsis, que en los últimos días Lucifer caminará sin trabas por la tierra. Ya ha llegado. La muerte de Long Island, y la de aquí, solo son el principio. Nos han dado una señal, y debemos actuar. Debemos actuar ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. La cripta, la urna del crematorio, el gusano, las llamas… Tenéis que entender que eso carece de importancia. Cuando vuestra alma esté desnuda ante el que todo lo juzga, ¿qué alegaréis? Lo que os pido es que os examinéis por dentro, en silencio, y que os juzguéis, también en silencio. Dentro de un rato rezaremos juntos. Rezaremos por que se nos perdone, y por el tiempo que aún nos queda para redimirnos en este mundo y esta ciudad condenada.

En un gesto casi maquinal, Harriman se sacó el teléfono móvil del bolsillo y, sin apartar la vista de Buck, llamó al departamento de fotografía y susurró algo. Era el turno de Klein, que entendió perfectamente lo que le pedía: no una caricatura de predicador exaltado, sino todo lo contrario. Harriman presentaría al reverendo Buck como una figura acreedora del respeto de los lectores del Post, el hombre más sensato y reflexivo que cupiera imaginar.

De hecho, oyendo su sermón no era difícil creerlo.

Volvió a guardarse el móvil. Aunque el propio reverendo Buck no lo supiera, le faltaba poco, muy poco, para salir en titulares.