Mientras Pendergast conducía hacia el sur, D'Agosta encendió el ordenador portátil, accedió a Internet a través de una conexión por satélite e inició una búsqueda sobre Charles F. Ponsonby Jr. En pocos minutos quedó desbordado por la información. El primer dato era que Ponsonby ocupaba la cátedra Lyman de historia del arte en la Universidad de Princeton.
–Ya decía yo que me sonaba el nombre… –dijo Pendergast–. Creo que está especializado en el Renacimiento italiano. Tenemos suerte de que todavía imparta clases. Ya debe de ser profesor emérito. Si es tan amable, Vincent, consiga su currículo.
Mientras Pendergast se metía en la autopista de New Jersey y aceleraba suavemente entre el tráfico de la tarde, D'Agosta leyó en voz alta los cargos, premios y publicaciones del profesor. La lista era larga, pero lo fue aún más por la gran cantidad de resúmenes de artículos que Pendergast insistió en oír palabra por palabra.
Al final Pendergast le dio las gracias, sacó su teléfono móvil, marcó un número, habló con información, marcó otro número y dijo unas palabras.
–Ponsonby acepta recibirnos –dijo guardándose el teléfono–. A su pesar. Estamos muy cerca, Vincent. La fotografía demuestra que los cuatro estuvieron juntos como mínimo una vez. Lo que tenemos que saber ahora es el lugar exacto de la reunión, pero sobre todo qué ocurrió durante ese encuentro decisivo, algo que les unió de por vida.
Pisó un poco más el acelerador. D'Agosta le miró de reojo. Parecía verdaderamente ansioso, como un sabueso sobre una pista.
Una hora y media después, el Rolls circuló por la calle Nassau: tiendas elegantes a la izquierda y el campus de Princeton a la derecha, con sus edificios góticos al fondo de impecables céspedes. Pendergast aparcó con precisión en un hueco y puso monedas en el parquímetro, mientras saludaba con la cabeza a un grupo de estudiantes que se detuvieron a mirar. Él y D'Agosta cruzaron la calle, atravesaron la gran verja de hierro y caminaron hacia la colosal fachada de la biblioteca Firestone, la mayor de acceso directo de todo el mundo.
Al otro lado de las puertas de cristal había un hombre bajito con una mata blanca de pelo rebelde. Correspondía exactamente a la imagen que D'Agosta se había hecho del profesor Ponsonby: un hombre estirado y pedante. Solo le faltaba la pipa de madera de brezo.
–¿Profesor Ponsonby? –preguntó Pendergast.
–¿Usted es el agente del FBI? –respondió el hombrecito con una voz atiplada, mirando de forma ostentosa su reloj.
«Tres minutos de retraso», pensó D'Agosta.
Pendergast le dio la mano.
–El mismo.
–No me dijo que lo acompañaba un policía.
Su manera de decir la palabra «policía» irritó a D'Agosta.
–Le presento a un colega, el sargento Vincent D'Agosta.
El profesor le dio la mano sin disimular su reticencia.
–Debo decirle, agente Pendergast, que no me gusta mucho ser interrogado por el FBI. Le advierto que no pienso dejarme sonsacar información sobre ex alumnos.
–Naturalmente. Bueno, profesor, ¿dónde podemos hablar?
–Si usted quiere aquí mismo, en ese banco. Si no le importa, prefiero no entrar en mi despacho con un agente del FBI y un policía.
–Por supuesto.
El profesor caminó muy tieso hacia un banco situado bajo unos viejos sicómoros, y al tomar asiento se esmeró en cruzar las piernas. Pendergast le siguió tranquilamente y se sentó a su lado. Como no quedaba sitio, D'Agosta permaneció de pie con los brazos cruzados.
Ponsonby sacó de su bolsillo una pipa de brezo, vació los restos y empezó a llenarla.
«Ahora es perfecto», pensó D'Agosta.
–¿No será el Charles Ponsonby que acaba de ganar la medalla Berenson de historia del arte? –preguntó Pendergast.
–Pues sí.
El profesor sacó una caja de cerillas de su bolsillo, cogió una y encendió la pipa, aspirando la llama con un suave borboteo.
–¡Ah! Entonces es autor del nuevo catálogo razonado de Pontormo.
–Correcto.
–Magnífico libro.
