Vincent D'Agosta siguió a Pendergast y Braskie por el césped. No muy lejos de allí, en un gran patio umbrío, la brigada de homicidios de South Fork había instalado un improvisado centro de interrogatorio, con una cámara de vídeo. Salvo la criada que había encontrado el cadáver, no había mucha gente a quien interrogar, pero fue ese patio el objetivo que Pendergast eligió para sus pasos, tan veloces que D'Agosta y Braskie casi tuvieron que correr para no quedarse rezagados.
El inspector jefe de East Hampton se levantó. D'Agosta no le conocía. Era bajo y moreno, con ojos grandes y pestañas largas.
–El inspector Tony Innocente –dijo Braskie–. Y este es el agente especial Pendergast, del FBI.
Innocente se levantó con la mano tendida.
La criada estaba sentada al otro lado de la mesa. Era una mujer de baja estatura y aspecto imperturbable. Teniendo en cuenta que acababa de descubrir un cadáver, se la veía muy en su lugar, con la excepción de cierto brillo de desasosiego en los ojos.
Pendergast le hizo una reverencia y le ofreció la mano.
–Agente Pendergast.
–Agnes Torres –dijo ella.
–¿Me permite?
Pendergast dirigió una mirada inquisitiva a Innocente.
–Adelante, adelante. Le aviso que la cámara está en marcha.
–Señora Torres…
–Señorita.
–Gracias. Señorita Torres, ¿cree usted en Dios?
Innocente y los otros inspectores se miraron. El silencio resultaba incómodo.
–Sí –dijo ella.
–¿Es usted católica practicante?
–Sí.
–¿Cree en el demonio?
Otra larga pausa.
–Sí, también.
–Y supongo que ha sacado conclusiones de lo que ha visto en la casa; ¿me equivoco?
–Las he sacado, sí –dijo la mujer con tanta rotundidad que D'Agosta sintió un escalofrío.
–Pero ¿usted considera que las creencias de esta señora tienen alguna importancia? –intervino Braskie.
Pendergast le miró con unos ojos grises y desapasionados.
–Nuestras creencias condicionan lo que vemos, teniente –volvió a dirigirse a la criada–. Gracias, señorita Torres.
Se encaminaron hacia la puerta lateral de la casa. El policía que la abrió hizo una señal con la cabeza al teniente. Cuando estuvieron los tres en el vestíbulo, Braskie se detuvo.
–Aún no tenemos claro cómo entraron y salieron –dijo–. La verja estaba cerrada con llave, y hay alarmas por toda la finca. El jardín tiene sensores de movimiento activados por teclado. Estamos averiguando quién tenía los códigos. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas con llave y conectadas a alarmas. Dentro de la casa hay detectores de movimiento, sensores de infrarrojos y láseres. Hemos comprobado el sistema de alarma y funciona perfectamente. Observará que el señor Grove tenía una colección de arte bastante valiosa, pero no hemos constatado que falte nada.
Pendergast miró con admiración una de las pinturas que tenía cerca. A D'Agosta le pareció un cruce entre un cerdo, unos dados y una mujer desnuda.
–Anoche el señor Grove celebró una fiesta. Poca gente, cinco invitados en total.
–¿Tienen la lista?
Braskie miró a D'Agosta.
–Pídasela a Innocente.
Pendergast detuvo al sargento con una mano.
–Preferiría que el sargento se quedase, teniente, siempre que tenga a otro agente disponible…
Tras una mirada de recelo a D'Agosta, el teniente hizo señas a otro agente de la sala.
–Siga, por favor.
–Que sepamos, a las doce y media ya no quedaba ningún invitado. Se fueron casi todos al mismo tiempo. Desde ese momento hasta las siete y media de esta mañana, Grove estuvo solo.
–¿Saben la hora de su muerte?
–Todavía no. El forense aún no ha bajado. Sabemos que a las tres y diez de la madrugada estaba vivo, porque es cuando llamó a un tal padre Cappi.
–¿Grove llamó a un sacerdote?
Pendergast parecía sorprendido.
–Parece ser que eran amigos desde hacía mucho tiempo, pero no se habían visto en treinta o cuarenta años. Se distanciaron por alguna razón. De todos modos no tiene importancia, porque a Grove le saltó el contestador.
