Diecinueve

Nigel Cutforth apartó la manta y se sentó en su cama vacía. El viajecito a Tailandia había molestado a Eliza, que se había ido a pasar unos días en el Village, a casa de una amiga. «Pues a tomar vientos».

Miró a su alrededor. El reloj de la mesita indicaba las 10.34 en letras rojas luminosas. «¿Solo las diez y media? ¡Jo!». El avión salía a las seis de la mañana. Hacia las ocho se había echado dos dedos de ginebra al buche y se había acostado con verdaderas ansias de dormir, pero había tardado mucho en conciliar el sueño. Ahora se había despertado y estaba sentado en la cama con el corazón a cien. ¡Qué calor, por Dios! Movió la manta para ventilar el aire inmóvil de la habitación, pero lo único que consiguió fue que el calor lo envolviera aún más. Encendió la luz al tiempo que soltaba otra palabrota, desplazó las piernas hacia un lado de la cama y puso los pies en el suelo. Si seguía así, el jet lag de Bangkok sería tan brutal que más le valía alargar las vacaciones una semana más. Lástima que fuera inviable. En un negocio tan salvaje como el de la música, el otoño era un momento cumbre, y no se podía bajar la guardia.

Se levantó descalzo y se acercó al termostato. Lo encontró apagado, tal como esperaba, pero el termómetro marcaba casi treinta grados. Puso la mano en la rejilla de ventilación, pero el tacto era fresco. De ahí no salía nada de calor.

Calor. Justo de lo que se había quejado Grove.

Se recordó una vez más que estaba en el siglo XXI y que Grove, en los últimos días de su triste vida, se había vuelto loco. Se acercó al balcón, descorrió la pesada cortina, abrió la cerradura e hizo que la puerta acristalada se deslizase, dejando entrar un agradable soplo de aire fresco de octubre, y el rumor del tráfico. Respiró hondo y al salir al balcón sintió que recuperaba la cordura. Tenía a sus pies Nueva York, tan sólida, moderna y racional como siempre. Los edificios de Midtown se elevaban en el cielo nocturno como una muralla luminosa, y la Quinta Avenida era como una franja brillante de luz en movimiento que pasaba del blanco al rojo al circular bajo su ventana. Volvió a respirar hondo y, al sentir el frío del sudor en la piel, entró. El calor del dormitorio parecía más intenso que nunca, agravado ahora por una sensación de picor que ascendía por su cuero cabelludo y su rostro y, bajaba por sus extremidades. La sensación de frío y calor simultáneo era algo extraño que nunca había experimentado.

Se estaba mareando. Claro, era eso: el principio de una gripe.

Se puso las zapatillas y se dirigió al salón, concretamente al mueble bar, de donde cogió la botella de Bombay Sapphire, unos cubitos y un bote de aceitunas para prepararse otra copa. Después de esta se tomó un Xanax, tres cápsulas de Tilenol, cinco pastillas de vitamina C, dos de aceite de hígado de bacalao, una de selenio y tres tabletas de calcio de coral, acompañados por sendos y generosos tragos de ginebra. Después de vaciar el vaso se preparó otro Martini y se acercó a las ventanas del salón, que acristalaban toda la pared exterior. Estaban orientadas al este, a las avenidas Madison y Park, el puente de la calle Cincuenta y nueve y Roosevelt Island. Al fondo se veía el oscuro yermo de Queens.

Empezaba a costarle pensar. Sentía un hormigueo desagradable en la piel, como si estuviera cubierto de arañas que corrían por su cuerpo y le daban mordisquitos. O quizá de abejas. Sí, era como llevar encima una de esas capas humanas de abejas, y como si los insectos se movieran incesantemente sin picarle, pero haciéndole cosquillas con sus patas secas y peludas.

Se esforzó por recordar que Grove se había vuelto loco, que estaba fuera de quicio; que había sucumbido a sus fantasías. Algo que no era de extrañar, teniendo en cuenta la vida que llevaba. También existía otro factor, algo en lo que Cutforth no había querido volver a pensar ni una vez. Ni una.

Descartó enérgicamente la idea, y al siguiente trago de ginebra notó que el alcohol y el sedante empezaban a hacer efecto. En otras circunstancias habría sido algo delicioso y relajante, una especie de pérdida gradual de la conciencia, pero la sensación de calor, picor y hormigueo se mantenía igual. Se tocó un brazo. Estaba seco y caliente, con una textura como de papel de lija.

Grove también se había quejado de una extraña sensación de calor. Y del olor.

Apuró la ginebra con la mano temblando. «Nigel, guapo –se dijo–, te estás volviendo paranoico». Se estaba mareando y punto. No se había puesto la vacuna contra la gripe, y ese año la había cogido pronto. ¡Pues qué oportuna! ¡Justo el día antes de salir para Tailandia!

–Mierda –dijo en voz alta.

No quedaba ni una gota en el vaso. ¿Qué hacía? ¿Prepararse otra copa? ¿Por qué no? Cogió con fuerza la botella, llenó el vaso y la dejó en el bar.

«Estoy llegando».

Se volvió bruscamente. El apartamento estaba vacío.

¿Quién coño había hablado? Era una voz muy suave, menos que un susurro; como una vibración, más sentida que oída.

Tragó saliva y se humedeció los labios secos.

–¿Quién está aquí?

Se sentía la lengua tan hinchada, tan rara, que casi no pudo pronunciar correctamente.

Nadie contestó.

