Cuarenta y ocho

D'Agosta bajó del taxi en el cruce de las calles Ciento treinta y seis y Riverside. Después de lo que le ocurrió en su primera visita a la añeja mansión de Pendergast, no pensaba volver a fiarse del transporte público. De todos modos, tuvo la precaución de bajar una manzana antes. Intuía que Pendergast lo preferiría así.

Sacó una maleta del asiento trasero y dio quince dólares al taxista.

–Quédese el cambio –dijo.

–Ya, ya…

El taxi se alejó. Se notaba que el taxista, al ver a D'Agosta con una maleta a la puerta del hotel, tuvo la esperanza de poder hacer un viaje al aeropuerto, y que no le gustó mucho saber que el destino era Harlem.

D'Agosta lo vio acelerar y desaparecer por la primera esquina. Después examinó atentamente Riverside Drive en ambos sentidos, fijándose en las ventanas, las entradas de los edificios y las zonas de oscuridad entre farola y farola. Todo parecía en calma. Levantó la maleta y empezó a caminar hacia el norte.

Había necesitado media hora para los preparativos del viaje. Ni siquiera se había molestado en avisar a su mujer, ya que, tal como estaban las cosas, había muchas posibilidades de que las siguientes noticias que tuviera de ella proviniesen de un abogado. A MacCready, el jefe de la policía de Southampton, le había encantado saber que D'Agosta salía de viaje como parte de su misión con el FBI. La lentitud de las investigaciones sobre el caso lo estaba poniendo contra las cuerdas, y al menos así tenía un hueso que arrojar a la prensa: «Policía de Southampton de misión a Italia para seguir una pista». Dado que salían al alba, Pendergast propuso que durmieran la última noche en su casa de Riverside Drive. Conque ahí estaba, maleta en mano, a pocas horas de pisar la tierra de sus antepasados. La idea le llenaba de una mezcla de entusiasmo y gravedad.

Al acercarse al final de la manzana, pensó que lo único que echaría de menos era su incipiente relación con Laura Hayward. El ritmo frenético de los últimos días les había mantenido separados casi todo el tiempo, pero D'Agosta se daba cuenta de que por primera vez en casi veinte años empezaba a sentir el hormigueo constante y de baja frecuencia que caracterizaba los primeros momentos del noviazgo. La llamó por teléfono desde el hotel para anunciarle que acompañaría a Pendergast a Italia a primera hora de la mañana, y la respuesta fueron varios segundos de silencio en el auricular. Al final, lo único que dijo Laura era «vete con ojo, Vinnie». D'Agosta rezaba para que el viajecito no lo dejara todo en agua de borrajas.

Vio dibujarse la mansión Beaux Arts del número 891 de Riverside Drive, con el afilado parapeto de su mirador clavándose en el cielo nocturno. Después de cruzar la calle, y la verja de hierro, recorrió el camino hasta la puerta cochera. Proctor, que abrió la puerta en respuesta a sus golpes, le acompañó en silencio por una serie de vastas galerías y de salas con tapices hasta llegar a la biblioteca. No se apreciaba ninguna otra luz que el fuego vivo de la chimenea. Era una sala majestuosa y repleta de libros. Al cabo de un rato divisó a Pendergast cerca de la pared del fondo. El agente estaba de espaldas a la puerta, escribiendo algo en una mesa larga, sobre una hoja de papel de color crema. D'Agosta oyó el chisporroteo de las llamas y la fricción de la pluma. No había señales de Constance, pero creyó distinguir (al límite de lo audible) las notas lejanas y quejumbrosas de un violín.

Carraspeó y llamó golpeando el marco de la puerta.

Pendergast se volvió rápidamente.

–¡Ah, Vincent! Pase.

Guardó la hoja en una cajita de madera con incrustaciones de nácar, la cerró con cuidado y la apartó. D'Agosta tuvo la impresión de que quería ocultar su contenido.

–¿Le apetece un refrigerio? –preguntó el agente, mientras cruzaba la sala–. ¿Coñac, calvados, armagnac, Budweiser?

Era la voz de siempre, lenta y meliflua, pero los ojos de Pendergast tenían un brillo peculiar que D'Agosta nunca le había visto.

–No, gracias.

–En ese caso, con el debido permiso, me serviré yo algo. Tome asiento, por favor.

