Cuando el Rolls-Royce de época se aproximó a la verja del puerto deportivo de East Cove, D'Agosta cambió de postura en el asiento trasero y miró por la ventana; procuró no pensar en lo magullado que tenía el cuerpo. Entre el asesinato de Cutforth y todas las investigaciones relacionadas con el lugar del crimen, no había dormido más de dos horas.
Para esa misión, Pendergast había prescindido de su chófer Proctor y había preferido conducir él mismo. Era un hermoso día de otoño. El sol de la mañana brillaba en la bahía como monedas de oro arrojadas a las olas. El ferry de Staten Island salía pesadamente de su atracadero y removía las aguas a su paso, con un restallido de banderas y una estela de gritos de gaviotas. La masa azul de Staten Island se dibujaba en el horizonte, fundida con el bajo perfil de New Jersey. Por las ventanillas entraba olor a sal.
D'Agosta se fijó en el puerto deportivo. Un muro salvaba las hileras de yates relucientes de las miradas del vulgo, pero desde lo alto de Coenties Slip era posible verlos en toda su magnificencia, reflejando el sol en los amarraderos.
–No podrá entrar sin una orden –dijo–. Ya he hablado con Bullard, y sé cómo es.
–Veremos –dijo Pendergast–. Siempre prefiero empezar con buena educación.
–¿Y si esa buena educación no sirve de nada?
–Entonces se pueden contemplar medidas más firmes.
D'Agosta se preguntó qué entendía por «más firmes».
Pendergast redujo la velocidad del Rolls, acercó la mano a un panel de cerezo situado junto al asiento del conductor y usó el teclado del ordenador que había allí. Se acercaban a la verja de tela metálica que daba acceso al aparcamiento general del puerto deportivo, pero el ocupante de la garita, que había visto el Rolls aproximarse, la estaba abriendo ya. Pendergast frenó justo al principio del aparcamiento, desde donde se tenía una buena vista de la Upper Bay. En la pantalla del ordenador apareció la imagen de un magnífico yate.
No tardaron en reconocer su original, entre el bosque de mástiles y palos, anclado al fondo de la zona de estacionamiento.
D'Agosta silbó.
–¡Menudo barco!
–Sí, es un yate motorizado Feadship de 2003, con casco diseñado exclusivamente por De Voogt. Cincuenta y dos metros de eslora, con un desplazamiento de setecientas cuarenta toneladas métricas. Dos motores diesel Caterpillar de dos mil quinientos caballos, que alcanzan una velocidad de crucero de treinta nudos. Tiene una autonomía enorme y es extremadamente cómodo.
–¿Cuánto vale?
–Bullard pagó cuarenta y ocho millones.
–¡Madre mía! Y ¿para qué quiere un barco así?
–Quizá no le guste volar. O quizá prefiera alejarse de oídos y miradas indiscretas. Con un barco así, salir a las aguas internacionales es coser y cantar.
–Es curioso, pero en la última entrevista con Bullard tuve la impresión de que no le hacía mucha gracia que le impidiésemos salir del país. Es posible que esté planeando un viaje internacional.
Pendergast le miró con interés.
–¿Ah, sí?
Condujo hacia la segunda barrera de seguridad: la verja del aparcamiento para VIP, vigilada por un guardia de seguridad pelirrojo, bajito, de barbilla pronunciada y aspecto agresivo. Al verle, D'Agosta supo a qué atenerse. Era de los que tenían el prurito de no dejarse impresionar por nadie ni por nada, ni tan siquiera por un Rolls-Royce Silver Wraith del 59.
–¿Qué quieren?
Pendergast sacó la insignia por la ventanilla.
–Venimos a ver a Locke Bullard.
El vigilante examinó la insignia y a su dueño con una mueca de recelo.
–¿Y él?
D'Agosta también le enseñó su identificación.
–¿De qué se trata?
–Asuntos de la policía.
–Tengo que llamar.
El vigilante se llevó las insignias a la garita, descolgó el auricular, habló unos minutos y volvió con las insignias y un teléfono inalámbrico.
–Quiere hablar con un tal D'Agosta.
–Soy yo.
Le dio el teléfono.
–Soy D'Agosta.
La voz grave de Bullard hizo vibrar el aparato.
–Ya me imaginaba que volvería.
