Treinta

D'Agosta contempló la patética imagen de lo que había en el plato. Era algo largo, fino e inidentificable, bañado en un charco de salsa. Olía vagamente a pescado. Pensó que al menos sería bueno para su régimen. Habían pasado diez días desde la muerte de Grove, y gracias a las pesas y al footing (sin olvidar todas las horas de prácticas de tiro, que estaban dando volumen y firmeza a sus antebrazos y sus hombros) ya había perdido más de dos kilos. En dos meses recuperaría el estado físico de su época en la policía de Nueva York.

Proctor iba y venía por detrás, sirviendo y llevándose platos, sin apenas hacerse notar. Pendergast presidía la mesa. A su izquierda, Constance parecía algo menos pálida, tal vez por el sol de la excursión del día anterior. No era el caso del lúgubre comedor de la antigua mansión de Riverside Drive, donde todo era oscuro, incluidos los cuadros y el papel de pared verde. En otras épocas las ventanas debían de haber ofrecido un panorama del Hudson, pero llevaban mucho tiempo cegadas con tablones, y Pendergast parecía dispuesto a dejarlas así. ¿Cómo no iba a estar así de blanco, si vivía en la oscuridad como un ser de las cavernas? D'Agosta llegó a la conclusión de que habría cambiado toda la cena y su procesión de misteriosos platos por unas buenas costillas a la brasa y una nevera portátil llena de cervezas en su soleado patio trasero del condado de Suffolk. Por preferir, hasta prefería la exótica cesta de picnic de Fosco. Hizo el experimento de pinchar lo que tenía en el plato.

–¿No le gustan las huevas de bacalao? –le preguntó Pendergast–. Es una vieja receta italiana.

–Mi abuela era de Nápoles y no hizo nada parecido en toda su vida.

–Creo que es una receta de Liguria, pero no se preocupe, que las huevas de bacalao no gustan a todo el mundo.

Hizo señas a Proctor, que se llevó el plato y volvió poco después con un bistec y una pequeña salsera de plata llena hasta los bordes de una salsa que olía maravillosamente. Su otra mano sujetaba una lata de Budweiser, de la que aún caían trocitos de hielo.

D'Agosta atacó el plato. Al levantar la cabeza, sorprendió una sonrisa divertida en la boca de Pendergast.

–Constance hace un tournedos bordelaise sublime. Lo tenía preparado por si acaso, con la… esto… cerveza helada.

–Buena idea.

–¿El bistec es de su agrado? –preguntó Constance desde el otro lado de la mesa–. Lo he preparado saignant, a la manera francesa.

–No sé qué es saignant, pero está como me gusta, poco hecho.

Constance sonrió satisfecha.

D'Agosta cortó otro trozo y lo acompañó con un buen trago de cerveza.

–Bueno, ¿y ahora qué? –preguntó a Pendergast.

–Después de la cena, Constance tendrá la amabilidad de tocarnos algunas partituras de Bach. Es una violinista consumada, aunque temo no ser muy buen juez en esos temas. Por otro lado, creo que le interesará el violín en el que va a tocar. Formaba parte de las colecciones de mi tío abuelo. Es un antiguo Amati, en un estado bastante correcto, aunque se le ha desbaratado un poco el tono.

–Suena bien. –D'Agosta tosió con finura–. Pero lo que preguntaba es cuál es el siguiente paso de la investigación.

–¡Ah! Comprendo. Pues verá, nuestro siguiente paso tiene dos frentes. Por un lado buscaremos al tal Ranier Beckmann, y por el otro seguiremos investigando las especiales características de las dos muertes. En cuanto a lo primero ya tengo a alguien trabajando en ello; respecto a lo segundo seremos informados por Constance.

Constance se dio unos toquecitos en la boca con la servilleta.

–Aloysius me ha pedido que busque precedentes históricos de la CHE.

–Combustión humana espontánea –le dijo D'Agosta–. ¿Como el caso de Mary Reeser, el que le comentó al forense del homicidio de Cutforth?

–Exacto.

–¡No me diga que se lo cree!

–El caso de Mary Reeser es el más famoso, pero ni mucho menos el único. Además, está muy bien documentado. ¿No es así, Constance?

–Famoso, impecablemente documentado y muy singular. –La joven consultó unas notas que tenía al lado–. El uno de julio de 1951, la señora Reeser, viuda, se quedó dormida en una poltrona de su apartamento de Saint Petersburg, Florida. A la mañana siguiente la encontró una amiga que había notado olor a humo. Cuando echaron la puerta abajo, descubrieron que la poltrona donde estaba sentada la señora Reeser había quedado reducida a un montón de muelles chamuscados. En cuanto a la señora Reeser, sus casi ochenta kilos de peso se habían convertido en menos de cinco kilos de ceniza y huesos. Tan solo quedó intacto su pie izquierdo, con la correspondiente zapatilla. Resultó quemado por el tobillo, pero por lo demás estaba entero. También encontraron su hígado y su cráneo resquebrajado y astillado por el intenso calor. Sin embargo, el resto del apartamento estaba intacto. La zona quemada se reducía a un pequeño espacio circular que abarcaba los despojos de la señora Reeser, su poltrona y un enchufe de plástico, que al fundirse había parado el reloj a las cuatro y veinte de la madrugada. Cuando enchufaron el reloj en otra toma, funcionaba perfectamente.

–No me lo creo.

