Según el certificado de defunción, el último domicilio conocido de Beckmann no quedaba muy lejos del cementerio donde lo habían enterrado. Pendergast condujo despacio, bordeó el destartalado edificio y aparcó unos números más lejos, frente a una tienda de bebidas alcohólicas. En la entrada había tres viejos borrachos que les miraron al salir del coche.
–Bonito barrio –dijo D'Agosta, contemplando los bloques de ladrillo de seis pisos engalanados con salidas de incendios oxidadas. Entre bloque y bloque había decenas de cuerdas de tender con ropa muy gastada.
–Sí, mucho.
Señaló con la cabeza a los tres alcohólicos, que habían vuelto a su anterior ocupación (pasarse una botella de Night Train).
–No sé si sabrán algo.
–Parece muy probable.
Pendergast le hizo señas de seguir caminando.
–¿Quién? ¿Yo?
–Por supuesto. Usted es un hombre de la calle, que habla su idioma.
–Si usted lo dice…
D'Agosta miró a izquierda y derecha y entró en la tienda. Salió pocos minutos después, con una botella en una bolsa de papel marrón.
–Ah, un regalo para los nativos.
–Me inspiro en usted.
Pendergast arqueó las cejas.
–¿Se acuerda de nuestro viajecito subterráneo durante el caso de la masacre en el metro? Pues se llevó una botella como forma de pago.
–Ah, sí, nuestro té con Mephisto.
D'Agosta se acercó a los viejos con la botella en la mano y se les plantó delante de ellos.
–¿Qué, cómo va el día?
Silencio.
–Soy el sargento D'Agosta. Este es mi colega Pendergast, agente especial del FBI.
Silencio.
–Que sepáis que no venimos a joder. Ni siquiera os pediré vuestros nombres. Solo buscamos información sobre un tal Ranier Beckmann, que vivió aquí hace varios años.
Tres pares de ojos rojos siguieron observándole. Uno de los viejos carraspeó y, delicadamente, depositó un escupitajo entre sus pies.
D'Agosta sacó la botella, haciendo crujir el papel, y la enseñó. La luz, que se trasparentaba, iluminó algunos trozos de fruta que flotaban en un líquido ámbar.
El mayor de los borrachos miró a sus compañeros.
–Rock'n'Rye. Este poli tiene clase.
–Ojo con los polis que traen regalos.
D'Agosta miró fugazmente a Pendergast (que le observaba unos pasos por detrás con las manos en los bolsillos) y se volvió de nuevo.
–No me pongáis en ridículo delante de los federales, ¿eh? Os lo pido por favor.
El más viejo cambió de postura.
–Ahora que has dicho la palabra mágica, siéntate.
D'Agosta tomó asiento con cuidado en los peldaños pegajosos. El borracho cogió la botella, bebió un trago, escupió un trozo de fruta y se la pasó a uno de sus compañeros.
–Tú también, amigo –dijo a Pendergast.
–Gracias, pero prefiero estar de pie.
Se oyeron risas.
–Me llamo Jedediah –dijo el más viejo–. Llámame Jed. ¿A quién decís que buscáis?
–A Ranier Beckmann –dijo Pendergast.
Dos de los borrachos se encogieron de hombros, pero Jed asintió lentamente al cabo de un rato.
–Beckmann. Me suena.
–Vivía en la habitación 4C. Murió de cáncer hace unos diez años.
Jed pensó un poco más y bebió un trago de Rock'n'Rye para lubricarse la materia gris.
–Sí, ya me acuerdo. Es el que jugaba al gin rummy con Willie. Willie también se murió. ¡Cómo discutían! ¿Has dicho que de cáncer?
Sacudió la cabeza.
–¿Sabías algo de su vida? Si estaba casado, dónde vivió…
–Fue a la universidad. Era un tío listo. Nunca venía a verle nadie, y no parecía que tuviera hijos ni familia. Supongo que podía estar casado. Durante una época pensé que tenía una novia que se llamaba Kay.
–¿Kay?
–Sí. De vez en cuando la nombraba, sobre todo cuando estaba cabreado consigo mismo. Por ejemplo, cuando perdía al rummy, decía: «¡Kay Biskerow!»; como diciendo que si ella hubiera estado con él, para cuidarle, la situación habría sido otra.
