El Salón Renacimiento del Metropolitan Museum of Art era uno de los espacios más admirados del museo. Había sido trasladado pieza a pieza y piedra a piedra desde el antiguo Palazzo Dati de Florencia y reconstruido en Manhattan; recreaba hasta el último detalle un salone de finales del Renacimiento. Entre las majestuosas galerías del museo, ninguna era tan imponente y austera como esa; por ello fue elegida para el oficio fúnebre en memoria de Jeremy Grove.
D'Agosta se sentía ridículo en su uniforme de policía con la insignia dorada del departamento de Southampton y los modestos galones de sargento. La gente se volvía a mirarle como si fuera un bicho raro, pero enseguida se olvidaba de él, tomándole por un simple refuerzo policial.
Entró en el salón detrás de Pendergast, y le sorprendió ver dos largas mesas, una de ellas llena de comida y la otra con bastantes botellas de vino y alcohol como para tumbar a una manada de rinocerontes. ¡Vaya funeral! Se parecía más a un velatorio irlandés (durante su pertenencia a la policía de Nueva York había asistido a unos cuantos, y consideraba una suerte haber sobrevivido). En todo caso, lo habían organizado todo muy deprisa, porque Grove solo llevaba muerto dos días.
La sala estaba llena. No había sillas, ya que la intención era que la gente alternase, no que se quedase respetuosamente sentada. Varios equipos de televisión habían instalado sus aparatos cerca de un escenario enmoquetado, donde solo había un pequeño podio. En uno de los rincones del salón había un arpa, pero el ruido de la gente casi enmudecía sus notas. Si alguien lloraba por Grove, lo disimulaba muy bien.
Pendergast se acercó a D'Agosta.
–Vincent, si le apetece algo comestible es el momento de entrar en acción. Con semejante fauna no durará mucho.
–¿Comestible? ¿Se refiere a lo de la mesa? No, gracias.
Sus escarceos en el mundo literario le enseñaron que en esos actos se servían cosas como huevas de pescado y quesos tan apestosos que daban ganas de mirarse las suelas, por si las moscas.
–¿Circulamos, entonces?
Pendergast empezó a moverse entre el gentío como una sílfide. Mientras tanto alguien había subido al escenario, un hombre impecablemente vestido, alto, con el cabello repeinado hacia atrás y un brillo de maquillaje profesional en la cara. Aún no había llegado hasta el micrófono y ya no se oía ni una mosca.
Pendergast cogió a D'Agosta por el codo.
–Sir Gervase de Vache, el director del museo.
El orador, digno, erguido y elegante, cogió el micrófono.
–Bienvenidos todos –dijo. Al parecer consideraba innecesario presentarse–. Nos hemos reunido aquí para honrar la memoria de nuestro amigo y colega Jeremy Grove, pero como le habría gustado a él, con comida, bebida, música y alegría, no con caras largas y discursos lúgubres.
Tenía un ligero acento francés.
La presencia de De Vache en el estrado hizo que Pendergast detuviera sus pasos, pero D'Agosta vio que su mirada inquieta seguía vagando por la sala.
–Conocí a Jeremy Grove hace veinte años, cuando reseñó nuestra exposición de Monet en Downtown. Fue… no sé cómo decirlo. Una crítica Grove, con todo lo que comporta.
Hubo varias risas de complicidad.
–Por encima de todo, Jeremy Grove era un hombre que decía las cosas como las veía, de manera inflexible y con estilo. Su ingenio afilado y sus irreverentes salidas animaron muchas fiestas de…
D'Agosta desconectó. Por su parte, Pendergast no solo seguía observando sin descanso, sino que había empezado a moverse muy despacio, como un tiburón que acaba de encontrar un rastro de sangre en el agua. D'Agosta le siguió. Le gustaba verle en acción. Siguió la dirección de su mirada y vio que al lado de la mesa había un joven muy apuesto, vestido enteramente de negro y con perilla, sirviéndose una copa de algo fuerte. Llamaba la atención por el tamaño de sus ojos, profundos y líquidos, y por sus dedos, aún más largos y estilizados que los de Pendergast.
