Embutido en el cuero blanco de un Rolls Royce Silver Wraith del 59, D'Agosta tenía la sensación de haber sido engullido por la ballena blanca del capitán Ahab. ¡Y con chófer, además! Estaba claro que Pendergast había ascendido mucho de categoría desde los malos tiempos de los crímenes del museo, ya que entonces conducía un Buick moderno, propiedad del FBI. Tal vez se le hubiera muerto algún pariente, dejándole unos miles de millones. Le miró. O quizá, simplemente, ya no se molestaba en fingir.
El coche circulaba por la carretera número 9, siguiendo un tramo muy bonito del valle medio del Hudson, al norte de Poughkeepsie. Después de tantos meses entre dunas y matojos, las verdes colinas suponían un alivio para la vista. D'Agosta distinguió varias mansiones antiguas a cierta distancia de la carretera, asomadas al río o rodeadas de árboles. Algunas tenían letreros que las identificaban como monasterios o lugares de retiro, mientras que otras parecían seguir en manos privadas. Hacía calor, pero el otoño ya insinuaba algunas pinceladas en los árboles que poblaban las suaves laderas.
El coche redujo su velocidad y enfiló un largo camino de tierra hasta frenar silenciosamente ante una puerta cochera de ladrillo rojo. Al bajar del coche, D'Agosta vio que habían llegado a una gran mansión de estilo flamenco. El estrecho campanario que la flanqueaba parecía una adición posterior. Al otro lado de la casa había un prado muy cuidado que bajaba hacia el Hudson. Una placa atornillada en la fachada informaba de que el edificio había sido construido en 1874 y de que figuraba en la lista de monumentos históricos del Registro Nacional de Lugares Históricos.
Les abrió la puerta un monje encapuchado, con su hábito marrón y un cordón de seda atado a la cintura. Sin decir nada, les hizo pasar a una elegante sala que olía a antigüedad y cera de suelos. Pendergast hizo una reverencia y le entregó una tarjeta. El monje asintió con la cabeza y les indicó que le siguieran. Un pasillo con muchos recodos les condujo hasta una habitación espartana, con paredes encaladas y sin mobiliario, a excepción de un crucifijo y dos hileras enfrentadas de sillas de madera. Cerca de las vigas vistas, una ventana dejaba penetrar una franja de luz.
El monje se retiró con una inclinación. Poco después apareció otra figura en la puerta. También llevaba un hábito de monje, pero cuando se bajó la capucha, D'Agosta descubrió con sorpresa a un hombre de más de un metro ochenta de estatura, ancho de hombros y cuadrado de mandíbula, con un brillo muy vivo en sus ojos negros. En ese momento oyó un toque lejano de campanas que, por alguna razón, le produjo escalofríos.
–Soy el padre Bernard Cappi. Bienvenidos a la cartuja de Hyde Park. Aquí rige el voto de silencio, pero una vez a la semana nos reunimos en esta sala para hablar. La llamamos Sala de Disputas, porque es donde nos quejamos. En una semana de silencio se acumula mucho rencor.
Alzó su hábito para sentarse.
–Le presento a mi colega, el sargento D'Agosta –dijo Pendergast, siguiendo el ejemplo del monje. –Es posible que también desee hacerle preguntas.
–Encantado de conocerle.
El sacerdote estrujó la mano de D'Agosta, que pensó: «Éste no es ningún corderito de Dios». Luego el sargento se sentó en una silla, pero fue incapaz de encontrar una postura cómoda. La sala era fría y húmeda, a pesar del día soleado. A él que no le buscaran para monje.
–Mis más sinceras disculpas por esta intromisión –dijo Pendergast.
–No pasa nada. Espero poder ayudarles. Ha sido tan trágico…
–No le haremos perder más tiempo de lo necesario. Podríamos empezar por la llamada telefónica.
–Ya se lo he contado a la policía; la recibí en mi domicilio a las tres y diez de la madrugada (lo sé por el contestador), pero no estaba en casa porque cada año me retiro dos semanas aquí. Al levantarme miro si hay mensajes; la regla no lo permite, pero mi madre es muy mayor. Salí inmediatamente para Long Island, pero claro, ya era demasiado tarde.
–¿Por qué le llamó?
–Es una pregunta complicada, que necesita una respuesta muy larga.
Pendergast le invitó a contestar con un gesto de la cabeza.
–Jeremy Grove y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, desde que fuimos compañeros de facultad en la Universidad de Columbia. Yo me dediqué al sacerdocio, y él se fue a Florencia a estudiar arte. En esa época éramos los dos… digamos que no muy religiosos en el sentido habitual de la palabra. Los dos estábamos espiritualmente intrigados. Nos pasábamos toda la noche discutiendo sobre cuestiones de fe y de epistemología, sobre la naturaleza del bien y del mal y todas esas cosas. Yo me fui a estudiar teología a Mount Saint Mary's, pero seguimos siendo amigos, y unos años después oficié su matrimonio.
–Ajá –murmuró Pendergast.
–Grove se quedó en Florencia. Le visité varias veces. Vivía en una villa muy bonita de las colinas del sur de la ciudad.
D'Agosta carraspeó.
–¿De dónde sacaba el dinero?
–Es una historia interesante, sargento. Compró un cuadro en una subasta de Sotheby's atribuido a un seguidor tardío de Rafael, pero consiguió demostrar que era obra del propio maestro y lo vendió al museo Getty por treinta millones de dólares.