D'Agosta se encrespó al oírla. Era el mismo hombre que había intentado humillarle en el Athletic Club, y quizá el responsable de que hubieran intentado pegarle un tiro. Aun así, trató de controlarse.
–Esto se puede hacer de dos maneras –dijo con toda la serenidad posible–: por las buenas o por las malas. Usted mismo, Bullard.
Oyó una carcajada.
–La misma frasecita cutre del otro día en el club. Pues mire, resulta que desde que tuvimos esa agradable conversación le he mandado investigar, y ya lo sé todo sobre usted. Conozco hasta el último detalle de su sórdida existencia. Empezando por su mujer, la que está en Canadá y lleva seis meses tirándose a otro, y usted sin enterarse. El tío se llama Chester Dominic y es vendedor de caravanas en Edgewater. ¡Igual ahora mismo están follando! Qué idea, ¿eh?
La mano de D'Agosta apretó el teléfono.
–También conozco las cifras de venta de sus novelas. La última vendió seis mil doscientos quince ejemplares. Eso entre tapa dura y bolsillo, e incluyendo todos los que compró su madre. ¡Tiembla, Stephen King! –Otra risa ronca–. Tengo su informe personal de cuando estaba en la policía de Nueva York, incluso los expedientes disciplinarios. Una lectura muy interesante. Y también sus informes médicos y psiquiátricos, que incluyen los de Canadá. Siento mucho que tenga problemas de erección. Quizá sea el motivo de que su mujer se lo ponga todo en bandeja al bueno de Chet. ¡Y encima una depresión! Eso sí que es una putada. ¿Ya se ha tomado el Zoloft de esta mañana? Parece mentira la cantidad de cosas que se pueden averiguar siendo dueño de una aseguradora médica. Al leer el informe se me han venido a la mente una serie de palabras, como ruina, acabado, fracasado…
Fue como si los ojos de D'Agosta tuvieran delante una fina cortina roja.
–Acaba de cometer el error de su vida, Bullard.
Otra risa, y se cortó la comunicación.
D'Agosta devolvió el teléfono al vigilante. Tenía la cara como un tomate. Qué hijo de puta. ¡Qué hijo de puta! Tenía que ser ilegal. Toda esa información personal no podía conseguirse así como así. Bullard había hablado muy alto. D'Agosta se preguntó si Pendergast lo había oído. Tragó saliva e hizo un gran esfuerzo por dominar su rabia.
–Está obstruyendo la entrada –dijo el vigilante, y añadió, como si acabara de recordarlo–: señor.
–Daremos la vuelta a la manzana –le informó Pendergast–, para que el señor Bullard tenga tiempo de cambiar de opinión.
–No cambiará.
Pendergast le dirigió una mirada larga y compasiva.
–Espero que sepa cuándo apartarse. Lo digo por su bien, naturalmente.
–¿Qué quiere decir?
Pendergast puso marcha atrás y pisó el acelerador, dejando un bonito rastro de neumático. Después dio media vuelta en el aparcamiento y se dirigió hacia State Street. Miró a D'Agosta.
–¿Está bien, Vincent?
–Sí, muy bien –farfulló el sargento entre dientes.
Pendergast giró a la derecha y empezó a dar la vuelta a la manzana.
–Parece que el señor Bullard necesita un poco de firmeza.
–Sí.
Pendergast bajó una mano y tecleó un número en el teléfono móvil del salpicadero.
La señal sonó un par de veces por el altavoz, hasta que contestó una voz familiar.
–Capitana Hayward.
–¿Capitana? Soy Pendergast. Vamos a necesitar la citación que le he comentado esta mañana por teléfono.
–¿Por qué motivo?
–Negativa a colaborar y riesgo de huida inminente.
–¡Venga ya! Bullard no es ningún narcotraficante colombiano ni tampoco un terrorista de Oriente Medio. Es uno de los grandes industriales del país.
–Sí, con cuentas y fábricas en el extranjero, y resulta que ahora mismo está en su yate con el depósito lleno y todo lo necesario para un viaje transatlántico. Puede llegar a Canadá, México, Sudamérica, Europa o a donde quiera sin repostar.
Se oyó un suspiro.
–Es americano y tiene pasaporte, así que es libre de marcharse.
