Cincuenta

Desde las ventanas de su suite en el hotel Lungarno, D'Agosta contemplaba el verde oscuro del Arno, el amarillo claro de la doble hilera de palacios florentinos y el Ponte Vecchio y sus casitas colgadas sobre el río. Sentía una extraña expectación, próxima al aturdimiento, pero no sabía si achacarlo al jet lag, a la opulencia del entorno o al hecho de hallarse por primera vez en su país de origen.

Su padre, siendo un niño, salió de Nápoles justo después de la guerra, huyendo de la terrible hambruna del 44, y se instaló con sus padres en la calle Carmine de Nueva York. Ahí, indignado por el poder que iba adquiriendo la mafia, el joven Vito reaccionó haciéndose policía, y de los buenos: su placa y distinciones –la cruz de combate de la policía y la medalla de honor– aún reposaban en una urna de cristal sobre la chimenea, como reliquias sagradas. D'Agosta pasó su infancia en la calle Carmine, rodeado de inmigrantes de Nápoles y Sicilia e inmerso en el idioma, la religión, el santoral y el ciclo de festividades que les caracterizaban. Ya en su niñez, Italia adquirió dimensiones míticas.

Y ahora se encontraba ahí.

Se le hizo un nudo en la garganta. No pensaba que iba a tratarse de una experiencia tan emocionante como estaba siendo. Era la tierra de sus antepasados, un lugar milenario. Tantas cosas habían salido de Italia… Arte, arquitectura, escultura, música, ciencia, astronomía… Rememoró los grandes nombres del pasado: Augusto, César, Cicerón, Ovidio, Dante, Cristóbal Colón, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Galileo… Una lista que cubría más de dos milenios. Tuvo la certeza de que ningún otro país del planeta había sido tan pródigo en genialidad.

Abrió la ventana y respiró. Su mujer nunca había entendido que estuviera orgulloso de su herencia. Siempre le había parecido un sentimiento un poco tonto. Lógico, siendo inglesa… ¿Qué habían hecho los ingleses, salvo algunas obras de teatro y algunos poemas? Italia era la cuna de la civilización occidental, la tierra de sus antepasados. Algún día se la enseñaría a su hijo Vinnie y…

Sus deliciosas elucubraciones fueron interrumpidas por un golpe en la puerta. Era el mozo con el equipaje.

–¿Dónde lo dejo, señor? –dijo en inglés.

D'Agosta hizo un gesto con la mano y se lanzó con toda naturalidad a hablar en italiano.

Buon giorno, guagliòe. Pe'placere lassate i valige abbecino o liett', grazie.

El mozo le miró con una expresión rara, en la que D'Agosta creyó entrever cierto desdén.

–¿Perdón? –dijo en inglés.

D'Agosta empezó a irritarse.

Il valige, aggia ritt', mettitele alla.

Señaló la cama.

El mozo dejó las dos maletas junto a ella. D'Agosta buscó en sus bolsillos, pero no encontró nada más pequeño que un billete de cinco euros. Se lo dio.

Grazie, signore. Lei è molto gentile. Se Lei ha bisogno di quialsiasi cosa, mi dica.

Y se marchó.

D'Agosta no había entendido ni jota a partir de «grazie, signore». No se parecía en nada al idioma de su abuela. Negó con la cabeza. Debía de ser el acento florentino que le despistaba. Estaba seguro de que no podía haber olvidado hasta ese punto. A fin de cuentas, el italiano era su idioma materno.

Miró a su alrededor. Nunca había estado en una habitación de hotel así. Era el summum del buen gusto y la elegancia, que conjugaba la limpieza y la discreción por no hablar de su tamaño, más parecido al de un apartamento, con dormitorio, sala de estar, baño de mármol, cocina y un bar bien surtido, además de grandes ventanales que daban al Arno, el Ponte Vecchio, la galería de los Uffizi y la gran cúpula del Duomo. Debía de costar una fortuna, pero ya hacía tiempo que D'Agosta no se preocupaba por cómo gastaba su dinero Pendergast (suponiendo que fuera suyo). El agente seguía tan misterioso como siempre.

