Siete

Acababa de caer la noche, y el hombre a quien se conocía simplemente como Wren recorría entre montones de basura la espaciosa calzada de la parte superior de Riverside Drive. A su izquierda se extendían las negras manchas de Riverside Park y el río Hudson, y a su derecha las moles de una serie de mansiones que en su día fueron lujosas, pero que ahora estaban vacías y abandonadas. La sombra de Wren saltaba de farola en farola, mientras el cielo perdía los últimos vestigios de color rojo sangre. A pesar del proceso de aburguesamiento que ascendía desde el sur de Manhattan, seguía siendo un barrio peligroso, en el que pocos se atrevían a circular tras la puesta de sol, pero Wren, por alguna razón (quizá el aspecto cadavérico de sus facciones, o su paso escurridizo y silencioso, o su melena blanca, más poblada de lo habitual en alguien de su edad), disuadía a los agresores.

Se detuvo ante una gran mansión de estilo Beaux Arts que ocupaba toda una manzana de Riverside Drive entre las calles Ciento treinta y siete y Ciento treinta y ocho, una mole de cuatro plantas rodeada por una valla alta, erizada de púas y cubierta de herrumbre. El jardín, con viejos arbustos de ailanto, estaba infestado de malas hierbas. El edificio parecía a punto de venirse abajo. Sus ventanas habían sido tapadas con láminas de cinc, sus tejas de pizarra estaban melladas, y al mirador le faltaba la mitad de los balaustres.

La puerta de hierro de la entrada estaba abierta. Wren se deslizó por la abertura sin la menor vacilación y tomó el camino de piedras que conducía a la puerta cochera, en cuyas esquinas el viento había acumulado basura en formas caprichosas. El espacio negro del otro lado de la entrada de carruajes dejaba entrever una puerta de roble de batiente único, adornada con grafitos, pero de apariencia sólida. Wren levantó una mano huesuda y dio dos golpes, separados por un intervalo.

El eco se perdió en la amplitud de los espacios interiores. Durante uno o dos minutos todo quedó en silencio, hasta que se oyó el chirrido de una gran cerradura y la puerta se abrió despacio, rechinando. La silueta de Pendergast se recortaba bajo una luz amarilla, con una mano en el tirador. El resplandor incandescente del recibidor acentuaba la palidez de sus facciones. Hizo pasar a Wren en silencio y cerró la puerta con llave.

Wren cruzó el vestíbulo de mármol y siguió al agente del FBI por una larga galería revestida de madera. Detuvo bruscamente sus pasos. No había visto la casa desde el último verano, en que había dedicado varias semanas a catalogar las nutridas colecciones de la mansión, mientras Pendergast pasaba sus vacaciones en Kansas, y entonces era una verdadera ruina tanto por dentro como por fuera: paneles arrancados, tablones levantados, yeso y listones a la vista… El resultado de una minuciosa búsqueda. Contando a Pendergast y a Wren, solo cuatro personas (no, cinco) conocían el resultado de esa búsqueda, y lo que significaba.

Ahora el revestimiento de castaño estaba recién pulido, las paredes alisadas y cubiertas de un discreto papel Victoriano, y una luz tenue se reflejaba en toda suerte de apliques de latón y cobre. La galería estaba llena de hornacinas y plintos de mármol que albergaban los especímenes de una espléndida colección: meteoritos, piedras preciosas, mariposas raras, fósiles de especies extinguidas… El interior de esa casa, un gabinete de curiosidades sin parangón, había recuperado el esplendor de un siglo atrás. Y sin embargo estaba destinado al mayor de los secretos.

–Me encanta cómo lo ha dejado –dijo, refiriéndose al conjunto de la sala con un movimiento de su mano.

Pendergast inclinó la cabeza.

–Parece mentira que lo haya hecho en tan poco tiempo. Hace dos meses esta casa era una ruina.

Pendergast se dirigió al fondo de la galería.

–Hace tiempo, mi familia disfrutó de los servicios de una serie de artesanos y de carpinteros cajún de Louisiana, que ahora han vuelto a demostrar su talento. Y eso que no estaban muy de acuerdo con el… entorno, por decirlo de algún modo.

Wren profirió una risita monocorde.

