Condujo sin rumbo por la ciudad. No quería volver a Birkenhof, le daban miedo la casa desierta y la soledad. No podía reprocharle nada a Henning. Al fin y al cabo, fue ella quien lo dejó, y no al revés. ¡Qué tonta había sido por entrar de aquel modo en el piso! Aunque las lágrimas le resbalaban por las mejillas, de pronto le entró una risa casi histérica. ¡Qué situación más embarazosa!
¿Lo estaría intentando otra vez Henning con Löblich? En ese preciso instante sonó su móvil. ¡Era Henning! Así que nada de segunda intentona. Pia ignoró el insistente sonido, y al final él pareció darse cuenta de que no iba a responder, de manera que recurrió al mensaje. Presa de la curiosidad, Pia comprobó que el sms que acababa de recibir era de Lukas, no de Henning. «¿Está despierta? Me gustaría hablar con usted. No puedo dormir. Lukas».
Lukas. Él y Christoph Sander se colaban alternativamente en sus sueños sin que ella pudiera impedirlo. Dado que Henning le había fallado como compañía para combatir la soledad, Lukas se le antojó una buena alternativa.
Media hora después Lukas se encontraba sentado a la mesa de la cocina de Pia. Estaba pálido, y tenía los ojos inexpresivos y enrojecidos de llorar. Pia le preparó unos huevos revueltos y le cortó dos rebanadas de pan. Le puso el plato delante y vio que comía con apetito y miraba cada bocado antes de llevárselo a la boca. Así comían solo los hijos únicos, no los que tenían muchos hermanos, que siempre temían quedarse con hambre. Lukas comió tranquilamente, y su rostro recuperó algo de color.
—Gracias —dijo después de dejar limpio el plato con un trozo de pan—. A cambio, friego yo.
—Tengo lavavajillas —sonrió ella—. Tú mejor cuídate ese brazo. ¿Todavía te duele?
—Va tirando —contestó él—. Me gustaría tomar algo. ¿Preparo unas copas?
—No tengo muchas bebidas.
—¿Puedo echar un vistazo?
—Claro.
Lukas abrió la nevera y los armarios y sacó una botella de vodka, zumo de tomate y una botellita de Tabasco.
—¿Un Bloody Mary? —propuso.
—Por qué no.
Mientras preparaba el cóctel y machacaba con insistencia cubitos de hielo, Pia se encendió un cigarrillo. Ya se le había pasado el trauma de ver el trasero desnudo de Henning entre los muslos de una desconocida, y en compañía de Lukas se sentía mejor. Aunque el año anterior había tratado de convencerse de lo contrario, tenía que admitir que lo suyo no era vivir sola. Lukas le contó los planes que tenían él y Jo, y poco después brindaban y bebían el Bloody Mary. Luego tomaron el segundo y un tercero. Estaba muy bueno, y las sombras del miedo se empequeñecieron y perdieron importancia.
—¿Se le daba bien a Jo la informática? —quiso saber Pia.
—Sí, bastante bien —contestó el chico—. Él y Franjo aprendieron mucho.
—Entonces, tú y Tarek sois los mejores, ¿no?
—Yo soy mejor —afirmó sin falsa modestia—. Porque todavía no me han pillado.
—Ya. ¿Y a Tarek sí?
—Pensaba que habíais metido todos los nombres en los ordenadores. —Lukas arrugó la frente, asombrado—. Hace cinco años Tarek creó un gusano informático que paralizó ordenadores y redes de medio mundo. Microsoft le puso un buen precio a su cabeza, y un colega lo delató. Se pasó ocho meses en la cárcel, y el resto, en libertad vigilada.
A Pia le costaba ver a Tarek, el jardinero tostado por el sol, como pirata informático.
—Entonces, ¿tú también has hecho algo ilegal?
Lukas sonrió y le ofreció a Pia otra copa.
—Antes. Solía meterme en ordenadores ajenos, y tengo como cincuenta virus, gusanos y troyanos —reconoció—, pero no los he utilizado. A mí lo que me interesaba era encontrar fallos de seguridad. No soy de los que destrozan cosas a mala leche.
—¿No es muy difícil hacer esas cosas?
—Para mí, no —afirmó el muchacho—. Me encantan los retos.
—«Haz un descubrimiento de miedo» —dijo Pia, recordando la frase que había leído en la foto panorámica.