–No está mal.
–No, la verdad es que no. El caso es que en Florencia Grove se volvió muy devoto, en un sentido intelectual, como ocurre con algunas personas, y le gustaba debatir conmigo. Los intelectuales católicos existen, señor Pendergast, y Grove respondía a esa descripción.
Pendergast asintió.
–Era muy feliz en su matrimonio. Adoraba a su mujer, pero ella le dejó de la noche a la mañana y se fugó con otro hombre. Me quedo corto si les digo que estaba desolado. La palabra indicada sería destrozado. Y concentró toda su ira contra Dios.
–Entiendo –dijo Pendergast.
–Se sintió traicionado por Dios, y se volvió… Ni ateo ni agnóstico, eso sería mentira. Digamos que se peleó con Dios. Se embarcó deliberadamente en una vida de pecado y violencia contra Dios, que en realidad era una vida de violencia contra lo más elevado de su propio ser. Se hizo crítico de arte. La crítica es una profesión que da cierta licencia para la práctica del vicio, fuera de los límites del comportamiento civilizado normal. ¿Verdad que por regla general nadie le dice en privado a otra persona que el cuadro que ha pintado es una porquería repugnante? Pues al crítico no le importa pronunciarse públicamente en esos términos, como si cumpliera una misión de alto calado moral. No existe ninguna profesión más innoble que la de crítico, como no sea la del médico que asiste a las ejecuciones.
–En eso tiene razón –dijo D'Agosta, convencido. –Los que no saben crear dan clases, y los que no dan clases critican.
El padre Cappi se rió.
–Muy cierto, sargento D'Agosta.
–El sargento D'Agosta escribe novelas de misterio –explicó Pendergast.
–¿De verdad? A mí me encantan las novelas policíacas. Dígame un título.
–El último que ha escrito es Ángeles del Purgatorio.
–Lo compraré enseguida.
D'Agosta masculló una palabra de agradecimiento. Era el segundo mal rato que pasaba en ese día. Tendría que comentarle a Pendergast que hablara menos de su frustrada carrera de escritor.
–Me limitaré a decir –siguió explicando el sacerdote– que Grove era un crítico magnífico. Se rodeó de las personas más viles, egoístas y crueles que encontraba. Todo lo que hacía era excesivo: la bebida, la comida, el sexo, el dinero, el chismorreo… Organizaba cenas dignas de un emperador romano, y salía mucho en televisión para cargarse al artista de turno, siempre con mucho encanto, claro. Sus artículos del New York Review of Books tenían verdaderos adictos. Naturalmente, lo mejorcito de la sociedad de Nueva York lo mimaba.
–Y ¿qué fue de la relación entre ustedes dos?
–Grove no podía perdonarme lo que representaba. Nuestra relación no tenía futuro. Así de sencillo.
–¿Cuándo ocurrió? –preguntó D'Agosta.
–Su mujer lo dejó en 1974, y yo me distancié de él poco después. Desde entonces no tengo noticias suyas. Bueno, hasta esta mañana.
–¿Y el mensaje?
El sacerdote sacó una minigrabadora de su bolsillo.
–He hecho una copia antes de entregársela a la policía.
La levantó con una mano y la puso en marcha. Se oyó un pitido.
–«¿Bernard? ¡Bernard! Soy Jeremy Grove. ¿Me oyes? ¡Coge el teléfono, por Dios!».
La voz era aguda, forzada y estridente.
–«Oye, Bernard, tienes que venir. Ven ahora mismo. Southampton, el número 17 de Dune Road. Es… es horrible. Trae una cruz, una Biblia y agua bendita. ¡Bernard, por Dios, que viene a buscarme! ¿Me oyes? ¡Viene a buscarme! Tengo que confesarme. Necesito el perdón, la absolución… Bernard, coge el teléfono, por el amor de Dios…».
Interrumpida por el límite de tiempo del contestador, la voz ronca de Grove quedó flotando en la sala desnuda y encalada. D'Agosta sintió un escalofrío de miedo.
–Vaya –dijo Pendergast tras unos instantes. –Me gustaría conocer su opinión, padre.
El padre Cappi estaba muy serio.
–Yo creo que se veía encima la condenación.
–¿La condenación? ¿O el demonio?
Cappi, incomodado, se movió en la silla.
–Por alguna razón, Jeremy Grove supo que su muerte era inminente y quiso obtener el perdón antes del final. Para él resultó ser más importante que llamar a la policía. Como ve, nunca dejó de ser creyente.
–¿Conoce los indicios físicos que han aparecido en el lugar del crimen? ¿La quemadura en forma de pezuña, los restos de sulfuro y el peculiar calentamiento del cadáver?
–Sí, me lo han dicho.
–Y ¿cómo lo explica?
–Como la obra de un mortal. El asesino de Grove quería dejar claro el tipo de hombre que fue Grove; de ahí la pezuña, el azufre y todo lo demás.– El padre Cappi guardó la grabadora en el hábito. –El mal no tiene nada de misterioso, señor Pendergast. Nos rodea constantemente. Yo lo veo a diario. Además, dudo mucho que el auténtico demonio, sea cual sea la forma que adopte, quisiera atraer una atención tan inoportuna hacia su modo de obrar.