El desconocido condujo hacia el norte por West Side Highway. A Pendergast no le molestaba su mutismo. Empezó a llover; la lluvia salpicaba los limpiaparabrisas. El coche se acercó a la rampa del puente George Washington, cuyas luces dominaban el Hudson, pero justo antes de acceder a ella se metió por una vía de servicio, llena de baches y a medio asfaltar, que conducía a una rotonda escondida entre zarzas, al pie de la gigantesca torre este del puente.
El hombre se decidió a hablar.
–¿Lleva algún micrófono?
–No.
–Se lo pregunto por su segundad.
–¿CIA?
El desconocido asintió mirando el parabrisas.
–Ya sé que podría identificarme fácilmente. Quiero que me dé su palabra de que no lo hará.
–La tiene.
El hombre le puso una carpeta azul sobre las rodillas. En la etiqueta solo constaba una palabra: BULLARD. Llevaba el sello de «confidencial».
–¿De dónde sale? –preguntó Pendergast.
–Llevo dieciocho meses investigando a Bullard.
–¿Por qué motivo?
–Está todo en la carpeta, pero se lo resumiré. Bullard es el fundador, presidente y accionista mayoritario de Bullard Aerospace Industries. BAI es una empresa mediana y totalmente privada de ingeniería aeroespacial. Se dedica sobre todo a diseñar y probar componentes para aviones militares y misiles. También es titular de una de las subcontratas del transbordador espacial. Entre otras cosas, BAI ha participado en la creación del revestimiento antirradar para los bombarderos y cazas invisibles. Es una empresa que reporta muchos beneficios, y muy buena en su campo. Bullard cuenta con algunos de los mejores ingenieros del mercado. Es un hombre de grandísima eficacia, aunque tiene mal genio y es muy impulsivo. El problema es que es más malo que la tina, ¿me entiende? No vacila en perjudicar o eliminar a cualquiera que se interponga en su camino, y no se limita a los civiles.
–Entiendo.
–Muy bien. Ahora présteme atención: BAI también investiga para otros gobiernos, incluso para algunos que no están muy bien vistos. Es un trabajo sometido a estrictos controles de exportación, y a todas las prohibiciones existentes sobre transmisión de tecnología. Un trabajo muy vigilado. De momento BAI ha cumplido todas las normativas, al menos en lo que respecta a sus instalaciones en Estados Unidos. El problema es una pequeña fábrica que tiene en Italia, en un suburbio industrial de Florencia que se llama Lastra a Signa. Hace unos años, BAI compró una fábrica que estaba cerrada que había sido de Alfred Nobel. –Una sonrisa irónica cruzó el rostro del hombre–. Son instalaciones muy grandes y abandonadas, pero las han convertido en el núcleo de un complejo de I+D muy sofisticado.
Seguían oyendo la lluvia sobre la capota. Al otro lado del río, un relámpago hizo parpadear el cielo, seguido por un trueno lejano.
–La verdad es que no sabemos qué hace BAI en su fábrica italiana, pero tenemos ciertas pruebas de que podrían estar trabajando en un proyecto para los chinos. El año pasado observamos una serie de ensayos con misiles balísticos en la zona de pruebas del desierto de Lop Nur. Se ve que el misil en cuestión es de un nuevo tipo, diseñado especialmente para atravesar el escudo antimisiles que proyecta Estados Unidos.
Pendergast asintió.
–Lo peculiar del misil es que tiene una nueva forma aerodinámica que, combinada con una superficie o un revestimiento especial, hace que no se pueda detectar con los radares. Ni siquiera deja un rastro de calor o una turbulencia Doppler. El problema es el siguiente: que lo que hacen los chinos, sea lo que sea, no funciona. De momento todos los misiles han fallado en la reentrada. Es ahí donde interviene BAI. Por algo es su especialidad. Creemos que los chinos han contratado a la empresa para que solucione el problema, y creemos que lo está solucionando en su fábrica de Florencia.
–¿Cómo?
