Veintinueve

Antes de entrar, Harriman ya se había formado una imagen clara del salón de Von Menck. Esperaba encontrar alfombras persas, cartas astrológicas, estrellas de cinco puntas y acaso durgas tibetanas hechas de huesos humanos; imaginaba que la habitación en sí ya daría para todo un artículo, y por eso fue enorme su decepción cuando llamó a la puerta, la abrieron y apareció un estudio de una sencillez casi espartana, con una pequeña chimenea, cómodos sillones de cuero y litografías de ruinas egipcias en las paredes. De hecho, solo existían dos pistas de que no se trataba del típico salón de clase media: la pared de estanterías con vitrinas rebosantes de libros, manuscritos y papeles, y un Emmy al mejor documental, puesto de cualquier manera sobre la mesa, entre el teléfono y una anticuada agenda Rodolex.

Ocupó el asiento que se le ofrecía, esperando que su corazonada hubiera dado en el blanco, y que Von Menck confiriese forma y voz a la historia sobre los asesinatos del diablo. El típico científico la habría descartado de buenas a primeras. Un loco de los cultos satánicos no habría tenido credibilidad. Si Friedrich Von Menck era la elección perfecta, se debía a que estaba a caballo entre ambas cosas; su historial académico era irreprochable (era doctor en filosofía por Heidelberg, en medicina por Harvard y en teología por Canterbury), pero siempre se había especializado en el misticismo, lo paranormal y lo inexplicable. Su documental sobre los círculos de las cosechas obtuvo una gran acogida al ser emitido por la PBS. Era un buen documental, con el equilibrio justo entre el escepticismo y el escalofrío de lo inexplicable. Por otro lado, como era bien sabido, había ganado un Emmy con su anterior documental sobre exorcismos en la ciudad española de Cartagena. Cuando lo vio, Harriman permaneció pensativo (al menos hasta la siguiente pausa comercial) preguntándose si la idea de la posesión demoníaca era tan descabellada como parecía.

Von Menck le proporcionaría algo más que una opinión. Gracias a él tendría una base, una pista de despegue, un motor. ¿Quién sino Von Menck podía poner en órbita una historia así?

El doctor le recibió con cortesía y se sentó delante, en un sillón de piel. A Harriman le cayó bien enseguida. Fue una sorpresa comprobar que esa atracción magnética que ejercía a través de la tele era real. Gran parte de ello se debía a su voz, grave y melosa, y al sereno ascetismo de su rostro de pómulos marcados y perfecto mentón. Solo se echaba en falta una cosa: por televisión Von Menck sonreía mucho, con una sonrisa pilla de ingenio y buen humor, propia de un hombre que no se tomaba muy en serio a sí mismo y que tenía el efecto de aligerar el tecnicismo de sus investigaciones, mientras que en persona era de una educación irreprochable, pero no sonreía.

Tras las ineludibles fórmulas de cortesía, el doctor fue directamente al grano.

–En su mensaje decía que quería hablar conmigo sobre los últimos asesinatos.

–Exacto.

Harriman metió la mano en el bolsillo para sacar la grabadora digital.

–Lo que ha calificado su periódico como los asesinatos del diablo.

–Efectivamente. –¿Eran imaginaciones suyas o el tono cortés de Von Menck había dejado traslucir unas gotitas de desdén o de reproche?–. Doctor Von Menck, vengo a preguntarle si tiene formada una opinión sobre los crímenes.

El doctor Von Menck se apoyó en el respaldo del sillón, juntó las yemas de los dedos y miró a Harriman atentamente, antes de romper el silencio con unas palabras tan lentas y mesuradas que el periodista tuvo la impresión de que había meditado la pregunta mucho antes de que le fuera formulada.

–Sí. Lo cierto es que tengo una opinión.

Harriman dejó la grabadora en el apoyabrazos.

–¿Le importa que lo grabe?

Von Menck dio su permiso con un pequeño gesto de la mano.

–He reflexionado sobre la conveniencia de hacer públicas mis opiniones.

Harriman se quedó frío. «Oh, no –pensó–, está planeando hacer un documental sobre el tema. Me van a dar por el saco». Von Menck suspiró.

–Al final he decidido que la gente tiene derecho a saber. En ese sentido, su llamada no ha podido ser más oportuna.

La decepción dio paso al alivio. Harriman se inclinó y puso la grabadora en marcha.

–Entonces, ¿le importaría decirme lo que piensa? ¿Por qué precisamente esas dos personas, de esa manera y en este momento?