Lukas dejó de sonreír.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—Lo leí hoy en vuestra empresa —explicó ella—. Estaba en esa foto panorámica, la misma que tienes en tu habitación. ¿Qué significa?
—Nada. Es publicidad para un juego de internet. Que ya está prohibido.
De repente Pia se acordó de lo que Kai Ostermann le había contado no hacía mucho: Double Life, el juego prohibido. Sí, eso era lo que decía luego, algo con Double Life.
—Double Life —dijo en voz alta.
—¿Conoce el juego? —Lukas movía su cóctel.
—En la página web de Svenja había un link a Double Life. —Pia asintió—. Un compañero me habló de él. La Interpol anda buscando el servidor.
—Sí. —Lukas se echó hacia atrás en su silla y la miró fijamente—. Por eso es tan popular. Mis amigos siguen jugando.
Pia ató algunos cabos mentalmente.
—¿Dean Corso y Boris Balkan?
—Los mismos. —Lukas sonrió divertido—. Hace poco, en el castillo, los chicos se llevaron un susto de muerte cuando mencionó usted esos nombres.
De pronto se oyó un chasquido y los plomos volvieron a fundirse. Pia se levantó y se dio cuenta de que había bebido demasiado. Buscó a tientas la caja de fusibles y soltó una risita al dar un traspié. No hubo manera: al cabo de tres segundos, los plomos saltaron de nuevo.
—¡Mierda! —Pia volvió a su sitio tanteando—. Tengo velas en alguna parte.
Lukas le dio luz con el mechero, y Pia fue abriendo cajones hasta encontrar un paquete de velas. Encendió unas cuantas y las dejó en la mesa de la cocina.
—Muy romántico —aprobó Lukas, risueño.
Su forma de mirarla le hizo recordar a Pia sus tentativas de seducirla.
—Creo que será mejor que te lleve a casa —le susurró.
—Con cuatro Bloody Marys no pienso dejarla conducir —objetó él—. Ni hablar.
—Es verdad —admitió Pia—. Estoy borracha.
En realidad se alegraba de que el chico estuviera allí. Su presencia en casa hacía que los plomos fundidos no le resultaran amenazadores.
—Voy por unas sábanas. Te puedes quedar en el sofá.
El cementerio principal de Kelkheim había visto algunos entierros multitudinarios, pero el de Hans-Ulrich Pauly superó con creces la capacidad del amplio aparcamiento. Esa calurosa tarde de viernes había coches aparcados hasta debajo del puente que conducía al valle de Schmiehbach. El cielo estaba despejado y era de un azul soberbio, en el que uno podía zambullirse. Bodenstein y Pia se quedaron atrás, observando la afluencia de asistentes. Detrás de un árbol, no muy lejos del hoyo que acogería el féretro de Pauly, esperaba el fotógrafo de la Policía con cámara y teleobjetivo para fotografiar a los presentes, ya que Bodenstein y Pia confiaban en que el asesino de Pauly se hallase entre ellos. Stefan Siebenlist no se encontraba en condiciones de prestar declaración, pero su mujer había llamado a un abogado. Matthias Schwarz se hallaba de nuevo en libertad, porque ya en el primer interrogatorio se enredó en un sinfín de contradicciones. El agente al que atropelló había acabado con un brazo roto, conmoción cerebral e innumerables contusiones, de manera que Schwarz solo tendría que responder de lesiones graves. No había motivo para dejarlo en una celda.
Justo detrás del féretro avanzaba Esther Schmitt, con el semblante digno, petrificado, y los ojos secos ocultos tras unas gafas de sol. La seguía todo el personal y la juvenil clientela del Grünzeug, algunos de los cuales sollozaban e iban de la mano. Pia vio a Lukas, de cuyo brazo ileso se colgaba, como si se estuviera ahogando, Svenja Sievers.
—Mira eso; el guapo de Lukas no ha tardado mucho en arrimarse a la novia de su amigo muerto —observó Bodenstein en ese instante con cierta ironía.
—Yo más bien creo que se están consolando mutuamente. —Pia defendió al chico, sin saber por qué tomaba partido por él ante su jefe.
—No me digas que tú también has caído rendida a sus encantos. —Bodenstein dirigió a Pia una mirada burlona. ¿Te ha hecho perder la cabeza con sus ojos verdes?
