El taxi frenó en el majestuoso patio del Helmsley Palace. D'Agosta dio la vuelta al vehículo con rapidez y abrió la puerta a Hayward, que al salir miró la extravagante variedad de setos iluminados, y la fachada barroca del palacio que les envolvía.
¿Aquí es donde cenamos?
D'Agosta asintió.
Le Cirque 2000.
¡Válgame Dios! ¡Dije una buena cena, pero no me refería a esto!
D'Agosta la cogió por el brazo y la condujo hasta la puerta.
¿Por qué no? Si empezamos algo, que sea como Dios manda.
Hayward sabía que Le Cirque era probablemente el restaurante más caro de toda Nueva York, y aunque siempre le había incomodado que los hombres gastaran mucho en ella como si fuera una manera de conquistarla, esta vez la sensación era distinta. Lo que decía sobre Vinnie D'Agosta, sobre su manera de enfocar la relación, era prometedor de cara al futuro.
¿Futuro? Le extrañó haber pensado en esa palabra, sobre todo tratándose de una primera cita (bueno, casi). De hecho D'Agosta ni siquiera estaba divorciado. Tenía mujer e hijo en Canadá. Por otro lado, había que reconocer que era un hombre interesante, y un policía como la copa de un pino. «Tú tranquila pensó, ya veremos cómo va todo».
Al entrar en el restaurante (que estaba a rebosar, aunque fuera un domingo por la noche), llegó uno de esos maitres que consiguen transmitir una apariencia de absoluto servilismo al tiempo que proyectan su íntimo desprecio. Lamentaba informarles de que, a pesar de la reserva, aún no tenían preparada su mesa. Si se instalaban en el bar, la espera no debería rebasar la media hora, cuarenta minutos a lo sumo.
Perdone, ¿ha dicho cuarenta minutos?
El tono de D'Agosta era sereno pero amenazador.
Es que hay una fiesta con mucha gente… Veré qué puedo hacer.
¿Verá qué puede hacer? D'Agosta sonrió y se acercó un paso. ¿O lo hará?
Haré lo que pueda, caballero.
No tengo la menor duda de que lo que puede hacer es conseguirnos una mesa en un cuarto de hora, y así lo hará.
Por supuesto. No faltaría más. La retirada del maitre era total. Mientras tanto añadió con una voz más forzada y alegre de lo normal haré que les traigan a la mesa una botella de champán por cuenta de la casa.
D'Agosta cogió a Hayward del brazo y entraron en el bar, adornado con una mezcolanza de fluorescentes, que Hayward quiso interpretar como una alusión al tema circense del restaurante. Tenía su gracia, siempre que no hubiera que quedarse mucho tiempo.
Al poco rato de sentarse a una mesa apareció un camarero, que no tuvieron necesidad de llamar, y les trajo las cartas, dos copas y una botella bien fría de Veuve Clicquot.
Hayward se rió.
Te has toreado al maitre con mucha eficacia.
¿Qué policía sería si no supiese intimidar a un camarero?
Creo que esperaba una propina.
D'Agosta la miró.
¿En serio?
Pero lo has hecho muy bien, y te has ahorrado un dinerito.
D'Agosta gruñó.
La próxima vez le doy uno de cinco.
Sería peor que nada. La tarifa no baja de los veinte.
¡Caray! ¡Qué complicado es vivir por todo lo alto! Levantó su copa. ¿Brindamos?
Ella hizo lo mismo.
Por… D'Agosta vaciló. Por la fuerza pública de Nueva York.
Para ella fue un alivio no oír lo que esperaba. Hicieron chocar las copas.
Hayward bebió un poco y observó a D'Agosta, que estaba leyendo la carta que había dejado el camarero. Parecía haber adelgazado un poco desde su encuentro en el apartamento de Cutforth. Saltaba a la vista que el comentario sobre sus visitas diarias al gimnasio no fue una broma. Al gimnasio y a las prácticas de tiro de la policía en la calle Treinta y tres. Se fijó en lo perfilada que tenía la mandíbula, en su pelo muy negro y en el suave color castaño de sus ojos. Tenía un rostro muy agradable, mucho. Todo apuntaba a que era lo que costaba muchísimo encontrar en Nueva York: una buena persona, sin trampa ni cartón, con sólidos valores a la antigua; alguien amable y de fiar, pero sin ser ningún pelele, como demostró con su actuación sorpresa tres noches antes en el despacho de ella…
Una mezcla de rubor y hormigueo hizo que levantase la carta para disimular.
Cuando llegó a la lista de platos principales, se horrorizó al ver que el más barato, paupiette de lubina negra, estaba a treinta y nueve dólares. El entrante más barato estaba a veintitrés: pies y careta de cerdo estofados (no, gracias). Buscó inútilmente algo que estuviera por debajo de los veinte dólares, hasta que su mirada recayó en los postres, donde lo primero que le llamó la atención (¡un donut!) valía diez dólares. Bueno, pues no le quedaba otra opción. Tragó saliva y empezó a elegir, intentando no hacer sumas mentales.
