Doce

D'Agosta se paró en un escalón del New York Athletic Club para mirar su reloj. Solo eran las seis y media de la tarde. Pendergast le había emplazado a las nueve en lo que denominaba su «residencia de la parte alta», para comparar sus notas sobre las entrevistas del día. Buscó en su bolsillo y encontró la llave que le había dado. Las nueve. Le sobraba tiempo. Si no le engañaba la memoria, en la esquina de Broadway con la calle Sesenta y uno había un pequeño pub irlandés que servía unas hamburguesas muy correctas. Podía cenar y tomarse una cerveza bien fría.

Al volverse hacia la recepción, su mirada se encontró con la del portero que le había obligado a dar la vuelta a la manzana. Se quedó un poco más de tiempo en el escalón, solo para fastidiar. El portero le observaba desde su garita con expresión amojamada y de malas pulgas, mientras colgaba el teléfono interno. ¡Caray! A veces parecía que en Manhattan el mayor requisito para trabajar de portero fuera ser un fósil agilipollado.

Mientras D'Agosta bajaba tranquilamente a la acera y torcía a la izquierda por Central Park South, volvió a pensar en Pendergast. ¿Para qué necesitaba una casa en la parte alta? Por lo que había oído, el apartamento de Pendergast en el Dakota era más grande que la mayoría de las casas. Se sacó la tarjeta del bolsillo: Riverside Drive 891. ¿A qué altura quedaba? Debía de ser una de las mansiones de Riverside Park, por la calle Noventa y seis.

Llevaba demasiado tiempo fuera de Nueva York. Años atrás habría calculado mentalmente la travesía solo con ver el número.

Mullin's Pub seguía donde siempre. Era un simple garito, con una barra larga y algunas viejas mesas de madera en la pared opuesta. D'Agosta entró, animado por la idea de una auténtica hamburguesa neoyorquina poco hecha con queso, y no una de esas porquerías con aguacate, rúcula, camembert y panceta que vendían en Southampton por quince dólares.

Una hora después, con el estómago lleno, se dirigió hacia el norte, a la estación del metro de la calle Sesenta y seis. Ya eran las siete y media, pero seguía habiendo un millón de coches y tantos bocinazos como automóviles. Era un caos de acero y cromo en el que no faltó un Impala dorado de los años ochenta con ventanas ahumadas que casi le pasó por encima de los pies. Tras acompañar el paso de aquella carraca con una retahíla de insultos, D'Agosta se metió en la boca del metro. Después de pelearse con la tarjeta magnética, bajó al andén del IRT con destino al norte. Aunque hubiera matado una hora, aún llegaría con antelación. Quizá hubiera sido mejor quedarse en Mullin's para otra cervecita.

En menos de un minuto, un fragor in crescendo y la expulsión de un globo de aire viciado por la oscuridad del túnel anunciaron la llegada del tren. D'Agosta subió, encontró un asiento libre, se acomodó en el plástico duro y cerró los ojos. Contaba las paradas casi instintivamente: calles Setenta y dos, Setenta y nueve, Ochenta y seis… Al notar el frenazo que anunciaba la Noventa y seis, abrió los ojos, se levantó y salió por el lado sur de la estación.

Después de cruzar Broadway, siguió hacia el oeste por la calle Noventa y cuatro, pasó West End Avenue y llegó a Riverside Drive. Al otro lado de los árboles, y de la estrecha cinta verde de Riverside Park, reconoció la West End Highway y el río. La tarde era muy agradable, pero se estaba nublando y el aire olía a humedad. Las lentas aguas del Hudson parecían tinta negra. Las luces de New Jersey punteaban la otra orilla. Un pequeño relámpago hizo parpadear el cielo.

Se volvió para buscar la dirección del edificio de la esquina más cercana: el número 214.

«¿Dos catorce?». Soltó una palabrota. Decididamente, se notaban los años pasados en Canadá. El 191 estaba mucho más hacia el norte de lo que pensó. Quizá quedase cerca de Harlem. ¿Qué hacía Pendergast tan arriba?