–Avisaron enseguida al FBI, y la documentación que adjuntaron era impecable –dijo Pendergast–. Fotografías, pruebas, análisis… En total, más de mil páginas. Nuestros expertos llegaron a la conclusión de que para quemar un cuerpo hasta ese punto era necesaria una temperatura de mil setecientos grados, como mínimo; algo que no podría provocar en ningún caso la caída de un cigarrillo en la ropa. Por otro lado, Mary Reeser no fumaba. Tampoco había restos de gasolina u otros aceleradores, ni de cortocircuito. Se descartó incluso la posibilidad de un rayo. El caso nunca se cerró oficialmente.

D'Agosta hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

–Y no es un fenómeno reciente –dijo Constance–. Dickens, en su novela Casa desolada, describe una combustión espontánea. La censura de los críticos hizo que en el prólogo de la edición de 1853 se defendiera con la descripción de un caso auténtico de CHE.

D'Agosta, que estaba a punto de comerse otro trozo de bistec, lo dejó en el plato.

–Según Dickens, el cuatro de abril de 1731 por la tarde la condesa Cornelia Zangari de Bandi, de Cesena, Italia, dijo que se sentía «torpe y pesada». Una criada la ayudó a acostarse y pasó varias horas rezando y hablando con ella. A la mañana siguiente, al ver que la condesa no se levantaba a la hora habitual, la criada llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Olía fatal. Al abrir la puerta encontró un panorama horripilante. El aire estaba lleno de trocitos de hollín. La condesa, o lo que quedaba de ella, yacía en el suelo de piedra, aproximadamente a un metro de su cama. Todo su tronco había sido reducido a cenizas. Incluso los huesos estaban deshechos. Solo quedaban sus piernas de rodilla para abajo, algunas partes de las manos y un trozo de frente con un mechón de pelo rubio. El resto del cuerpo era una simple silueta de cenizas y huesos deshechos. Su caso, y otros como el de la señora Nicole, de Reims, siempre se explicaron como una muerte por «visitación de Dios».

–Magnífica investigación, Constance –dijo Pendergast.

La joven sonrió.

–Esta biblioteca contiene diversas obras sobre la combustión humana espontánea. A su tío abuelo le fascinaban las muertes extrañas. Qué voy a decirle… Por desgracia, los libros más recientes de esta casa son de 1954, pero aun así se pueden encontrar varias docenas de descripciones anteriores. Todos los casos de CHE coinciden en una serie de elementos. El tronco aparece completamente incinerado, pero las extremidades suelen quedar intactas. La sangre desaparece literalmente por vaporización. Los fuegos normales no deshidratan los tejidos corporales hasta ese extremo. El calor está muy localizado. El mobiliario y los enseres más próximos quedan intactos, incluso los inflamables. En muchos casos, se habla de un «círculo de muerte»: dentro de él, todo se consume; fuera de él, no hay nada afectado.

D'Agosta apartó lentamente el resto del bistec. La descripción recordaba mucho lo que les había pasado a Grove y Cutforth, con una diferencia crucial: la marca de la pezuña y de la cara, y el hedor a azufre.

Justo en ese momento se oyó un golpe sordo en la puerta principal.

–Serán niños del barrio –dijo Pendergast, tras un momento de silencio.

Otra vez: golpes sordos, lentos e insistentes, que resonaron por las galerías y estancias de la antigua mansión.

–Los delincuentes no llaman así –murmuró Constance.

Proctor interrogó a Pendergast con la mirada.

–¿Voy?

–Con las precauciones habituales.

Un minuto después, el criado hizo pasar a un hombre al comedor. Era un individuo alto, de labios finos y pelo castaño poco abundante. Llevaba un traje gris, con el nudo de la corbata un poco separado del cuello de su camisa blanca. Tenía facciones regulares. Sus arrugas no se correspondían con su edad; parecían de cansancio, más que de vejez. No era ni guapo ni feo. En general, lo más destacable de su persona era la falta de expresión y personalidad. A D' Agosta le pareció de un anonimato casi voluntario.

El desconocido se quedó en la puerta, observando al grupo hasta detener su mirada en Pendergast.

–Usted dirá –dijo el agente.

–Acompáñeme.

–¿Sería tan amable de decirme quién es y a qué viene?

–No.

La negativa abrió un corto período de silencio.

–¿Cómo ha sabido que vivo aquí?

El hombre siguió observando a Pendergast con la misma inexpresividad. No era normal. A D'Agosta le ponía los pelos de punta.

–Venga, por favor. Preferiría no tener que pedírselo otra vez.

–¿Por qué tendría que acompañarle, si se niega a decir su nombre y el motivo de su visita?

–Mi nombre no tiene importancia. Tengo información. Información comprometida.

Después de observarle un poco más, Pendergast se sacó su Les Baer del 45 de la chaqueta, comprobó que estuviera cargada y se la guardó como si tal cosa.

–¿Alguna objeción?

Ni un solo cambio de expresión.

–No cambia nada que la traiga o no.

–Un momento. –D'Agosta se levantó–. Esto no me gusta. Yo también voy.

El hombre le miró y dijo:

–Imposible.

–Y una mierda.

La única reacción del desconocido fue mirar al sargento. Por lo demás seguía igual de inexpresivo, o más. Pendergast puso una mano en el brazo de D'Agosta.

–Creo que es mejor que vaya solo.

–¡Sí, hombre! No sabe quién es, qué quiere… No sabe nada de nada. Esto no me gusta.

El desconocido se volvió y abandonó rápidamente la sala. Pendergast no tardó mucho en ir tras él. D'Agosta le vio salir, cada vez más consternado.