Trece

Quien abrió la puerta de la suite del décimo piso del hotel Sherry Netherland fue un mayordomo inglés de uniforme tan impecable que parecía salido de las páginas de una novela de Wodehouse. Al ver a Pendergast, se apartó con una inclinación. Su levita cruzada estaba cepillada a la perfección, y la pechera almidonada de su camisa blanca susurraba un poco a cada movimiento. Una de sus manos enfundadas en guantes blancos cogió la chaqueta de Pendergast, mientras la otra le acercaba una bandeja de plata. Pendergast metió una mano en el bolsillo sin vacilar, sacó una fina caja dorada y dejó su tarjeta en la bandeja.

–Si tiene la amabilidad de esperar…

Después de otra pequeña inclinación, el mayordomo se alejó por un largo pasillo con la bandeja en alto. Se oyó el suave ruido de una puerta al abrirse, seguido por el clic del pestillo. El mayordomo volvió al cabo de unos minutos.

–Si hace el favor de seguirme…

Pendergast le acompañó a un salón revestido de madera, donde fue recibido por un fuego de abedul que chisporroteaba alegremente en una gran chimenea.

–Si lo desea, puede tomar asiento donde más le guste –dijo el mayordomo.

Pendergast, a quien siempre atraía el calor, eligió el sillón de cuero rojo más cercano al fuego.

–El conde le recibirá en breves instantes. ¿Le apetece un amontillado, señor?

–Gracias.

El mayordomo se retiró en silencio y volvió en menos de treinta segundos con una bandeja en la que descansaba una única copa de cristal, llena hasta la mitad de un líquido ámbar. La dejó sobre una mesita y se fue con la misma discreción.

Pendergast paladeó la bebida, seca y de gusto delicado, mientras examinaba el salón con creciente interés. Estaba amueblado con un gusto a la vez exquisito y discreto, que conjugaba la estética con la comodidad. En el suelo había una alfombra safawí de gran valor, con motivos de la época del sha Abbas. La vetusta chimenea era de pietra serena florentina gris, y estaba adornada con el escudo de armas de una antigua y noble familia. La copa de amontillado compartía la superficie de la mesa con una interesante serie de objetos: varias piezas antiguas de plata, un gasógeno antiguo, algunos frascos romanos de perfume muy bonitos y un pequeño bronce etrusco.

Pero lo que llenó de asombro a Pendergast fue el cuadro colgado encima de la chimenea. Parecía un Vermeer. Representaba a una mujer en una vidriera, examinando un encaje. La tibia luz flamenca que entraba por la ventana iluminaba el encaje, cuya sombra se proyectaba en el vestido de la protagonista. Pendergast estaba familiarizado con las treinta y cinco pinturas conocidas de Vermeer, y no se trataba de ninguna de ellas. Sin embargo, tampoco podía ser una falsificación, ya que ningún falsificador había logrado jamás imitar la luz de Vermeer.

Reanudó su examen. En la pared del fondo había un cuadro inacabado de estilo caravaggesco, con la conversión de san Pablo en el camino de Damasco. Era una versión más pequeña pero todavía más intensa del famoso cuadro de Caravaggio de Santa Maria del Popolo, en Roma. Cuanto más lo miraba, más dudaba de que fuera una copia o una versión «de escuela». De hecho, parecía un estudio del mismísimo maestro.

Luego se fijó en la pared de la derecha, donde había otro cuadro: una niña pequeña en una habitación oscura, leyendo un libro a la luz de una vela. Se percató de la similitud con una serie de pinturas sobre el mismo tema, La educación de la Virgen, obra del misterioso pintor francés Georges de la Tour. Pero no era una copia. ¿Podía ser auténtico?

En todo el salón solo había esos tres cuadros, tres verdaderas y asombrosas joyas, y sin embargo no estaban expuestos con pompa ni pretenciosidad, sino que parecían formar parte del ambiente y estar destinados al disfrute privado, no a la envidia pública. De hecho, ninguno de los tres tenía placa.

Sintió que aumentaba su curiosidad por Fosco.

En ese momento oyó nuevos rumores procedentes de otras partes de la casa. Su oído sobrenatural se concentró enseguida en ellos. Alguien había abierto una puerta. También distinguió el silbido de un pájaro, un ruido tenue de pasos y una voz grave y afable.