–Gracias.
–Nunca olvidaré el día en que vi la Visitación en la pequeña iglesia de Carmignano. El naranja más perfecto de la historia del arte. En su libro…
–¿Podemos ir al grano, señor Pendergast?
Hubo un paréntesis de silencio. Al parecer, Ponsonby no tenía ganas de hablar de temas académicos con policías, aunque fueran muy cultos. Por una vez, la estrategia habitual de seducción de Pendergast había fracasado.
–Creo que tuvo un alumno que se llamaba Ranier Beckmann –dijo el agente.
–Ya me lo ha dicho por teléfono. Fui su director de tesina.
–Quería hacerle unas preguntas.
–¿Por qué no se las hace directamente a él? Gracias, pero no tengo ninguna intención de convertirme en informador del FBI.
D'Agosta ya conocía el percal. Ponsonby era el tipo de persona que recelaba profundamente de las fuerzas del orden, y que se sentía cuestionado por cada pregunta; alguien que no se dejaba halagar, y que peleaba hasta el final, usando un arsenal de legalismos espúreos sobre el derecho a la intimidad, la quinta enmienda y las chorradas de siempre.
–Ah, pero ¿no lo sabe? –dijo Pendergast con una voz que era pura miel–. El señor Beckmann falleció. Una muerte trágica.
Silencio.
–No, no lo sabía. –Otro silencio–. ¿Cómo?
Esta vez, el que se hizo de rogar fue Pendergast, que lanzó otro anzuelo al profesor.
–Vengo de la exhumación de su cadáver; claro que, teniendo en cuenta que no se conocían mucho, quizá no sea el mejor tema de conversación…
–El que se lo haya dicho estaba mal informado. Ranier Beckmann era uno de mis mejores alumnos.
–Entonces ¿cómo es posible que no se enterase de su muerte?
El profesor se incomodó y cambió de postura.
–Perdimos el contacto después de que se licenciara.
–Ajá. Entonces quizá no pueda ayudarnos.
Pendergast hizo el ademán de levantarse.
–Era un alumno excelente, de los mejores que he tenido. Me… me decepcionó mucho que no se apuntara al doctorado. Quería ir a Europa y hacer un gran viaje por sus propios medios, una especie de vagabundeo sin ninguna estructura académica. A mí no me pareció bien. –Ponsonby hizo una pausa–. ¿Puedo preguntar cómo murió, y por qué han exhumado su cadáver?
–Lo siento, pero esa información solo se la podemos dar a la familia y los amigos del señor Beckmann.
–Ya le digo que tuvimos mucha relación. Cuando se fue, le regalé un libro, algo que en mis cuarenta años como profesor solo he hecho con media docena de alumnos.
–¿Fue en 1976?
–No, en 1974. –El profesor estuvo encantado de corregir a Pendergast. De repente puso cara de haber tenido una idea y volvió a mirar al agente–. ¡No sería un homicidio!
–Mire, profesor, es que esa información, sin el permiso de un pariente… Porque conocerá a alguien de la familia, ¿no?
El profesor parecía decepcionado.
–No, a nadie.
Pendergast arqueó las cejas de sorpresa.
–Es que no tenían mucho trato. No recuerdo haberle oído mencionar a nadie.
–Lástima. Y ¿dice que Beckmann se fue a Europa en 1974, justo después de licenciarse, y que desde entonces no ha sabido nada de él?
–Bueno, a finales de agosto de ese año me llegó una nota desde Escocia. Estaba a punto de irse de una especie de comuna agraria y de viajar a Italia. Tuve la sensación de que era una etapa por la que tenía que pasar, no sé si me entiende. Para serle sincero, hace más de una década que esperaba ver su nombre en alguna revista, u oír que inauguraba alguna exposición. De hecho, nunca le he olvidado. Mire, señor Pendergast, le estaría muy agradecido si pudiera contarme algo sobre él.
Pendergast guardó silencio.
–Sería una irregularidad muy grande, y…
No acabó la frase.
D'Agosta no pudo disimular una sonrisa. Ante el fracaso del halago, Pendergast había cambiado de estrategia. Al ver que Ponsonby mordía el anzuelo, el agente dijo:
–Murió alcohólico en un hotelucho de Yonkers. Fue enterrado en el cementerio de pobres.