Podía volver al metro, pero eso suponía un regreso a Broadway largo y cuesta arriba, una espera tediosa en la estación y el trayecto hacia la parte alta. Otra opción era coger un taxi, pero para eso también había que volver a Broadway, y además a esa hora de la tarde era casi imposible encontrar un taxi que le llevara al norte. Tercera opción: el coche de san Fernando.

Subió hacia el norte por Riverside Drive. Probablemente solo fueran diez o quince manzanas cortas. Se dio una palmada en la barriga. Mejor. Así quemaría un poco de grasa de la hamburguesa, sin contar que aún le quedaba una hora.

Adoptó un paso rápido que hacía tintinear las esposas y las llaves. El viento susurraba entre los primeros árboles de Riverside Park. Las fachadas de los edificios elegantes de la parte del río estaban muy iluminadas, y en la mayoría había porteros o guardias de seguridad. Aunque faltara poco para las ocho, aún había mucha gente volviendo del trabajo: hombres y mujeres trajeados, un músico con un violonchelo, un par de profesores (al menos eso parecían) con chaquetas de tweed, discutiendo en voz alta sobre un tal Hegel… De vez en cuando alguien le miraba, sonreía y le saludaba con la cabeza, contento de que estuviera ahí. El 11 de septiembre había cambiado muchas cosas en Nueva York, una de ellas era la actitud hacia los policías. Otra razón para que le readmitiesen a la primera oportunidad.

D'Agosta caminaba tarareando una canción y respirando a fondo una fragancia embriagadora, el aroma de West Side, mezcla de salobre, humo de coches, basura y asfalto. Captó un rastro de café torrefacto, salido de alguna tienda de alimentación. Nueva York. Cuando se te metía en la sangre, era para toda la vida. El día en que la economía diera un vuelco y el ayuntamiento volviera a buscar personal, D'Agosta sería el primero de la fila. ¡Fijo! Con tal de volver a trabajar en la policía de Nueva York empezaría de cero en cualquier poblacho.

Cruzó la calle Ciento diez. Aún iba por los cuatrocientos; los números aumentaban, pero muy despacio. ¿Cuál era la fórmula para calcular los números de Riverside? Algo dividido por algo, menos cincuenta y nueve. Ni siquiera le quedaban teorías. Solo sabía que la casa estaba más al norte de lo que había previsto.

Menos mal que le sobraba tiempo. Quizá Pendergast viviera en una de las casas de la Universidad de Columbia, las de los profesores. Sí, seguro que coqueteaba con el mundo académico. Apretó el paso. Los edificios habían cambiado la elegancia por la sencillez, pero seguían estando cuidados. Acababa de entrar en el barrio de la Universidad de Columbia, caracterizado por los estudiantes con ropa holgada. Un chaval gritaba algo desde la ventana y le tiraba un libro al que estaba en la acera. D'Agosta se preguntó qué habría sido de su vida si hubiese nacido en una familia que le hubiera enviado a la universidad. A esas alturas quizá fuera un escritor de éxito. Quizá sus libros hubieran gustado más a los críticos. En determinadas facultades se establecían muchos contactos, y daba la impresión de que una buena parte de los críticos del New York Times salían de Columbia. Todos se hacían críticas entre sí, hasta el punto de que la Times Book Review parecía un club privado.

Negó con la cabeza. Como decía su abuelo italiano, era acqua passata.

Al llegar a la calle Ciento veintidós hizo una pausa para tomar aliento. Había llegado al extremo norte de Columbia, poco antes de la International House, que era como el último bastión en la frontera. A partir de ahí empezaba la tierra de nadie.

Y los números solo iban por el 550.

Mierda. Miró su reloj: las ocho y diez. Había caminado un kilómetro y medio. Más que suficiente para un día. Le quedaba mucho tiempo, pero ya no disfrutaba. Además, tan al norte las posibilidades de encontrar un taxi eran nulas. Aún se veían algunos estudiantes, pero también grupos de jóvenes en las puertas de las casas, algunos de los cuales, al verle pasar, le enviaban un besito o murmuraban. Se dio cuenta de que el 891 de Riverside Drive quedaba a la altura de la calle Ciento treinta y cinco, o un poco más arriba. Podía llegar en diez minutos más (antes de la hora concertada, por lo tanto), pero debía internarse en el corazón de Harlem.