–No tengo más remedio que coincidir con ellos. Resulta un poco raro que se haya instalado usted aquí, teniendo un espléndido domicilio en el Dakota y… –Dejó la frase a medias, mientras la comprensión le hacía abrir los ojos–. A menos que…

Pendergast asintió.

–Sí, Wren, la razón es esa. Al menos una de ellas.

Habían accedido a la gran sala de recepciones, cuyo techo abovedado lucía una nueva pintura de color azul Wedgwood. Las paredes estaban cubiertas con vitrinas de cristal esmerilado, magníficos expositores para otra parte de la colección. El suelo de parquet estaba sembrado de pequeños esqueletos de dinosaurio y una serie de animales disecados. Wren tiró de la manga de Pendergast.

–¿Cómo está?

Pendergast detuvo sus pasos.

–Físicamente bien. Emocionalmente… todo lo bien que cabría esperar. Vamos progresando poco a poco. Ha pasado tanto tiempo…

Wren asintió en señal de comprensión, antes de introducir la mano en un bolsillo y sacar un DVD.

–Aquí tiene –dijo, dándoselo a Pendergast–. Un inventario completo de las colecciones de esta casa, catalogadas e indexadas lo mejor que he podido.

Pendergast asintió.

–Sigue pareciéndome increíble que el mayor gabinete de curiosidades del mundo esté bajo este techo.

–Es lógico que le sorprenda. Supongo que las piezas que le di le parecerían un pago suficiente por sus servicios.

–Sí, claro –susurró Wren–, más que suficiente.

–Recuerdo que tardó tanto en restaurar cierto libro de contabilidad indio que temí que su dueño empezara a inquietarse.

–El arte no entiende de plazos –dijo Wren, altanero–. Además, era tan bonito… Lástima que… En fin, el tiempo. El tiempo todo se lo lleva, como dijo Virgilio. Ahora mismo está destruyendo mis preciosos libros más deprisa de lo que soy capaz de restaurarlos.

El domicilio de Wren era el sótano número siete de la biblioteca central de Nueva York, el más bajo de todo el edificio, donde presidía una infinidad de libros deteriorados y sin catalogar, por cuyas interminables hileras nadie, salvo él, sabía moverse.

–Claro, claro. En ese caso, le aliviará saber que ha terminado su trabajo en esta casa.

–También habría inventariado la biblioteca, pero en cuanto a eso parece que ella lo tiene todo catalogado en la memoria.

Wren se permitió una risa amarga.

–El conocimiento que tiene de esta casa es notable. De hecho, ya le he encontrado una utilidad.

Wren le miró con curiosidad.

–He pensado pedirle que reúna el material de la biblioteca sobre Satanás.

–¿Satanás? Un tema muy amplio, hypocrite lecteur.

–Cierto, pero solo me interesa un aspecto: la muerte de seres humanos causada por el diablo.

–¿Se refiere a la venta del alma? ¿Al pago por los servicios prestados, y todo eso?

Pendergast asintió.

–Sigue siendo un tema muy amplio.

–No me interesa la literatura, Wren, solo las fuentes no narrativas. Las primarias. Preferiblemente, testimonios de primera mano y de testigos oculares.

–Ha pasado demasiado tiempo en esta casa.

–Me parece provechoso mantenerla ocupada. Como bien ha dicho usted, conoce al dedillo los fondos de esta biblioteca.

–Ajá.

La mirada de Wren se desvió hacia la puerta del fondo de la sala.

Pendergast se dio cuenta.

–¿Quiere verla?

–¿Le sorprende? Después de lo que pasó en verano, soy prácticamente su padrino. Olvida usted mis funciones.

–No olvido nada. Siempre estaré en deuda con usted, aunque solo sea por eso.

Fueron las últimas palabras de Pendergast antes de acercarse a las puertas del fondo y abrirlas en silencio.

Al mirar al otro lado, los ojos amarillos de Wren se iluminaron. Al fondo había una suntuosa y nutrida biblioteca compuesta por un sinfín de estanterías. Los libros llegaban hasta el techo; reflejaban en sus lomos la cálida luz de una chimenea. En el suelo, cubierto por una alfombra persa, había media docena de pequeños sofás y sillones de orejas, en uno de los cuales una joven hojeaba un gran volumen de litografías de Piranesi. Llevaba un delantal, un vestido blanco y medias negras. Cuando pasó la página siguiente, la luz del fuego iluminó sus gráciles extremidades y su pelo y ojos negros. Cerca de ella había una mesa baja con servicio de té para dos personas.