Se volvió de nuevo con el vaso tan lleno que se le desbordó y le mojó la mano de ginebra. Lo levantó para lamerlo con auténtica avidez. No era posible. Él nunca había creído en nada, y a esas alturas no pensaba cambiar. Dios no existía, el diablo tampoco, y la vida era un simple fruto del azar. Te morías y punto.

«Maledicat dominus».

Levantó la cabeza, provocando un brusco oleaje de ginebra. ¿Qué era? ¿Latín? ¿Alguna broma? ¿De dónde salía? ¿Uno de sus clientes raperos haciendo el cabrón? Ex cliente, mejor dicho. Al romper el contrato con Rappah Jowly, el haitiano amenazó con vengarse. Seguro que era Jowly o sus muchachos intentando provocarle un infarto prematuro con alguna parida vudú.

–¡Bueno –exclamó–, vale ya de chorradas!

Silencio.

Le picaba la piel, que estaba más caliente y seca de lo normal. De repente ya no le parecieron tonterías, sino la pura realidad.

Le estaba pasando. Le estaba pasando lo que había dicho Grove.

Temblando, se acercó el vaso a los labios, pero al tragar no sintió nada.

No podía ser. ¿Verdad que no? Estaban en el siglo XXI. Seguro que Grove se había vuelto loco. Seguro. Claro que los periódicos habían insinuado… Dios santo… La pasma no decía gran cosa de la muerte de Grove, pero en la prensa sensacionalista circulaban un montón de chismes sobre el cadáver que, según algunos, estaba quemado por dentro, y que en las paredes se encontraron huellas de Lucifer.

A ver si después de tanto tiempo acabaría siendo verdad…

Dejó caer al suelo el vaso medio lleno y emprendió una búsqueda desesperada. Su madre le había dado un crucifijo. Lo guardaba como recuerdo más que nada. De hecho lo había visto hacía cuestión de un mes. Pero ¿dónde? Corrió a su dormitorio, entró en el armario–vestidor, tiró salvajemente de un cajón y palpó el fondo, provocando una lluvia de gemelos, botones, agujas de corbata y monedas.

Del crucifijo, ni rastro. ¿Dónde estaba?

Abrió otros dos cajones y rebuscó como loco entre relojes, joyas y oro. Se le escapó un sollozo.

¡El crucifijo! Lo empuñó con un gemido de alivio y se lo puso en el pecho, santiguándose.

La sensación de estar cubierto de abejas empeoró. Ahora sí que parecía que le picaran, una agonía de miles de millones de pequeños aguijones.

–¡Fuera! ¡Vete! –sollozó–. Padre nuestro que estás en los cielos…

¿Cómo seguía?

Notó que el crucifijo estaba caliente. Ahora le zumbaban los oídos. Tenía la garganta como llena de cenizas, como si el aire caliente fuera irrespirable.

«Estoy llegando».

Levantó el crucifijo con los brazos temblorosos y lo orientó en varias direcciones, como si quisiera ahuyentar algo invisible.

El crucifijo se había calentado mucho. Le quemaba los dedos. Todo estaba caliente: su pijama, e incluso sus cejas y los pelos de sus brazos, que parecían estar chamuscándose.

–¡Vete!

Soltó el crucifijo con un grito y vio con horror que este empezaba a desprender humo y se marcaba en la alfombra. Pugnó por respirar, con las manos al cuello, aspirando bocanadas de aire sulfuroso.

Tenía que salir. Debía encontrar un santuario. Si lograba llegar a una capilla, iglesia o lo que fuera, aún podría salvarse.

Corrió hacia la puerta, pero justo antes de tocar el pomo oyó un golpe.

Se quedó de piedra, dividido entre el alivio y el miedo. ¿Quién era?

¿Sería un incendio? Sí, claro. Se había incendiado el edificio y estaban a punto de evacuar a los vecinos. Debía de haber pasado algo con el sistema de aspersores.

–¡Estoy aquí dentro! –gimió, con una mezcla de dolor y alivio–. ¡Aquí!

Al coger el pomo sintió el dolor punzante del metal al rojo vivo y retiró la mano bruscamente.

–¡Mierda!

Se miró la mano con incredulidad. Le salía humo de la palma quemada. Al abrirla se le resquebrajó, la sangre empezó a manar y un fluido claro se acumuló en la fisura y resbaló por la muñeca. Había dejado un trozo de piel en el pomo, que el calor freía y retorcía como una corteza de cerdo.

Volvieron a llamar a la puerta. Eran golpes lentos y regulares, como campanadas.

–¡Ayúdenme! –exclamó, mirando la puerta–. ¡Hay un incendio! ¡Fuego!

De repente sintió una oleada de intenso dolor en la piel, como si se la estuviesen arrancando, seguida por una grotesca sensación en lo más hondo de la barriga, como si acabaran de removerle las entrañas. Retrocedió tambaleándose. Quien estaba en la puerta era él. La sensación se repitió, una extraña presión interior, un retorcimiento atroz de los intestinos. Chilló y se inclinó con las manos en la barriga, pero consiguió llegar al dormitorio. Pequeñas lanzadas de dolor recorrían su piel a cada movimiento, mientras le velaba la vista una neblina roja. Sintió que la horrible presión subía por su cuerpo, hasta que todo se puso negro y la presión se volvió insoportable. De repente, con un ruido como de huevos fritos, desapareció. Algo líquido le corría por la cara.

Se retorció en la alfombra entre chillidos, pataleando y estirándose el pijama y el pelo; intentaba arrancarse su propia piel porque hacía un calor abrasador, un calor tan insufrible…

«Aquí, estoy aquí, estoy aquí».