Prestó atención.

«¡Venga, sube por la escalerita! ¡Uno, dos, tres… arriba! ¡Tres, dos, uno… abajo!».

El canto del pájaro se mezcló con otro ruido, una especie de zumbido acompañado por alegres exhortaciones. Después se oyó una hermosa voz de tenor cantando las notas de un aria belcantista, y el pájaro (suponiendo que fuera tal cosa) quedó en silencio, como hechizado. La voz aumentó de notas y volumen, antes de apagarse lentamente. En ese instante regresó el mayordomo.

–El conde le recibirá ahora mismo.

Pendergast se levantó y le siguió por un pasillo largo y ancho, revestido de libros, que conducía a un estudio.

El conde, con toda su corpulenta majestad, les esperaba en un estudio de grandes dimensiones, cuyo fondo estaba acristalado desde el suelo hasta el techo. Se hallaba de espaldas, mirando por un pequeño balcón, rodeado de rosales, que se hundía en el crepúsculo. Llevaba pantalones de sport y una camisa blanca perfectamente planchada con el cuello abierto. A su lado había una mesa de trabajo con no menos de cien herramientas alineadas con precisión geométrica: minúsculos destornilladores, hierros de soldar de precisión, pequeñas sierras de joyero, tornos y lijas de relojero. También había engranajes, trinquetes, muelles, palancas y otras piezas metálicas de precisión, todo exquisitamente pequeño y acompañado por chips, pequeñas placas de circuitos, manojos de cable de fibra óptica, LED, trocitos de goma y plástico y otros objetos electrónicos de misteriosa utilidad.

En medio de la mesa de trabajo había una percha de madera en forma de T con un objeto peculiar que, a simple vista, parecía una cacatúa tritón, blanca y con una cresta muy amarilla, pero que bajo un examen más detenido resultó ser un artilugio mecánico: un pájaro robot.

El mayordomo indicó amablemente a Pendergast que se sentase cerca, en un taburete. Simultáneamente, como por arte de magia, apareció su copa de amontillado a medio consumir. Acto seguido el mayordomo desapareció como un fantasma.

Pendergast observó al conde, cuya mano libre cogió una semilla de casuarina de una bandeja, la colocó entre sus gruesos labios y dejó que sobresaliese. Con un silbido de entusiasmo, la cacatúa robot se subió a su hombro y a su oreja, y a continuación, inclinándose con un ruido de engranajes, cogió la semilla de los labios, la partió con su pico mecánico y, según todas las apariencias, se la comió.

–¡Bueno, bonita, se acabó el jugar! –dijo cariñosamente el conde–. Vuelve a tu percha.

Su mano enguantada dibujó un pequeño gesto. La cacatúa emitió un graznido de desagrado e irguió su cresta mecánica, pero no hizo ningún otro movimiento.

–¡Ah, conque hoy nos ponemos tozudos! –el conde levantó un poco la voz y adoptó un tono más firme–. A tu percha, bonita; si no, en lo que queda de día comerás mijo en vez de nueces.

La cacatúa bajó del hombro a la mesa con otro graznido, se bamboleó hasta la percha, trepó por ella con sus garras metálicas y volvió a su sitio, fijando en Pendergast los pilotos redondos de sus ojos.

Por fin el conde se volvió sonriendo y ofreció su mano con una inclinación.

–Siento mucho haberle hecho esperar. Como ve, mi amiga necesita ejercicio.

–Muy interesante –dijo secamente Pendergast.

–¡Sin duda! Comprendo que le parezca ridículo con mis mascotas.

–¿Mascotas?

–Sí. ¡Ya ha visto cómo me quieren! Mi cacatúa y… –Inclinó su cabeza, sudorosa hacia el otro lado de la habitación, donde lo que parecían varios ratones correteaban por el interior de una compleja pagoda de alambres, en una sinfonía de clics, zumbidos y silbidos digitales–. ¡Y mis queridos ratoncitos blancos! Claro que ninguna me da tantas alegrías como Bucéfalo. –Fosco miró a la cacatúa–. ¿Verdad, cariño?

La única respuesta del pájaro fue esconder su gran pico negro en un cojín de falsas plumas, como si el cumplido lo avergonzase.