Von Menck volvió a suspirar.

–Lo de menos son las personas y la manera. Lo decisivo es el momento.

–Explíquese.

Von Menck se levantó para abrir una de las vitrinas y sacar algo. Lo trajo y lo dejó sobre la mesa, delante de Harriman. Era una sección de concha de nautilo, con sus celdas de crecimiento formando una espiral de hermosa regularidad.

–Señor Harriman, ¿sabe qué hay en común entre esta concha, el Partenón, los pétalos de una flor y las pinturas de Leonardo da Vinci?

Harriman negó con la cabeza.

–Que encarna la proporción más perfecta de la naturaleza, la proporción áurea.

–No sé si le entiendo.

–Es la proporción que se obtiene al dividir una línea de modo que el segmento más corto sea al segmento más largo, lo mismo que el segmento más largo a la línea entera.

Harriman lo anotó con la esperanza de entenderlo más tarde.

–El segmento más largo es 1,618054 veces más largo que el segmento más corto. El segmento más corto representa el 0,618054 por ciento del más largo. Son dos números exactamente recíprocos, que solo difieren en el primer dígito. Se trata de los únicos dos números que presentan esta propiedad.

–Ah. Claro.

Las matemáticas nunca habían sido su fuerte.

–Y tienen otras propiedades muy notables. Se considera que un rectángulo construido con lados de estas dos longitudes es la forma más agradable a la vista. Recibe el nombre de rectángulo áureo. La planta del Partenón se construyó según esta figura. Y en ella se basan catedrales y pinturas. Estos rectángulos tienen otra propiedad destacable: si se recorta un cuadrado en cada lado se obtiene un rectángulo áureo de menor tamaño pero con las mismas proporciones. Se pueden recortar cuadrados y obtener rectángulos dorados más pequeños hasta el infinito.

–Comprendo.

–Bueno, pues si parte de un rectángulo grande y lo reduce a una serie infinita de rectángulos áureos más pequeños, y si después conecta todos los centros de los rectángulos, obtendrá una espiral logarítmica natural perfecta. Es la espiral que está viendo en la concha de nautilo, la misma que forman las semillas en la cabeza del girasol, y la de la armonía musical. De hecho, se encuentra en toda la naturaleza. La proporción áurea es una característica básica del mundo natural.

–Ajá.

–Es una proporción que forma parte de la estructura básica del universo.

Harnman vio que el doctor devolvía la concha a su estante con gran cuidado y cerraba la vitrina. Se había esperado cualquier cosa menos eso. Si él ya estaba desorientado, más lo estarían los lectores del Post. Qué pérdida de tiempo. Tendría que salir huyendo a la primera oportunidad.

Von Menck se colocó detrás del escritorio y se volvió hacia el periodista.

–¿Es usted religioso, señor Harriman?

Fue una pregunta tan inesperada que al principio Harriman no supo qué decir.

–No lo pregunto necesariamente en un sentido organizado, católico, protestante o lo que sea. ¿Cree usted que hay una fuerza unificadora detrás del universo?

–Nunca me lo había planteado, la verdad –le dijo Harriman–. Supongo que sí.

Lo habían educado como episcopaliano, pero llevaba veinte años sin pisar una iglesia, a excepción de las bodas y los funerales.

–Entonces, ¿cree usted, como yo, que nuestras vidas tienen un sentido?

Harriman apagó la grabadora. Había llegado el momento de salir por piernas. Para sermones religiosos ya estaban los testigos de Jehová.

–Con todo respeto, doctor, no veo qué relación tiene esto con los últimos dos asesinatos.

–Paciencia, señor Harriman. Las pruebas son complicadas, pero la conclusión, por usar una expresión popular, le dejará alucinado.

Harriman aguardó.

–Se lo voy a explicar. He dedicado toda mi vida a estudiar lo misterioso y lo inexplicable. En muchos casos, la solución del misterio me ha satisfecho del todo. Otros misterios, casi siempre los de mayor importancia, se me siguen resistiendo.

Von Menck cogió un papel de la mesa, hizo unas anotaciones y se lo puso delante a Harriman:

3243

1239

Dio un golpecito en la hoja.

–Para mí, estos números siempre han representado el mayor de todos los misterios. ¿Los reconoce?

Harriman negó con la cabeza.

