Veintidós

Bryce Harriman se encontraba en el cruce de la Quinta Avenida y la calle Sesenta y siete, contemplando uno de los anónimos rascacielos de ladrillo blanco que infestaban Upper East Side. Era una tarde de martes gris. Detrás de los globos oculares de Harriman, en un lugar indefinido, palpitaba una vieja resaca. Ritts, el director de su periódico, le había echado la bronca por no haber cubierto la noticia a lo largo de la noche. ¡No, si aún tendría que estar de guardia, como un médico! La verdad, tampoco le pagaban como para salir a husmear a las tres de la mañana. Sin contar que no estaba en condiciones de informar sobre ningún asesinato. Ya había tenido bastante mérito volver a casa en metro.

Esperaba encontrar a cuatro gatos, pero una multitud, con todas las de la ley, le recibió congregada por el informativo matinal de la tele y por Internet. Eran más de las dos del mediodía, pero ante el edificio se habían reunido como mínimo cien personas: papamoscas, siniestros, brujas blancas, tíos raros de East Village y hasta algún Hare Krishna, algo que Harriman llevaba cinco o seis años sin ver por Nueva York. ¿No trabajaban o qué? A su derecha, un grupo de satánicos con una especie de túnicas medievales dibujaban estrellas de cinco puntas en la acera y entonaban cánticos. A su izquierda, algunas monjas rezaban el rosario. Una pandilla de quinceañeros había organizado una vigilia con velas en pleno día y cantaban acompañados por el rasgueo de una guitarra. Era increíble, digno de una película de Fellini.

Miró alrededor con entusiasmo. Su artículo de la semana anterior sobre el asesinato de Grove tuvo cierto éxito, y eso que la falta de pruebas le había obligado a rellenarlo con especulaciones escabrosas. Ahora seguía el rastro del segundo asesinato, y a juzgar por los rumores que saltaban como chispas de un lado a otro de la multitud era peor que el primero. Quizá tenía razón su director. Quizá habría sido mejor acudir de madrugada, a pesar de todo el whisky de malta que tuvo la imprudencia de ingerir la noche antes con sus amigotes en el Algonquin.

Tuvo otra idea. Era su oportunidad de meterle un gol a su viejo enemigo Bill Smithback, que estaba ocupado en labores de cama con motivo de su luna de miel. ¡En Angkor Wat! ¡A quién se le ocurría! El capullo de Smithback le había robado su puesto en el Times, pero no por su talento de periodista ni por patearse las calles más que él, sino por pura y mísera chiripa, por haber estado en el momento y el lugar justos en más de una ocasión: primero en los asesinatos del metro, hacía unos dos años, y luego el último otoño, con los crímenes del Cirujano. El segundo trago había sido especialmente amargo. El dueño legítimo de la noticia era Harriman, que ya tenía la victoria asegurada sobre Smithback, pero el burro del capitán Custer empezó a darle pistas falsas y…

Era una injusticia. Harriman había entrado en el Times gracias a sus amistades, y también a un apellido distinguido. El ambiente enrarecido y elevado del Times estaba hecho a la medida de alguien como él, que llevaba trajes de Brooks Brothers perfectamente planchados y corbatas de reps, no de un palurdo como Smithback, que había estado en su salsa en el cutrerío del Post

Agua pasada no mueve molino. Ahora había una noticia candente, y Smithback se encontraba a dos mil kilómetros. Si los asesinatos tenían continuidad –como era el ferviente deseo de Harriman–, la noticia seguiría creciendo y podría generar oportunidades televisivas, artículos para revistas, un contrato de los buenos con alguna editorial… ¿Por qué no el Pulitzer? Con suerte, el Times se desviviría por recuperarle.

Recibió el empujón de un viejo con traje de mago, y se lo devolvió. Nunca había visto una multitud así de exaltada, casi histérica. En el fondo era una mezcla peligrosa y volátil, un verdadero polvorín.

De pronto un ruido atrajo su mirada. Se trataba de un imitador de Elvis vestido de lamé dorado (más o menos guapo, para variar), que berreaba «Burning Love» con la ayuda de un karaoke portátil.

I feel my temperature rising…[2]

La multitud se estaba volviendo más ruidosa e inquieta. De vez en cuando, el periodista oía el aullido lejano de una sirena de policía.

Lord Almighty, I'm burning a hole where I lay.