–¡Perdone a Bucéfalo! –dijo Fosco, con un chasquido de su lengua–. No le gustan los desconocidos. Tarda mucho en hacer amistad y grita al menor disgusto. ¡Ah, amigo mío, no sabe usted qué gritos! Me he visto obligado a ocupar los dos apartamentos contiguos a este y dejarlos vacíos, con el gasto que eso supone. ¡Sepa usted que las simples paredes no pueden nada contra los pulmones de esta magnífica criatura!

La cacatúa robot siguió mirando a Pendergast sin moverse ni reaccionar al panegírico.

–Ahora bien, a todos les gusta la ópera. Como decía Wilham Congreve, la música tiene encantos para apaciguar el seno salvaje. Es posible que me haya oído usted cantar, dentro de mis pobres posibilidades. ¿Ha reconocido la pieza?

Pendergast asintió.

–El aria de Polhone, de Norma, «Abbandonarmi cosi potresti».

–¡Ah! ¡Entonces le ha gustado!

–Solo he dicho que la he reconocido. Dígame, conde, ¿estos robots los ha construido usted?

–Sí. Soy un gran amante de los animales y de la tecnología. ¿Quiere ver mis canarios? Me refiero a los auténticos. Apenas hago distinciones entre mis propios hijos y los de la naturaleza.

–No, gracias.

–Debería ser norteamericano de nacimiento, un Thomas Edison; así habrían alentado mi inventiva. En lugar de ello nací en el seno de la asfixiante y decadente aristocracia florentina, donde unas facultades como las mías no sirven de nada. En el lugar del que provengo, a los condes se les pide tener los pies bien plantados en el siglo XVIII, o antes.

Pendergast cambió de postura.

–¿Me permite importunarle con unas preguntas, conde?

Este hizo un gesto despectivo con la mano.

–Dejemos lo de «conde». Estamos en América. Aquí soy Isidor. ¿Puedo llamarle Aloysius?

Tras un breve silencio, Pendergast dijo fríamente:

–Si no le importa, conde, preferiría mantener el tono formal de esta conversación.

–Como desee. Veo que el bueno de Pinketts ya le ha ofrecido una copa. ¿Verdad que es una joya? Los ingleses dominaron a los italianos durante tantos siglos que me complazco en tener a mis órdenes como mínimo a uno de ellos. Usted no lo es, ¿verdad?

–No.

–Entonces podemos hablar libremente sobre los ingleses. ¡Bah! Imagínese, el único compositor reseñable que han producido se llamaba Byrd[1]

El conde tomó asiento en un sillón de orejas, frente a Pendergast, que en ese momento volvió a fijarse en la agilidad y fluidez de sus movimientos, y en la delicadeza con la que se sentaba.

–Mi primera pregunta, conde Fosco, está relacionada con la fiesta. ¿Cuándo llegó usted?

El conde juntó sus manos blancas con respeto, como si se dispusiera a rezar, y suspiró.

–Grove nos convocó a las siete. ¡Un lunes por la noche, lo que para él era muy raro! Llegamos de forma escalonada y con un retraso de buen gusto, entre las siete y media y las ocho. El primero en llegar fui yo.

–¿Cuál era su estado mental?

–Yo diría que pésimo. Ya le conté que parecía nervioso y exaltado, aunque no tanto como para no poder ejercer de anfitrión. Tenía un cocinero, pero se ocupaba él mismo de los platos principales. Cocinaba bastante bien. Preparó un lenguado exquisito, poco pasado por el fuego, con limón. Nada más, y nada menos. Perfecto. Después sirvió…

–Gracias, ya tengo el menú. ¿Dio a entender por qué estaba nervioso?

–No. De hecho parecía esforzarse por disimularlo. Miraba a todas partes. Cada vez que llegaba un invitado, cerraba la puerta con llave. Y casi no bebió, contrariamente a su costumbre. Normalmente disfrutaba con un buen clarete. De hecho, en esa cena no dejó de servir muy buenos vinos, empezando por un Tokai de Friuli y siguiendo con un Petrus del noventa, una auténtica maravilla.

El mismo Pendergast tenía el Château Petrus de 1990, considerado el mejor desde la mítica cosecha del sesenta y uno, entre sus mejores vinos. Una docena de botellas de ese Pomerol a dos mil dólares reposaban en su bodega del Dakota. Prefirió no comentarlo.

