Veintisiete

Medianoche. El barco seguía en su grada, con la tripulación a bordo y todo preparado para zarpar con las primeras luces. Bullard se encontraba en cubierta, respirando el aire nocturno y contemplando Staten Island al fondo de la bahía. Quedaba algo pendiente antes de levantar el ancla. Había cometido dos errores graves, y era necesario enmendarlos. El primero era haber contratado impulsivamente a unos memos para acabar con D'Agosta. ¡Qué estupidez! Indigna de él. Para matar a un poli había que hacer bien las cosas. El muy fulero del sargento le había soltado un par de amenazas, y él, nervioso como estaba, se dejó asustar. ¡Llevaba unos días de una suspicacia…! No pensaba claramente. En realidad su enemigo no era el mierda del sargento. Ese era un simple sabueso. El verdadero enemigo era el agente del FBI, Pendergast, que resultaba más peligroso que una víbora: tranquilamente enrollado sobre sí mismo, inalterable, pero siempre a punto de morder. Pendergast iba muy en serio. Era el cerebro del equipo. Matando el cerebro, se mataba el cuerpo. Con Pendergast fuera de juego, la investigación no tenía futuro.

La regla para los polis resultaba aún más válida con los agentes del FBI: solo había que matarles si no había más remedio. Casi nunca se mejoraba nada. Claro que había excepciones, y Pendergast era una de ellas. Bullard no podía permitir que nada, nada, interfiriese en lo que tenía que hacer.

Entró en el barco. Todo estaba en calma. Penetró con sigilo en una habitación insonorizada, cerró la puerta con pestillo y consultó su reloj. Aún faltaban algunos minutos. Pulsó unos botones que hicieron iluminarse una pantalla. Pendergast se había llevado su CPU y algunos de sus archivos, pero todos sus ordenadores estaban en red, y todas las carpetas con datos de negocios estaban encriptadas. Bullard usaba una encriptación con claves de dos mil cuarenta y ocho bits, a salvo de cualquier ordenador, incluso de los más potentes del mundo. No tenía miedo de lo que pudiera encontrar Pendergast, sino del propio Pendergast.

Pulsó unas cuantas teclas más, haciendo aparecer una cara borrosa en la pantalla. Tenía la tersura de un tambor, y una delgadez tan extrema que era como si hubieran tensado la piel mojada sobre los huesos y la hubieran dejado secar. La cabeza estaba tan rapada que no existía ni una sombra en todo el cuero cabelludo. Daba verdadero repelús, pero era bueno. El mejor. Se hacía llamar Vasquez.

No hubo palabras ni saludos. Vasquez se limitaba a mirar fija e inexpresivamente, con las manos juntas. Bullard se apoyó en el respaldo y sonrió, aunque el efecto fuera nulo. La imagen que Vasquez veía en su pantalla era una cara inexistente, generada por ordenador.

Bullard tomó la palabra.

–El objetivo es Pendergast, nombre de pila desconocido. Agente especial del FBI. Vive en Riverside Drive 891. Quiero dos en la sesera. Te daré un millón por bala.

–Exijo el pago completo por adelantado –dijo Vasquez.

–¿Y si fallas?

–Yo nunca fallo.

–Y una mierda. Todo el mundo falla.

–El día en que falle, moriré. ¿Está de acuerdo o no?

Bullard vaciló. Claro que, puestos a hacer algo, mejor hacerlo bien.

–De acuerdo –se limitó a decir–, pero el tiempo es oro.

Si Vasquez le engañaba, había otros dispuestos a rematar la faena y reducir la competencia. Dos asesinatos no saldrían mucho más caros que uno.

Vasquez enseñó un papel con un número y esperó a que Bullard lo anotase.

–Cuando aparezcan los dos millones en esta cuenta, me pondré a trabajar. No hace falta que volvamos a hablar.

La pantalla se apagó. Bullard comprendió que Vasquez debía de haber interrumpido la transmisión. No estaba acostumbrado a que le colgasen. Tras una pasajera irritación, respiró hondo. Ya había trabajado con artistas, y todos estaban hechos de la misma pasta: egocéntricos, extravagantes y codiciosos.

Y Vasquez era un artista de la mejor calaña; de la que disfrutaba de verdad con su trabajo.