–Necesitaré una copia del mensaje.
–Cuente con ella. Grove estaba histérico. Quería que el padre Cappi fuera a verle enseguida.
–¿Con una Biblia, una cruz y agua bendita, por casualidad? –preguntó Pendergast.
–Veo que ya estaba al corriente de la llamada.
–No, ha sido una simple suposición.
–El padre Cappi llegó a las ocho de la mañana. Salió de su casa nada más oír el mensaje, pero, claro, ya era demasiado tarde, y solo ha podido administrar los últimos sacramentos al cadáver.
–¿Ya han interrogado a los invitados?
–Declaraciones preliminares. Por eso sabemos a qué hora terminó la fiesta. Se ve que ayer por la noche Grove no estaba muy en forma. Se encontraba nervioso, hablaba mucho, y a algunos de los invitados les pareció asustado.
–¿Es posible que alguien se quedara, o que volviera a la casa disimuladamente después de que se marcharan los demás?
–Estamos investigando en esa dirección. El señor Grove tenía gustos sexuales… digamos que… pervertidos.
Pendergast arqueó las cejas.
–¿En qué sentido?
–Le gustaban los hombres y las mujeres.
–¿Y los gustos sexuales pervertidos?
–Lo que acabo de decirle: hombres y mujeres.
–¿Quiere decir que era bisexual? Tengo entendido que esas tendencias las comparte el treinta por ciento de los hombres.
–Pues en Southampton no.
D'Agosta tosió para aguantarse la risa.
–Le felicito, teniente. ¿Qué le parece si pasamos al lugar del crimen?
Braskie se volvió y les condujo al interior de la casa, donde el olor peculiar que D'Agosta notó en el jardín era mucho más intenso. Cerillas, fuegos artificiales, pólvora… ¿Qué era exactamente? También había otros olores, de madera quemada y de algún asado fuerte que recordó a D'Agosta la carne de oso que le trajo un amigo, y que intentó asar en su casa de los alrededores de Invermere, en la Columbia Británica. A su mujer le dio tanto asco que se fue, y acabaron pidiendo una pizza.
Subieron al primer piso, cruzaron un pasillo con vanos ángulos y llegaron a otra escalera.
–Esta puerta estaba cerrada –dijo Braskie–. La abrió el ama de llaves.
La escalera, estrecha y ruidosa, les condujo al último piso, a un largo pasillo con varias puertas a ambos lados. Al fondo había otra puerta abierta, por la que salía mucha luz. D'Agosta respiró por la nariz.
–La puerta de la habitación del fondo también estaba cerrada, como la ventana –añadió Braskie–. Parece que el difunto la bloqueó desde dentro con toda clase de muebles.
Cruzó el umbral, seguido por Pendergast y D'Agosta. La peste era insoportable.
Se trataba de un pequeño dormitorio, que seguía la forma del tejado y se asomaba a Dune Road por una sola buhardilla. Jeremy Grove yacía en la cama del fondo, vestido de pies a cabeza, aunque la ropa tenía algunos cortes para que pudiese investigar el forense. Este último se hallaba al pie de la cama, de espaldas, tomando notas en una tablilla.
D'Agosta se secó la frente. Por alguna razón (el sol en el tejado o la intensidad de las luces) el ambiente era asfixiante. El olor a carne mal asada se le pegaba como un sudor aceitoso. Se quedó en la puerta, mientras Pendergast, con el cuerpo en tensión como el de un águila, circundaba el cadáver y lo examinaba desde todos los ángulos posibles. Su expresión de avidez resultaba inquietante.
El muerto yacía con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre, y las manos apretadas. Su carne tenía un color extraño, como de sebo, y una textura anómala; pero lo que hizo que D'Agosta apartase la vista fue la expresión de su rostro, un rictus de terror y sufrimiento. En sus largos años de policía en Nueva York, D'Agosta había acumulado una biblioteca breve, pero ingrata, de imágenes en su cabeza, que no olvidaría mientras viviese. Pues bien, acababa de incorporar una más.
El forense empezó a guardar los instrumentos, mientras dos ayudantes recién llegados se disponían a meter el cadáver en una bolsa y subirlo a una camilla. En el suelo había otro policía cortando un trozo de tablón con una quemadura.