El conde, locuaz y de excelente humor, siguió adelante con sus explicaciones.

–Luego, sin tenerlo previsto, también abrió un vino del Castello di Verrazzano, la que llaman su bottiglia particolare, con etiqueta de seda. Excepcional.

–¿Conocía usted a los demás invitados?

El conde sonrió.

–En el caso de lady Milbanke, muy bien. Con Vilnius había hablado un par de veces, y en cuanto a Jonathan Frederick solo había leído artículos suyos.

–¿De qué hablaron durante la cena?

La sonrisa se ensanchó.

–Fue muy curioso.

–¿Ah, sí?

–La primera parte de la cena se nos fue en hablar sobre el cuadro de Georges de la Tour que ha visto en mi salón. ¿Qué opinión le merece, agente Pendergast?

–Si no le importa ceñirse al tema, conde Fosco…

–Es que ese es precisamente el tema. Un poco de paciencia. ¿Cree que es de La Tour?

–Sí.

–¿Por qué?

–Las pinceladas del encaje son muy características, y el resplandor de la llama a través de los dedos está tratado de una manera puramente La Tour.

El conde miró a Pendergast con curiosidad y una luz indefinible en los ojos. Tras un largo silencio, dijo con calma y profunda seriedad:

–Me sorprende usted mucho, Pendergast. Sinceramente, estoy impresionado. –Su voz había perdido el tono jocoso y familiar. Hizo una pausa y continuó–. Hace veinte años me vi en ciertas apreturas económicas y puse el cuadro en venta en Sotheby's. El día antes de la subasta, Grove escribió un pequeño artículo en el Times diciendo que era una de las falsificaciones de Delobre, de finales del siglo XIX. Lo retiraron de la subasta, y perdí quince millones de dólares, a pesar de que tenía el certificado de procedencia.

Pendergast reflexionó.

–¿De eso hablaron? ¿De que había dicho que el La Tour era una falsificación?

–Al principio sí. Luego la conversación pasó a Vilnius y sus pinturas. Grove nos recordó su primera gran exposición en el Soho, a principios de los ochenta, momento en que escribió una crítica famosa por su dureza. Digamos que la carrera de Vilnius nunca levantó cabeza.

–Extraño tema de conversación.

–La verdad es que sí. Después Grove habló de lady Milbanke y de la relación que tuvieron algunos años antes.

–Intuyo que fue una fiesta muy animada.

–Como pocas que haya visto.

–Y ¿cómo reaccionó lady Milbanke?

–¿Cómo espera que reaccione una señora? Fue una aventura que rompió su matrimonio; Grove, además, la trató de una manera abominable: la dejó por un chico.

–Parece que todos tenían un motivo para ser enemigos jurados de Grove.

Fosco suspiró.

–Lo éramos. Todos le odiábamos, incluso Frederick. A él no le conozco, pero tengo entendido que hace unos años, cuando dirigía Art and Style, se atrevió a escribir mal sobre Grove, y como este tenía amistades muy influyentes le despidieron enseguida. Pobre, tardó varios años en encontrar otro trabajo.

–¿Hasta qué hora duró la fiesta?

–Hasta después de medianoche.

–¿Quién se marchó primero?

–El primero que se puso de pie para decir que se iba fui yo. Necesito dormir mucho. Los demás se levantaron al mismo tiempo. Grove no quería dejarnos marchar, e insistía en servirnos copas y café. Tenía unas ganas enormes de que nos quedáramos.

–¿Sabe por qué?

–Parecía tener miedo de estar solo.

–¿Recuerda sus palabras con exactitud?

–No del todo. –Fosco adoptó un tono agudo y de una afectación de clase alta que sorprendía por el realismo de la imitación–. «Pero ¿ya os vais, amigos? ¡Si solo es medianoche! Venga, brindemos por nuestra reconciliación y digamos adiós a mis años de orgullo equivocado. Tengo un oporto buenísimo que tienes que probar, Fosco». Me tiró de la manga. «Un Graham's Tawny vintage de 1972.» –Fosco simuló aspirar el aroma de una botella imaginaria–. Al oírlo casi tuve tentaciones de quedarme.

–¿Se fueron todos juntos?

–Más o menos. Después de despedirnos, algunos se quedaron rezagados en el césped.

