Cuarenta

D'Agosta oyó el ruido lejano de una radio y escudriñó la espesura. La vegetación era tan densa que al principio no vio nada, pero al cabo de unos minutos empezó a vislumbrar puntitos plateados y azules, hasta que apareció un policía (una cabeza y unos hombros) abriéndose camino a través de la maleza. Al ver a D'Agosta dio media vuelta. Le seguían dos médicos con una caja de plástico azul. Los tres últimos del grupo eran dos hombres con mono, que transportaban varias herramientas pesadas, y un fotógrafo.

El policía (un sargento de Yonkers bajito que no perdía el tiempo con chorradas) cruzó los últimos arbustos y se reunió con ellos.

–¿Usted es Pendergast?

–Sí. Mucho gusto, sargento Baskin.

–Bueno. ¿Es la tumba?

–Sí.

Pendergast sacó papeles de la chaqueta. El policía los examino, puso sus iniciales, arrancó las copias y devolvió los originales.

–Perdone, pero tengo que ver su identificación.

Pendergast y D'Agosta mostraron sus insignias.

–Perfecto. –El policía se volvió hacia los dos hombres que levaban mono. Estaban descargando las herramientas–. Todo vuestro, chicos.

Se pusieron enseguida manos a la obra, levantando la lápida con una palanca. Después de apartarla, despejaron las inmediaciones de la tumba con rastrillos y cubrieron la zona con varias lonas grandes y sucias. A continuación empezaron a cortar bloques de césped y maleza con sus herramientas, y a amontonarlos como ladrillos sobre una de las lonas. D'Agosta se volvió hacia Pendergast.

–Bueno, ¿cómo lo ha encontrado?

–Me di cuenta enseguida de que tenía que estar muerto, y supuse que había fallecido siendo un vagabundo o sufriendo alguna enfermedad mental. Era lo único que explicaba por qué no lo habíamos encontrado en plena época de internet. A partir de ahí, conseguir más datos fue muy difícil, incluso para mi ayudante, Mime, que, como ya le dije, tiene un talento muy especial para obtener la información más recóndita. Al final averiguamos que Beckmann vivió sus últimos años en la calle, no siempre con su verdadero nombre, y que pasó por varios albergues para indigentes de la zona de Yonkers.

Una vez amontonada toda la tierra, los dos operarios empezaron a cavar con movimientos alternos de sus palas. Los médicos hablaban y fumaban a cierta distancia. Se oyó otro trueno lejano, y empezaron a caer gotitas en las plantas.

–Por lo que parece, el señor Beckmann tuvo unos inicios muy prometedores –siguió explicando Pendergast–. Su padre era dentista y su madre ama de casa. Sabemos que destacó bastante en la universidad, pero durante el tercer año perdió a sus padres. Después de licenciarse parece que no supo qué hacer con su vida. Viajó por Europa durante una temporada. Luego volvió a Estados Unidos y trabajó de vendedor en varios rastros. Bebía tanto que acabó siendo un alcohólico, pero sus problemas eran más mentales que físicos. No le encontraba sentido a la vida. Ese edificio es el último donde vivió.

Pendergast señaló uno de los bloques en mal estado que rodeaban el cementerio.

«Chof, chof», hacían las palas. Los operarios conocían su trabajo. Todos sus movimientos estaban guiados por la economía y una precisión casi maquinal. El agujero marrón se volvía más profundo por momentos.

–¿De qué murió?

–Según el certificado de defunción, de cáncer de pulmón con metástasis. No se había tratado. Pronto sabremos la verdad.

–¿Usted no se cree lo del cáncer?

Pendergast sonrió irónicamente.

–Soy escéptico.

Una de las palas chocó con madera podrida. Los operarios se arrodillaron, cogieron las paletas y empezaron a despejar la tapa de un simple ataúd de madera, descubriendo su contorno y ampliando el agujero. A D'Agosta le pareció que no podía estar enterrado a más de un metro de profundidad. ¿Y lo del metro y medio gratis? Típico del gobierno, que daba por el culo a todo el mundo, incluso a los muertos.

–Fotos –dijo el sargento de Yonkers.

Los operarios salieron para que el fotógrafo, que se había puesto en cuclillas al borde de la fosa, tomara instantáneas desde varios ángulos. Luego volvieron a bajar, desenrollaron varias cuerdas de nailon, las pasaron por debajo del ataúd y las juntaron en la parte superior.

–Venga, arriba.

En poco tiempo, con la colaboración de los médicos, el ataúd quedó fuera del agujero, sobre la lona vacía. Olía mucho a tierra.

–Abridlo –dijo el policía, hombre parco en palabras.

–¿Aquí? –preguntó D'Agosta.

–Son las reglas. Solo es para asegurarse.

–¿Asegurarse de qué?

–De la edad, el sexo, el estado general… Y de lo más importante: que haya un cadáver.

–Ya.

Uno de los operarios miró a D'Agosta y dijo:

–A veces pasa. El año pasado desenterramos a uno en Pelham y ¿sabes qué encontramos?

–¿Qué?

D'Agosta estaba bastante seguro de no querer saberlo.

–Dos fiambres… ¡y un mono muerto! Comentamos que debía de ser un organillero liado con la mafia.

Estalló en carcajadas, dando codazos a su compañero, que también se echó a reír.

Lo siguiente que hicieron los operarios fue emprenderla con la tapa a golpes de cincel. La madera estaba tan podrida que tardó muy poco en desprenderse. Cuando apartaron la tapa, salió un hedor a podredumbre, moho y formol. D'Agosta se asomó, dividido entre una curiosidad morbosa y una aprensión que nunca lograba vencer del todo.

La luz gris del día, tamizada por la lluvia, penetraba en el ataúd e iluminaba el cadáver.

Tenía las manos sobre el pecho, y yacía encima de una tela podrida, con rotos por los que asomaba el relleno. En el fondo había un gran charco de líquido helado, negro como el café viejo. El cadáver se había venido abajo por la podredumbre y tenía un aspecto deshinchado, como si al perder la vida se le hubiera escapado todo el aire, y solo quedara piel y huesos. El traje negro en descomposición dejaba asomar varias protuberancias óseas: las rodillas, los codos y la pelvis. Las uñas se habían desprendido de las manos, marrones y viscosas, que dejaban asomarse las falanges en las puntas podridas de los dedos. Los ojos eran agujeros; los labios estaban torcidos, contraídos en una especie de mueca feroz. Beckmann había sido un cadáver húmedo, y la lluvia lo humedecía aún más.

El policía se inclinó a examinarlo.

–Varón, caucásico, de unos cincuenta años… –Desenrolló una cinta métrica–. Poco más de un metro ochenta, pelo castaño… –Se incorporó–. A grandes rasgos, corresponde.

D'Agosta miró a Pendergast. Pese a lo terrible de la descomposición, había algo claro: que aquel cadáver no había sufrido una muerte tan espantosa y violenta como la de Grove y Cutforth.

–Llévenselo al depósito –murmuró Pendergast.

El policía le miró.

–Quiero que le hagan una autopsia completa –dijo Pendergast–. Quiero saber cómo murió de verdad.