Diecisiete

El doctor Jack Dienphong hizo un último repaso visual a su laboratorio, deteniéndose en las mesas de metal, las campanas, las cajas de guantes, los microscopios (normales y de electrones), los microtomos y los valoradores. No era bonito pero estaba organizado y resultaba funcional. Dienphong era el jefe de la división de ciencias forenses del FBI de la calle Congress, y sentía una gran curiosidad por conocer (al fin) a ese agente especial Pendergast, de quien tanto había oído hablar.

Se miró la mano, donde tenía una tarjeta con anotaciones. Quería darles un último repaso, aunque se las supiera casi de memoria. La tarjeta le servía, más que nada, para sentirse seguro. Experimentó una punzada de aprensión. No le gustaban los datos que estaba a punto de dar. Confiaba en que el famoso agente (famoso en un sentido negativo, para algunos) lo entendiera. A juicio de Dienphong, el máximo error que podía cometerse en química forense era interpretar abusivamente los resultados. Ese error, repetido cierto número de veces, era un modo seguro de enviar a la cárcel a un inocente, el gran miedo de Dienphong, que no estaba dispuesto a forzar los resultados para nadie. Ni siquiera para alguien de la talla de Pendergast.

Oyó movimiento en la puerta y consultó su reloj. Puntualidad casi al segundo. Se confirmaba una de las características más comentadas del agente. Poco después se abrió la puerta y entró un hombre alto y delgado con traje negro, seguido por el agente especial Carlton (jefe de la delegación del distrito sur) y un grupo silencioso de agentes y ayudantes de menor rango. Se palpaba un ambiente de entusiasmo, el de los grandes casos; porque solo un gran caso, un caso importante, explicaba la presencia de alguien como Carlton en domingo. Todas las pruebas pertinentes habían sido enviadas al FBI por la policía local, para un análisis en profundidad. Ahora, juntar el puzzle era cosa de Dienphong, que seguía igual de nervioso.

Observó atentamente a Pendergast. Respondía a la descripción que hacían de él. Sus movimientos tenían la eficacia y la elegancia de los de un gato; su pelo era más blanco que rubio, y en su rostro sereno de patricio se movían sin descanso dos ojos grises que no pasaban nada por alto. A lo largo de su carrera, Dienphong había conocido a muchos agentes del FBI, pero Pendergast pertenecía a otra categoría.

Los ojos grises se concentraron en Dienphong. El agente se acercó con largos pasos.

–Doctor Dienphong… –dijo con el acento melifluo del más profundo sur.

–Encantado.

Dienphong estrechó una mano tibia y seca.

–Su artículo del Journal of Forensics sobre el índice de maduración de las larvas de moscarda en los cadáveres humanos me pareció muy ameno.

–Gracias.

A Dienphong no se le había ocurrido que su artículo pudiera calificarse de «ameno», pero, en fin, allá cada cual. Su ideal de amenidad eran los ensayos de Samuel Johnson.

–Ya está todo listo para la presentación –dijo, señalando dos hileras de sillas metálicas situadas delante de una pantalla–. Empezaremos por una breve presentación visual.

–Excelente.

Los agentes se sentaron entre los murmullos, toses y movimiento de sillas. El agente especial Carlton lo hizo en el centro de la primera fila. Sus gruesos muslos rebasaban los bordes del asiento.

Dienphong hizo una señal a su ayudante. Cuando la luz se atenuó, puso en marcha el proyector informático.

–Interrúmpanme con todas las preguntas que quieran, por favor. –Abrió la primera imagen–. Iremos desde lo más sencillo hasta lo más complicado. Esto es una muestra con cincuenta ampliaciones del sulfuro que se encontró en el lugar del crimen. Según nuestro análisis químico, es natural, con elementos traza que indican un origen volcánico. Fue calentado y quemado con rapidez, aunque desconocemos cómo. Durante la combustión, el sulfuro se combina con el oxígeno y forma dióxido de sulfuro, SO2, un gas de olor muy intenso, como el de las cerillas encendidas. Después, si entra en contacto con agua, crea H2SO4, también llamado ácido sulfúrico.

Apareció la siguiente imagen.

–Estas fibras proceden de la ropa de la víctima. Fíjense en los agujeros y en el rizo. Son efectos claros del ácido sulfúrico en las prendas de la víctima.

Tres imágenes más en rápida sucesión.

