No era menester un escrutinio muy detenido de la multitud que afluía hacia el Metropolitan Opera House para reconocer al conde Isidor Fosco, ya que su físico descomunal, teatralmente apostado junto a la fuente del Lincoln Center, resultaba inconfundible. Pendergast siguió el movimiento general de la multitud para reunirse con él. Alrededor todo eran hombres con esmoquin y mujeres con collares de perlas conversando con gran animación. Era una noche de estreno. El Metropolitan Opera ponía en cartel Lucrezia Borgia, de Donizetti. El conde llevaba una corbata y un frac blancos, a la perfecta medida de su enorme gordura. El corte era a la antigua. En vez del previsible chaleco blanco, Fosco llevaba uno de magnífica seda de Hong Kong con bordados blancos y gris perla, además de una gardenia en el ojal. Su agraciado rostro presentaba un impecable color rosa, fruto de un afeitado y un empolvado sin tacha, y su poblada melena gris estaba peinada hacia atrás, con rizos de león. Sus manos, pequeñas y rechonchas, se acomodaban al milímetro a unos guantes grises de cabritilla.
–¡Querido Pendergast! ¡Tenía la esperanza de verle llegar con corbata blanca! –dijo Fosco, jubiloso–. No me cabe en la cabeza que en una noche así la gente se vista de tan bárbara manera como esa. –Hizo un gesto de desdén hacia los esmóquines del público que concurría en el vestíbulo–. Esta época es tan triste que solo nos deja tres ocasiones para vestir nuestras mejores galas: la boda de uno, el propio funeral y una noche de estreno en la ópera. De las tres, con diferencia, la más feliz es la última.
–Depende de cómo se mire –dijo secamente Pendergast.
–¿Debo entender que está usted felizmente casado?
–Me refería a la otra ocasión.
–¡Ah! –Fosco rió en silencio–. Tiene razón, Pendergast; nunca he visto una sonrisa más feliz que la de algunos muertos en su velatorio.
–Me refería a los herederos del difunto.
–Qué malo es usted. ¿Entramos? Espero que no le importe sentarse en platea. Yo evito los palcos, por lo impreciso de su acústica. Tenemos entradas para la fila N, al centro a la derecha. La experiencia me ha demostrado que es el punto de mejor sonoridad de toda la sala, en especial entre las butacas veintitrés y treinta y uno. ¡Mire! Ya se apagan las luces. Será mejor que nos sentemos.
Fosco mantuvo erguida su cabeza de gigante, el mentón en alto, y surcó la muchedumbre, que se apartaba automáticamente. En su avance hacia la puerta central, entre empleados que repartían programas, el conde no miró una sola vez a derecha o izquierda. Cuando estuvo a la altura de la fila N, en el pasillo central, aguardó al final de la cola e hizo gestos a una docena de personas para que abandonasen sus asientos y saliesen al pasillo, a fin de no encontrar ningún obstáculo en su camino. Había comprado tres entradas solo para él. Ocupó la butaca del medio, apoyando los brazos extendidos en el asiento de las de al lado, que había puesto en su posición vertical.
–Perdone que no me siente a su lado, querido Pendergast, pero mi corpulencia exige espacio y no se deja contener.
Se sacó del chaleco unos gemelos con gemas y perlas y los dejó en uno de los asientos desocupados. Acto seguido hizo su aparición un catalejo de máxima potencia, al que le fue destinada la butaca opuesta.
La gran sala se estaba llenando. Reinaba una gran expectación. Se oía subir del foso el murmullo de los músicos afinando sus instrumentos y tocando fragmentos de la ópera, que estaba a punto de empezar.
Fosco se inclinó hacia Pendergast y apoyó en su brazo una mano enguantada.
–A ningún amante de la música puede dejar de conmoverle Lucrezia Borgia. ¡Un momento! ¿Qué es esto? –Miró con atención al agente–. ¡No se habrá puesto tapones!
–No, no son tapones. Solo atenúan el sonido. Tengo un oído excepcionalmente sensible, y cualquier volumen por encima de una conversación normal me resulta doloroso. No tema, que la música se hará oír de sobra, se lo aseguro.
–¡De sobra, dice!
–Mire, conde Fosco, le agradezco la invitación, pero ya le advertí que aún no he oído ninguna ópera que me guste. Existe una incompatibilidad fundamental entre la música pura y el espectáculo vulgar. Los cuartetos de cuerda de Beethoven gozan de mis preferencias, y aun así, para serle sincero, disfruto más de su contenido intelectual que del musical.
Fosco hizo una mueca.
–¿Puedo preguntarle qué tiene de malo el espectáculo? –Extendió los brazos–. ¿No es la vida misma un espectáculo?
–Tanto color y ruido, tantas luces, tantas divas de buen año merodeando por el escenario, entre gritos y aullidos, o lanzándose de las almenas de algún castillo… Todo eso distrae de la música a la mente.
–¡Pero es que la ópera es eso! Una fiesta para la vista y el oído. ¡Tiene humor! ¡Tiene tragedia! ¡Tiene cumbres de pasión y abismos de crueldad! ¡Tiene amor y traición!