El profesor soltó la cerilla encendida con cara de susto.
–¡Madre mía! No tenía ni idea.
–Muy trágico.
El profesor intentó disimular la impresión volviendo a abrir la caja de cerillas, pero el temblor de sus manos hizo que acabaran todas sobre el banco.
Pendergast le ayudó a recogerlas. El profesor las metió una a una en la caja, que temblaba, y guardó su pipa sin haberla encendido. D'Agosta quedó sorprendido al ver que se le empañaban los ojos.
–Con lo buen alumno que era… –murmuró Ponsonby.
Pendergast dejó que el silencio se prolongara un poco más. Luego sacó las Vidas de los pintores de Beckmann del bolsillo de su americana y enseñó el libro al profesor, quien lo cogió rápidamente y preguntó:
–¿De dónde lo ha sacado?
–Estaba entre los efectos personales del señor Beckmann.
–Es el libro que le regalé. –El profesor lo abrió por la guarda, y se le cayó la foto–. ¿Qué es esto? –preguntó, recogiéndola.
Pendergast no dijo ni preguntó nada.
–Es él –dijo el profesor, señalando la imagen–. Está igual que como le recuerdo. Debió de hacérsela en Florencia, en otoño.
–¿Florencia? –dijo Pendergast–. Podría ser en cualquier lugar de Italia.
–No, reconozco la fuente de detrás. Es la de la Piazza Santo Spirito, que siempre ha sido un lugar de reunión de estudiantes. Al fondo se adivina el portone del palacio Guadagni, una pensión destartalada de estudiantes. Digo otoño por cómo van vestidos, aunque supongo que también pudo haber sido en primavera.
Pendergast cogió la foto y preguntó, como si no tuviera importancia:
–¿Los otros estudiantes de la foto también eran de Princeton?
–No me suenan de nada. Debió de conocerles en Florencia. Ya le digo que la Piazza Santo Spirito era un lugar de reunión de estudiantes. De hecho aún lo es. –Cerró el libro. Parecía muy cansado, y se le quebró la voz–. Ranier… Ranier era tan prometedor…
–Todos prometemos al nacer, profesor. –Pendergast, ya en pie, titubeó–. Si quiere, puede quedarse el libro.
Pero Ponsonby no parecía haberle oído. Estaba encorvado, acariciando el lomo con una mano temblorosa.
Durante el camino de regreso a Nueva York, entrada la noche, D'Agosta, agitado, dijo desde el asiento del copiloto:
–Parece mentira que le haya sacado tanta información al profesor. ¡Y él sin enterarse!
En efecto, resultaba sorprendente, aunque no dejaba de ser un poco triste. A pesar de la altivez del profesor, y de su prepotencia, había dado muestras de una gran conmoción por la muerte de uno de sus alumnos favoritos, aunque llevara tres décadas sin verle.
Pendergast asintió con la cabeza.
–Existe una regla, Vincent: cuanto más reacio a dar información sea el interrogado, mejor será la información que facilite. La del doctor Ponsonby vale su precio en oro.
Sus ojos brillaban en la oscuridad.
–Conque se vieron en Florencia durante el otoño del setenta y cuatro…
–Exacto, y les ocurrió algo tan extraordinario que el resultado, treinta años después, ha sido, por ahora, dos asesinatos. –Pendergast se giró hacia el sargento–. ¿Conoce el dicho de que todos los caminos llevan a Roma?
–¿Shakespeare?
–Muy bien. En este caso, sin embargo, parece que todos los caminos llevan a Florencia. Y es exactamente donde debería llevarnos el nuestro.
–¿A Florencia?
–Ni más ni menos. Seguro que Bullard ya está en camino, suponiendo que no haya llegado ya.
–Me alegro de no tener que convencerle de que me deje ir con usted –dijo D'Agosta.
–No permitiría lo contrario, Vincent. Su instinto de policía es de primera clase, y su puntería asombrosa. Sé que puedo confiar en usted para las situaciones delicadas, y mucho me temo que en algún momento nos veremos envueltos en una de ellas. Por lo tanto, si tiene la amabilidad de volver a sacar el ordenador portátil, reservaremos ahora mismo los billetes. En primera, si no le molesta, y con la vuelta abierta.
–¿Cuándo salimos?
–Mañana por la mañana.