–Maurice Vilnius, el expresionista abstracto –murmuró el agente–. Uno de los muchos beneficiarios de las atenciones de Grove.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Recuerdo una crítica de Grove de hace unos años sobre cuadros de Vilnius. Aún tengo fresca en la memoria una frase: «Son cuadros tan malos que inspiran respeto, por no decir veneración. Hace falta un talento de unas características muy especiales para crear mediocridades de ese nivel, y Vilnius lo posee en abundancia».
D'Agosta aguantó la risa.
–Para matarle.
Se apresuró a recuperar la compostura, porque Vilnius se había vuelto y les había visto acercarse.
–¡Ah, Maurice! ¿Qué tal? –preguntó Pendergast.
El pintor arqueó sus negrísimas cejas. D'Agosta, que también había recibido malas críticas, esperaba ver algo de enfado o, como mínimo, de rencor en su enrojecida expresión, pero lo que encontró fue una sonrisa de oreja a oreja.
–¿Nos conocemos?
–Me llamo Pendergast. Hace un año, durante el vernissage en la galería Dellitte, charlamos un rato. Me gustaron mucho sus obras. De hecho, he pensado en comprarme alguna para mi apartamento del Dakota.
La sonrisa de Vilnius se ensanchó.
–Encantado. –Tenía acento ruso–. Pase cuando quiera. Hoy mismo, si le apetece. Así ya habré vendido cinco cuadros en una semana.
–¿Ah, sí?
D'Agosta observó que Pendergast eliminaba cualquier rastro de sorpresa de su voz. De fondo se oía la voz del director:
«… un hombre valiente y decidido, que no entró dócilmente en esa dulce noche, como diría Dylan Thomas…».
–Maurice –dijo Pendergast–, me gustaría hablar con usted sobre Grove y su último…
De repente alguien se acercó al pintor. Era una mujer madura, de cuerpo macilento, envuelta en un vestido de lentejuelas. Le seguía un hombre alto, con esmoquin negro y una calva que brillaba como una piedra preciosa.
La mujer tiró de la manga de Vilnius.
–¡Maurice, cariño, qué ganas tenía de felicitarte personalmente! La última crítica es sensacional. La verdad es que te la debía.
–¿Ya la habéis leído? –respondió Vilnius al volverse hacia la pareja.
–Sí, esta tarde –contestó el hombre alto–. Me han enviado una copia por fax a la galería.
«… y ahora una de las sonatas de Haydn que tanto le gustaban a Jeremy…».
La gente seguía hablando sin prestar atención al orador. Vilnius miró a Pendergast y, sacando una tarjeta del bolsillo, le dijo:
–Pues nada, encantado, señor Pendergast. –Se la dio–. Pase por mi estudio cuando quiera.
A continuación se volvió hacia la anciana y su acompañante, y antes de alejarse D'Agosta le oyó decir:
–No me explico lo deprisa que corren las noticias. En principio la crítica tenía que publicarse pasado mañana.
D'Agosta miró a Pendergast, cuya atención también estaba puesta en el grupo.
–Muy interesante –musitó el agente del FBI.
Volvieron a mezclarse con la gente. Una vez finalizado el discurso de De Vache, las conversaciones recuperaron su anterior volumen. También volvía a sonar el arpa, pero ahora el ruido de copas, comida y chismorreos impedía oír una sola nota.
De repente Pendergast salió disparado. D'Agosta vio que su objetivo era el director del museo, que bajaba del estrado.
Al verles, De Vache se detuvo.
–Ah, Pendergast… ¡No me diga que investiga el caso!
Pendergast asintió.
El francés apretó los labios.
–¿Oficialmente? ¿O eran amigos?
–Pero ¿Grove tenía amigos?
De Vache se rió.
–También es verdad. Jeremy desconocía el valor de la amistad. La mantenía a distancia. La última vez que le vi, que fue… déjeme pensar… en una cena, recuerdo que pidió a la persona que tenía delante (un hombre completamente inofensivo, viejo y con dentadura postiza) que no hiciera tanto ruido con los incisivos al comer, porque era un ser humano, no una rata. Más tarde alguien le manchó de salsa la corbata y él le preguntó si tenía algún parentesco con Jackson Pollock, el pintor expresionista abstracto. –Sir Gervase se rió–. ¡Eso en una fiesta! ¿Qué amigos puede hacer un hombre que suele hablar así?