–Identifican los dos mayores cataclismos que ha sufrido la civilización humana. En 3243 a.C. la explosión de la isla de Santorini produjo un maremoto que barrió la gran civilización minoica de Creta y devastó todo el Mediterráneo. Es la fuente tanto de la leyenda de la Atlántida como de la del Diluvio Universal. En 1239 a.C. las ciudades gemelas de Sodoma y Gomorra fueron reducidas a cenizas por una lluvia de fuego.

–¿La Atlántida? ¿Sodoma y Gomorra?

La cosa empeoraba.

Von Menck dio otro golpecito a la hoja.

–Platón describe la Atlántida en dos de sus diálogos, el Timeo y Critias, pero se equivoca en algunos detalles, como la fecha, que sitúa hacia 9000 a.C. Las últimas excavaciones arqueológicas en Creta y Cerdeña han permitido establecer una fecha más exacta. La historia de la ciudad perdida de Atlantis dio lugar a tanta literatura sensacionalista que la mayoría de la gente cayó en el error de confundirla con un mito, pero muchos arqueólogos serios están convencidos de que tiene una base real: la explosión volcánica de la isla de Santorini. Platón describe la Atlántida (es decir, la civilización minoica de Creta) como una ciudad-estado poderosa, obsesionada por el comercio, el dinero, el medro personal y el conocimiento, pero desprovista de valores espirituales. Es algo que confirman las excavaciones arqueológicas de los palacios minoicos de Knossos. Según Platón, los habitantes de la Atlántida habían dado la espalda a su dios. Cultivaban sus vicios, cuestionaban abiertamente la existencia de lo divino y adoraban la tecnología. Platón refiere que tenían canales y algo llamado pedernal que producía energía artificial.

Hizo una pausa.

–¿No le suena a otra ciudad que conocemos, señor Harriman?

–Nueva York.

Von Menck asintió con la cabeza.

–Exacto. Cuando el poder de la Atlántida se encontraba en su apogeo, aparecieron presagios de que sucedería algo terrible. Hizo un frío anómalo, y el cielo se oscureció durante días. El suelo vibraba de manera extraña. Se produjeron muertes repentinas, inesperadas y espectaculares. Se cuenta que un hombre recibió el impacto de «un rayo que salió al mismo tiempo del cielo y de las entrañas de la tierra». Otro se desgarró por dentro, como por obra de algún explosivo, y «su carne y su sangre quedaron flotando como una fina niebla, mientras se propagaba un hedor insoportable». Una semana después se produjo la explosión y la gran inundación que destruyeron definitivamente la ciudad.

En plena explicación, Harriman volvió a encender la grabadora. Al final quizá sacase algo en claro.

–Dos mil cuatro años después, exactamente, la zona del mar Muerto situada entre las actuales Israel y Jordania (el lugar más deprimido por naturaleza de la Tierra) era de una exuberancia y una fertilidad asombrosas. En esa zona estaban situadas las ciudades de Sodoma y Gomorra. Todavía se desconocen sus dimensiones exactas, pero en algunas de las últimas excavaciones arqueológicas realizadas en el valle se han descubierto grandes cementerios con miles de restos humanos. Está claro que en ese momento eran las dos ciudades más poderosas del mundo occidental. Al igual que le ocurrió a la Atlántida, cayeron en el grado más extremo del pecado, desviándose del orden natural de las cosas: orgullo, pereza, adoración de dioses terrenales, decadencia y depravación, negación de Dios y destrucción de la naturaleza. Como dice el Génesis, en toda Sodoma no era posible encontrar cincuenta, veinte o siquiera diez hombres justos. Por eso ambas ciudades fueron destruidas desde lo alto con «azufre y fuego», y «subía una humareda de la tierra cual de una fogata». También en este caso, las excavaciones arqueológicas del mar Muerto han confirmado la historia bíblica en un grado asombroso. La destrucción se vio precedida nuevamente por una serie de presagios del destino final de ambas ciudades. Un hombre quedó convertido en una columna de llamas amarillas. Otros aparecieron calcificados, a semejanza de la esposa de Lot, que se convirtió en una estatua de sal.

Von Menck salió de detrás de la mesa y se sentó en el borde, mirando fijamente al reportero.

–¿Ha estado en el mar Muerto, señor Harriman?

–Mentiría si dijera que sí.

