Vasquez cogió un trozo de buey en salmuera con chile verde, lo masticó pensativo, se lo tragó y bebió un poco de agua mineral, antes de seguir rellenando el crucigrama del Times de Londres. Reflexionó, llenó unas casillas, borró otras y dejó el periódico.
Suspiró. Siempre que estaba a punto de consumar una operación sufría un ataque de nostalgia. Saber que tenía que marcharse, que sus preparativos y meditaciones tenían las horas contadas, y que el pequeño y cómodo universo que se había construido no tardaría en pasar a la historia a manos de unos policías y fotógrafos sin la menor delicadeza… Al mismo tiempo tenía ganas de volver a ver el sol, respirar aire fresco y oír el ruido de las olas. Lo raro era que fuera nunca se sentía tan libre y vivo como en la angostura de sus escondrijos de asesino, a punto de matar.
Repasó por enésima vez su instrumental. Puso el ojo en la mira, hizo una corrección infinitesimal en la deriva del viento y levantó la cabeza para examinar la bocacha apagallamas. Solo faltaban unos minutos. Había cuatro balas en el cargador y otra en la recámara. Solo necesitaba dos. Volvió a desnudarse y se puso el disfraz.
La una menos cinco. Lanzó una mirada nostálgica a su nido, y a todo lo que tendría que dejar. De hecho ¿cuántas veces había podido terminar un crucigrama del Times? Volvió a aplicar el ojo a la mira, vigilante. Pasaron los minutos.
Una vez más se abrió la puerta cochera. Vasquez respiró más lentamente para reducir sus pulsaciones. Una vez más, la cabeza y los hombros de Pendergast aparecieron en la retícula. Esta vez no vio al mayordomo. Debía de estar demasiado metido en la puerta para verle, pero su presencia era evidente, ya que Pendergast miraba hacia la entrada y estaba claro que hablaba con alguien. Mejor. Un disparo descentrado en la parte posterior de la cabeza desafiaría igualmente el posterior análisis.
Aguantó la respiración y, usando los latidos de su corazón para medir los disparos, Vasquez apoyó la mejilla en la culata y apretó lentamente el gatillo. El arma sufrió una sacudida. En un abrir y cerrar de ojos, volvió a cargarla, apuntó y disparó por segunda vez.
El primer disparo había sido perfecto. El blanco se había vuelto, tal como tenía que hacerlo. El siguiente había tardado unas décimas de segundo. La bala había entrado justo encima de la oreja, haciendo que la cabeza explotase en todas las direcciones. Pendergast se había derrumbado en la oscuridad del marco de la puerta. Ya no se le veía.
Vasquez se movió con la rapidez de muchos años de práctica. Con la luz apagada, metió el rifle y el ordenador portátil en un talego, se lo echó al hombro y se ajustó los anteojos de visión nocturna que le ayudarían a salir del edificio por detrás. Después tapó el agujero por el que había disparado, llegó a la puerta y usó el destornillador de pilas para desenroscar los cuatro tornillos que la mantenían cerrada. El siguiente paso consistió en arrancar la cinta que sellaba las jambas y abrir la puerta con sigilo, el mismo sigilo con el que salió al pasillo.
De repente los anteojos se sobrecargaron de luz y le dejaron ciego. Se los arrancó de la cabeza y acercó la otra mano al arma de su cinto, pero en el pasillo había alguien que se movía demasiado deprisa, y Vasquez, que seguía sin ver nada, fue arrojado a la pared, mientras la pistola caía al suelo.
Se lanzó como una fiera contra su atacante, pero erró el golpe, mientras que el que recibió en las costillas fue tremendo. Volvió a girar. Esta vez, el puñetazo dio en el blanco e hizo caer a su adversario. Era el poli de Southampton. Vasquez, furibundo, sacó el cuchillo y saltó sobre él apuntando al corazón, pero de pronto vio aparecer un pie, lo recibió en el antebrazo, oyó un crujido, cayó al suelo y se vio inmediatamente aprisionado.
Tenía al poli encima. Y a la luz brillante de una lámpara estaba él, Pendergast, la persona a quien acababa de matar.
Le miró fijamente, mientras su cerebro creaba con rapidez una nueva secuencia de hechos.
Había sido una trampa. Seguro que lo sabían todo desde el principio. Pendergast había hecho una actuación perfecta. Vasquez había disparado contra algún maniquí, un maniquí de efectos especiales. Madre de Dios.
Había fallado. Fallado.
No podía creerlo.
Pendergast, ceñudo, le observaba atentamente. De repente abrió mucho los ojos, como si hubiera entendido algo.
–¡La boca! –exclamó.
D'Agosta introdujo algo que parecía de madera entre los dientes de Vasquez, como si fuera un perro o un epiléptico, pero este, que empezaba a acusar el dolor en su antebrazo, pensó que no serviría de nada. No era donde llevaba el cianuro. La aguja estaba en la punta de su dedo meñique, el que había perdido años antes de un disparo, y que ahora tenía otra utilidad. Apretó con fuerza la prótesis de dedo contra la palma, notó que se rompía la ampolla y se clavó la aguja en la piel. La insensibilidad que empezaba a subir por su brazo atenuó el dolor.
«El día en que falle, moriré».