Volvió a sacar la tarjeta del bolsillo y a mirar la dirección, escrita con la elegante caligrafía de Pendergast. Parecía imposible, pero los números cantaban.

Superó el luminoso oasis de la International House a un paso ligero. Uniformado y con la Glock de nueve milímetros, no había nada que temer.

El paisaje urbano sufrió un cambio radical. Ya no había estudiantes ni actividad callejera. Las farolas estaban rotas y las fachadas en penumbra.

Todo estaba muy tranquilo, casi desierto. A la altura de la calle Ciento treinta, pasó al lado de una mansión vacía, una de las más antiguas, con la chapa arrancada de los marcos de las ventanas y un olor a moho y orina que permeaba todo el edificio y llegaba hasta la calle. Un palacio para yonquis. La siguiente manzana contenía un hotel de pobres, cuyos inquilinos bebían cerveza en la escalera que daba a la calle. Al verle se callaron y le miraron con los ojos hinchados. Un perro ladraba empecinadamente.

Los coches aparcados eran modelos viejísimos. Estaban llenos de golpes, sin cristales y en algunos casos sin ruedas. Por la calzada cada vez pasaban menos automóviles. Vio un Honda Accord CVCC minúsculo, antediluviano y tan oxidado que no quedaba ni rastro del color original. Aproximadamente un minuto después le siguió un Impala dorado con las ventanillas ahumadas, y D'Agosta tuvo la impresión de que frenaba un poco al pasar a su lado, antes de meterse por la primera calle a la derecha.

Un Impala dorado. Seguro que en la ciudad había un millón. Ya se estaba poniendo paranoico. Claro, la buena vida en Southampton…

Bordeó a paso ligero una larga sucesión de edificios abandonados, viejas mansiones divididas en pisos y hoteles subvencionados para pobres. Las aceras se habían llenado de cacas de perro, basura y botellas rotas. Casi todas las farolas estaban apagadas (a tiros, una de las distracciones favoritas de las pandillas). La desatención general del ayuntamiento hacia ese barrio hacía que se tardara una eternidad en repararlas.

Se estaba aproximando al núcleo duro del oeste de Harlem. Le parecía increíble que Pendergast tuviera una casa en un barrio así. Era excéntrico, pero no tanto. La manzana siguiente, la de la calle Ciento treinta y dos, estaba completamente a oscuras, con todas las farolas apagadas y los dos edificios restantes abandonados y cerrados con tablones. Incluso las farolas del lado del parque estaban reventadas. Era un lugar perfecto para los atracadores, con la salvedad de que nadie en su sano juicio pasaría por allí de noche.

D'Agosta recordó que estaba armado, de uniforme y con radio, y sacudió la cabeza. Estaba hecho un gallina. Siguió adelante con paso decidido.

En ese momento se dio cuenta de que tenía un coche detrás, y de que circulaba más despacio de lo normal. Cuando el vehículo pasó bajo la última farola, D'Agosta vio un brillo dorado. Era el mismo Chevrolet Impala que estuvo a punto de atropellarle en la calle Sesenta y uno Oeste.

Una cosa era haber olvidado la fórmula para calcular las direcciones y otra su radar de policía de Nueva York, que funcionaba perfectamente, y que se disparó con una fuerza atronadora. El coche se movía a la velocidad exacta para llegar a su altura en el centro de la manzana.

Era una emboscada.

Tomó una rápida decisión. Echó a correr, cortó a la izquierda y cruzó la calle por delante del coche. Oyó el chirrido de las ruedas al acelerar, pero había reaccionado demasiado deprisa, y cuando el vehículo frenó junto a la acera él ya se había metido en Riverside Park.

Mientras corría por la oscuridad de los árboles, vio abrirse simultáneamente las dos puertas.