Cuarenta y cuatro

Para D'Agosta era la primera visita, pero todo tenía una familiaridad descorazonadora. Suerte que los efluvios punzantes del alcohol, el formol y otros productos químicos desconocidos enmascaraban el olor de fondo. La noche antes, él y Laura Hayward se habían quedado en el restaurante hasta las once y media. Por sugerencia del sommelier, D'Agosta se había permitido el lujo de pedir media botella de vino de postre (un Château d'Yquem de 1990 que como mínimo le había costado una semana de sueldo); había sido una revelación, el mejor vino de sus vidas. De hecho, toda la velada había sido magnífica.

Qué tragedia que fuera el preludio de algo así.

La mezcla de formalina, fluidos corporales y descomposición, la limpieza exagerada de las superficies de acero inoxidable, la batería de unidades de refrigeración, el ayudante al fondo, de aspecto siniestro, la presencia del patólogo, y por supuesto el cadáver, verdadera estrella del espectáculo, tendido en el centro de la sala sobre una vieja mesa de mármol para autopsias e iluminado por su propio foco… Ya le habían hecho la autopsia (por no decir que lo habían desmembrado). El cuerpo estaba rodeado por una serie de órganos mustios en rodajas o dados, cada uno en su recipiente de plástico: el cerebro, el corazón, los pulmones, el hígado, los riñones y varios bultos oscuros, que D'Agosta no supo ni quiso reconocer.

De todos modos, no era de los peores, tal vez porque el desfile de insectos ya había cumplido su tarea y el grado de descomposición era tan avanzado que el cadáver tenía tanta carne como hueso. O tal vez porque el olor a supuración había sido sustituido casi por completo por el de tierra. Otra posibilidad era que D'Agosta se estuviera acostumbrando. Tuvo esa esperanza. Aunque… Sintió el nudo de siempre en la garganta. Al menos había tenido la prudencia de no desayunar.

Observó al médico, que hojeaba una tablilla junto a la cabeza del cadáver, con unas gafas negras sobre la punta de la nariz. Era un hombre de pocas palabras, con el pelo entrecano y una manera de hablar lenta y parca. Parecía irritado.

–Bueno, bueno –dijo, repasando papeles–. Bueno, bueno.

Pendergast no se cansaba de dar vueltas al cadáver.

–Según el certificado de defunción, murió de cáncer –dijo.

–Sí, ya lo sé –contestó el médico–. De hecho lo extendí yo, y si estoy aquí es a petición de usted.

Lo dijo en un tono de queja y crispación.

–Se lo agradezco.

El médico asintió secamente y siguió consultando la tablilla.

–He hecho una autopsia completa del cadáver y ya me han enviado los resultados del laboratorio. A ver, ¿qué quiere saber exactamente?

–Vayamos por partes. Supongo que ya habrá confirmado que se trata del cadáver de Ranier Beckmann.

–No cabe duda. He consultado su expediente dental.

–Estupendo. Siga, por favor.

–Voy a hacer un resumen del primer diagnóstico. –El médico pasó algunas páginas–. El cuatro de marzo de 1995, el paciente Ranier Beckmann ingresó en urgencias en una ambulancia. Los síntomas indicaban una fase avanzada de cáncer. Las pruebas confirmaron la presencia de un carcinoma microcelular muy extendido en el pulmón, con varias metástasis. Digamos, para sintetizar, que no tenía cura. El cáncer se había propagado por todo el cuerpo, y el fallo general del organismo era inminente. El señor Beckmann no salió del hospital. Murió a las dos semanas.

–¿Está seguro de que falleció en el hospital?

–Sí. Le vi a diario en mis visitas, hasta que murió.

–¿Y sigue acordándose con claridad, después de diez años?

–Rotundamente sí.

El médico escrutó a Pendergast por encima de las gafas.

–Siga –dijo el agente.

–He dividido la autopsia en dos fases. La primera ha consistido en verificar la causa de defunción determinada por mí mismo. En su momento no se le hizo la autopsia. Procedimiento estándar. La causa de la muerte era evidente, no había solicitudes de familiares y no se sospechaba nada irregular. Comprenderá que el estado no paga una autopsia solo porque sí.

Pendergast asintió.

–La segunda fase de mi autopsia, a instancias de usted, ha consistido en identificar cualquier patología, dolencia, herida o toxina fuera de lo común, y cualquier irregularidad relacionada con el cadáver.

–¿Con qué resultado?

–He confirmado que Beckmann falleció a causa de un fallo orgánico general relacionado con el cáncer.

Los ojos plateados de Pendergast enfocaron rápidamente al doctor. No abrió la boca, pero su expresión escéptica lo decía todo.

El médico sostuvo su mirada sin flaquear y prosiguió con calma.

–El tumor principal estaba alojado en el pulmón izquierdo, y tenía el tamaño de un pomelo. También había tumores metastáticos secundarios en los riñones, el hígado y el cerebro. Lo único sorprendente de la muerte de este hombre es que tardase tanto en ingresar en urgencias. Debió de sufrir unos dolores tremendos, que le impedían cualquier actividad.

–Siga –dijo Pendergast con voz grave.

–Aparte del cáncer, el paciente sufría una cirrosis avanzada del hígado, dolencias cardíacas y una serie de síntomas crónicos pero no agudos todavía, vinculados al alcoholismo y una mala alimentación.

–¿Qué más?

–Nada más. La sangre y los tejidos no presentan indicios de toxinas o drogas. Tampoco hay heridas ni patologías, al menos que se puedan detectar después del embalsamamiento y de casi diez años enterrado.

–¿No hay indicios de calor?

–¿Calor? ¿Qué quiere decir?

–¿No hay nada que permita afirmar que el difunto sufrió una aplicación perimortem de calor?

–En absoluto. El calor habría provocado diversos cambios celulares fácilmente observables. He examinado cuarenta o cincuenta muestras de tejido de este cadáver, y ninguna de ellas mostraba cambios asociados al calor. ¡Qué extraña pregunta, señor Pendergast!

La voz de Pendergast seguía siendo grave.

–El cáncer microcelular de pulmón está provocado casi exclusivamente por el tabaquismo. ¿Me equivoco, doctor?

–No se equivoca.

–Entonces, doctor, ¿puede descartarse cualquier duda de que muriese de cáncer?

Pendergast tiñó de escepticismo su pregunta.

El forense, exasperado, se inclinó, cogió dos mitades de un pulmón arrugado y marrón y se los puso al agente ante las narices.

–Aquí tiene, señor Pendergast. Si no me cree, créase esto. Cójalo. Palpe la malignidad de este tumor. Es tan cierto que Beckmann murió de cáncer como que estoy aquí.

El camino de regreso al coche fue largo y silencioso. Pendergast se puso al volante (esta vez había conducido él hasta Yonkers), y salieron del aparcamiento. No habló hasta que dejaron atrás la masa gris del centro de la ciudad.

–¿No diría usted que Beckmann ha sido muy elocuente, Vincent?

–Sí. Y apestoso.

–Ahora bien, debo reconocer que lo que ha dicho ha sido sorprendente. Tendré que escribir una carta de agradecimiento al bueno del doctor.

Dio un golpe de volante. El Rolls dobló por Executive Boulevard sin acceder a la rampa de ingreso de la autopista de Saw Mill River.

D'Agosta puso cara de sorpresa.

–¿No volvemos a Nueva York?

Pendergast negó con la cabeza.

–Jeremy Grove murió hace exactamente dos semanas, y Cutforth una. Hemos venido a Yonkers en busca de respuestas, y no me iré sin ellas.