La grabadora estaba a punto. Dispuesto a recoger un poco de color local y añadirlo a lo que ya sabía sobre el asesinato, Harriman miró a su alrededor. Tenía justo al lado a un hombre con botas de cuero, un sombrero Stetson, una varita de cristal en una mano y un hámster vivo en la otra. No, demasiado estrambótico. Alguien más representativo. Por ejemplo, el chico con cresta y ropa negra que tenía a pocos pasos. El típico chaval de clase media con acné que intentaba ser diferente.

–¡Perdón! –Se abrió camino hacia él–. ¡Perdón! New York Post. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

Al verle, los ojos del chaval se iluminaron. Estaban todos tan ávidos de sus quince nanosegundos de fama…

–¿Por qué has venido?

–¿No te has enterado, tío? ¡Ha venido el demonio! –estaba eufórico–. Ha sido un pavo de aquí arriba, como el de Long Island. ¡El demonio se ha quedado con su alma y lo ha dejado más frito que una patata! Lo ha arrastrado hasta el infierno pegando gritos y patadas.

–¿Cómo te has enterado?

–Está por todo Internet.

–Pero ¿por qué has venido tú, personalmente?

El chico le miró como si fuera una pregunta idiota.

–¿A ti qué te parece? A presentar mis respetos al Hombre de Rojo.

Un grupo de hippies envejecidos empezó a cantar «Sympathy for the Devil» con falsetes desafinados. Una ráfaga de olor a maría llegó hasta Harriman, que tenía dificultades para oír y pensar entre tanto barullo.

–¿De dónde eres?

–He venido de Fort Lee con mis colegas.

Algunos de esos colegas se habían juntado alrededor. Todos iban vestidos igual.

–¿Quién es este tío? –preguntó uno de ellos.

–Un periodista del Post.

–¿En serio?

–¡Hazme una foto, tío!

«A presentarle mis respetos al Hombre de Rojo». Ya tenía su titular. Ahora a enmarcarlo.

–¿Nombre? Deletréalo.

–Shawn O'Connor.

–¿Edad?

–Catorce.

Increíble.

–Bueno, Shawn, una pregunta más. ¿Por qué el demonio? ¿Por qué es tan importante?

–¡Es el rey, tío! –se entusiasmó el chaval.

Sus amigos lo repitieron, mientras chocaban las palmas de las manos.

–¡El rey!

Harriman se alejó. ¡Qué cantidad de capullos había en el mundo! Se reproducían como conejos, sobre todo en New Jersey. Ahora necesitaba un contraste, alguien que se lo tomase todo en serio. Un sacerdote. Necesitaba un sacerdote. ¡Anda, qué suerte! Cerca de él había dos hombres silenciosos con alzacuello.

–¡Perdonen! –exclamó, surcando la multitud (que no dejaba de crecer).

Al ver sus rostros, se sobresaltó: expresiones de auténtico miedo, pero también de lástima y dolor.

–Harriman, del Post. ¿Puedo preguntarles qué hacen aquí?

El mayor de los dos se adelantó. Era un hombre muy digno, fuera de lugar en un ambiente tan histérico como ese.

–Ser testigos.

–¿De qué?

–De los últimos días del mundo.

El tono de la afirmación hizo que a Harriman se le pusiera la piel de gallina en el canal de la espalda.

–¿En serio? ¿Cree que se acaba el mundo?

El hombre recitó solemnemente:

–«¡Cayó, cayó la gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos».

El otro, más joven, asintió y dijo:

–«Será consumida por el fuego. Porque poderoso es el Señor Dios que la ha condenado. Llorarán, harán duelo por ella los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se dieron al lujo, cuando vean la humareda de sus llamas».

–«¡Ay, ay, la Gran Ciudad! –añadió el primer sacerdote–. ¡Babilonia, ciudad poderosa, que en una hora ha llegado tu juicio!».

–Gracias, gracias. ¿De qué iglesia son?

–De Nuestra Señora de Long Island City.

–Gracias.

Harriman anotó sus nombres y se apresuró a alejarse, mientras guardaba su libreta en el bolsillo. La calma y certidumbre de los curas le había causado más repelús que toda la exaltación que le rodeaba.

Algo se movió en las últimas filas. Se acercaba una pequeña comitiva de coches patrulla con las sirenas encendidas. De repente todo eran flashes y focos de televisión. Harriman se abrió camino a codazos por entre un grupo de técnicos de sonido. Era Bryce Harriman, del Post, y no pensaba quedarse al fondo de la clase. En eso, sin embargo, coincidía con el resto de la multitud, que se abalanzaba hambrienta de noticias.

