Bryce Harriman entró en el despacho de Rupert Ritts, el director del Post, y lo encontró de pie (mezquino y ratonil) al otro lado de su enorme mesa, con una sonrisa, algo que no prodigaba en su rostro afilado.
–¡Bryce! ¡Contigo quería hablar! ¡Siéntate!
Ritts nunca hablaba en voz baja. Tenía una voz aguda que perforaba los tímpanos, pero cualquier sospecha de sordera quedaba descartada al comprobar que sus orejas de hurón captaban hasta el susurro más tenue y lejano, sobre todo si estaba relacionado con él. Más de un director había sido despedido por susurrar el apodo de Ritt a doscientos metros de distancia, con todo el ajetreo de una sala de prensa de por medio. El apodo en cuestión era obvio (simple sustitución de una vocal por otra)[4], pero le sulfuraba indefectiblemente. Harriman suponía que de pequeño se lo habían repetido a diario en el colegio, y que nunca lo había superado. Su desagrado por Ritts era el mismo que por casi todo lo relacionado con el New York Post. Trabajar allí era embarazoso, físicamente embarazoso.
Se arregló la corbata, mientras hacía lo posible por acomodarse en la dura silla de madera con la que Ritts torturaba a sus reporteros. El director rodeó la mesa y se sentó al borde para encender un Lucky Strike. Debía de considerarse un tipo duro de la vieja escuela, de los que bebían mucho, eran malhablados y siempre tenían un pitillo colgando de los labios. Parecía disfrutar aún más por el hecho de que ya no estuviera permitido fumar en el trabajo. Harriman sospechaba que también tenía escondida una botella de whisky barato, con su vaso, en algún cajón del escritorio. Pantalones negros de poliéster, zapatos marrones gastados, calcetines azules, acento de Brooklyn… Ritts era justo lo que la familia de Harriman quería evitar cuando mandaron a su hijo a un colegio privado y a una universidad de la Ivy League.
Y ahora lo tenía como jefe.
–El artículo de Menck es fabuloso, Harriman. Es la rehostia.
–Gracias.
–Ha sido un golpe de genio encontrarle justo el día antes de que se fuera a las islas Vírgenes.
–Galápagos.
–Bueno, da igual. Tengo que reconocer que al leerlo tuve mis dudas; me pareció la típica chorrada New Age, pero la verdad es que a los lectores les ha tocado la fibra. Las ventas en quiosco han subido un ocho por ciento.
–¡Qué bien!
En el Post solo se hablaba de ventas, algo que en la sala de prensa del Times, su anterior trabajo, se consideraba de mala educación.
–¡Qué coño bien! ¡Fabuloso! Ser periodista es eso, que te lean. Ya me gustaría que se dieran cuenta los payasos que tenemos por aquí.
La voz penetrante de Ritts se oía hasta el último rincón de la sala contigua. Harriman, incómodo, cambió de postura en la silla de madera.
–Justo cuando empezaba a decaer lo de los asesinatos diabólicos, vas y encuentras a ese Menck. Tiene mérito, lo reconozco. Todos los demás periódicos de la ciudad estaban tocándoselos huevos en espera del siguiente asesinato, mientras que tú… tú saliste a crear la noticia.
–Gracias.
Ritts aspiró unos cuantos litros de humo, tiró la colilla al suelo de su despacho y la aplastó con la punta del zapato. Ya había unas veinte, todas bien chafaditas. Después vació sus pulmones con un silbido ruidoso y enfisémico y encendió otro cigarrillo, mientras examinaba a Harriman de pies a cabeza.
Este volvió a cambiar de postura. ¿Pasaba algo con su manera de vestir? No, claro que no. Si algo había aprendido desde pequeño, era a vestirse. Sabía cuándo desplegar exactamente el madrás, cuándo guardar el cloqué y qué tono elegir para los mocasines de cordobán con borlas. De todos modos, si alguien no podía criticar la vestimenta ajena era Ritts.
–La noticia ha salido comentada en el National Enquirer, el USA Today, el Regís y el Good Day New York. Estoy contento, Harriman. Has hecho un buen trabajo, tanto que quiero que seas corresponsal especial de la sección de homicidios.
Harriman se quedó de piedra. No se lo esperaba. Trató de controlar sus músculos faciales para que no le vieran sonreír como un idiota, sobre todo Ritts. Asintió con la cabeza.
–Muchas gracias, señor Ritts. Se lo agradezco mucho.
–Cualquier reportero que haga subir un ocho por ciento las ventas en una semana tiene garantizado que se fijen en él. El nombramiento va acompañado de un aumento de diez mil dólares a partir de ahora mismo.
–Gracias otra vez.
El director parecía observar a Harriman con un regocijo mal disimulado. No se cansaba de mirarle, con especial atención a su corbata, su camisa de rayas y sus zapatos.
–Pues eso, Harriman, que has tocado la fibra de los lectores. Gracias a ti han empezado a llegar pirados de la New Age y el fin del mundo al parque que está delante del edificio de Cutforth.
Harriman asintió.
–De momento no es gran cosa. Se reúnen espontáneamente para encender velas y corear cánticos en plan chorra. Ahora lo que necesitamos es que haya continuidad. Primero un artículo sobre esa gente, un artículo serio y respetuoso, para que el resto de los friquis se entere de que se está perdiendo unas reuniones diarias. Si lo enfocamos bien llegará mucha gente. Podríamos hacer que saliera en la tele. Hasta podría haber manifestaciones. ¿Ves por dónde voy? Es lo que he dicho antes: aquí en el Post no esperamos las noticias, salimos a provocarlas.
–Sí, señor Ritts.
Ritts le miró a través de una nube de humo recién exhalado.
–¿Puedo darte un consejo de amigo, entre tú y yo?
–Claro que sí.
–Pasa de corbatas de reps y mocasines, que pareces un reportero del Times y esto es el Post, que es donde está la marcha. ¡Supongo que no quieres volver con esos estirados! Venga, sal a entrevistar al primer chalado que hable a golpe de Biblia. Ahora que les has tocado la fibra, tienes que mantener la presión y hacer que siga creciendo la noticia. Ah, y encuentra un par de personajes pintorescos. Busca al líder de toda esa chusma.
–¿Y si no hay líder?
–Pues te lo inventas. Lo subes a un puto pedestal y le pones una medalla. Me huelo algo gordo. Y ¿sabes qué? Que en treinta años no me he equivocado ni una vez.
–Descuide. Y gracias, señor Ritts.
Harriman hizo lo posible por disimular su desprecio. Haría lo que le decía Ritts, pero a su manera.
Ritts chupó a fondo el cigarrillo, haciendo crepitar el tabaco, y tiró la colilla al suelo para volver a aplastarla con el pie. Después tosió, y al sonreír exhibió una dentadura irregular y amarilla como el tubo de una pipa de mazorca de maíz.
–¡Venga, Harriman, a por ellos! –dijo su voz chillona.