D'Agosta se movía deprisa entre los árboles, buscando la parte más oscura del parque, una espesura de árboles y arbustos próxima a un talud que descendía hacia West Side Highway. Se detuvo el tiempo necesario para mirar hacia atrás. Dos siluetas corrían a su encuentro, con el reflejo de una pistola en cada mano.
Mientras corría agachado entre los árboles, abrió la funda de su Glock, sacó el arma y quitó el seguro. Era el arma que utilizaban en casi todos los departamentos de policía más modernos, y le habían impuesto llevarla, tanto si estaba de servicio como si no. No tenía la garra de su cuarenta y cinco, pero resultaba ligera, fiable, y lo más importante eran sus quince balas. El cartucho de repuesto lo había dejado por la mañana en el cajón del despacho. ¿Qué sentido tenía en un día de entrevistas?
Sus perseguidores ya habían penetrado en la arboleda. Eran rápidos. D'Agosta siguió corriendo sin importarle el ruido, ya que la vegetación no era tan densa como para esconderle durante más de uno o dos minutos. Se dirigía hacia el sur, dejando un ruido de ramitas rotas. Si conseguía despistarles, aunque solo fuera unos minutos, podría volver a Riverside Drive e ir hacia Broadway, una calle demasiado transitada como para que se atreviesen a seguirle. Hizo un rápido repaso a sus opciones. La comisaría más próxima estaba en la calle Noventa y cinco, entre Broadway y Amsterdam. Decidió que sería su objetivo.
Oyó cómo corrían los hombres. Uno de ellos gritó algo al otro, cuya respuesta fue más débil. D'Agosta comprendió enseguida la situación: se habían dividido. Le perseguían desde ambos lados del estrecho parque.
«Mierda».
Corrió por el bosque sin incorporarse, pistola en mano. No tenía tiempo de detenerse para hacer planes. Tampoco de usar la radio, ni de nada que no fuera simplemente correr. A su izquierda, las débiles luces de Riverside Drive parpadeaban a través de los árboles; a su derecha, un largo talud poblado de maleza descendía hacia West Side Highway. El zumbido de los coches llegaba desde mucho más abajo. Pensó en descender corriendo y tratar de llegar a la carretera, pero había tanta maleza que corría el riesgo de enredarse con los helechos.
Si así sucedía, se convertiría en blanco fácil para ser abatido desde arriba.
El bosque se interrumpía bruscamente. Salió a una serie de paseos paralelos con vistas al río, separados por jardines y árboles. Era un lugar vulnerable, pero no tenía más remedio que seguir corriendo.
«¿Quién coño me persigue? –pensó–. ¿Atracadores? ¿Tíos que odian a la policía?». Había dejado de ser una víctima circunstancial. Ahora iban a por él. Le habían seguido hacia el norte de la ciudad, y tenían alguna razón para darle caza.
Dejó atrás la parte ajardinada, sin cesar de agacharse, y de repente, al llegar a unas hileras de bancos de hierro, vio algo a su izquierda: era un puntito rojo que le perseguía con movimientos nerviosos de luciérnaga.
Una mira láser.
Se arrojó hacia la derecha justo en el momento de la detonación. La bala chocó con el metal del banco y, tras un rebote estremecedor, desapareció zumbando en la oscuridad. D'Agosta cayó en un macizo de flores, rodó torpemente y se puso de rodillas, en posición de disparo. Al ver algo oscuro que se movía deprisa, recortado en la penumbra del césped, disparó dos veces, rodó por el suelo, se levantó y echó nuevamente a correr, maldiciéndose por no haber hecho bastantes prácticas de tiro. De todos modos, aunque hubiera fallado, los disparos siempre tenían la ventaja de hacer que sus perseguidores fueran más cuidadosos y más lentos. Al menos en teoría. Cruzó el fondo del jardín y se metió entre los árboles.
Otro punto rojo en movimiento. Al siguiente disparo se lanzó al asfalto, rodó (haciéndose un corte en la rodilla) y siguió corriendo. Le disparaban con armas de gran calibre. Sabían lo que hacían. Los disparos de D'Agosta no les habían arredrado en lo más mínimo.
Asesinos profesionales.
Corrió por una zona de juegos infantiles que le obligó a saltar por encima de un balancín y de un cajón de arena. Mientras cruzaba una placita con una fuente, jadeó de cansancio. No estaba en forma. Se había abandonado. Los días de entreno en el gimnasio de la policía quedaban muy lejos.