–Argumenta a mi favor mejor que yo, conde.
–Su error, Pendergast, es concebir la ópera como simple música, cuando es algo más que eso. ¡Es vida! Debe abandonarse a ella y quedar a su merced.
Pendergast sonrió.
–Mucho me temo, conde, que yo nunca me abandono a nada.
Fosco le dio unos golpecitos en el brazo.
–Tiene apellido francés, pero corazón inglés. Los ingleses son incapaces de salir de sí mismos. Llevan su conciencia a todas partes. Por ello son muy buenos antropólogos pero pésimos músicos. –Fosco resopló con desdén–. Byrd, Purcell… ¡Britten!
–Olvida a Händel.
–Un alemán trasplantado. –El conde rió en voz baja–. Me alegro de que haya venido, Pendergast. Estoy empeñado en demostrarle su error.
–Hablando del tema, ¿cómo ha sabido adonde debía enviar la invitación?
El conde se volvió hacia Pendergast con una sonrisa triunfal.
–Muy fácil; fui al Dakota e hice unas cuantas indagaciones.
–Tienen órdenes estrictas de no divulgar mis otras direcciones.
–¡Pero no eran rivales para Fosco! Siempre me ha interesado su profesión. De joven leí todas las obras de sir Arthur Conan Doyle. ¡Y también al sublime Wilkie Collins! ¿Ha leído La dama de blanco?
–Naturalmente.
–¡Un tour de force! Quizá en mi próxima vida elija ser detective. Ser conde de una antigua familia es bastante aburrido.
–Una cosa no excluye la otra.
–¡Bien dicho! Hoy en día existe toda clase de detectives, desde lores ingleses a policías navajos. ¿Por qué no un conde del linaje de Dante y Beatriz? Debo reconocer que el caso de Grove me fascina, y no únicamente por haber sido un invitado de la… última cena, si se me permite decirlo. Hoy se cumple exactamente una semana, por desgracia. Lo lamento por él, naturalmente, pero es un misterio bastante delicioso. Disponga de mí en sus investigaciones.
–Se lo agradezco, aunque debo confesar que es muy poco probable que precise su ayuda.
–¡Ciertamente! Se lo he dicho como amigo, y disculpe la osadía. Mi único deseo es ofrecerle mis servicios como buen conocedor del arte y de la música, y tal vez de la sociedad. A este último respecto, quisiera creer que ya le he sido útil con lo de la fiesta.
–Así es.
–Gracias.
El conde dio una palmadita con los guantes, mostrando el entusiasmo de un niño pequeño.
En ese momento se apagaron las luces y la sala quedó en silencio. Fosco, que casi se retorcía de entusiasmo, volcó toda su atención en el escenario. El primer violín apareció y tocó un la. La orquesta afinó sus instrumentos. Después de otro paréntesis, una gran ovación marcó la aparición del director, que ocupó el podio, levantó la batuta y la hizo bajar con energía, dando inicio a la obertura.
Fosco escuchaba embelesado, entre sonrisas y gestos de aquiescencia. No se perdía ni una sola nota de la música de Donizetti. Cuando se levantó el telón, anunciando el primer acto, la sala se llenó de murmullos y aplausos dispersos. Fosco miró con desagrado y expresión de contrariedad a sus vecinos de platea.
Era como un gigante en la oscuridad de la sala, un gigante que de vez en cuando levantaba los gemelos o el catalejo para observar el escenario. Siempre que el público más próximo aplaudía el final de un aria –sin respeto por la música inmediatamente posterior–, Fosco les lanzaba miradas de reproche, aconsejándoles paciencia con las manos, mientras su cabeza hacía gestos de tristeza y compasión. Al término de los pasajes más complejos y difíciles, que pasaban desapercibidos para sus vecinos, levantaba las manos y hacía chocar levemente los guantes en un gesto de alegría, murmurando algún que otro «Brava!». Al cabo de un tiempo, la enorme presencia del conde, su profundo entusiasmo y su evidente saber musical empezó a contagiarse a los ocupantes de las butacas contiguas. Muchas salvas de aplausos en honor de algún giro especial de la música tenían su origen en el centro derecha de la fila N, y concretamente en el suave impacto de las manos regordetas y los guantes de cabritilla de Fosco.
El primer acto se cerró entre tremendas ovaciones, aplausos enfervorecidos y gritos de «Bravi!» acaudillados por Fosco, cuyo volumen de voz llamó la atención del propio director. Extinguidas al fin las estentóreas muestras de entusiasmo, Fosco se volvió hacia Pendergast, secándose la frente con un pañuelo de notables dimensiones. Respiraba pesadamente, entre grandes sudores.
–¿Lo ve, lo ve? –exclamó, señalando al agente–. Está disfrutando.
–¿Cuál es el origen de esa deducción?
–¡A Fosco no se le puede esconder nada! Acabo de verle marcar la cadencia de «Vieni! La mia vendetta» con la cabeza.
Pero Pendergast no dijo nada. Se limitó a inclinar un poco la cabeza, mientras se encendían las luces y empezaba el entreacto.