Pendergast asintió.
–¿Queda algún amigo suyo con el que podamos hablar?
–No se me ocurre nadie. Beckmann era bastante reservado. Estaba como deprimido.
–Ya.
D'Agosta cambió de postura en la incomodidad del escalón.
–Aquí, cuando se muere alguien, ¿qué se suele hacer con sus cosas?
–Limpian su habitación y las tiran. Bueno, a veces John se queda con algo.
–¿John?
–Sí, uno que guarda trastos de los muertos. Es un poco raro.
–¿Se quedó con alguna pertenencia de Beckmann? –preguntó Pendergast.
–Podría ser. Tiene la habitación llena de porquería. ¿Por qué no subís y se lo preguntáis? Es el 6A, en el último piso, al final de la escalera.
Pendergast le dio las gracias, entró en la penumbra del vestíbulo y subió por la escalera de madera, seguido por D'Agosta. El crujido de los peldaños era alarmante. Cuando llegaron al sexto piso, Pendergast puso una mano en el brazo de su acompañante.
–Le felicito por su habilidad –dijo–. Ha sido muy inteligente preguntar por las pertenencias de Beckmann. ¿También querrá ocuparse de John?
–Con mucho gusto.
D'Agosta llamó a la puerta 6A, pero ya estaba entreabierta y cedió rechinando a sus golpes. Después de abrirse un poco, quedó bloqueada por una montaña de cajas de cartón. La habitación estaba tan llena de cartones roídos, pilas de libros y recuerdos varios que casi no quedaba ni un resquicio libre. D'Agosta entró y siguió un camino estrecho y sinuoso entre paredes de basura selecta: viejas fotos, álbumes, un triciclo, un bate de béisbol firmado…
Al fondo había una ventana sucia, y un espacio con las dimensiones justas para una cama. Un hombre de pelo blanco yacía sobre el sucio colchón, totalmente vestido; les miró sin levantarse ni moverse.
–¿John? –preguntó D'Agosta.
El viejo asintió ligeramente.
El sargento se acercó a la cama y enseñó su identificación. John tenía la cara abolsada y arrugada, y los ojos amarillos.
–Solo queremos información. En cuanto nos la dé nos vamos.
–Sí –dijo el hombre. Su voz era sosegada, lenta y triste.
–En la calle, Jed nos ha dicho que quizá hubiera guardado algún efecto personal de Ranier Beckmann, que vivió aquí hace varios años.
Un largo silencio. Los ojos amarillentos miraron una de las pilas.
–En el rincón. La segunda caja empezando por abajo, donde está escrito «Beck».
D'Agosta llegó con dificultad a la pila en cuestión, que estaba a punto de desmoronarse, y encontró la caja. Estaba sucia, mohosa y medio aplastada por el peso de las otras.
–¿Puedo mirar?
El viejo asintió con la cabeza.
D'Agosta movió las cajas y extrajo la de Beckmann, que era pequeña. Contenía algunos libros y una vieja caja de puros con gomas elásticas. Pendergast se acercó y miró por encima de su hombro.
–James, Cartas de Florencia –murmuró, examinando los lomos de los libros–. Berenson, Pintores italianos del Renacimiento. Vasari, Vidas de los pintores. Cellini, Autobiografía. Veo que al señor Beckmann le interesaba la historia del arte del Renacimiento.
D'Agosta cogió la caja de puros y procedió a quitar las gomas, que debido a su vejez y mal estado se partieron con solo tocarlas. Luego abrió la tapa. La caja despidió un olor a polvo, puros viejos y papel. Vio que contenía una pata de conejo comida por las polillas, una cruz de oro, una foto del padre Pío, una vieja postal del lago Moosehead, en Maine, una baraja mugrienta, un coche de juguete Corgi, algunas monedas, un par de cerillas y algunos recuerdos más.
–Parece que hemos encontrado el cofrecito del tesoro de Beckmann.
Pendergast asintió y cogió la caja de cerillas.
