D'Agosta no tuvo más remedio que admirar la genialidad escenográfica de la sección de interrogatorios de la jefatura de policía. Quizá fuera el último lugar de Nueva York donde se podía fumar sin que te detuviesen. El resultado era una pátina marronosa que recubría las paredes. De hecho, la dejaban adrede. El aire estaba tan enrarecido que te imaginabas un cadáver escondido en algún sitio. El suelo de linóleo era tan viejo que podía arrancarse y meter en una vitrina del Smithsonian Museum.
El entorno le produjo cierta satisfacción. Locke Bullard, que aún llevaba su chándal azul y sus náuticos, estaba sentado al otro lado de una mesa sucia de metal, con los ojos rojos de rabia. Pendergast ocupaba el asiento de delante, mientras que D'Agosta se había quedado al fondo, cerca de la puerta. El supervisor, una figura cuya presencia se había convertido en obligatoria en cualquier interrogatorio, estaba al lado de la cámara de vídeo, metiendo la barriga y haciendo lo posible por ofrecer una imagen servicial. Todos esperaban al abogado de Bullard, que estaba en un atasco del que los responsables eran precisamente ellos.
Se abrió la puerta y entró la capitana Hayward. D'Agosta sintió que la temperatura bajaba unos diez grados. La capitana les miró y les hizo señas de salir al pasillo.
Les condujo a un despacho en desuso. Una vez dentro, cerró la puerta.
–¿De quién ha sido la idea del circo mediático? –quiso saber.
–Desgraciadamente, era la única solución –contestó Pendergast.
–No me venga con esas. Estaba organizado, y el productor y el director son la misma persona: usted. Fuera hay unos cincuenta periodistas, y todos les han seguido desde el puerto deportivo. Es justo lo que no quería que pasara. Justo el tipo de follón que les advertí que no armasen.
Pendergast respondió con calma.
–Le aseguro, capitana, que Bullard no nos ha dejado otra opción. Llegué a pensar que tendría que ponerle las esposas.
–Deberían haber organizado un encuentro con su abogado en el yate, para que no le pareciera una emboscada y no se pusiera a la defensiva.
–Lo más probable es que cualquier aviso le hubiera hecho huir del país.
Hayward resopló irritada.
–Soy capitana de inspectores de la policía de Nueva York y el caso es mío. Bullard no está entre los sospechosos ni se le tratará como tal. –Hizo girar la silla para mirar a D'Agosta–. Usted se encargará del interrogatorio, sargento. Quiero que el agente especial Pendergast se mantenga al margen, con la boca cerrada. Bastantes problemas ha causado ya.
–Como quiera –dijo Pendergast con educación a la espalda de Hayward.
Cuando volvieron a la sala de interrogatorios, Bullard se levantó y señaló a Pendergast.
–Me lo vais a pagar, tú y el gordo de tu esbirro de mierda.
–¿Lo ha grabado en vídeo? –preguntó Hayward con calma al supervisor.
–Sí. La cámara está en marcha desde que ha llegado.
La capitana asintió con la cabeza. Las pupilas de Bullard eran como dos puntitos de odio concentrado.
Tras unos instantes de silencio, llamaron a la puerta.
–Pase –dijo Hayward.
Un policía de uniforme abrió la puerta e hizo pasar a un hombre con traje gris marengo. Tenía el pelo corto, del mismo color gris que los ojos, y un rostro afable y simpático. Cuando el policía se volvió para cerrar la puerta, D'Agosta vio el brillo de una cruz emboscada bajo su camisa azul, y pensó «Hayward quizá no crea en el demonio, pero aún tiene que convencer a algunos de los suyos».
–¡Por fin! –rugió Bullard, mirando al abogado fijamente–. ¡George, joder, que te he llamado hace cuarenta minutos! Venga, tío, sácame de aquí.
El abogado le saludó impasible, como si estuvieran en un cóctel. Luego se volvió y dio la mano a Pendergast.
–Georte Marchand, de Marchand Quisling. Represento al señor Bullard.
Tenía una voz de una afabilidad casi musical, pero su mirada fue de la chapa de Hayward a la de D'Agosta.
–Le presento a un colega, el sargento D'Agosta.
–Encantado.
La mirada serena de Marchand realizó un escutrinio silencioso de la sala.
–¿Y la citación?
Pendergast sacó un papel de su traje negro y se lo dio al abogado, que lo examinó.
–Es su copia –dijo Hayward inexpresivamente.
–Gracias. ¿Puedo preguntar por qué este interrogatorio no podía hacerse en el despacho o en el yate del señor Bullard, para su comodidad?
La pregunta no iba dirigida a nadie en concreto. Hayward señaló a D'Agosta con la cabeza.
