Veintiuno

El hedor que flotaba en la entrada del apartamento hizo que D'Agosta supiera lo que había ocurrido; un hedor que se acentuó al cruzar la vivienda en dirección al dormitorio principal. Había llegado medio dormido a la recepción del edificio (el informe sobre el tiroteo en Riverside Park se le había resistido más de lo previsto), pero ahora no quedaba ni rastro de sueño en su cabeza. Parecía mentira que un olor así lo venciera todo: lo grogui que se estaba a las dos de la mañana, el dolor de articulaciones, el de los arañazos en las rodillas y el escozor de las ortigas por las que había tenido la mala suerte de rodar al huir de los matones.

D'Agosta había visto muchos homicidios desagradables, pero ninguno que le preparase para lo que había en el suelo, junto a la cama. Parecía claro que se trataba de un cadáver, pero nunca había visto esa manera de reventar (desde el pubis hasta el esternón, con un amasijo de órganos quemados y negros derramándose por la abertura). Con un gesto casi inconsciente, levantó la mano y tocó la cruz que llevaba bajo la camisa, palpando su presencia tranquilizadora. Así haría las cosas el diablo, si existiera. Decididamente, las haría así.

Al mirar a Pendergast, le consoló un poco ver que hasta el gran detective estaba más blanco de lo habitual. Parecía haber perdido sus impulsos habituales de tocar, curiosear y olisquear.

Vestido con un frac y una corbata blancos, su cara reflejaba algo parecido a la impresión.

El último de los del departamento de pruebas (el encargado de las huellas dactilares) rodeó el cadáver a gatas, cargado de probetas y de pinzas. También estaba un poco verde, y eso que los de su departamento eran gente dura. Su misión era encontrar fibras y pelos, y recoger cualquier clase de restos. Un trabajo, ciertamente, de proximidad. Apareció el forense.

–¿Qué, ya han terminado?

–Eso espero.

Pendergast mostró su identificación.

–¿Me permite unas preguntas, doctor?

–Adelante.

–¿Ya sabe la causa de la muerte?

–Todavía no. Lo que está claro es el calentamiento, y la quemadura, pero la causa… No tengo la menor idea.

–¿Algún acelerador?

–Negativo, al menos en los preliminares –contestó el experto en pruebas–. Hay otras anomalías. Observe la falta del efecto pugilístico. No se aprecia la contracción de los músculos de los brazos, típica de estos casos de quemaduras graves. Observe también que el calor ha fracturado los huesos de las extremidades; es más, si nos acercamos al centro del cadáver, los huesos están calcinados. ¿Usted se da cuenta del calor que se necesitaría para provocar este efecto? Muy por encima del umbral de combustión. Sin embargo, en el resto de la habitación no se ha incendiado nada. No hay nada que haya estado a punto de inflamarse. El calor estaba localizado exclusivamente en el cuerpo.

–¿Qué clase de calor se ha aplicado?

El doctor negó con la cabeza.

–Aún no lo sé.

–¿Combustión espontánea?

La mirada del forense se volvió más aguda.

–¿Como Mary Reeser, quiere decir?

–¿Conoce el caso, doctor?

–En la facultad de medicina es una especie de leyenda, o mejor dicho, un chiste. Creo recordar que lo investigó el FBI.

–En efecto, y si el expediente tiene alguna credibilidad, la CHE, o combustión humana espontánea, dista mucho de ser un chiste.

El doctor emitió una risa grave y cínica.

–Ustedes los del FBI y los acrónimos… Dudo, señor Pendergast, que «CHE» figure en el manual de Merck.

–Hay más cosas en el cielo y la tierra que cuantas se sueñan en su filosofía, doctor, o en el manual de Merck. Le enviaré el informe para que le eche un vistazo.

–Usted mismo.

El forense les dejó a solas con el cadáver para intercambiar unas palabras con el hombre del departamento de pruebas.

D'Agosta sacó la libreta y el bolígrafo. No se le ocurría nada que escribir, pero necesitaba alguna excusa para no seguir mirando. Hizo el esfuerzo de anotar «23 de octubre, 2.20 AM, Quinta Avenida, 321, Apt. 17B, Cutforth». La caligrafía se estaba resintiendo debido a sus esfuerzos por respirar únicamente por la boca. En adelante siempre llevaría encima un Vicks Vaporub. Para las citas, para las vacaciones, para ir a la bolera… Siempre.

Oyó un murmullo en el salón. Eran inspectores de Homicidios. Llegaban del pasillo; acababan de interrogar a un empleado de mantenimiento (lejos del hedor). D'Agosta estaba contento de haber podido entrar con disimulo en el apartamento. No quería que sus antiguos compañeros de trabajo le vieran con la insignia de la policía de Southampton y con galones de sargento en los hombros.

Volvió a concentrar la mirada en la página de la libreta, pero tenía el cerebro embotado. Así pues, renunció y miró hacia arriba.

