La sección de escuchas de la delegación del FBI en Lower Manhattan era una simple sala del piso catorce de la torre, que a D'Agosta le pareció una oficina como cualquier otra, con fluorescentes en el techo, moqueta neutra y un sinfín de cubículos idénticos que conformaban un hormiguero humano. Más deprimente, imposible.
Miró alrededor sin hacerse notar, con la esperanza –y también el miedo– de que Laura Hayward le estuviera esperando, pero solo vio a uno de sus inspectores, Mandrell, el mismo que le había llamado a la hora de comer con la noticia de que ya tenían una orden de la fiscalía sobre el Título 3. Sería el FBI, por su superioridad tecnológica, el que la pusiera en práctica, en una operación conjunta con la policía de Nueva York. El hecho de que procediera de esta última le había dado una pátina de aceptabilidad política.
–Sargento –dijo Mandrell al darle la mano–, ya está todo preparado. ¿El agente… mmm… Pendergast no ha…?
–Aquí estoy –dijo Pendergast, entrando en la sala.
La luz artificial irisaba su traje negro, de magnífico corte y perfecto planchado. D'Agosta se preguntó cuántos trajes iguales poseía. Seguro que tenía reservadas sendas habitaciones para ellos en el Dakota y en su mansión de Riverside Drive.
–Agente Pendergast –dijo D'Agosta–, le presento al sargento Mandrell, de la comisaría del distrito Veintiuno.
–Encantado. –Pendergast estrechó rápidamente la mano del sargento–. Disculpen que no haya venido antes. Es que me he despistado. Este edificio es laberíntico.
¿Laberíntico, el edificio del FBI? ¡Si Pendergast era del FBI! Debía de tener algún despacho en la delegación… ¿O no? D'Agosta cayó en la cuenta de que nunca había visto el despacho de Pendergast, ni había sido convocado a él.
–Es por aquí –dijo Mandrell, adentrándose en el dédalo de cubículos.
–Excelente –murmuró Pendergast a D'Agosta mientras le seguían–. Tendré que agradecérselo personalmente a la capitana Hayward. La verdad es que no nos ha fallado.
«No, no ha fallado», pensó D'Agosta, sonriendo. La noche anterior (con la visita misteriosa, la partida de Pendergast y el encuentro con Laura Hayward, más inesperado que todo lo demás) le parecía irreal, como un sueño. Llevaba toda la mañana aguantándose las ganas de llamarla. Confiaba en que lo de la cena larga y con velas se mantuviera en pie. Por otro lado, se preguntaba si supondría una complicación en su relación de trabajo, pero llegó a la conclusión de que no, antes de darse cuenta de que no le importaba.
–Ya hemos llegado –dijo Mandrell al entrar en uno de los cubículos.
Era idéntico a los demás: un escritorio, una credencia, un ordenador con altavoces y unas cuantas sillas. El ordenador estaba ocupado por una joven de pelo rubio.
–Les presento a la agente Sanborne –dijo Mandrell–. Está controlando el teléfono de Jimmy Chait, la mano derecha de Bullard en Estados Unidos. En los otros cubículos hay agentes interviniendo los teléfonos de media docena de colaboradores de Bullard. Agente Sanborne, le presento al sargento D'Agosta, de la policía de Southampton, y al agente especial Pendergast.
Sanborne les miró y abrió mucho los ojos al oír el nombre de Pendergast.
–¿Algo nuevo? –le preguntó Mandrell.
–Nada importante. Hace unos minutos, Chait ha hablado con otro colaborador. Esperan que Bullard les llame en cualquier momento.
Mandrell asintió con la cabeza y miró a D'Agosta.
–¿Hace mucho que no pincha teléfonos, sargento?
–Bastante.
–Pues le pongo al día. Ahora se hace todo por ordenador, con una terminal por número de teléfono intervenido. La línea telefónica pasa directamente por esta interfaz, y la conversación se graba digitalmente. Ya no hay cintas. La agente Sanborne, que se encargará de la transcripción, puede accionar los controles de transporte con el teclado o con un pedal.
D'Agosta hizo un gesto de asombro. ¡Qué diferencia con la tecnología rudimentaria que había usado a mediados de los ochenta al entrar en el cuerpo!
–Se refirieron a China, ¿no? –dijo Mandrell–. ¿Hará falta un traductor?
–Es poco probable –contestó Pendergast.
–Bueno, tenemos uno preparado por si acaso.
Mandrell y Sanborne miraron en silencio la pantalla.
–Vincent –murmuró Pendergast, llevándole a un lado–, quería decirle una cosa: hemos hecho un descubrimiento muy importante.
–¿Qué?
–Beckmann.
La mirada de D'Agosta se hizo más penetrante.
–¿Beckmann?
–Su actual paradero.
–¡No me diga! ¿Cuándo lo ha averiguado?
–Ayer a última hora, después de llamarle para que pidiera la autorización.
–Y ¿por qué no me lo ha dicho antes?
–Intenté llamarle en cuanto lo supe, pero en su hotel no se ponía nadie, y me pareció que tenía el móvil apagado.