Pendergast se acercó a un aparador para verter dos dedos de un líquido ámbar en una copa grande de coñac. El sargento lo observó con atención. Sus movimientos tenían algo inusual, un titubeo singular que, sumado a la expresión de su rostro, infundieron en D'Agosta una desazón que no habría sabido describir.

–¿Qué ha pasado? –preguntó instintivamente.

Pendergast no contestó enseguida. Dejó la licorera en su sitio, cogió la copa y se sentó enfrente de D'Agosta, en un sofá de piel. Al final, después de tomar algunos sorbos con expresión pensativa, dijo en voz baja, como si hubiera tomado una decisión:

–Bueno, quizá pueda contárselo. De hecho, si hay alguna persona viva que deba saberlo, supongo que es usted.

–¿Saber qué? –preguntó D'Agosta.

–Ha sucedido hace media hora –dijo Pendergast– en el momento más inoportuno, pero, bueno, ya no hay nada que hacer. Estamos demasiado metidos en el caso como para dejarlo ahora.

–Pero ¿qué? ¿Qué ha pasado?

–Esto. –La cabeza de Pendergast señaló una carta doblada, sobre la mesa que había entre los dos–. Cójala, cójala. Ya he tomado las precauciones necesarias.

Sin saber muy bien a qué se refería, D'Agosta se inclinó, cogió la carta y la abrió con cuidado. Era un papel muy bonito, que parecía fabricado a mano. Su parte superior contenía un escudo de armas en relieve: un ojo sin párpados, sobre dos lunas y un león rampante debajo. Al principio pensó que la hoja estaba en blanco, pero al cabo de un rato distinguió un numerito en el centro, anotado con una letra bonita y anticuada: «78». Parecía escrito con pluma de ganso.

Dejó la carta sobre la mesa.

–No entiendo nada.

–Es de mi hermano Diógenes.

–¿Su hermano? –dijo D'Agosta sorprendido–. Creía que estaba muerto.

–Para mí lo está. O lo estaba hasta hace poco.

D'Agosta esperó. No era tan tonto como para insistir. Las intervenciones de Pendergast se habían vuelto vacilantes, casi entrecortadas, como si sintiese una aversión insoportable hacia el tema.

El agente bebió un poco más de coñac.

–Verá, Vincent, ya hace muchas generaciones que existe una cierta propensión a la locura en mi familia. A veces reviste una forma benigna, e incluso benéfica, pero mucho me temo que se manifiesta con mayor asiduidad a través de una crueldad y una maldad asombrosas. Por desgracia, esta oscuridad ha llegado a su plenitud en la presente generación. Mi hermano Diógenes es al mismo tiempo el miembro más loco, más malvado y más brillante de nuestra familia que haya pisado la faz de la tierra. Lo tengo claro desde muy pequeño. En ese sentido, es una suerte que seamos los dos últimos representantes de nuestra estirpe.

D'Agosta permaneció a la expectativa.

–De niño, Diógenes se conformaba con ciertos… experimentos. Inventaba máquinas de gran complejidad para atraer, capturar y torturar pequeños animales: ratones, conejos, comadrejas… A su horrible manera, esas máquinas eran brillantes. El día en que fueron descubiertas, Diógenes las llamó orgullosamente fábricas de dolor. –Pendergast hizo una pausa–. Pero sus intereses no tardaron mucho en volverse más exóticos. Empezaron a desaparecer animales domésticos (primero gatos y después perros), sin que fuera posible encontrarlos. Diógenes pasaba muchos días seguidos en la galería de retratos, contemplando fijamente los cuadros de nuestros antepasados, sobre todo los que sufrieron una muerte prematura. Cuando se hizo mayor (y se dio cuenta de que cada vez le vigilaban más), abandonó esos pasatiempos y se retrajo. Tenía diarios cerrados a cal y canto, donde vertía sus negros sueños y sus terribles energías creativas. No se los dejaba ver a nadie. De hecho los escondía tan bien que yo, en mi adolescencia, necesité dos años de sigilosa vigilancia para descubrirlos. Solo leí una página, pero tuve bastante. No lo olvidaré mientras viva. A partir de entonces, el mundo, para mí, ya no fue el mismo. Huelga decir que quemé de inmediato todos los diarios; y si antes de eso Diógenes ya me odiaba, luego ese odio se convirtió en un sentimiento imperecedero.