–Doctor… –dijo Pendergast.
Cuando el forense se volvió, D'Agosta se sorprendió al ver a una mujer con el pelo escondido bajo la gorra, una rubia joven y muy atractiva.
–Dígame.
Pendergast le mostró su identificación.
–FBI. ¿Me permite que la moleste con algunas preguntas?
La forense asintió.
–¿Ya ha determinado la hora de la muerte?
–No, y puedo decirle que será difícil hacerlo.
Pendergast enarcó las cejas.
–¿Porqué?
–Nos hemos dado cuenta de que no sería fácil determinarlo al extraer la sonda anal a una temperatura de ciento ochenta grados.
–Es lo que iba a explicarle –dijo Braskie–. No sé cómo, pero han calentado el cadáver.
–Correcto –dijo la doctora–. El calentamiento más fuerte ha sido por dentro.
–¿Por dentro? –preguntó Pendergast.
D'Agosta estaba seguro de haber percibido una nota de incredulidad en su voz.
–Sí. Es como si… como si hubieran asado el cadáver desde dentro hacia fuera.
Pendergast miró fijamente a la forense.
–¿Había alguna señal de quemaduras o lesiones superficiales en la piel?
–No. Por fuera, el cadáver prácticamente no presenta marcas. Está completamente vestido, y con la piel sin desgarros ni morados, a excepción de una quemadura bastante peculiar en el cuello.
Pendergast guardó silencio.
–¿Cómo es posible? ¿Un ataque de fiebre?
–No. La temperatura inicial del cadáver rozaba los cincuenta grados, demasiado para tratarse de algo biológico. A esa temperatura, la carne se asa parcialmente. El proceso de cocción ha trastocado por completo todos los indicios habituales para determinar la hora de la muerte. La sangre se ha cuajado en las venas. Se ha solidificado. A esas temperaturas, las proteínas de los músculos empiezan a desnaturalizarse; ya no hay rigor mortis, y además, como la temperatura ha destruido casi todas las bacterias, no se ha producido ninguna descomposición apreciable. Tampoco hay autolisis, porque no se produce la digestión enzimática espontánea habitual. Ahora mismo, lo único que puedo decir es que ha muerto entre las tres y diez de la madrugada, hora en que por lo visto hizo una llamada telefónica, y las siete y media, cuando han descubierto su cadáver. Claro que eso es una consideración que no tiene nada de médica.
–¿Eso de ahí es la quemadura de la que hablaba?
Pendergast señaló el pecho del muerto. La piel cetrina tenía grabada a fuego la marca inconfundible de una cruz.
–Cuando le encontraron, llevaba una cruz al cuello; una cruz muy cara, a juzgar por su aspecto, pero el metal estaba parcialmente fundido, y la madera se había quemado. Al parecer tenía brillantes y rubíes engastados, que han aparecido entre las cenizas.
Pendergast asintió lentamente. Al cabo de un momento, dio las gracias a la doctora y dirigió su atención hacia el hombre que trabajaba en el suelo.
–¿Me permite?
El agente retrocedió. Pendergast se puso de rodillas a su lado.
–¿Sargento?
D'Agosta se aproximó a él, seguido rápidamente por Braskie.
–¿Qué le parece?
D'Agosta miró la imagen grabada a fuego en el suelo. Aunque el contorno estuviera lleno de fisuras y ampollas, se distinguía claramente la marca de una enorme pezuña, profundamente grabada en la madera.
–Parece que el asesino tenía sentido del humor –murmuró D'Agosta.
–Pero ¿usted cree que se trata de una broma, mi querido Vincent?
–¿Usted no?
–No.
D'Agosta sintió que Braskie le observaba. El «mi querido Vincent» no le había sentado nada bien. Entretanto, Pendergast se había puesto de cuatro patas y olisqueaba el suelo al igual que un perro. De repente sacó una probeta y unas pinzas de sus bermudas y recogió una partícula marrón, que se acercó a la nariz antes de ofrecérsela al teniente.
Braskie frunció el entrecejo.
–¿Qué es?
–Azufre, teniente –dijo Pendergast–. El clásico azufre del Antiguo Testamento.