Al final de la hilera de vehículos, una mujer había bajado de un coche camuflado. Llevaba traje, pero también una insignia a caballo de lo que parecían dos melones de padre y señor mío. Una joven francamente guapa, a la que se añadió rápidamente un grupo de hombres. Joven, sí, pero se notaba que mandaba. Harriman tuvo la impresión de que a ella no le apetecía en absoluto dirigirse a la gente, pero que no tenía más remedio que aplacar los ánimos antes de que las cosas se salieran de madre.

La mujer se apostó al otro lado de una barricada de polis de uniforme y, ante el clamor de la prensa, levantó una mano.

–Cinco minutos de preguntas. Luego toda esta gente tendrá que irse.

Más berridos incoherentes, sumados a la aparición de una selva de micrófonos.

Observó a la multitud, que seguía gritando. Luego miró su reloj y retomó la palabra.

–Cuatro minutos.

Fue suficiente para hacer callar a la prensa. El resto (los juerguistas, las brujas, los satánicos, los tíos raros con cristales o perfumes) intuyeron algo interesante y también se calmaron un poco.

–Soy la capitana Laura Hayward, de la brigada de Homicidios de la policía de Nueva York. –Su voz, a la vez clara y suave, obligó a la gente a callarse un poco más para entenderla mejor–. El difunto es Nigel Cutforth, que murió aproximadamente a las once y cuarto de esta noche. De momento se desconoce la causa de su muerte, pero existen sospechas de homicidio.

«Cuéntame algo nuevo», se dijo Harriman.

–Ahora daré paso a algunas preguntas –dijo, antes de señalar a un periodista que movía las manos como un desesperado.

Fue un verdadero aluvión de preguntas.

–¿La policía ha detectado algún parecido entre esta muerte y la de Jeremy Grove? ¿Existen similitudes? ¿Diferencias?

Los labios de la capitana dibujaron una sonrisa irónica.

–En efecto. Sí y sí. ¿Qué más?

–¿Algún sospechoso?

–De momento no.

–¿Ha aparecido alguna pezuña u otra señal del demonio?

–Nada de pezuñas.

–Hemos oído que en la pared hay una quemadura con el dibujo de una cara.

La sonrisa abandonó brevemente el rostro de la joven.

–Se trata de una mancha irregular que a algunas personas les ha recordado una cara.

–¿Qué tipo de cara?

De nuevo la sonrisa irónica.

–Los que dicen haberla visto la han calificado de fea.

La gente volvía a gritar.

–¿Es la cara del demonio? ¿Con cuernos? ¿Tenía cuernos?

Una docena de personas lo preguntaron simultáneamente. Los micros se acercaron chocando entre sí.

–Como nunca he visto al demonio –contestó Hayward–, no se lo puedo decir. Que yo sepa no había ningún cuerno.

Harriman tomaba notas como un poseso. Un grupo de reporteros preguntaba a la capitana si había sido el demonio, pero ella se hacía la sorda. ¡Dios santo! ¿El que gritaba era Geraldo? Decididamente, había hecho mal en no acudir la misma noche.

–¿Ha sido el demonio? ¿Usted qué opina? –se oyó exclamar a varias voces a la vez.

Hayward levantó la mano.

–Me gustaría contestar.

Esta vez se callaron.

–En esta ciudad ya hay bastantes demonios de carne y hueso. No necesitamos invocar a ninguno sobrenatural.

–Entonces ¿cómo murió? –dijo a pleno pulmón un reportero–. ¿Cuál fue la causa de las heridas? ¿Estaba cocido, como el otro?

–Ya se ha procedido a la autopsia, y cuando esté completa podremos ofrecerles más datos.

Hablaba con calma y racionalidad, pero Harriman no se dejó engañar. La policía de Nueva York aún estaba completamente in albis, y así lo diría en su artículo.

–Gracias –dijo ella–. Buenas tardes. Ahora disuélvanse.

Más gritos. Empezaron a llegar más policías dispuestos a contener a la multitud, levantar barreras y dirigir el tráfico.

Harriman se alejó, estableciendo mentalmente las bases del artículo. Era una auténtica bomba. Por fin algo que valía la pena. Ya era hora.