Volvieron a llamar suavemente a la puerta. D'Agosta la abrió. Era Pendergast, con su indefectible traje negro (que en Florencia resultaba más acorde con el entorno que en Nueva York) y un fajo de papeles en la mano.

–¿Satisfecho con su alojamiento, Vincent?

–Bueno, estoy un poco estrecho, y la vista del puente es una birria, pero ya me acostumbraré.

Pendergast se sentó en el sofá y le dio los papeles.

–Aquí tiene: un permesso di soggiorno, un permiso de armas, una autorización de la Questura para investigar, su codice fiscale y algunos papelitos que firmar. Todo gracias a los buenos oficios del conde.

D'Agosta los cogió.

–¿Fosco?

Pendergast asintió con la cabeza.

–La burocracia italiana es lenta, y el bueno del conde le ha dado un empujón en nuestro beneficio.

–¿Está aquí? –preguntó D'Agosta con poco entusiasmo.

–No. Es posible que venga más tarde. –Pendergast se levantó para acercarse a la ventana–. Mire, el palacio de su familia. En la otra orilla del río, al lado del palacio Corsini.

D'Agosta vio un edificio medieval con almenas.

–Bonita mansión.

–Ni que lo diga. Pertenece a su familia desde el siglo XIII.

Volvieron a llamar a la puerta.

Avanti –dijo D'Agosta, orgulloso de poder usar su italiano en presencia de Pendergast.

Volvía a ser el mozo, con una cesta de frutas.

Signori?

Faciteme stu piacere, lassatele 'ngoppa 'o tavule.

En vez de acercarse a la mesa, el mozo dijo en inglés:

–¿Dónde la dejo?

D'Agosta miró a Pendergast y detectó una chispa de diversión en sus ojos.

–'O tavule –contestó, más brusco.

Nada, que seguía con la cesta en la mano mirando la mesa y el escritorio, hasta que se decidió por este último. Ante su obstinada incomprensión, D'Agosta empezó a enfadarse. ¿No le había dado bastante propina? Sin querer, soltó las palabras que había oído decir mil veces a su padre:

Allora qual'è o problema, si surdo? Nun mi capisc? Ma che parlo francese? Mannaggi' 'a miseria.

El mozo, confuso, se batió en retirada. Al volverse hacia Pendergast, D'Agosta le sorprendió en pleno e infructuoso esfuerzo por disimular su alborozo.

–¿Dónde está la gracia? –preguntó.

Pendergast logró serenarse.

–No sabía que tuviera don de lenguas, Vincent.

–El italiano es mi lengua materna.

–¿Italiano? ¿También habla italiano?

–¿Cómo que también? ¿Qué cree que estaba hablando?

–Yo habría jurado que era napolitano, que a veces se presenta como un dialecto del italiano, aunque que en realidad es otro idioma; un idioma fascinante, pero incomprensible para un florentino, claro está.

D'Agosta se quedó de piedra. ¿Dialecto napolitano? Nunca se le había ocurrido pensarlo. En Nueva York, donde creció, había familias que hablaban en dialecto siciliano, naturalmente que sí, pero siempre había dado por supuesto que su idioma era italiano puro. ¿Napolitano? Imposible. Lo que hablaba era italiano.

Al ver su expresión, Pendergast añadió:

–En 1871, cuando la unificación de Italia, existían seiscientos dialectos. En esa época empezó a hacer furor un debate sobre qué idioma debía hablar el nuevo país. Para los romanos, el mejor dialecto era el suyo; a fin de cuentas, Roma era Roma. Los de Perugia pensaban que el suyo era el más puro porque ahí estaba la universidad más antigua de Europa. Los florentinos tenían la impresión de que el correcto era el que hablaban ellos, porque era el idioma de Dante. –Volvió a sonreír–. Ganó Dante.

–Ahora me entero.