–Anteriormente, el señor Bullard se negó a contestar unas preguntas en su club. En esta ocasión me ha amenazado con lo que, a mi entender, cualquier persona sensata interpretaría como un chantaje implícito. Todos los indicios apuntaban hacia su inminente salida del país, pero su información es esencial para nuestra investigación.
–¿Es sospechoso?
–No, pero es un testigo importante.
–Ya. ¿Y la amenaza implícita de chantaje? ¿En qué ha consistido?
–Joder, pues en una… –empezó a decir Bullard.
El abogado le interrumpió con un gesto de la mano.
–La amenaza ha sido hecha en mi presencia –intervino Pendergast–. Justo antes de su llegada, el señor bullard ha formulado otra amenaza que ha quedado recogida en vídeo.
–¡Maldito mentiroso…!
–Ni una palabra más, señor Bullard. Creo que ya ha hablado más de la cuenta.
–Joder, George, es que esta gente…
–¡Silencio!
El abogado lo dijo amablemente, pero en un tono muy especial.
Bullard se quedó callado.
–Mi cliente –dijo Marchand– tiene muchas ganas de colaborar. Les diré cómo: primero ustedes hacen la pregunta; después, si es necesario, yo hablo con mi cliente en el pasillo. A continuación, mi cliente dará su respuesta. ¿Estamos de acuerdo?
–Sí –dijo Hayward–. Tómele juramento.
Se hizo bajo la presidencia del supervisor. Al final, Bullard, cuyas respuestas habían sido simples gruñidos, se volvió otra vez hacia su abogado.
–¡Joder, George, se supone que estás de mi parte!
–Tengo que hablar a solas con mi cliente.
Marchand se llevó a Bullard al pasillo. Volvieron al cabo de un minuto.
–Primera pregunta –dijo el abogado.
D'Agosta se adelantó, consultó sus apuntes y dijo con su más imperturbable voz de policía:
–Señor Bullard, el dieciséis de octubre a las dos y dos minutos de la madrugada recibió una llamada de Jeremy Grove, con quien habló durante cuarenta y dos minutos. ¿De qué? Empiece por el principio y no se deje nada en el tintero.
–Eso ya…
La firmeza de la mano de Marchand en el hombro de Bullard hizo que este se callara. Salieron de nuevo al pasillo.
–¿Piensa dejar que hagan lo mismo a cada pregunta? –inquirió D'Agosta.
–Sí –dijo Hayward–. Tiene derecho a un abogado.
Marchand y Bullard regresaron.
–Grove me llamó para charlar –dijo Bullard–. Fue una llamada de cortesía.
–¿De madrugada?
Bullard miró a su abogado, que asintió.
–Sí.
–¿De qué charlaron?
–Ya se lo dije: un poco de todo. De cómo nos iba a él y a mí, de cómo estaban nuestras familias, del perro… Cosas así.
–¿De qué más?
–No me acuerdo.
Silencio.
–O sea, señor Bullard, que hablaron de sus perros durante cuarenta y dos minutos y pocas horas después Grove fue asesinado.
–Eso no es una pregunta –dijo el abogado, muy eficiente él–. Siguiente.
D'Agosta pasó la página; sentía en él la mirada penetrante de Hayward.
–¿Dónde estaba cuando le llamó?
–En mi yate, cruzando el estrecho.
–¿Cuántos tripulantes había a bordo?
–Salí sin tripulación. El yate tiene un sistema informático. Lo hago muy a menudo.
El silencio fue corto, pero significativo.
–¿De qué conocía a Grove?
–No me acuerdo.
–¿Eran muy amigos?
–No.
–¿Tenían relaciones comerciales?
–No.
–¿Cuándo lo vio por última vez?
–No me acuerdo.
–Entonces ¿por qué le llamó?
–Eso habría que preguntárselo a él.
La misma tomadura de pelo de la otra vez. D'Agosta pasó a la otra llamada.
–El veintidós de octubre, a las siete cincuenta y cuatro de la tarde, Nigel Cutforth llamó al número de su casa. ¿Se puso usted?
Bullard miró al abogado, que asintió.
–Sí.
–¿De qué hablaron?
–También fue una llamada de cortesía. Hablamos de amigos comunes, de la familia, de las últimas noticias…
–¿Y de perros? –preguntó D'Agosta sarcásticamente.
–No recuerdo si hablamos de perros.
De pronto intervino Pendergast.
–A propósito, señor Bullard, ¿tiene usted perro?
Se produjo un breve silencio. Hayward lanzó una mirada de advertencia a Pendergast.
–Hablaba metafóricamente. Lo que quería decir es que charlamos sobre todo un poco.
D'Agosta siguió adelante con el interrogatorio.
–Cutforth fue asesinado pocas horas después de haberle llamado. ¿Lo notó nervioso?