–Como están viendo, los agujeros microscópicos aparecen incluso en las gafas de plástico de la víctima, así como en el barniz de las paredes y del suelo, a causa de la abundante liberación de componentes sulfúricos.

–¿Tiene datos concretos sobre la fuente volcánica?

La pregunta procedía de Pendergast.

–Es casi imposible establecerla. Tendríamos que hacer un análisis y compararlo con miles de fuentes volcánicas conocidas; una labor inabarcable, suponiendo que pudiéramos conseguir las muestras. Lo que puedo decirle es que la elevada proporción de silicio índica una fuente continental, por oposición a una fuente marina. Dicho de otro modo: este sulfuro no procede de Hawai ni del fondo marino, por ejemplo.

Pendergast se apoyó en el respaldo. En la penumbra, su expresión era inescrutable.

–La siguiente imagen presenta algunas microsecciones de la madera quemada del suelo. De la zona de la huella de pezuña, para entendernos.

Vanas imágenes se sucedieron en la pantalla. Dienphong carraspeó. Empezaban las dificultades.

–Observen la altísima penetración de la quemadura en la madera. Se apreciará mejor con doscientas ampliaciones.

Otra diapositiva.

–La causa no fue un efecto de «hierro de marcar». –Hizo una pausa y tragó saliva–. Quiero decir que esta marca no fue hecha en el suelo por la impresión de un objeto al rojo vivo en la madera, sino por una intensa radiación no ionizadora, probablemente infrarrojos de onda muy corta, que penetró muy profundamente en la madera.

La previsible intervención de Carlton no se hizo esperar.

–¿Es decir que el culpable no calentó algo y lo aplicó a la madera?

–Exacto. No hubo ningún contacto con la madera. La quemadura se debe a una breve descarga de radiación pura.

El cambio de postura de Carlton hizo crujir peligrosamente la silla.

–Un momento, un momento. ¿Cómo puede ser?

–Mi trabajo es describir, no interpretar –dijo Dienphong, cambiando de diapositiva.

El jefe, sin embargo, no había terminado.

–¿Me está diciendo que hicieron la marca con una especie de pistola de rayos?

–No puedo pronunciarme sobre la fuente de la radiación.

Carlton se apoyó en el respaldo, que crujió precariamente.

–Y llegamos a la cruz. –Apareció la siguiente imagen–. Nuestro experto en arte la ha identificado como un ejemplo poco frecuente de cruz toscana del siglo XVII, de uso común entre la nobleza. Es de oro y plata, con varias capas fundidas, y está cincelada a mano para obtener un efecto muy interesante que se conoce como lamelles fines. Estaba engastada en madera, que se ha quemado en gran medida.

–¿Cuánto vale? –dijo Carlton (una pregunta inteligente, para variar).

–Teniendo en cuenta la calidad de las piedras preciosas, unos ochenta o noventa mil dólares. Intacta, claro.

Carlton silbó.

–La cruz apareció en el cuello de la víctima, en contacto con su piel. Ahora les enseño una fotografía de ella en el lugar del crimen, antes de ser retirada del cuello.

La aparición de la siguiente diapositiva fue acogida con expresiones de asco e incredulidad.

–Como ven, la cruz se calentó hasta el punto de fusión y quemó profundamente la piel con la que estaba en contacto. Observen, sin embargo, que la carne no está chamuscada ni tan siquiera enrojecida. Algo, desconozco qué pudo ser, calentó de forma selectiva la cruz sin calentar la piel de alrededor. Después la cruz se derritió parcialmente y penetró in situ en la carne de la víctima.

Proyectó la siguiente imagen.

–Bueno, esto es una micrografía de electrones a tres mil ampliaciones, donde se aprecian los mismos agujeros en la superficie de plata (que no en la de oro) de la cruz. Tampoco tengo ninguna explicación. Sospecho que pudo ser causado por una dosis intensa y prolongada de radiación, que parece haber eliminado las capas superiores de electrones y vaporizado una parte del metal. El efecto es mucho más intenso en la plata que en el oro. Una vez más, desconozco el porqué.

Carlton se había levantado.

–¿No podría explicárnoslo en cristiano?

–Con mucho gusto –dijo Dienphong secamente–. Algo calentó y fundió la cruz sin calentar nada alrededor. En mi opinión se trata de algún tipo de radiación que el metal absorbió con más fuerza que la carne.

–¿La misma radiación que causó la huella, por ejemplo?

Dienphong tuvo que reconocer que Carlton se hacía el tonto, pero que no lo era.