–Eso no lo sabemos. Parece que los fallos tienen algo que ver con un pico de resonancia que se produce en la reentrada. La forma del misil está tan condicionada por los requisitos de invisibilidad que casi es imposible que vuele. Con el bombardero invisible ocurrió algo parecido, pero lo solucionaron gracias a la informática y a estudios con túneles de viento. Aquí el problema es que el misil es mucho más rápido, que es balístico y que se enfrenta con radares mucho más sofisticados. La respuesta hay que buscarla en las matemáticas: autovalores, transformaciones de Fourier y todas esas cosas. ¿Sabe de qué hablo?
–A un nivel básico.
–La matemática de vibraciones y resonancias. Tiene que ser un misil completamente aerodinámico, pero también con una superficie que el radar no detecte. No puede tener curvas ni aristas, porque provocarían reflejos o turbulencias visibles con el Doppler, y sin embargo tiene que ser aerodinámico. Si hay alguna empresa a la altura del desafío técnico, esa es BAI.
–¿Esta carpeta es para mí?
–Sí.
–¿Por qué?
El agente miró a Pendergast por primera vez. En ese momento, la imperturbable máscara cayó, y lo que vio Pendergast fue el rostro de un hombre cansado, muy cansado.
–Por lo de siempre. La CIA está sujeta a presiones partidistas; Bullard, por su parte, tiene amigos en Washington. Resumiendo, que me han pedido que ya no le investigue. ¡Por algo ha donado millones de dólares para las campañas de reelección de media docena de los principales senadores y congresistas, sin contar al presidente! Ahora nos preguntan por qué la CIA hostiga a un ciudadano de su categoría, habiendo tantos terroristas sueltos. En fin, ya conoce la cantinela.
Pendergast se limitó a asentir.
–Pues que se jodan. Ese tío está vendiendo al país. Es tan traidor como las empresas americanas de toda la vida que venden tecnología de doble uso a Irán y Siria. Si Bullard se sale con la suya, Estados Unidos se habrá gastado cien mil millones de dólares en un sistema antimisiles que ya será obsoleto en el momento de su despliegue, y entonces se las cargará la CIA. El gobierno sufrirá una amnesia repentina y total sobre el hecho de que cerraran a conciencia nuestra investigación. El Congreso exigirá una investigación oficial de lo que llamarán fallo de inteligencia, y seremos el gran chivo expiatorio.
–De eso en el FBI sabemos un poco.
–Me he pasado dieciocho meses investigando a Bullard, y no renunciaré por nada del mundo. Soy un patriota. Quiero que le eche el guante. No quiero que un misil nuclear arrase Nueva York solo porque un empresario americano sobornó a unos cuantos congresistas.
Pendergast dejó la carpeta a su lado.
–¿Porqué yo?
–Me han dicho que es muy bueno, aunque sea del FBI. –el hombre se permitió una sonrisa cínica–. Y me gustó su manera de llevarse a Bullard a la comisaría central como un delincuente cualquiera. Hacen falta huevos. Dejó cabreada a mucha gente. Cabreada de verdad.
–Lamentable, pero me temo que no es la primera vez.
–Le aconsejo que no baje la guardia.
–Descuide.
–Verá que la carpeta no contiene ninguna prueba incriminatoria. Bullard ha borrado bien su rastro. Queda mucho trabajo por hacer.
Arrancó, encendió los faros, dio media vuelta y se reintegró al tráfico que iba hacia el sur, hacia la parte baja de Manhattan. Guardó silencio hasta salir de la carretera a la altura de la calle Ciento cuarenta y cinco, con los rascacielos de Midtown brillando a lo lejos como cristales.
–No nos conocemos de nada. Nunca hemos hablado. Aunque la carpeta volviera a la CIA, nadie podría averiguar su procedencia, porque todas las señales están borradas.
–Pero ¿no sospecharán de usted, que era quien llevaba el caso?
–Preocúpese de su culo, que yo me preocupo del mío.
Dejó a Pendergast a unas pocas manzanas de su casa. Mientras el agente bajaba del coche, su informador se asomó y le dijo algo más:
–¿Agente Pendergast?
Pendergast se volvió.
–Si no puede detenerle, mátele.