Locke Bullard se encontraba en el puente del Stormcloud; el aire era frío y despejado y el mar estaba completamente en calma. Era un mundo reducido a lo esencial. Bajo sus pies, la cubierta vibraba. Una brisa fresca acompañaba a la nave en su viaje a máxima velocidad hacia el este, con destino a Europa.
Bajó el puro y, con los nudillos blancos en la borda, miró fijamente el punto donde se unían el cielo y el filo del mar. En un día otoñal así de despejado, parecía realmente el borde del mundo, y daba la impresión de que el barco podía perderse flotando en la nada. En parte lo deseaba: desaparecer del mundo así y terminar de una vez.
De hecho podía hacerlo en cualquier momento. Nada le impedía ir a la parte trasera del barco y dejarse caer al agua. Solo le echaría de menos su mayordomo, y probablemente no enseguida, ya que se había pasado la mayor parte del viaje encerrado en el camarote, sin ver a nadie ni salir para comer.
Sentía los músculos tensos, temblorosos; sentía todo su cuerpo a merced de una fuerte emoción, mezcla terrible de rabia, arrepentimiento, pavor y asombro. Le costaba dar crédito a lo que le ocurría, a lo que lo había conducido a ese extremo, el de navegar hacia el este en pleno Atlántico con rumbo a un destino tan aciago como ese. Ni siquiera con un millón de años de planificación empresarial (a pesar de todas sus maquinaciones, y de haber tenido en cuenta la menor eventualidad) podría haber previsto un desenlace así. En fin, al menos había podido librarse del imponderable del agente del FBI, Pendergast: O bien Vasquez ya había hecho su trabajo, o no tardaría en hacerlo.
Pero qué parco consuelo…
Vio con el rabillo del ojo que algo se movía. Era el cuerpo delgado de su mayordomo, que había aparecido, deferente, en la escotilla.
–Señor, faltan tres minutos para la videoconferencia.
Bullard asintió con la cabeza, volvió a fijar la vista en el horizonte, carraspeó y lanzó un escupitajo hacia lo azul. Lo siguiente que arrojó fue el puro. Después dio media vuelta y bajó.
La sala de videoconferencias era pequeña, reservada para él. El técnico, encorvado sobre las teclas (¿por qué eran todos larguiruchos y con perilla?), se levantó al verle entrar, con tanta prisa que se golpeó la cabeza.
–Todo listo, señor Bullard. Solo tiene que pulsar…
–Salga.
Obedeció, dejándole solo. Bullard cerró la puerta con pestillo, introdujo la contraseña, esperó a que le pidieran la siguiente y la tecleó. La pantalla se encendió y se dividió en dos imágenes del mismo tamaño: por un lado el supervisor de Bullard Aerospace Industries en Italia, Martinetti; por el otro Chait, su mano derecha en Estados Unidos.
–¿Qué tal lo de ayer? –preguntó Bullard.
Supo que la habían cagado por la tardanza en contestar.
–Los invitados llegaron con petardos. Hubo fiesta.
Bullard asintió. Se lo esperaba a medias.
Conque los chinos habían matado a Williams, y en recompensa se los habían cepillado a tiros.
–Otra cosa: hubo intrusos en la fiesta.
A Bullard se le hizo un nudo en el estómago. ¿Quién había sido? ¿Pendergast? ¡Caramba con Vasquez! ¡Con qué calma se lo tomaba! Bullard nunca había conocido a nadie tan peligroso como él. Por otro lado, suponiendo que hubiera sido Pendergast, ¿cómo se había enterado? Los archivos del ordenador incautado estaban muy encriptados. Era imposible que los hubieran abierto.
–El resto volvió sano y salvo.
Bullard apenas oyó la última frase. Seguía pensando. O le habían pinchado los teléfonos o los federales tenían un informador entre sus hombres de confianza. Probablemente lo primero.
–Podría haber un pájaro en el árbol –dijo, usando el código preestablecido para referirse a las escuchas telefónicas.
No hubo respuesta. Total, casi ya no le importaba. Miró la imagen de su supervisor italiano.
–¿Ya lo tienes empaquetado y listo para el viaje?
–Sí. –Martinetti se expresaba con dificultad–. ¿Le puedo preguntar por qué…?
–¡Qué coño me vas a preguntar! –Bullard sintió un acceso de ira. Era algo incontrolable, como un ataque. Miró la imagen de Chait, que seguía a la escucha, inexpresivo.
–Es que…
–No quiero una sola pregunta. Cuando llegue recogeré el paquete y punto. No lo vuelvas a mencionar, ni a mí ni a nadie.
El italiano palideció y movió la nuez al tragar saliva.
–Señor Bullard, después del trabajo que hemos tenido y de los riesgos que hemos corrido tengo derecho a saber por qué elimina el proyecto. Se lo digo con todo respeto, como su principal representante. En lo único que pienso es en el bien de la empresa…
Bullard sintió crecer la rabia en su interior, un calor tan intenso que era como si le pulverizase la médula de los huesos.
–¿Qué te he dicho, pedazo de cabrón?
Martinetti se calló. Chait miraba nerviosamente de aquí para allá. Tenía miedo de que su jefe estuviera enloqueciendo. La pregunta parecía pertinente.
–La empresa soy yo –añadió Bullard–. Sé lo que es bueno y lo que es malo para ella. Como vuelva a oírte un comentario ti faccio fuori, bastardo. Te mato, cabrón.
Sabía que ningún italiano de verdad podía aguantar un insulto así, y no se equivocaba.
–Le presento mi dimisión, señor Bullard.
–¡Pues dimite, hijo de perra, dimite! ¡Por mí…!
Dio varios puñetazos al teclado. Al quinto golpe la pantalla se apagó.
Se quedó sentado mucho tiempo en la habitación a oscuras. Conque los federales les esperaban en Paterson. Señal de que estaban al corriente de los planes de pasar tecnología de misiles de un país a otro. En otros tiempos habría sido un desastre, pero ahora casi resultaba irrelevante. El delito había sido descartado en el último minuto. Los federales no tenían nada contra él ni lo tendrían. BAI estaba limpia. De todos modos, a Bullard le importaba un carajo. En ese momento tenía cosas más importantes en las que pensar.
Lo cierto era que los federales no sabían nada de lo que ocurría de verdad. Se había ido justo a tiempo. Grove y Cutforth… Grove, Cutforth y tal vez Beckmann. Habían tenido que morir. Era inevitable. En cambio él seguía vivo, eso era lo importante.
Se dio cuenta de que estaba respirando demasiado deprisa. Necesitaba aire fresco. Se levantó de la consola tambaleándose, abrió el pestillo y subió por la escalera. Poco después volvía a estar en el puente, mirando al este, hacia el vacío.
Qué lástima no poder navegar hasta el borde del mundo.