—Eso es absurdo —respondió ella, incómoda.
El móvil le vibró en el bolsillo, pero Pia no le hizo caso. Probablemente fuera de nuevo Henning, por trigésima o cuadragésima vez.
—No me fío un pelo de ese chaval. —Bodenstein continuó con sus reflexiones a media voz, y cada una de sus palabras acrecentaba la desagradable sensación que tenía Pia—. Es un chico demasiado majo, un actor nato. En cierto modo, me recuerda a una pantalla vacía en la que cada cual puede proyectar lo que piensa de él.
—Eso no es así —se oyó decir Pia—. Tú no lo conoces. Es muy infeliz, y se siente solo.
—¿Ah, sí?
—Su mejor amigo ha muerto, y su mentor también. Sus padres siempre están fuera y apenas tienen tiempo para él.
Bodenstein enarcó las cejas.
—¿El truquito de la pena funciona contigo? Jamás lo habría pensado.
—Me lo contó Sander —se defendió Pia—. Él también entiende al muchacho.
—A mi juicio, la comprensión de Sander es moderada —repuso su superior—. Sander se limita a respaldar las medidas pedagógicas del padre de Lukas. Y, dicho sea de paso, yo que soy padre te puedo asegurar por propia y dolorosa experiencia que los jóvenes con la edad de Lukas quieren todo salvo comprensión. Prefieren revolcarse en el fango de la autocompasión y sentirse trágicamente incomprendidos por el mundo entero, y en particular por sus padres.
Pia no quería seguir ahondando en el tema. Lukas era distinto. Nunca la había engañado. ¿O acaso sí? «Seductor», recordó, pero sacudió la cabeza para desechar semejantes pensamientos. Las palabras de su jefe sembraron en ella unas dudas que le carcomían el cerebro y le recordaron la conversación que mantuvo con Lukas la noche que mataron a Jonas. ¿Cómo es que el chico no dijo ni palabra de la fiesta de cumpleaños de su amigo? ¿Por qué no mencionó la pelea entre Jonas y Svenja el sábado, en el castillo? De repente, no se sentía bien. Se estremeció al pensar en lo que diría su jefe si se enteraba de que Lukas había pasado la noche en su casa.
Una hora después todo había terminado, y los asistentes abandonaron el cementerio. Solo cuando Esther Schmitt, acompañada de Wolfgang Flöttmann y algunas personas más, pasó por delante de ellos, Bodenstein cayó en la cuenta de que Svenja ya se había ido.
—No puede ser. —Pia cabeceó—. Al menos me habría fijado en Lukas. Puede que aún estén junto a la tumba.
Sin embargo, en la tumba solo se encontraban los sepultureros, que a pesar de que caía un sol de justicia trabajaban deprisa y ya casi habían cubierto el féretro de tierra.
—Llamaré a Lukas. —Pia se sacó el móvil y marcó su número.
Saltó el contestador: «La persona a la que llama no está disponible en este momento». Claro, seguro que había apagado el teléfono durante el entierro, era lo suyo.
—Vayamos a casa de Svenja —propuso Bodenstein, me figuro que acabará yendo allí. Puede que el guapito de Lukas la esté consolando un poco más de la cuenta.
Pia no respondió al sarcástico comentario. Le preocupaba que Bodenstein no tuviera a Lukas en ninguna estima. ¿Le nublaba a ella la razón el afecto que le inspiraba el muchacho? ¿O es que a Bodenstein le caía mal Lukas solo porque era atractivo, haciendo honor al lema de que no podía haber más que un gallo en el corral? Cuantas más vueltas le daba, tanto más plausible le parecía esta explicación. No obstante, la sombra de la duda no se disipaba.
Lukas seguía con el móvil apagado y Svenja había desaparecido. No había nadie ni en casa del uno ni de la otra.
—¿Dónde estarán esos dos? —Bodenstein miró a Pia. A estas alturas tú conoces bien al muchacho.
Pia notó que se ruborizaba, y no se relajó hasta que cayó en la cuenta de que su jefe lo había dicho sin segundas intenciones, únicamente porque era la verdad.
—Quizá en su empresa, en Münster —aventuró.