–Pues yo sí. Varias veces. La primera fue justo después de haber descubierto un vínculo natural entre las fechas de los desastres de la Atlántida y de Gomorra. Actualmente, el mar Muerto es un desierto. No hay peces, debido a que el agua es varias veces más salada que la del mar. En sus orillas no crece casi nada, y lo poco que crece tiene una costra de sal, pero si cruza las llanuras yermas que hay cerca de Tell es-Saidiyeh, donde muchos expertos actuales sitúan Sodoma, observará que la superficie de sal está sembrada de un gran número de bolas de sulfuro puro y elemental. No es un sulfuro rómbico, como el que se encuentra en zonas geotérmicas de aparición natural, sino monoclínico: blanco, de una pureza excepcional, sometido a temperaturas muy altas durante períodos muy largos. Los geólogos no han encontrado ninguna otra bolsa de sulfuro de esas características en todo el planeta, pero en los alrededores de las ruinas de las dos ciudades lo hay en enorme abundancia. La causa de la destrucción de Sodoma y Gomorra no fue un proceso geológico normal. Hoy en día sigue siendo un misterio.

Von Menck cogió la hoja de papel y escribió otro número debajo de los dos primeros:

3243

1239

2004

–2004 d.C. señor Harriman. Constituye el término de la proporción áurea. Han pasado exactamente 5246 años desde 3243 a.C.: la proporción áurea. Y 3243 desde 1239 a.C.: otra vez la proporción áurea. La siguiente fecha de la serie es 2004 d.C. Resulta que también es el número exacto de años que separan los desastres anteriores. ¿Una coincidencia?

Harriman se quedó mirando el papel. «¿Está diciendo lo que creo?», pensó. Parecía increíble, una locura. Sin embargo, los ojos serenos que le observaban, con algo parecido a la resignación, no traslucían ni un ápice de locura.

–Durante años, señor Harriman, he buscado pruebas que refutaran mi tesis. Me he planteado la posibilidad de que las fechas fueran incorrectas, o de que las pruebas resultasen defectuosas, pero cada uno de mis descubrimientos no ha hecho más que afianzar esa teoría.

Se acercó a otra vitrina y sacó una cartulina blanca que tenía dibujada una espiral de grandes dimensiones, como la de la concha de nautilo. En la parte inferior había una anotación en lápiz rojo: «3243 a.C. - Santorini/Atlántida». A dos tercios de la curva, otra anotación en rojo: «1239 a.C. - Sodoma/Gomorra». En otros puntos de la espiral, una serie de marcas en negro componían una lista de decenas de fechas y lugares:

79 d.C. - La erupción del Vesuvio destruye Pompeya/ Herculano.

426 d.C. - Caída de Roma, saqueada y destruida por los bárbaros.

1321 d.C. - La peste azota Venecia. Mueren dos tercios de la población.

1665 d.C. - Gran incendio de Londres.

Y justo en el centro, donde la espiral se cerraba sobre sí misma y terminaba en un gran punto negro, había otra anotación en rojo, la tercera:

2004 d.C. ¿…?

Von Menck dejó la cartulina en equilibrio sobre la mesa.

–Como ve, he levantado acta de muchos desastres y todos coinciden con puntos exactos de la espiral logarítmica natural. Todos están perfectamente alineados en proporciones áureas. Puedo barajar los datos de todas las maneras, pero la última fecha de la secuencia siempre es 2004 d.C. Siempre. Y ¿qué tienen en común todos estos desastres? Que la víctima siempre ha sido una ciudad de importancia mundial, una ciudad notable por su riqueza, su poder, su tecnología… y su descuido de lo espiritual.

Tendió un brazo por encima de la mesa y cogió un lápiz rojo de un pote de peltre.

–Confiaba en estar equivocado, y en que fuera una simple coincidencia; aguardaba la llegada del año 2004 con la esperanza de ver demostrado mi error, pero ahora dudo que la naturaleza crea en las coincidencias. En todo hay un orden, señor Harriman. Del mismo modo que tenemos un nicho ecológico en este planeta, también tenemos un nicho moral; cuando las especies agotan su nicho ecológico, se produce una corrección, una purificación. A veces incluso una extinción. Así funciona la naturaleza. Pero ¿qué ocurre cuando una especie agota su nicho moral?

Dio la vuelta al lápiz, lo puso en el centro del diagrama y borró los signos de interrogación:

2004 d.C.