Vincent estudiaba la carta de vinos. Había que reconocer que no se había puesto blanco, al menos de momento. Al contrario, parecía muy animado.
¿Tinto o blanco? preguntó.
Creo que tomaré pescado.
Pues entonces blanco. El Cakebread Chardonnay. Cerró la carta y sonrió. ¿A que es divertido?
Nunca había estado en un restaurante así.
La verdad es que yo tampoco.
Cuando tuvieron la mesa preparada (un cuarto de hora después), solo quedaba la mitad del champán, y Hayward estaba más que contentilla. El maítre les sentó en el primer comedor, una sala muy amplia con una opulenta decoración Segundo Imperio, compuesta por molduras doradas, ventanas altas con brocados de seda y arañas de cristal. Curiosamente, la presencia de fluorescentes colgantes y una serie de adornos florales del tamaño de pequeños elefantes no hacía sino potenciar el efecto general.
El único inconveniente era que estaban sentados justo al lado de un grupo muy numeroso, perteneciente a uno de los barrios exteriores (Queens, por el acento), que hablaba en voz muy alta. «Bueno, tampoco se puede prohibir la entrada a la gente solo por el acento», pensó ella.
D'Agosta pidió para los dos, impresionándola de nuevo con su saber estar (que Hayward no esperaba, sobre todo estando donde estaban).
¿Cómo sabes tanto de alta cocina? preguntó ella.
¿Lo dices en serio? respondió él con una sonrisa burlona. Conocía la mitad de las palabras de la carta. Ha sido pura improvisación.
Pues a mí me has engañado.
Se debe seguramente al tiempo que paso con Pendergast. Algo se me habrá pegado.
Hayward llamó su atención.
¿El del rincón no es Michael Douglas?
D'Agosta se volvió.
Sí.
Y se volvió de nuevo como si tal cosa.
Ella hizo un gesto con la cabeza.
Y mira quién hay.
En un rincón tranquilo, una mujer comía un plato de patatas fritas. Antes de meterse cada patata en la boca con un placer que saltaba a la vista, la mojaba en un plato lleno de ketchup.
D'Agosta la observó.
Me suena. ¿Quién es?
¿Qué pasa, que has estado viviendo debajo de una piedra? Madonna.
¿Ah, sí? Pues se habrá teñido el pelo, o algo.
Sería una escena buenísima para una novela. Quizá la próxima que escribas.
No habrá ninguna más.
¿Por qué no? A mí los dos libros que escribiste me gustaron mucho. Tienes talento. De verdad.
Él negó con la cabeza.
Talento puede que sí, pero el problema es que me falta algo esencial.
¿El qué?
Se frotó dos dedos.
El dinero.
Hay mucha gente que no consigue publicar ni una novela. Tú ya tienes dos, y encima son buenas. No puedes abandonar del todo, Vinnie.
D'Agosta negó con la cabeza.
¿No te había comentado que no es mi tema favorito?
Si quieres, hablo de otra cosa. Al menos de momento. De hecho quería preguntarte algo. Ya sé que no deberíamos hablar de trabajo, pero ¿se puede saber cómo se enteró Pendergast de que el tío ese… cómo se llamaba… Vasquez quería matarle? La Interpol lleva diez años siguiéndole la pista, y además era todo un profesional.
Yo también aluciné, pero cuando me lo explicó vi que era lógico. Bullard (porque seguro que fue idea suya) se sintió bastante amenazado para echarme encima a dos matones después de nuestra primera entrevista. Pendergast se imaginó que estaba desesperado por salir del país, y que no permitiría que nadie se lo impidiese. También se imaginó que volvería a intentarlo, pero esta vez contra él, y se preguntó cómo actuaría un asesino profesional. La respuesta era obvia: desde el edificio vacío de la acera de enfrente de su casa. Total, que después de llevar a Bullard al centro para ser interrogado empezó a mirar las ventanas tapadas del edificio con un telescopio, y en poco tiempo vio un agujero nuevo en la madera. ¡Bingo! Fue cuando me lo dijo y me explicó sus planes. A continuación creó una rutina para poder controlar el momento del ataque.
Pero ¿cómo tuvo las narices de salir y entrar de su casa, si podían pegarle un tiro?
Cada vez que salía de la casa, hacía que Proctor enfocase el agujero con el telescopio. Una vez me hizo reventar una farola con la pistola en el momento crítico. Fue cuando identificó el arma, supo que el asesino había perdido su oportunidad y calculó que al día siguiente volvería a intentarlo. Por eso anoche teníamos preparado el maniquí. Proctor lo hizo todo perfecto. Lo movió para que solo se viera la parte superior.
Pero ¿por qué no fue directamente a por el asesino? ¿Qué sentido tenía arriesgarse?