Un grupo de señoronas cargadas de joyas llamó a sir Gervase, que pidió disculpas a Pendergast, hizo una señal con la cabeza a D'Agosta y se alejó. Pendergast reanudó su escrutinio de la sala, hasta fijar su mirada en un grupo cercano al arpa.
–Voilà –dijo–. El gran filón.
–¿Quiénes?
–Los tres que hablan juntos. Ellos y Vilnius, a quien acaba de conocer, eran los invitados de la última fiesta de Grove. Y la razón de que estemos aquí.
El primero en que se fijó D'Agosta fue un hombre de aspecto anodino y traje gris. Tenía al lado a una mujer de edad considerable, cubierta de polvos y carmín, vestida de tiros largos, recién salida de la manicura y la peluquería y a buen seguro que con una dosis de botox, última y frustrada tentativa de aparentar menos de sesenta años. Su collar de esmeraldas era tan grande que D'Agosta tuvo miedo de que el peso hiciera ceder sus escuálidos hombros. Sin embargo, la figura descollante del grupo era su tercer integrante, un hombre de una gordura descomunal, en cuyo magnífico traje gris perla no faltaban la faja de seda, los guantes blancos ni la cadena de oro.
–La mujer –murmuró Pendergast– es lady Milbanke, viuda del séptimo barón Milbanke. Dicen que tiene una lengua viperina, que bebe absenta y que nunca se cansa de organizar sesiones de espiritismo e invocar a los muertos.
–Por la pinta que tiene, no le iría mal que la invocaran a ella.
–Echaba de menos su incisivo sentido del humor, Vincent. El caballero orondo debe de ser el conde Fosco. Tengo referencias suyas desde hace mucho tiempo, pero nunca le había visto.
–Como mínimo pesa ciento cuarenta kilos.
–Observe, sin embargo, la agilidad de su porte. El hombre alto con traje gris es James Frederick, el crítico de arte de Art Antiques.
D'Agosta asintió.
–¿Nos metemos en la boca del lobo?
–Usted manda.
Pendergast se acercó rápidamente al grupo y, tras una descarada intromisión, cogió la mano de lady Milbanke y se la llevó a los labios.
Ella se ruborizó por debajo del maquillaje.
–Disculpe, pero ¿nos conocemos?
–Desgraciadamente, no –dijo Pendergast–. Me llamo Pendergast.
–Pendergast. ¿Y su amigo? ¿Es un guardaespaldas?
La pregunta suscitó algunas risitas en el grupo, a las que Pendergast se sumó antes de decir:
–En cierto modo.
–Si practica el pluriempleo –dijo el hombre alto, ese tal Frederick–, debería hacerlo sin uniforme. A fin de cuentas, esto es un funeral.
D'Agosta vio que Pendergast no se molestaba en corregirle acerca del supuesto pluriempleo, sino que, ignorando el comentario, hacía un gesto compungido con la cabeza.
–Qué pena lo de Grove, ¿verdad?
Todos asintieron.
–Se rumorea que celebró una fiesta la misma noche en que murió.
Reinó un repentino silencio.
–¡Caramba, señor Pendergast! –dijo lady Milbanke–. ¡Qué casualidad! Aquí donde nos ve, los tres asistimos a ella.
–¿De veras? Dicen que el asesino podría ser uno de los invitados.
–¡Qué emoción! –exclamó lady Milbanke–. Parece una novela de Agatha Christie. De hecho, todos teníamos motivos para querer eliminar a Grove. Al menos hasta hace poco. –Miró fugazmente a los demás–. Claro que no éramos los únicos, ¿verdad, Jason?
Lo preguntó en voz muy alta, haciendo señas a un joven con una copa de champán en la mano, una orquídea mustia en el ojal de su chaqueta beis y el pelo del color de la mermelada de naranja.
El joven se detuvo frunciendo el entrecejo.
–¿De qué habláis?
–Le presento a Jason Prince. –Lady Milbanke rió con picardía–. Le estaba diciendo al señor Pendergast, Jason, que en esta sala hay mucha gente con motivos para asesinar a Jeremy Grove. Tú tienes fama de celoso.
–Siempre diciendo chorradas –dijo Prince, ruborizado, y se alejó.
Lady Milbanke repitió su risa aguda.
–Y Jonathan, aquí presente, había recibido unos cuantos alfilerazos de Grove. ¿Verdad, Jonathan?