Pendergast parecía haber superado su inicial repugnancia, pues estaba examinando a gatas el cadáver. Tenía una probeta y unas pinzas en las manos, como el experto en pruebas (¿dónde guardaba todo eso en un traje tan ajustado como el que llevaba?), y en ese momento estaba metiendo algo en la probeta con movimientos sumamente precavidos. A continuación se acercó a una pared y se concentró en el examen con lupa de una zona chamuscada. La estudió tanto tiempo que al final D'Agosta también la miró. En esa zona, la pintura presentaba ampollas y se había amarronado. No había ningún indicio de pezuña, pero al fijarse más D'Agosta empezó a sentir un hormigueo que subió por su columna vertebral e invadió su cuero cabelludo. Se veía borroso, desdibujado, pero… ¡Maldita sea! ¿Sería como lo de las manchas de tinta, algo puramente mental?

Pendergast se volvió bruscamente y le sorprendió mirando.

–¿También lo ve?

–Creo que sí.

–¿Qué ve, exactamente?

–Una cara.

–¿Qué tipo de cara?

–Una cara fea de la hostia, con labios y ojos grandes y la boca abierta, como a punto de morder.

–¿O de tragar?

–Sí, más de tragar que de morder.

–Es asombroso el parecido con el fresco de Vasan del diablo tragándose a los pecadores, el del interior de la cúpula del Duomo.

–¿Ah, sí? Ya. Bueno.

Pendergast retrocedió, pensativo.

–¿Conoce la historia del doctor Faustus?

–¿Faustus? ¿Se refiere a Fausto? ¿El que vendió su alma al diablo?

Pendergast asintió.

–Es una historia con bastantes variantes. La mayoría han llegado hasta nosotros en relatos manuscritos de la Edad Media. Cada narración tiene características propias, pero en todas hay una muerte parecida a la de Mary Reeser.

–El caso que comentó con el forense.

–Exacto. Combustión humana espontánea. Los medievales lo llamaban «fuego interior».

D'Agosta asintió. Tenía el cerebro como de plomo.

–El caso de Nigel Cutforth parece un ejemplo clásico, incluso más que el de Grove.

–¿Me está diciendo que cree que el diablo vino a buscarle?

–Refiero la observación sin adjuntar hipótesis alguna.

D'Agosta negó con la cabeza. Era todo tan siniestro… No podía serlo más. Se percató de que su mano volvía a subir hacia la cruz. No, no podía ser obra del diablo. ¿O sí?

–Buenas tardes.

Llegaba de atrás, y era una voz de mujer, una voz tranquila y profesional de contralto.

Al volverse, el sargento vio a una mujer en el umbral, con traje gris a rayas y galones de capitán en el cuello de la camisa blanca. Detrás había varios inspectores. Se fijó en ella: era baja y delgada, con pechos grandes, pelo negro y brillante y una cara pálida, bastante fina. Sus ojos eran profundamente azules. No aparentaba más de treinta y cinco años, una edad sorprendentemente joven para un capitán de la brigada de Homicidios. Le sonaba de algo. De hecho la conocía. Se le hizo otra vez un nudo en el estómago. Quizá se hubiera precipitado un poco en felicitarse de no coincidir con ninguno de sus antiguos compañeros de trabajo.

–Soy la capitana Hayward –dijo ella con autoridad mirando a D'Agosta con una atención ligeramente incómoda. Al parecer también le había reconocido–. Sé que ya han enseñado sus identificaciones en la puerta, pero ¿me permitirían verlas de nuevo?

–Naturalmente, capitana.

Pendergast sacó la suya con un gesto elegante. Hayward la cogió, la examinó y levantó la vista.

–Señor Pendergast…

Pendergast hizo una reverencia.

–Encantado de volver a verla, capitana Hayward. ¿Me permite que la felicite por su regreso al cuerpo, y sobre todo por su ascenso?

Hayward volvió a mirar a D'Agosta sin hacer ningún comentario. El sargento había sacado su insignia, pero la capitana le observaba a él, no la chapa. Con el nombre volvieron los recuerdos: Laura Hayward, que había sido agente de tráfico, y que en aquel entonces iba a la facultad y escribía un libro sobre los vagabundos del Manhattan subterráneo para sacarse un máster o algo así. Habían colaborado brevemente en el caso de Pamela Wisher. Entonces ella era sargento y él teniente. El corazón le dio un vuelco.

–Y usted debe de ser el teniente Vincent D'Agosta.

–En este momento, sargento Vincent D'Agosta.

Sintió que se ruborizaba. No tenía muchas ganas de justificarse, la verdad. Era un desastre sin paliativos.

–¿Sargento? ¿Ya no está en la policía de Nueva York?

–No, en la de Southampton. Sabe, ¿no? Long Island. Soy el enlace con el FBI para el caso Grove.

Al levantar la vista y encontrar la mano de Hayward, la cogió y la estrechó con desgana. Estaba caliente y un poco húmeda. Fue una secreta satisfacción darse cuenta de que la capitana no era tan imperturbable como parecía.

–Encantada de volver a colaborar con usted.