Para empezar, la falta de pruebas. Luego, ten en cuenta que estaba atrincherado, y que se nos podría haber escurrido de las manos. ¿No has dicho que era un profesional? Además, seguro que habría ofrecido resistencia. Su momento de vulnerabilidad era el de la huida. Solo tuvimos que esperar que cayese en nuestra trampa.
Hayward asintió.
Ahora lo entiendo.
Lástima que optara por el suicidio.
Les trajeron los primeros platos: ni más ni menos que tres camareros, seguidos de cerca por el sommelier, para servirles el vino, y otro empleado para llenarles las copas de agua.
Ahora el que tiene una pregunta soy yo dijo D'Agosta: ¿cómo llegaste a capitana? Quiero decir tan deprisa.
No es ningún misterio. Al ver el panorama, me saqué el máster de psicóloga forense por la Universidad de Nueva York. La verdad es que hoy en día va muy bien tener un título. Tampoco me perjudicó ser mujer.
¿Discriminación positiva?
Más bien retraso positivo. Cuando Rocker, el jefe, levantó la opresión que había en el cuerpo, algunos salimos a la superficie, como es lógico, y al darse cuenta, en pleno ataque de pánico, de que no había mujeres de alto rango (por la eternidad que llevaban oprimiéndonos), empezaron los ascensos. Yo estaba en el sitio y el momento justos, con las notas y el historial indicado.
¿La ambición y el talento no tuvieron nada que ver?
Yo no diría tanto.
Hayward sonrió.
Yo tampoco. Vincent bebió un poco de vino. ¿De niña dónde vivías?
En Macon, Georgia. Mi padre era soldador y mi madre ama de casa. Mi hermano mayor murió en Vietnam, por fuego amigo. Yo entonces tenía ocho años.
Lo siento.
Hayward sacudió la cabeza.
Mis padres nunca se recuperaron. Él tardó un año en morirse, y ella dos; los dos de cáncer, pero para mí que fue de pena. Mi hermano era la niña de sus ojos.
Qué duro.
Ha pasado mucho tiempo. Me crió mi abuela de Islip, que era un sol. Así entendí que estaba sola en el mundo y que nadie me regalaría nada. Que tendría que currármelo todo yo solita, vaya.
Pues te ha salido muy bien.
Es un juego.
D'Agosta se quedó callado.
¿En serio que aspiras a comisionada?
Ella sonrió en silencio y levantó su copa.
Me alegro de que hayas vuelto a la Gran Manzana, Vinnie, porque es donde te corresponde estar.
Acepto el brindis. No sabes cuánto he echado de menos esta ciudad.
Es el mejor sitio del mundo para ser policía.
Cuando era teniente, en la época de los crímenes del museo, no me daba cuenta. Soñaba con salir de la ciudad y vivir en el campo, para poder respirar aire fresco, oír los pajaritos y ver cambiar las hojas de color; tenía ganas de salir a pescar cada domingo, pero ¿sabes qué? Que pescar es un aburrimiento, que por la mañana los pájaros te despiertan, y que en Radium Hot Springs en vez de Le Cirque tienes el restaurante familiar de Betty Daye.
Donde se puede alimentar a una familia de cuatro por lo que cuesta aquí un donut.
Ya, pero ¿qué gracia tiene el pollo frito a cuatro dólares noventa y cinco si puedes pedir magret de pato con pimentón de Espelette al módico precio de cuarenta y uno?
Hayward se rió.
Es lo que me gusta de Nueva York, que no hay nada normal. Es todo exagerado. Aquí nos tienes, cenando en la misma sala que Madonna y Michael Douglas.
Nueva York te vuelve loco, pero nunca te aburre.
Al ver que había bebido algo de vino, el camarero se apresuró a llenarle la copa.
¿De verdad que hay un pueblo que se llama Radium Hot Springs? Parece un chiste.
Pues yo he estado, y puedo asegurarte que existe.
¿Cómo era?
Ahora hago bromas, pero no estaba mal. Un pueblo con valores sólidos. Los canadienses son simpáticos. Lo malo es que no llegué a sentirme en casa. Siempre tenía la sensación de ser un extranjero. No sé si me entiendes. Además, era demasiado tranquilo. Con tantos pajaritos no podía concentrarme. Tenía miedo de volverme loco. A mí que me den un buen atasco de viernes por la tarde en el centro, que vaya de río a río. ¡Eso sí que es el ruido de la vida!
Mientras Hayward se reía, llegaron los segundos a cargo de otra hueste de camareros con guantes blancos.
Yo me acostumbraba a esto sin problemas dijo D'Agosta al apoyarse en el respaldo y acompañar un bocado de magret de pato con un sorbo de chardonnay.
Ella se puso en la boca una vieira étuvée y la saboreó, pensando que era lo más delicioso que había probado en toda su vida.
Has acertado, Vinnie dijo sonriendo. Puedo decirte que has acertado.