Después de saltar un murito de piedra, aterrizó de nuevo en el talud empinado y boscoso que bajaba hacia la carretera. Se agachó a esperar al otro lado del murito. Tendrían que cruzar el paseo descubierto. Era el momento de dispararles. Apretó el arma con ambas manos y trató de recuperar el control de su respiración. «No presiones el gatillo –se dijo–. Que se dispare casi por sorpresa. No puedes malgastar ni un tiro».
«¡Ahora!». Las oscuras siluetas salieron deprisa de entre los árboles. D'Agosta disparó tres veces seguidas.
Las luces rojas bailaban entre las ramas sobre su cabeza. Olvidó los consejos que acababa de darse, soltó una palabrota en voz alta y disparó varias veces contra los bultos negros. No oía nada aparte de las detonaciones, pero sintió el impacto de varias balas en la piedra, justo delante de su cara. No perdían el tiempo, los muy cabrones.
En cambio él había fallado por un kilómetro, y no era de extrañar, porque llevaba tres años sin hacer prácticas, y su puntería se le había quedado más vieja que los premios de tiro que tenía colgados en la pared.
Se apartó del murito de piedra y corrió en paralelo a él, agachado y rezando para no exponer la espalda. Al mismo tiempo hizo saltar el cargador de la pistola y lo examinó en la penumbra. Estaba vacío. Por lo tanto, solo le quedaba una bala en la recámara. Catorce disparos malgastados.
De pronto vio dibujarse algo entre los árboles: el puente sobre la rampa de acceso de la calle Ciento diez, más vallado que una jaula. Corría el riesgo de quedar acorralado y dejarse matar como un conejo.
Sin embargo, dar media vuelta (es decir, volver a saltar el murito de piedra y cruzar el paseo abierto) equivalía a echarse en brazos de sus perseguidores. Era un suicidio.
Miró rápidamente a la derecha. Solo le quedaba una alternativa: la carretera o nada. Salir a West Side Highway, parar el tráfico y armar follón, mientras pedía ayuda por radio. Ahí no le perseguirían ni le dispararían.
Se lanzó cuesta abajo sin pensárselo dos veces y rodó (o cayó) por el talud, apartando a manotazos las zarzas y las hiedras venenosas. Las ramas se clavaban cruelmente en la tela de su uniforme. Las piedras afiladas de la cuesta magullaban sus hombros y rodillas.
¡Pam! Otro disparo.
La inclinación del talud se hizo más pronunciada. D'Agosta rodó hasta donde pudo. Luego se esforzó en ponerse de nuevo en pie y volvió a correr, mientras miraba fugazmente por encima del hombro. Les oía abrirse camino entre las zarzas, a menos de diez metros por encima de él. Desesperado, dio media vuelta y disparó contra el bulto más cercano, que se apartó a un lado y regresó a la carga. D'Agosta se volvió y corrió con todas sus fuerzas. Su corazón latía a una velocidad peligrosa. De repente el ruido de los coches se intensificó. Los faros de los automóviles se filtraban por entre los árboles y, ahora sí ahora no, le iluminaban.
¡Pam! ¡Pam!
Se agachó y corrió en zigzag. Solo faltaban quince metros para llegar a la carretera. Los faros ya le alcanzaban de lleno, convirtiéndole en un blanco fácil.
Diez metros más. Cada vez había menos árboles y más basura y maleza. ¡Pam!
La cuesta se suavizó. Seis o siete metros para el borde de la carretera. Corrió en línea recta, con todas sus fuerzas… Pum. Cayó hacia atrás.
Se quedó unos segundos en el suelo, atontado y pensando que le habían pegado un tiro, pero luego comprendió que había chocado con la valla metálica situada justo encima de la carretera. La abarcó rápidamente con la mirada: encima una alambrada, abajo una tela metálica destrozada por los yonquis y al fondo esqueletos de coches. Claro. En otros tiempos, había recorrido esa carretera un millón de veces y había visto la valla colgando peligrosamente sobre él, poblada de basura y hojas en descomposición. Otro olvido debido a los años pasados en la Columbia Británica. Estaba atrapado.
No tenía escapatoria. Se apoyó en una rodilla y se volvió para plantarles cara. «Una bala, dos hombres». No le salían las cuentas.