Pendergast carraspeó discretamente, haciendo que la joven levantase la cabeza. Al verles, una chispa de miedo atravesó sus ojos, pero su expresión demostró enseguida que los había reconocido. Entonces dejó el libro, se levantó, alisó su delantal y esperó a que se acercaran.

–¿Cómo estás, Constance? –dijo Wren, con toda la dulzura que podía tener su áspera voz.

–Muy bien, gracias, señor Wren. –Constance hizo una pequeña reverencia–. ¿Y usted?

–Ocupadísimo. Mis libros consumen todo mi tiempo.

–Pero ¿se puede hablar con resentimiento de esa noble ocupación?

El tono de Constance era serio, pero sus labios se curvaron en un amago de sonrisa. ¿Pícara? ¿Condescendiente? Wren no tuvo tiempo de averiguarlo.

–¡No, no, claro que no! –Trató de no mirarla fijamente. ¿Cómo podía haber olvidado su voz pausada y su lenguaje pintoresco? ¿Y esos ojos, al mismo tiempo ancianos y enmarcados por un rostro joven y hermoso? Carraspeó–. Bueno, Constance, cuéntame a qué dedicas el tiempo.

–Llevo una vida tranquila. Por la mañana leo latín y griego bajo la dirección de Aloysius. Las tardes las reservo para mí. Suelo pasarlas en la biblioteca, corrigiendo alguna etiqueta mal puesta.

Wren miró fugazmente a Pendergast.

–Después, a última hora, tomamos el té y Aloysius acostumbra a leerme los periódicos. Después de cenar, practico con el violín. Aloysius tiene la delicadeza, ingenuo de él, de hacerme creer que mi técnica es aceptable.

–El doctor Pendergast es sincero como pocos.

–Digamos que tiene más tacto que la mayoría.

–No entraré en discusiones. En todo caso, me encantaría oírte tocar alguna vez.

–Sería un placer.

Constance hizo otra reverencia. Wren asintió y se dispuso a salir, pero Constance le llamó.

–¿Señor Wren?

Wren se volvió con una pregunta en sus pobladas cejas.

Constance sostuvo su mirada.

–Gracias otra vez. Por todo.

Pendergast cerró suavemente las puertas de la biblioteca y regresó con Wren a las galerías, llenas de ecos.

–¿Le lee el periódico? ¿A ella? –preguntó Wren.

–Artículos seleccionados, como comprenderá. Me ha parecido la manera más fácil de lograr una… ¿cómo se lo diría? Una descompresión social. Ya hemos llegado a la década de 1960.

–¿Y los… merodeos nocturnos de Constance?

–Ahora que está a mi cuidado ya no necesita salir a buscar nada. Y ya he decidido dónde hará su recuperación: en la finca de mi tía, que ahora está vacía, a orillas del Hudson. Si se administra con cuidado, debería ser una buena manera de acostumbrarla otra vez al sol.

–El sol… –Wren repitió despacio la palabra, como si la paladeara–. Después de lo ocurrido, me sigue pareciendo imposible que haya permanecido aquí, tanto tiempo, en los túneles del río. De hecho, aún no sé por qué me reveló su presencia.

–Quizá porque le tomó confianza. Tenga en cuenta que le vio trabajar durante mucho tiempo, todo el verano, y que pudo observar su amor por las colecciones, que para ella también poseen un valor incalculable. A menos que hubiera llegado al extremo de necesitar a toda costa algún contacto humano, más allá del riesgo que significara.

Wren negó con la cabeza.

–Pero ¿está seguro de que solo tiene diecinueve años? ¿Seguro al cien por cien?

–Es una pregunta más difícil de lo que parece. Físicamente, su cuerpo es el de una persona de diecinueve años.

Habían llegado a la puerta principal. Wren esperó a que Pendergast sacase la llave.

–Gracias, Wren –dijo el agente del FBI mientras abría la puerta y dejaba entrar el aire de la noche, cargado de rumores de tráfico.

Wren cruzó el umbral, vaciló un momento y se volvió.

–¿Ya ha decidido qué hará con ella?

Al principio Pendergast no contestó. Después asintió en silencio.