Fue un comentario escueto, sin ningún rastro de curiosidad malsana. D'Agosta se sintió aliviado. No habría cháchara ni preguntas inoportunas. Todo profesional al cien por cien.

–Por mi parte, me alegro de que el caso esté en buenas manos –dijo Pendergast.

–Gracias.

–Siempre me ha parecido usted una persona con quien podía contarse en una investigación enérgica.

–Gracias, gracias. Pues, para serle franca, usted siempre me ha parecido una persona que no concede mucha importancia a la cadena de mando, y que no deja que las formalidades policiales se interpongan en su camino.

Pendergast no traicionó sorpresa alguna.

–Es verdad.

–Pues entonces, dejemos clara la cadena de mando desde el principio. ¿Le parece bien?

–Excelente idea.

–El caso es mío. Los autos de prisión, las citaciones y todo lo relacionado con este asunto tendrán que pasar primero por mi despacho, a menos que se trate de una emergencia. Cualquier comunicación con la prensa se coordinará bajo mi responsabilidad. No sé si usted funciona de esta manera, pero yo sí.

Pendergast asintió.

–Entendido.

–Dicen que a veces el FBI tiene problemas con los cuerpos de seguridad locales. Pues en este caso no. Para empezar, no somos un «cuerpo de seguridad local», sino el departamento de policía de Nueva York en su división de Homicidios. Trabajaremos con el FBI de igual a igual, o no trabajaremos.

–Descuide, capitana.

–Naturalmente, corresponderemos al gesto.

–No espero menos.

–Yo siempre sigo las normas, aunque sean tontas. ¿Sabe por qué? Porque es la manera de conseguir una condena. En cuanto hay algo raro de por medio, los jurados de Nueva York optan por la absolución.

–Muy cierto –dijo Pendergast.

–Mañana a las ocho de la mañana en punto, y cada martes hasta el final de la investigación, usted, yo y el teniente… perdón, el sargento D'Agosta, nos reuniremos en el piso diecisiete de la jefatura de Police Plaza. Con todas las cartas boca arriba.

–A las ocho –repitió Pendergast.

–El café y las pastas corren de nuestra cuenta.

Las facciones de Pendergast reflejaron cierto asco.

–Gracias, pero vendré desayunado.

Hayward miró su reloj.

–¿Cuánto tiempo más necesitan?

–Creo que cinco minutos serán suficientes –dijo Pendergast–. ¿Tiene algún dato que pueda darnos?

–La testigo, o lo más parecido que tenemos, es una anciana del apartamento de abajo. El asesinato se produjo poco después de las once. Al parecer oyó que el difunto tenía convulsiones y gritaba, pero pensó que se trataba de una fiesta. –Una sonrisa irónica tensó la boca de la capitana–. Después volvió a quedar todo en silencio, hasta que a las once y veintidós empezó a filtrarse una sustancia por el techo: tejido adiposo derretido perteneciente al cuerpo de la víctima.

«Tejido adiposo derretido». D'Agosta empezó a anotarlo, pero se quedó a medias. Sabía que no lo olvidaría.

–Más o menos a la misma hora se dispararon las alarmas y se encendieron los aspersores. Eso fue, respectivamente, a las once y veinticuatro y las once y veinticinco. Entonces subieron los de mantenimiento y encontraron la puerta cerrada con llave, no contestaba nadie y dentro del apartamento olía mal. A las once y veintinueve abrieron la puerta con una llave maestra y hallaron al difunto tal como lo ven ahora. Cuando llegamos, quince minutos después, la temperatura del apartamento era de casi treinta y ocho grados.

D'Agosta y Pendergast se miraron.

–¿Qué puede decirme sobre los vecinos más próximos?

–El hombre de encima no oyó nada hasta que se dispararon las alarmas, pero se quejó del mal olor. En esta planta solo hay dos apartamentos; el otro está recién vendido, pero sigue vacío. El nuevo propietario es un inglés, el señor Aspern. –Hayward sacó una libreta del bolsillo de su camisa, anotó algo y se la entregó a Pendergast–. Tenga, sus nombres. En estos momentos, Aspern está en Inglaterra, Roland Beard en el apartamento de encima y Letitia Dallbridge en el de abajo. ¿Quiere entrevistar a alguno de ellos ahora?

–No es necesario.

La mirada de Pendergast se posó primero en ella y después en la quemadura de la pared. Los labios de Hayward se curvaron; D'Agosta no supo si por diversión o por alguna otra razón.

–Veo que se ha fijado.

–Sí. ¿Alguna idea?

–¿No fue usted, Pendergast, quien me advirtió hace tiempo que no formara hipótesis prematuras?

Pendergast correspondió a la sonrisa.

–Lo aprendió bien.

–Lo aprendí de un maestro.

La capitana lo dijo mirando a D'Agosta.

Se produjo un breve silencio.

–Bueno, les dejo.

Hayward hizo una señal a sus hombres, que la siguieron al pasillo. Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–Parece que nuestra pequeña Laura Hayward ha crecido. ¿No le parece?

D'Agosta se limitó a asentir.