El hombre del pelo gris sonrió irónicamente.
–Éramos bastantes en el club.
–¿Verdad que dijo que eras la muñeca inflable de los críticos de arte?
El hombre ni siquiera pestañeó.
–Sí, era un hombre de expresiones pintorescas. De todos modos, Evelyn, creía que estábamos de acuerdo en que todo eso ya era agua pasada. Hace más de cinco años.
–¿Y el conde? Un sospechoso de primera fila. ¡Mírele! Se nota que guarda secretos muy oscuros. Ya se sabe que los italianos…
El conde sonrió.
–Los italianos somos gente retorcida.
D'Agosta miró al conde con curiosidad y quedó impresionado por sus ojos, de un gris oscuro, pero con la especial transparencia de las aguas profundas. Su pelo era gris, peinado hacia atrás; su piel, rosada como la de un bebé, a pesar de su edad, que debía de frisar los sesenta años.
–Y de mí no hablemos –añadió lady Milbanke–, porque podría decirse que era la que tenía más motivos. Habíamos sido amantes. Cherchez la femme.
D'Agosta, estremecido, se preguntó si eso era físicamente posible.
El crítico, Frederick, también debía de tener problemas a la hora de imaginárselo, porque se retiró.
–Perdón, pero tengo que hablar con alguien.
Lady Milbanke sonrió.
–Supongo que de tu nuevo cargo.
–Pues la verdad es que sí. Encantado de conocerle, señor Pendergast.
La conversación sufrió un breve impasse. D'Agosta vio que los ojos grises del conde observaban a Pendergast, y que en sus labios se insinuaba una sonrisa.
–Señor Pendergast –dijo el aristócrata–, ¿sería mucho pedir que nos dijera cuál es su interés oficial en el caso?
La única reacción de Pendergast fue meter una mano en el bolsillo de su chaqueta, sacar la cartera y abrirla lentamente y con veneración, como si fuera un joyero. La insignia dorada y plateada reflejó las luces del gran salón.
–Ecce signum! –exclamó el conde, alborozado.
Lady Milbanke retrocedió un paso.
–¿Policía?
–Agente especial Pendergast, del FBI.
La anciana la emprendió con el conde.
–¿Lo sabías y no me lo has dicho? ¡Acabo de convertirnos a todos en sospechosos!
Su tono ya no tenía nada de humorístico.
El conde sonrió.
–Nada más verle he sabido que formaba parte de las fuerzas del orden.
–Pues yo no le veo nada de agente del FBI.
El conde se volvió hacia Pendergast.
–Espero que la información de Evelyn le sea de utilidad.
–De gran utilidad –dijo Pendergast–. Había oído hablar mucho de usted, señor conde.
Fosco sonrió.
–Grove y usted fueron amigos mucho tiempo, ¿verdad?
–Compartíamos el amor a la música y al arte, así como a la máxima unión de ambas cosas: la ópera. ¿Es usted aficionado a la ópera, quizá?
–No.
–¿No? –El conde arqueó las cejas–. ¿Por qué?
–La ópera siempre me ha parecido vulgar e infantil. Prefiero la forma sinfónica; la música pura, despojada de aditivos como el decorado, el vestuario, el teatro, el sexo y la violencia.
Al principio D'Agosta creyó que el conde se había quedado mudo, pero después se dio cuenta de que reía en silencio, una risa traducida en convulsiones internas, y que duró bastante. A su término, Fosco se secó las comisuras de los ojos con un pañuelo y dio una palmadita de admiración.
–¡Vaya, vaya! Veo que es usted un hombre de opiniones firmes. –Tras un instante de silencio, se inclinó hacia Pendergast y empezó a cantar con una voz de bajo profundo que apenas se oía por encima del ruido de la sala:
Braveggia, urla! T'affretta
a palesarmi il fondo dell'alma ria!
Hizo una pausa y sonrió a todo el grupo, recuperando su postura erguida.
–Tosca, una de mis favoritas.
D'Agosta vio que los labios de Pendergast se tensaban un poco.
–¡Bravuconea, grita! –tradujo el agente–. ¡Date prisa en manifestarme el fondo de tu alma vil!
Todos enmudecieron ante lo que parecía un insulto al conde, pero este se limitó a sonreír.
–Bravo. Habla italiano.