–Ah… Sí, es verdad. Lo siento.
D'Agosta sintió que empezaba a sonrojarse y se apartó. En ese momento el ordenador se puso a pitar, ahorrándole nuevas preguntas.
–Está entrando una llamada –dijo la agente Sanborne.
Se abrió una ventanita en la pantalla con líneas de datos.
–Es para Chait –dijo la agente señalándola–. ¿Lo ven?
–¿De quién es? –preguntó D'Agosta.
–Ahora aparecerá el número. Voy a ponerlo en modo voz.
«¿Jimmy? –dijo una voz aguda por el altavoz del ordenador–. ¿Estás aquí, Jimmy?».
Sanborne empezó a teclear con rapidez, transcribiendo la llamada palabra por palabra.
–Es el número de su casa –dijo–. Debe de ser su mujer.
«Sí –contestó una voz grave con fuerte acento de New Jersey–. ¿Qué pasa?».
«¿Cuándo vendrás a casa?».
«Me ha salido algo».
Había una especie de zumbido, como si fuera el viento.
«Pero Jimmy, ¿otra vez? ¡No puede ser! ¿No te acuerdas de que esta noche vienen los Fingerman para hablar del alquiler de invierno en Kissimmee?».
«¿Qué falta te hago yo para esa chorrada?».
«¡Eso, eso, háblame en ese tono! Además tienes razón. Para eso no me haces ninguna falta. Lo que quiero es que te pases por DePasquale y traigas una bandeja de salchichas y pimientos, porque no tengo nada que servir».
«¡Joder, pues vas a la cocina y preparas algo!».
«Oye, que…».
«Llegaré cuando llegue. Ahora cuelga, joder, que espero una llamada».
La línea se cortó.
Siguió un breve silencio. Solo se oía a la agente Sanborne tecleando para acabar la transcripción.
–Un encanto de pareja –dijo D'Agosta, e hizo señas a Pendergast de apartarse–. Oiga, ¿cómo encontró a Beckmann?
–Con la ayuda de un conocido, un inválido a quien, por esas cosas de la vida, se le da extremadamente bien buscar datos problemáticos.
–Por lo que veo, lo de «extremadamente bien» se queda corto. Hasta ahora nadie lo había encontrado. ¿Dónde está?
Les interrumpió otro pitido del ordenador.
–Otra llamada –dijo Sanborne.
–¿Entrante o saliente? –preguntó Mandrell.
–Entrante, pero el número debe de estar bloqueado, porque no recibo datos.
El altavoz emitió un ruido corto y agudo.
«¿Diga?», dijo Chait.
«Chait», respondió una voz.
D'Agosta reconoció enseguida el tono brusco, y le provocó un escalofrío de odio.
También Chait lo reconoció.
«Dígame, señor Bullard», dijo en un tono que de pronto se había vuelto servil.
–Bullard debe de estar usando un teléfono vía satélite –dijo D'Agosta–. Por eso no sale el número.
–Da igual. –Mandrell señaló una cadena numérica en la pantalla–. ¿Ve esto? Es el nodo del teléfono de Bullard, de donde procede la señal de su teléfono. Nos permitirá localizarle.
Levantó la mano hacia la estantería, sacó un grueso manual y lo hojeó.
«¿Todo preparado?», preguntó Bullard.
«Sí, señor. Se han dado instrucciones a todos los hombres».
«Acuérdate de lo que dije: no quiero disculpas. Haced lo que os pedí sin saltaros ni un paso».
«Descuide, señor Bullard».
Mandrell levantó la vista del manual de nodos.
–El de Chait está en Hoboken, New Jersey.
«Todo está listo –dijo Bullard–. Los chinos serán puntuales».
«¿Situación?», preguntó Chait.
«La que se dijo en su momento. El parque».
Mandrell cogió el brazo de D'Agosta.
–Chait acaba de cambiar de nodo –dijo.
–¿Osea?
–Que se mueve. –Mandrell hojeó el manual buscando el nuevo nodo–. Ahora está en el centro de Union City.
–El transporte público no es tan rápido –comentó Pendergast–. Debe de ir en coche.
Bullard siguió hablando.
«Te recuerdo que esperan un informe actualizado a cambio del pago. Sabes qué darles, ¿no?».
«Sí».
Pendergast sacó su móvil y marcó rápidamente un número.
–Chait va a una reunión. Tenemos que mandar una unidad y triangular su localización.
«Espero un informe en cuanto acabe la reunión», dijo Bullard.
«Le llamo dentro de hora y media».
«Ah, Chait, no la cagues, ¿eh?».
«No, señor».
Se oyó un clic y un chorro de estática. El ordenador volvió a pitar, en señal de que la conexión se había interrumpido.
–Ha vuelto a cambiar de nodo –dijo Mandrell mirando la pantalla.
D'Agosta se volvió hacia Pendergast.
–¿Ha dicho dentro de hora y media? ¿Qué significa?
Pendergast cerró su teléfono y se lo guardó en el bolsillo.
–Significa que la reunión será antes. Venga, Vincent, que no tenemos tiempo que perder.