Pendergast bebió otro sorbo y dejó la copa a medias.

–La última vez que vi a Diógenes fue el día en que cumplió veintiún años. Acababa de tomar posesión de su fortuna, y dijo estar planeando un crimen atroz.

–¿Solo uno? –preguntó D'Agosta.

–No entró en detalles. Lo único significativo es que usara la palabra «atroz». Para que alguien como él considerase algo atroz… –Pendergast dejó la frase inacabada y añadió con viveza–: Baste decir que tendría que ser repugnante para la contemplación racional. Él, en su locura sin límites, sería el único capaz de abarcar la maldad del concepto. Por lo que respecta al cómo, el cuándo, el dónde, el contra quién… no tengo la menor idea. Mi hermano desapareció ese mismo día; se llevó su fortuna, y desde entonces no le he visto ni he sabido nada de él. Bueno, hasta ahora. Es la segunda notificación que me envía. La primera llevaba el número doscientos setenta y ocho. No estaba seguro de su significado. Llegó hace exactamente doscientos días. Y ahora esta. El sentido se ha vuelto palmario.

–Para mí no.

–Me está avisando. El crimen se producirá dentro de setenta y ocho días. Es el reto que lanza a su odiado hermano. Sospecho que ya ha completado sus planes. Esta nota equivale a un guante arrojado a mis pies. Es su manera de incitarme a que trate de detenerle.

D'Agosta, horrorizado, contempló la carta.

–Y ¿usted qué piensa hacer?

–Lo único posible: solucionar con la mayor presteza nuestro caso, ya que es la única forma de dedicarme a mi hermano.

–¿Y si le encuentra? ¿Qué hará?

–Tengo que encontrarle –dijo Pendergast con queda ferocidad–. Y cuando lo haga… –Hizo una pausa–. La situación será manejada con la rotundidad que requiere.

La expresión del agente era tan terrible que D'Agosta desvió la mirada.

Un largo silencio cayó sobre la biblioteca. De pronto Pendergast volvió en sí, y a D'Agosta le bastó una simple mirada para saber que el tema estaba cerrado.

El agente recuperó su tono habitual de frialdad y eficacia.

–Siendo usted el enlace con la policía de Southampton, me ha parecido lógico proponerle como enlace del FBI con la policía de Nueva York. El caso ha empezado en Estados Unidos, y es muy posible que termine aquí. He dispuesto que el enlace sea usted, en colaboración con la capitana Hayward. Tendrá que comunicarse con ella de modo regular, por teléfono o correo electrónico.

D'Agosta asintió con la cabeza.

Pendergast le miraba.

–Espero que le parezca una solución satisfactoria.

–Por mí perfecto.

D'Agosta confió en no haberse sonrojado. «¿Hay algo que no sepa este hombre?», se preguntó.

–Muy bien. –Pendergast se levantó–. Ahora tengo que hacer el equipaje y hablar un poco con Constance, que como es lógico permanecerá en la casa para cuidar de las colecciones y hacer las investigaciones adicionales que le solicitemos. Proctor se ocupará de que a usted no le falte de nada. Si necesita algo, no vacile en llamar por el timbre.

Se levantó con la mano tendida.

Buona notte. Y que tenga sueños agradables.

D'Agosta fue conducido a una habitación que estaba en el segundo piso y daba a la parte de atrás. Era exactamente lo que se temía: luz tenue, techo alto, papel de pared aterciopelado y muebles de caoba. Olía a viejas telas y madera. Las paredes estaban llenas de cuadros con grandes marcos dorados, paisajes, bodegones y algunos estudios al óleo en los que la mirada atenta descubría un extraño poder de turbación. Los postigos de madera estaban ajustados al marco. Los gruesos muros de piedra no dejaban filtrarse ningún ruido. Sin embargo, el dormitorio estaba tan inmaculado como el resto de la casa, las instalaciones eran modernas, y cuando D'Agosta se decidió a deshacer la enorme cama victoriana descubrió que era de una comodidad excepcional, con sábanas limpias y frescas. Una mano invisible había aireado y esponjado las almohadas. La colcha escondía un lujoso y grueso edredón. Toda la habitación parecía garantizar un descanso ideal.

Aun así, tardó bastante en conciliar el sueño. Estuvo mucho, mucho tiempo en la cama mirando el techo y pensando en Diógenes Pendergast.