–¿Qué hora era? Le agradecería una respuesta lo más exacta posible.

–Las doce y veinticinco. –Fosco miró unos instantes al agente y dijo–: Permítame observar, señor Pendergast, que no ha formulado la pregunta más importante.

–¿A cuál se refiere, conde Fosco?

–¿Por qué Jeremy Grove pidió a sus cuatro peores enemigos que le acompañásemos en la última noche de su vida?

Pendergast tardó bastante en responder. Reflexionó profundamente sobre la pregunta y sobre quien la había formulado. Al final se limitó a decir:

–Buena pregunta. Considérela hecha.

–En realidad lo preguntó el mismo Grove al sentarnos a su mesa, justo al principio de la fiesta; y repitió lo que ponía en su invitación: que nos invitaba esa noche a su casa porque éramos las cuatro personas más perjudicadas por él. Quería disculparse.

–¿Guarda usted un ejemplar de la invitación?

Fosco, sonriendo, la sacó del bolsillo de su camisa y se la dio a Pendergast. Llevaba una breve inscripción manuscrita.

–De hecho ya había empezado a remediarlo, como demuestra su nueva valoración de la obra de Vilnius.

–Magnífica crítica, ¿verdad? Si no me equivoco, Vilnius ya ha conseguido una exposición en la Gallery 10, y los precios se han duplicado.

–¿Y lady Milbanke? ¿Y Jonathan Frederick? ¿Qué hizo para disculparse con ellos?

–Grove no podía recomponer el matrimonio de lady Milbanke, pero le dio algo en compensación. Cuando estábamos sentados en la mesa le regaló un collar de esmeraldas precioso, más que suficiente para sustituir al carcamal del barón. Cuarenta quilates de esmeraldas perfectas de Sri Lanka, cuyo valor no podía estar por debajo del millón de dólares. Lady Milbanke casi se desmaya. En cuanto a Frederick… Grove arregló su nombramiento como presidente de la Fundación Edsel, cuando lo cierto es que su candidatura tenía muy pocas posibilidades.

–Extraordinario. Y ¿qué hizo por usted?

–Seguro que ya sabe la respuesta.

Pendergast asintió.

–El artículo que estaba escribiendo para el Burlington Magazine: «Una nueva valoración de La educación de la Virgen, de Georges de la Tour».

–Ni más ni menos. Un artículo en el que reconocía su error, se deshacía en disculpas, entonaba un mea culpa y dejaba sentada la gloriosa autenticidad del cuadro. Nos lo leyó en voz alta durante la cena.

–Se quedó al lado del ordenador, no pudo firmarlo ni enviarlo.

–Así es, por desgracia, señor Pendergast. He sido el único de los cuatro engañado por su muerte. –Abrió las manos–. Si el asesino hubiera esperado un día, yo tendría cuarenta millones más.

–¿Cuarenta millones? Creía que lo habían puesto a la venta por quince.

–Esa era la estimación de Sotheby's hace veinte años. Hoy en día se vendería como mínimo por cuarenta millones. Pero como Grove había escrito que era una de las falsificaciones de Delobre… –Fosco se encogió de hombros–. Un artículo sin firma al lado del ordenador de un muerto no tiene ningún valor. La parte positiva de todo esto es que podré contemplar esa magnífica obra hasta el final de mis días. Sé que es auténtica, y usted también. Ya somos dos.

–Sí –dijo Pendergast–. En el fondo es lo único importante.

–Bien dicho.

–¿Y el Vermeer de al lado?

–Auténtico.

–¿En serio?

–Ha sido fechado en 1671, entre el período de la Joven escribiendo una carta con su sirviente y la Alegoría de la fe.

–¿De dónde procede?

–Lleva varios siglos en poder de mi familia. Los condes de Fosco nunca han sido amigos de airear sus posesiones.

–Le confieso que estoy asombrado.

El conde sonrió e hizo una reverencia.

–¿Tiene tiempo de ver el resto de mi colección?

El titubeo de Pendergast solo duró un segundo.

–La verdad es que sí.

El conde se levantó para ir hacia la puerta. Antes de que salieran, se volvió hacia la cacatúa mecánica, que seguía en su percha.

–Te dejo vigilando, Bucéfalo, bonito.

El pájaro contestó con un graznido digitalizado.