–«Trattona del Carmine» –leyó en voz alta. Sus dedos finos y blancos acariciaron las monedas y otros recuerdos. Después sacó el libro de Vasari de la caja y lo hojeó–. Una obra imprescindible para cualquier persona que quiera entender el Renacimiento –dijo–. Y mire esto.
Dio el libro a D'Agosta. Había una dedicatoria en la primera guarda:
A Ranier, mi alumno favorito.
CHARLES F. PONSONBY Jr.
D'Agosta también cogió un libro. No contenía ninguna descripción, pero sí una fotografía que cayó al suelo al hojearlo. La recogió. Era una instantánea descolorida de cuatro hombres jóvenes cogidos por el cuello, frente a una especie de fuente borrosa de mármol.
Oyó que Pendergast disimulaba una exclamación.
–¿Me permite? –preguntó el agente.
D'Agosta le dio la fotografía. Pendergast la estudió con atención y se la devolvió.
–Creo que el de la derecha es Beckmann. ¿Reconoce a sus amigos?
D'Agosta echó un vistazo y reconoció casi enseguida el cabezón de Locke Bullard y sus cejas prominentes. Los demás se resistieron un poco, pero una vez identificados eran inconfundibles: Nigel Cutforth y Jeremy Grove.
Miró a Pendergast, cuyos ojos plateados echaban verdaderas chispas.
–Ya lo tenemos, Vincent. La relación que buscábamos.
Se volvió hacia el hombre de la cama, tan callado que D'Agosta casi se había olvidado de él.
–¿Nos permite llevarnos estos objetos, John?
–Para eso los guardaba.
–¿Cómo? –preguntó D'Agosta.
–Que guardo sus objetos de valor para entregarlos a los posibles parientes.
–¿Los objetos de valor de quién?
–De los que se mueren.
–Y ¿viene algún pariente?
La pregunta quedó en el aire.
–Todo el mundo tiene familia –acabó diciendo John.
D'Agosta tuvo la impresión de que algunas de las cajas estaban tan podridas y descoloridas que llevaban ahí unos veinte años. Era mucho tiempo para esperar la visita de un familiar.
–¿Conocía mucho a Beckmann?
El viejo negó con la cabeza.
–Era muy reservado.
–¿Le visitaba alguien?
–No.
John suspiró. Tenía el pelo quebradizo y los ojos llorosos. D'Agosta pensó que se moría, y que no solo era consciente de ello, sino que se alegraba.
Pendergast cogió la cajita de recuerdos y se la puso bajo el brazo.
–¿Podemos ayudarle, John? –preguntó suavemente.
El viejo negó con la cabeza y se colocó de cara a la pared.
Salieron de la habitación sin decir nada. Al abandonar el edificio se cruzaron con los tres borrachos.
–¿Qué, han encontrado lo que buscaban? –preguntó Jed.
–Sí, gracias –dijo D'Agosta.
Jed se tocó la frente con el dedo. D'Agosta se volvió hacia él.
–¿Qué pasará con todo lo de la habitación de John cuando se muera?
El borracho se encogió de hombros.
–Lo tirarán.
–Ha sido una visita muy provechosa –dijo Pendergast en el momento de subir al coche–. Ahora sabemos que Ranier Beckmann vivió en Italia, probablemente en 1974, y que hablaba bastante bien el italiano. Incluso puede que muy bien.
D'Agosta le miró azorado.
–¿Cómo lo sabe?
–Por lo que decía al perder al rummy: «Kay Biskerow». No es un nombre, sino una expresión en italiano: Che bischero! Una exclamación en dialecto florentino que significa «¡qué idiota!». Para saberlo hay que haber vivido en Florencia. Además de eso, todas las monedas de la caja de puros son liras italianas, de 1974 o anteriores. La fuente de detrás de nuestros amigos es claramente italiana, aunque no la reconozco.
D'Agosta hizo un gesto de incredulidad.
–¿Y lo ha deducido todo de esa cajita?
–A veces las cosas pequeñas son las más reveladoras. –Mientras el Rolls se apartaba del bordillo y tomaba velocidad, Pendergast miró por encima del hombro–. ¿Me saca el ordenador portátil del salpicadero, Vincent? Vamos a ver si el profesor Charles F. Ponsonby puede esclarecernos algo.