Veinticuatro

Bryce Harriman volvió a la parte alta de la ciudad al volante de un coche de prensa del Post. Lo del puerto deportivo había sido un desastre; salvo un grupito de curiosos, allí estaba la prensa neoyorquina en su apogeo, un festival de tacos y empujones que le recordó los Sanfermines. ¡Qué manera de perder el tiempo! Nadie respondía, nadie sabía nada… Solo caos y gritos. Habría sido preferible volver directamente a la oficina para escribir sobre el asesinato de Cutforth, en vez de perder el tiempo con aquel aviso por radio.

El tráfico procedente de West Street empezaba a intensificarse. Tocó la bocina renegando. Habría sido mejor coger el metro. A esa velocidad no llegaría hasta las cinco a la oficina, y la última entrega para la edición matinal era a las diez.

Redactó el primer párrafo unas cuantas veces, y lo despedazó otras tantas mentalmente. Se acordó del gentío delante del edificio de Cutforth. Su público era ese, la gente que había visto aquella tarde: gente ávida, ansiosa de noticias. Y con Smithback de vacaciones y el Times tratando la noticia como una especie de vergüenza para la ciudad, tenía el campo libre.

El asesinato de Cutforth daba para un titular, dos como mucho, pero Harriman dependía de la voluntad del asesino, y no se sabía si volvería a actuar ni cuándo. Necesitaba urgentemente algo nuevo.

Aprovechando que el tráfico mejoraba un poco, cambió de carril, enseñó el dedo al que le pitaba por detrás y se jugó la vida (y la de media docena de conductores) para ganar un coche de distancia. Volvió a enseñar el dedo. Había tanto cabrón suelto…

Fue cuando se le ocurrió. Un nuevo enfoque. Lo que necesitaba era un experto que le ofreciera una nueva perspectiva. Pero ¿quién? La respuesta, la segunda inspiración genial, fue tan rápida como la primera.

Cogió el móvil y marcó el número de su despacho.

–¿Qué, Iris?

–Eso digo yo, ¿qué? –respondió su ayudante–. No doy abasto para atender todas las llamadas. Parezco un cojo en un concurso de patadas.

Al oír el tono bromista y familiar de Iris, Harriman hizo una mueca. Se suponía que él era el jefe, no la secretaria del cubículo de al lado.

–¿Quieres oír tus mensajes? –preguntó ella.

–No. Lo que quiero es que te pongas en contacto de mi parte con ese investigador de fenómenos paranormales… ¿Cómo se llama? Monk, o Munch, algo alemán. El que hizo un programa de exorcismos en Discovery Channel. ¿Te acuerdas? Exacto. Sí, me da igual lo que tardes. Consíguemelo.

Cortó la llamada y tiró el móvil al asiento de al lado. Después se apoyó en el respaldo y sonrió; la cacofonía de bocinazos que rodeaba su coche se convirtió en una sinfonía.