–Es un testigo que no colabora. No quiere responder a ninguna pregunta.
–Como mucha gente.
–Tanto Grove como Cutforth le llamaron justo antes de ser asesinados. Existe una relación, y tenemos que encontrarla.
Otro suspiro de irritación.
–Sería la típica operación irregular que sentaría mal en los tribunales.
–Ha amenazado al sargento D'Agosta.
–¿Ah, sí?
Se apreció algo más de interés.
–Una amenaza implícita de soborno, basándose en información personal recabada a través de Northern HealthAtlantic Management, su aseguradora médica.
«Así que lo ha oído», pensó D'Agosta.
–¿En serio? –Una pausa–. Bueno, pues entonces adelante. Ya están listos todos los papeles. Solo falta la firma.
–Magnífico.
Pendergast dio un número de fax.
–Agente Pendergast…
–¿Qué?
–No cometa ninguna chapuza, que valoro mi carrera.
–Yo también.
El fax se deslizó por la minúscula impresora matricial justo cuando doblaban por Pearl Street y emprendían el camino de vuelta hacia el puerto deportivo. Pendergast circuló despacio por el aparcamiento exterior, mientras arrancaba la hoja de la impresora. Se la dio al vigilante.
–¿Ustedes otra vez? –dijo el vigilante, cogiéndola.
Pendergast sonrió y se puso un dedo en los labios.
–Ni una palabra a Bullard.
El vigilante leyó el fax y se lo devolvió. Algo en su cara insinuaba que no estaba del todo insatisfecho con el giro de los acontecimientos.
–Es el momento de apartarse –dijo suavemente Pendergast.
–Sí, señor.
Aparcaron en la zona de VIP. Pendergast abrió el maletero e hizo señas a D'Agosta.
–Para usted.
D'Agosta miró. Dentro había un ariete del FBI, negro y feo, de casi un metro de largo. Era como los que usaban los agentes antidroga en sus redadas.
–¿Es una broma?
–Firmeza, querido Vincent –dijo Pendergast con un esbozo de sonrisa.
D'Agosta cogió el ariete por los dos mangos y lo levantó. Se dirigieron al muelle central por una pasarela. El yate, que estaba en diagonal respecto a ellos, amarrado a su grada privada, era un auténtico espectáculo: blanco, con tres cubiertas, docenas de ventanas ahumadas y una torre de mando erizada de aparatos electrónicos. Su nombre figuraba en la popa: Stormcloud.
–¿Tripulación? –preguntó D'Agosta.
–Según mis datos, Bullard está solo.
La grada disponía de un muelle exclusivo, protegido por una verja. Pendergast se arrodilló ante ella y acercó las manos a la cerradura. D'Agosta tuvo la impresión de que el agente del FBI se limitaba a probar si estaba abierta. Quizá fuera así, porque la verja basculó obedientemente en sus manos.
–Tenemos que ser rápidos –dijo Pendergast al levantarse.
D'Agosta le siguió, encorvado por el peso del ariete. A pesar de que iba de nuevo al gimnasio desde el tiroteo del parque, aún estaba en baja forma; el peso del ariete se acercaba a los veinte kilos, y cada paso reavivaba el dolor de sus piernas. La pasarela del Stormcloud estaba levantada, pero en la parte trasera había una escotilla de embarque justo al nivel del muelle. Pendergast se detuvo, sacó su Les Baer personalizada calibre 45 de la chaqueta y retrocedió indicando la escotilla.
–Usted primero, Vincent.
D'Agosta buscó en lo más profundo de su memoria. ¿Qué le habían enseñado en la academia? «No te eches encima de la puerta, balancea el ariete». Respiró hondo, sujetó los mangos con todas sus fuerzas y empujó. La escotilla se hundió con un fuerte y satisfactorio impacto. Pendergast se agachó para entrar, pistola en mano. D'Agosta subió tras él.
Habían accedido a un pasadizo, bordeado en un lado por mamparos pintados y en el otro por ventanas ahumadas. Pendergast abrió una puerta empotrada en los mamparos. De pronto se vieron rodeados por todo el lujo del salón de un yate, con moqueta color crema y mesas negras lacadas con ribetes dorados.
–¡FBI! –dijo Pendergast con brusquedad–. ¡No se mueva!