–En todos los casos hubo anuncios, hechos pequeños cuya significación parecía limitada. Muchos de ellos consistían en la muerte de personas de moral dudosa por los mismos medios que el desastre inminente. Ocurrió en Pompeya antes de la erupción del Vesuvio, en Londres antes del gran incendio y en Venecia antes de la peste. En suma, señor Harriman, que quizá haya empezado a comprender por qué digo que Jeremy Grove y Nigel Cutforth, en sí, son insignificantes. Por supuesto que destacaban por su odio hacia la religión y la moral, su rechazo de la decencia y lo desaforado de sus excesos, y que en ese sentido son modélicos de la codicia, la concupiscencia, el materialismo y la crueldad de nuestra época, sobre todo del lugar donde estamos, Nueva York, pero no dejan de ser simples anuncios, y me temo que la lista será larga.

Von Menck dejó que el esquema cayera suavemente sobre la mesa.

–¿Lee poesía, señor Harriman?

–No, al menos desde la universidad.

–¿Recuerda el poema de W. B. Yeats «El segundo advenimiento»?

La anarquía está suelta por el mundo…

Los mejores de convicción carecen, mientras los peores

llenos están de intensidad apasionada.

Von Menck se acercó.

–Vivimos en una época de nihilismo moral y culto ciego a la tecnología, mezclados con el rechazo de la dimensión espiritual de la vida. Televisión, películas, informática, juegos de ordenador, internet, inteligencia artificial… He ahí los dioses de nuestro tiempo. Nuestros líderes están en bancarrota moral; son unos hipócritas desvergonzados que simulan piedad, pero que carecen de auténtica espiritualidad. Vivimos en una época en que los profesores universitarios y los premios Nobel denigran la espiritualidad, se mofan de la religión y se arrodillan ante el altar de la ciencia. Vivimos tiempos de abandono de la iglesia y de la sinagoga, de locutores de radio que propagan el odio y la vulgaridad, y de los reality shows como paradigmas del entretenimiento televisivo. Vivimos en una época de terroristas suicidas y chantaje nuclear.

Se hizo un profundo silencio. Solo se oía el suave pitido de la grabadora. Von Menck salió de su inmovilidad y siguió hablando.

–Antiguamente se creía que la naturaleza se componía de cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Algunos hablaban de inundaciones, otros de terremotos o vendavales, y otros del demonio. Cuando la Atlántida consumió su nicho en el orden moral de la naturaleza, fue devorada por el agua. La destrucción de Sodoma y Gomorra fue obra del fuego. La peste que azotó Venecia llegó por el aire. La secuencia sigue un patrón cíclico, como la proporción áurea. Lo tengo esquematizado.

Sacó otro diagrama de gran complejidad, lleno de líneas, esquemas y números. Al parecer, todas las líneas convergían en una estrella de cinco puntas acompañada por la siguiente inscripción:

2004 d.C. - Nueva York - Fuego

–Entonces, ¿cree que Nueva York se quemará?

–Sí, pero no de una manera normal. Será consumida por un fuego interno, como Grove y Cutforth.

–Y ¿cree posible evitarlo si la gente regresa a Dios?

Von Menck negó con la cabeza.

–Ya es demasiado tarde. Y le hago notar, señor Harriman, que yo no he usado la palabra «Dios». No me refiero necesariamente a Dios, sino a una fuerza de la naturaleza: una ley moral del universo tan inamovible como cualquier ley física. Hemos creado un desequilibrio que es necesario corregir. El año 2004. –Dio un golpecito en el fajo de esquemas–. Ha llegado la hora, la que predijeron Nostradamus, Edgar Cayce y el Apocalipsis.

Harriman asintió. Sentía un hormigueo en la columna vertebral. Era un material potente, pero ¿hasta qué punto era sólido?

–Ha dedicado mucho tiempo y muchas investigaciones a este tema, doctor Von Menck.

–Ha sido mi gran obsesión. Llevo más de quince años conociendo el significado del año 2004. Estaba esperando.

–Y ¿está convencido o se trata de una simple teoría?

–Solo le diré una cosa: mañana me voy de Nueva York.

–¿Se va?

–Sí, a las islas Galápagos.

–¿Por qué a las Galápagos?

–Porque, como podría decirle Darwin, son famosas por su aislamiento. –Von Menck señaló la grabadora–. Esta vez no habrá ningún documental. La historia es toda suya, señor Harriman.

–¿Ningún documental? –repitió Harriman, estupefacto.

–Si mis sospechas son acertadas, señor Harriman, cuando termine todo esto no habrá mucho público para un documental, ¿no cree?

Y, por primera vez desde que Harriman había cruzado la puerta, el doctor Von Menck sonrió. Fue una sonrisa tímida y triste, desprovista por completo de alegría.