–Aun así, la gente siguió hablando en sus dialectos. De hecho, cuando emigraron sus padres, Vincent, el número de los que hablaban italiano oficial aún era muy pequeño. La gente del país empezó a abandonar sus dialectos y a hablar el mismo idioma con la llegada de la televisión. Lo que usted considera «italiano» es en realidad el dialecto de Nápoles, un idioma muy rico, con vestigios de español y francés, pero que lamentablemente está en decadencia.

D'Agosta no salía de su asombro.

–¿Quién sabe? Quizá nuestras pesquisas nos lleven al sur, donde pueda lucirse. De momento, ya que se aproxima la hora de cenar, ¿qué le parece si salimos a comer algo? Conozco una osteria de la Piazza Santo Spirito que es una maravilla, y también hay una fuente muy curiosa que, si no me equivoco, podría ser interesante para nuestra investigación.

Cinco minutos después caminaban por las sinuosas calles de Florencia, que les condujeron a una plaza grande y espaciosa con castaños que le daban sombra y hermosos edificios del Renacimientos en tres de sus costados, con tonalidades marfil, amarillo y ocre en sus estucos. La parte más próxima al río estaba dominada por la sencilla fachada de la Chiesa di Santo Spirito, de severa simplicidad. En el centro de la plaza se alzaba alegre el chorro de una vieja fuente de mármol, rodeada de estudiantes con mochila que se dedicaban a fumar y conversar.

Pendergast sacó la foto de Beckmann del bolsillo, la levantó con naturalidad hacia la fuente y caminó despacio alrededor de la plaza hasta que los fondos coincidieron. Al cabo de un rato de intensa observación, se la guardó.

–Ahí es donde estaban los cuatro, Vincent –dijo señalando con el dedo–. Lo de detrás es el Palazzo Guadagni, que ahora es una pensión de estudiantes. Mañana preguntaremos si se acuerdan de alguno de nuestros amigos, aunque no tengo grandes esperanzas. Bueno, a cenar. Me apetece pedir unos linguini con trufas blancas.

–Pues a mí me gustaría una hamburguesa con queso y patatas, la verdad.

Pendergast se volvió con expresión acongojada. D'Agosta le sonrió burlón.

–Era una broma.

Atravesaron la plaza y se dirigieron hacia un pequeño restaurante, la Osteria Santo Spirito. Había mesas fuera. La gente comía, bebía vino y hablaba con animación, llenando la plaza con sus conversaciones.

Pendergast esperó a que les dieran una mesa e hizo gestos a D'Agosta de que se sentara.

–Vincent, debo decir que últimamente le veo más en forma.

–He estado yendo al gimnasio, y después de lo de Riverside Park también he hecho prácticas de tiro.

–Su puntería es legendaria. Quizá nos sea útil para la aventurita que nos espera mañana por la noche.

–¿Qué aventura?

D'Agosta estaba cansado; a Pendergast, en cambio, el jet lag parecía darle fuerzas.

–Iremos a Signa a visitar el laboratorio secreto de Bullard. Esta tarde, mientras usted se relajaba en el hotel, he hablado con varios funcionarios florentinos con la espereranza de que me dejaran consultar los archivos sobre Bullard y las actividades de BAI en el país, pero ha sido imposible, incluso con la influencia de Fosco. Al parecer Bullard tiene buenas relaciones, o al menos sabe cómo gastar su dinero. Lo único que he conseguido es un mapa sin actualizar de la zona de su fábrica. Lo que está claro, en todo caso, es que por las vías normales no llegaremos muy lejos.

–Supongo que él no sabe que estamos aquí.

–Nuestra visita adoptará la forma de una inserción. Mañana por la mañana podremos adquirir el equipo necesario.

D'Agosta asintió con lentitud.

–Podría ser divertido.

–Esperemos que no lo sea demasiado. Cuanto más viejo me hago, Vincent, más aprecio una tranquila velada en casa por encima de un estimulante tiroteo a oscuras.