Bullard estaba en el centro de la sala, con un chándal azul claro y un puro en la mano. Su expresión manifestaba el mayor de los asombros, y también un poco de miedo, o al menos eso le pareció a D'Agosta.
–¡No se mueva!
Bullard se rehizo enseguida. Su cara estaba roja y las venas de su cuello hinchadas. La sorpresa se había convertido en una rabia mal disimulada. Acercó el puro a sus labios carnosos, lo chupó y expulsó el humo.
–¡Vaya! El desgraciadillo ha traído refuerzos.
–Que se le vean las manos –le advirtió Pendergast, acercándose sin bajar la pistola.
Bullard abrió las manos.
–Ya tiene una escena para su próxima novela, D'Agosta. Seguro que en el barrio de mala muerte donde creció, allá en la calle Carmine, no había nada parecido a este yate. Siendo hijo de un poli de tres al cuarto que se pasaba el día en los billares, y de una madre…
D'Agosta se le echó encima, pero Pendergast se interpuso con la velocidad de un rayo.
–No le siga el juego, sargento.
D'Agosta tragó una bocanada de aire. Casi no podía respirar.
–¡Venga –dijo Bullard con desprecio–, a ver si aún te cuelga algo debajo de la barriga! Tengo sesenta años, pero podría tumbarte con una mano, culo gordo.
Pendergast sostuvo la mirada de D'Agosta, mientras negaba lentamente con la cabeza. D'Agosta tragó saliva y se apartó. Pendergast se volvió hacia Bullard y le sometió a la mirada de sus ojos plateados.
–¡Anda! ¡Un enterrador jugando al FBI! Purria blanca del profundo sur. Muy blanca, por lo que veo.
–Para servirle –dijo Pendergast en un tono tranquilo.
Bullard soltó una carcajada y se hinchó como una mamba negra, tensando la tela del chándal. El puro seguía entre dos de sus dedos, enormes como palas. Cortó la risa metiéndolo de nuevo entre sus labios, antes de arrojarles una nube de humo.
Pendergast dejó el fax sobre una mesa de ébano y señaló la pared del fondo, donde había un panel lacado de grandes dimensiones.
–Sargento, por favor, abra el panel.
–Eh, un momento, que necesitan una orden judicial…
Pendergast señaló el fax con uno de sus finos dedos.
–Lea.
–Quiero que venga mi abogado.
–Primero obtendremos las pruebas que aparecen en la orden. Al menor paso en falso, será esposado y acusado de obstrucción a la justicia. ¿Hay alguien más en el barco?
–Vete a la mierda.
D'Agosta se acercó al panel indicado por Pendergast y pulsó el único botón. Al deslizarse, el panel dejó a la vista una pared de instrumentos electrónicos, un monitor y un teclado.
–Coja la CPU.
D'Agosta apartó el monitor, siguió el cable y encontró la CPU debajo, en un hueco.
–No toquen mi ordenador.
Pendergast señaló la mesa con la cabeza.
–Está en la lista, señor Bullard.
D'Agosta dio un tirón suave al cable y sacó la CPU. Después se metió una mano en el bolsillo, pegó etiquetas de pruebas en las disqueteras y las tomas del ratón y el teclado, dejó la CPU en el suelo y cruzó los brazos.
–¿Está armado? –preguntó Pendergast a Bullard.
–Claro que no.
Pendergast se guardó la Les Baer en el traje.
–Muy bien. –De repente su tono era suave y afable, endulzado por la nata de su acento sureño–. Además de la orden judicial, señor Bullard, también hay una citación que le aconsejo leer.
–Quiero que venga mi abogado.
–Naturalmente. Le llevaremos a la comisaría central y le interrogaremos bajo juramento. Su abogado podrá asistir al interrogatorio.
–Ahora mismo lo llamo.
–Usted se queda en el centro de la habitación con las manos a la vista en todo momento. No tiene derecho a llamar a un abogado solo porque le apetezca. Cuando sea el momento, se le permitirá usar el teléfono.
–Tu padre. No tienes jurisdicción. Ojo, albino de mierda, que te arranco la chapa y te meriendo. No tienes ni idea de quién soy.
–Creo que su abogado le aconsejaría que no hiciese comentarios.
–No pienso ir a la comisaría.