–Es una posibilidad a tener muy en cuenta.

Pendergast levantó el dedo.

–¿Agente Pendergast?

–¿Había indicios de quemadura o calentamiento por radiación en alguna otra superficie de la habitación?

Mejor pregunta todavía.

–Efectivamente. Los postes de la cama, que eran de pino barnizado, presentaban señales de calentamiento, así como la pared de detrás de la cama, que era de pino pintado. En algunas zonas la pintura se ablandó y formó ampollas.

Pasó el puntero por el menú de la pantalla y abrió otra imagen.

–Esto es una sección de la pared, con cuatro capas de pintura. Nos encontramos con otro pequeño misterio: parece que la única capa que se calentó y que formó ampollas fue la inferior. Las otras estaban intactas, sin alteraciones químicas.

–¿Han analizado las cuatro? –preguntó Pendergast.

Dienphong asintió.

–¿La inferior era de pintura a base de plomo?

Quedó sorprendido. Ya veía hacia dónde apuntarían las preguntas del agente: en un sentido que no se le había ocurrido contemplar.

–Déjeme consultarlo…

Hojeó los informes del laboratorio, organizados por temas en un clasificador de tres anillas con la etiqueta «Azufre». Todas las investigaciones del FBI tenían su apodo. Ese era de su cosecha. Quizá pecara de melodramático, pero le iba como anillo al dedo.

Levantó la vista.

–Pues sí, la verdad es que era a base de plomo.

–¿Y el resto no?

–Correcto.

–Otra prueba de que se trata de alguna clase de radiación.

–Muy bien, agente Pendergast. –Era la primera vez en su carrera que un agente del FBI se le adelantaba en alguna conclusión. Pendergast se estaba mostrando a la altura de su fama–. ¿Alguna otra pregunta o comentario?

Carlton volvió a sentarse y levantó la mano con gesto de cansancio.

–¿Sí?

–Me estoy perdiendo algo. ¿Cómo es posible que algo afectase a la capa inferior de pintura sin afectar a las de encima?

Pendergast se volvió.

–Lo que reaccionó fue el plomo de la pintura, al igual que el metal de la cruz. Absorbió con más intensidad la radiación. Doctor, ¿las investigaciones posteriores detectaron algún indicio de radioactividad?

–En absoluto.

Carlton asintió.

–¿Te encargas de estudiarlo, Sam?

–Claro que sí, señor –dijo uno de los agentes.

Dienphong pasó a la siguiente imagen.

–Esta es la última: un primer plano de una sección de la cruz. Observen el carácter puntual de la fusión, que no concuerda con una fuente convectiva de calor. Es otra prueba de que intervino alguna radiación.

–¿Qué clase de radiación calentaría selectivamente el metal más que la carne? –preguntó Pendergast.

–Rayos X, rayos gamma, microondas, infrarrojos de onda larga y algunas longitudes de onda del espectro de radio, sin olvidar la radiación alfa y un flujo de neutrones rápidos. No es nada inhabitual. Lo inhabitual es la intensidad.

Dienphong se dispuso a oír la inevitable protesta de Carlton, pero esta vez el jefe no dijo nada.

–¿Le sugieren algo los agujeros de la cruz? –preguntó Pendergast.

–De momento no.

–¿Alguna hipótesis?

–Nunca las hago, señor Pendergast.

–¿No cree que pudo haberlo provocado un haz intenso de electrones?

–Sí, pero un haz de electrones tendría que haberse propagado por el vacío. El aire lo habría dispersado uno o dos milímetros. Repito que podría corresponder al espectro de infrarrojos, microondas o rayos X, con la salvedad de que para generar un haz de esa fuerza se habría necesitado un transmisor de varias toneladas.

–En efecto. Dígame, doctor, ¿qué le parece la teoría que ha presentado el New York Post?

El cambio de enfoque hizo que Dienphong tardara un poco en responder.

–No tengo costumbre de tomar mis teorías de las páginas del Post.

–Han publicado la hipótesis de que el diablo se llevó su alma.

La reacción fue un breve silencio, seguido por varias risitas nerviosas. Evidentemente, Pendergast bromeaba. ¿O no? No se le apreciaba la menor sonrisa.

–Pues mire, señor Pendergast, yo no suscribo esa teoría.

–¿No?

Dienphong sonrió.

–Soy budista, y para nosotros el único diablo es el que está en el corazón humano.