–Ciprovo –dijo Pendergast.
–Amigo mío, si es capaz de traducir así a Puccini, yo diría que hace mucho más que intentarlo. Conque no le gusta la ópera… Esperemos que no sea igual de filisteo en otras cuestiones artísticas. ¿Ya ha tenido la oportunidad de admirar aquel Ghirlandaio? Sublime.
–Vayamos al grano –dijo Pendergast–. ¿Sería posible hacerle unas preguntas, señor conde?
El conde asintió.
–¿De qué ánimos estaba Grove la noche de su muerte? ¿Se encontraba preocupado? ¿Asustado?
–Sí, todo a la vez; pero venga, que así lo veremos más de cerca.
El conde se aproximó al cuadro, seguido por todos los demás.
–Conde Fosco, es usted una de las últimas personas que vieron con vida a Jeremy Grove. Le agradecería que me ayudase.
El conde dio otra palmadita.
–Disculpe mi aparente frivolidad. Quiero ayudarle. Sepa que siempre me ha fascinado su profesión. Soy un verdadero adicto a las novelas policíacas inglesas. Quizá sea para lo único que sirven los ingleses. Ahora bien, reconozco que no estoy acostumbrado a ser la persona investigada, y que no es una sensación muy agradable.
–Nunca lo es. ¿En qué se basa para decir que Grove estaba preocupado?
–Se levantaba cada pocos minutos y casi no bebió, contraviniendo sus costumbres. Unas veces hablaba muy fuerte, como si estuviera atontado, y otras lloraba.
–¿Sabe por qué estaba preocupado?
–Sí, por miedo al demonio.
Lady Milbanke dio una palmada debido al nerviosismo.
Pendergast miró a Fosco fijamente.
–¿Por qué lo cree así?
–Porque al despedirnos me formuló una petición muy particular. Como sabía que soy católico, me suplicó que le prestase mi cruz.
–¿Y?
–Se la presté. Reconozco que esta mañana, al leer el periódico, he temido un poco por su seguridad. ¿Cómo podría recuperarla?
–De ninguna manera.
–¿Por qué no?
–Porque forma parte de las pruebas.
–¡Ah! –dijo el conde, aliviado–. Pero en algún momento podré recuperarla, ¿no?
–Dudo que quiera, a menos que le interesen las piedras preciosas que contenía…
–¿Por qué lo dice?
–Porque está tan quemada y tan fundida que le costaría reconocerla.
–¡No! –exclamó el conde–. Era una reliquia familiar de un valor incalculable, transmitida a lo largo de doce generaciones. ¡Me la regaló mi nonno para mi confirmación! –Se dominó enseguida–. El destino es caprichoso, señor Pendergast; además de morir un día demasiado pronto para hacerme un importante favor, Grove se quedó una de mis herencias más preciadas y la hizo participar en su destrucción. Cosas de la vida. –Se frotó las manos–. Y ahora, si le parece, un intercambio de información. Yo ya he satisfecho su curiosidad. Satisfaga usted la mía.
–Lo siento, pero no puedo hablar del caso.
–¡No, querido amigo, si no me refiero al caso, sino a este cuadro! Me gustaría conocer su opinión.
Pendergast se volvió hacia el cuadro y dijo sin pensárselo dos veces:
–Detecto la influencia del Tríptico Portinari en las caras de los campesinos.
El conde Fosco sonrió.
–¡Qué genialidad! ¡Qué visión de futuro!
Pendergast inclinó un poco la cabeza.
–No me refiero a usted, amigo mío, sino al artista. Lo que asegura usted es toda una proeza, ya que Ghirlandaio pintó esta pequeña tabla tres años antes de que el Tríptico Portinari llegara de Flandes a Florencia.
Sonrió a su público.
Pendergast le miró sin perder la compostura.
–Ghirlandaio vio los estudios, que fueron enviados a la familia Portinari cinco años antes de la llegada del retablo. Me sorprende que desconozca el dato, señor conde.
La sonrisa de Fosco se borró unos instantes. Luego el conde dio una palmada de sincera admiración.
–¡Muy bien, muy bien! Parece que me ha vencido en mi propio terreno. Tenemos que conocernos mejor, señor Pendergast. Es usted excepcionalmente culto para ser un miembro de los carabinieri.