Pendergast cogió la radio que llevaba encima.
–¿Manhattan sur? ¿Con quién hablo, por favor? ¿Shirley? Soy el agente especial Pendergast, del FBI. Estoy en el puerto deportivo de East Cove, dentro del yate de Locke Bullard…
–Apaga esa radio ahora mismo.
La voz suave de Pendergast no se interrumpió.
–Sí, Locke Bullard, el industrial. En su yate, el Stormcloud. Nos lo llevamos para interrogarle sobre los asesinatos de Grove y Cutforth.
D'Agosta vio cómo Bullard palidecía. Debía de saber que todas las agencias de noticias de Nueva York tenían controladas las frecuencias policiales.
–No, no es sospechoso. Repito: no es sospechoso.
El énfasis que puso Pendergast en la partícula negativa tuvo el singular efecto de dar exactamente la impresión contraria.
Bullard les lanzaba miradas asesinas bajo su frente de Cromagnon y sus pobladas cejas. Tragó saliva e hizo el esfuerzo de mostrarse razonable.
–Oiga, Pendergast, que el numerito de poli duro sobra.
–Shirley, necesitaremos refuerzos y un coche patrulla con escolta para llevar al señor Bullard al centro. Exacto. Sí, creo que con tres será suficiente. No, ahora que lo pienso, que sean cuatro. Tratándose de alguien muy conocido, seguro que aparecerán un montón de curiosos.
Pendergast se guardó la radio en el traje, cogió el teléfono móvil y se lo lanzó a Bullard.
–Ya puede llamar a su abogado. Comisaría central, sección de interrogatorios, sótano, dentro de cuarenta minutos. El café lo ponemos nosotros.
–Cabrón…
Bullard marcó un número, habló en voz baja y al terminar devolvió el móvil a Pendergast.
–Supongo que le ha repetido mi consejo: que no abra la boca.
Pendergast sonrió. Bullard no dijo nada. Acto seguido, Pendergast empezó a curiosear por el lujoso salón, pero sin ningún objetivo; a juzgar por su manera de admirar los grabados deportivos de las paredes, casi parecía estar matando el tiempo.
–¿Qué, nos vamos? –se impacientó Bullard.
–Vuelve a hablar –dijo D'Agosta.
Pendergast asintió, distraído.
–Parece que el señor Bullard es de los que no escuchan a sus consejeros.
Bullard se quedó callado, con un temblor de cólera.
–Creo que necesitaremos un poco más de tiempo, sargento. No debemos dejar pasar nada por alto.
–Claro, claro.
D'Agosta seguía indignado, pero tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Acababa de entender las intenciones de Pendergast.
El agente siguió paseando por la sala. Dobló un periódico, estudió una litografía enmarcada… Pasaron diez minutos, y Bullard se puso más nervioso. D'Agosta empezaba a oír sirenas y el lejano graznido de un megáfono. Pendergast cogió un número de Fortune, lo hojeó y lo devolvió a su sitio para mirar su reloj.
–¿Se le ocurre algo interesante en lo que no me haya fijado, sargento D'Agosta?
–¿Ha mirado el álbum de fotos?
–Magnífica idea.
Pendergast lo abrió y lo hojeó, deteniéndose en algunas páginas con una mirada de concentración. Parecía estar memorizando caras; esa, al menos, fue la impresión de D'Agosta. Pendergast cerró el álbum suspirando.
–¿Vamos, señor Bullard?
Bullard se volvió y, tras echarse encima una cazadora, siguió al agente con cara de perro. D'Agosta iba en último lugar, con el ariete al hombro. Cuando salieron al muelle por la escotilla, el ruido de voces aumentó de golpe. Fueron recibidos por gritos, ulular de sirenas y la voz de un policía por megáfono. Al otro lado de la verja, los fotógrafos ocupaban sus posiciones. La policía hacía lo posible por despejar el camino a sus vehículos.
Al ver el panorama, Bullard detuvo bruscamente sus pasos.
–¡Cabrón! –Sus palabras, dirigidas a Pendergast, fueron como escupitajos–. Ha esperado adrede para que llegara todo el mundo.
–No sea modesto, señor Bullard.
–Además –dijo D'Agosta–, quedará genial en la portada del Daily News con el anorak en la cabeza.