–No me acuerdo.
–¿Le dio a entender que estaba asustado?
–Que yo recuerde, no.
–¿Le pidió ayuda?
–No me acuerdo.
–¿Qué relación tenía con el señor Cutforth?
–Superficial.
–¿Cuándo le vio por última vez?
Un titubeo.
–No me acuerdo.
–¿Llegaron a tener algún negocio, o algún trato?
–No.
–¿Cómo se conocieron?
–No me acuerdo.
–¿Cuándo se conocieron? –dijo suavemente Pendergast.
–No me acuerdo.
Peor que una tomadura de pelo. El abogado, George Marchand, parecía cada vez más satisfecho. Pero D'Agosta no pensaba prestarse a su juego.
–Después de la llamada de Cutforth, ¿pasó usted el resto de la noche en su yate?
–Sí.
–¿Tiene usted una lancha a motor?
–Sí.
–¿Estaba guardada?
–No, amarrada al lado del yate.
–¿Qué clase de lancha?
–Un Picnic Boat.
Pendergast intervino.
–¿Se refiere a un Hinckley Picnic Boat, de los que tienen propulsión a chorro?
–Exacto.
–¿El del Yanmar de trescientos cincuenta caballos o el de cuatrocientos veinte?
–El de cuatrocientos veinte.
–¿Con velocidad máxima superior a treinta nudos, si no me equivoco?
–Más o menos.
–Y cuarenta y cinco centímetros de calado.
–Eso dicen.
Pendergast se apoyó en el respaldo, ignorando la mirada de Hayward. Era evidente que había hecho sus investigaciones durante el proceso de Bullard.
D'Agosta retomó el hilo de sus preguntas.
–Por lo tanto, después de la llamada pudo haber subido a la lancha y haberse dirigido a la parte alta de la ciudad. Con tan poco calado, pudo haber desembarcado en cualquier punto de la costa de Manhattan. Y la propulsión a chorro le habría permitido cualquier maniobra: de lado, marcha atrás… ¿Es así?
–Mi cliente ya ha dicho que pasó la noche en su yate –dijo el abogado con el mismo tono amigable–. ¿Siguiente pregunta?
–¿Pasó toda la noche solo, señor Bullard?
La pregunta mereció otra salida al pasillo.
–Sí, estuve solo –dijo Bullard al volver–. En el puerto deportivo llevan un registro y pueden confirmar que no salí del yate en toda la noche, y que no me llevé el Picnic Boat del amarradero.
–Lo comprobaremos –dijo D'Agosta–. Conque estuvo hablando del tiempo con Cutforth durante treinta minutos, pocas horas antes de que este fuera asesinado.
–No creo que habláramos del tiempo, sargento.
La mirada de Bullard era victoriosa. Volvía a ganar.
–Señor Bullard –preguntó Pendergast–, ¿está a punto de salir del país?
Bullard miró a Marchand.
–¿Tengo que contestar?
Otra excursión al pasillo. Al volver, Bullard dijo:
–Sí.
–¿Adonde va?
–Esa pregunta queda fuera del ámbito de la citación –dijo el abogado–. Mi cliente desea colaborar, pero también solicita respeto hacia su intimidad. Como han dicho ustedes mismos, no es un sospechoso.
Pendergast se dirigió a Marchand.
–Quizá su cliente no sea un sospechoso, pero podría ser un testigo esencial, y no sería descabellado imaginar que se le pidiera hacer entrega de su pasaporte. A título provisional, naturalmente.
D'Agosta observaba atentamente a Bullard. Esperaba un cambio de expresión en él, pero no de tanta intensidad; Bullard pareció a punto de estallar por enésima vez.
El abogado sonrió educadamente.
–Una afirmación completamente absurda, señor Pendergast. Los movimientos del señor Bullard no se verán limitados en ningún sentido. Estoy sorprendido. Considero incorrecta la simple mención de semejante posibilidad, que podría interpretarse como una amenaza.
Hayward miró a Pendergast con mala cara.
–Señor Pendergast…
El agente levantó una mano.
–Señor Bullard, ¿cree usted en la existencia del diablo?
La cara de Bullard reflejó algo, una emoción fugaz pero intensa que D'Agosta no tuvo tiempo de interpretar. Bullard se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y sonrió, todo ello sin la menor prisa.
–Claro que no. ¿Y usted?
El abogado se levantó.
–Parece que hemos llegado al final del interrogatorio, señores.
Nadie le contradijo. Marchand repartió tarjetas, sonrisas y apretones de manos.
–La próxima vez que tengan que ponerse en contacto con mi cliente –dijo–, háganlo a través de mí, porque el señor Bullard se va al extranjero.
Sonrió a Pendergast con toda la intención.
–Eso está por ver –dijo el agente en voz baja.