Pero no. Tampoco estaban en el Grünzeug ni en la parcela que Zacharias tenía en el valle de Schmiehbach. Además, Pia se preguntaba cómo se moverían Lukas y la chica, ya que Lukas no tenía coche. O por lo menos ella nunca lo había visto conduciendo. Marcó de nuevo su número y comprobó que el móvil por fin estaba operativo.
—¿Sabes dónde está Svenja? —le preguntó ella, apoyándose en el guardabarros del BMW de Bodenstein. Su jefe había bajado hasta la cabaña ante la que había muerto Jonas.
—No —contestó él—. Fuimos juntos al entierro, y después quería irse a casa.
—Hasta ahora no ha aparecido por allí. Por cierto, ¿cómo salisteis del cementerio? Porque no os vi.
—Yo me fui con Tarek, y Svenja, en su moto.
—¿Y ahora dónde estás?
—¿Por qué? ¿Quiere verme?
—No; tengo trabajo. —Pia busco a su jefe con la mirada.
—¿Y más tarde? —El muchacho bajó la voz—. ¿Nos vemos después? Lo de ayer estuvo bien. Muy bien.
¡Por favor! ¿En qué lío se había metido?
—¿Otra vez en el papel de seductor? —preguntó ella como si tal cosa.
Lukas tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué dice eso? —Sonaba ofendido—. Creo que ayer por la noche me comporté correctamente.
Pia lamentó en el acto haberlo dicho. Lukas tenía razón. Y ella había estado encantada de tenerlo allí. Era injusto herirlo.
—No quería decir eso —se apresuró a añadir—, pero tenemos que hablar urgentemente con Svenja. ¿Dónde puede estar?
—Quizá en casa de Toni —repuso él.
—Es verdad. No se me había ocurrido. Gracias.
—De nada. —Lukas soltó una risita—. Por cierto, nuestra ama de llaves se ha largado hoy a los Urales, a pasar dos semanas, así que tengo coche. Podría ir a verla esta tarde, si usted quiere. Por si vuelven a saltar los fusibles y no se siente tranquila sola.
Pia se quedó desconcertada. ¿Por qué pensaba eso? ¿Le había dicho ella que no se sentía a gusto en casa sola? Vio que Bodenstein subía por la pradera y pasó por alto el comentario de Lukas.
—Te llamo luego, ¿vale? —dijo deprisa.
—¿Me lo promete?
—Te lo prometo, sí. Hasta luego.
Justo cuando Bodenstein y Pia iban a subirse al coche, ya que en casa de Sander nadie abría la puerta, la pickup verde del zoológico se detuvo ante el garaje y Sander se bajó. Bodenstein se percató de la sonrisa de satisfacción que asomó al rostro del director del zoológico al ver a Pia Kirchhoff.
—Hola —saludó, al tiempo que se acercaba—. ¿Me buscaban?
—Hola, señor Sander —contestó Bodenstein—. En realidad estamos buscando a Svenja Sievers. Esperábamos que estuviera con su hija.
—¿Y? ¿No está con ella?
—En casa no hay nadie —repuso el inspector.
—Puedo llamar a Toni —se ofreció Sander, que tenía toda la pinta de haber estado trabajando en una obra, con los zapatos, la camisa y los vaqueros muy sucios.
—Estoy hecho un asco —se disculpó por el aspecto que tenía, como si Bodenstein le hubiera leído el pensamiento—. Ahora mismo el zoo está patas arriba. Hoy resbaló un impala y cayó al estanque, que en realidad debería ser solo un abrevadero.
—Y entonces decidió usted darse un baño con él —observó Pia.
—Alguien tenía que sacar al animalito —rio—. Sin embargo, no me vino nada mal refrescarme.
—¿Mejor que un helado? —preguntó Pia casi con coquetería, algo que a su jefe no se le escapó.
—Desde luego, así uno se refresca bastante más rápido —aseguró Sander risueño.
Bodenstein miraba ya a su compañera, ya al director del zoo, hasta que se fijó en la caja de la camioneta verde. Entre todos los chismes vio un viejo palé de madera.
—¿Siempre coge este vehículo? —inquirió sin que viniera a cuento.
—¿Cómo dice? —Sander lo miró con cara de sorpresa. ¿Se refiere a la pick-up?
El inspector asintió.
—De vez en cuando. —El hombre parecía un tanto desconcertado—. Tenemos tres, y cuando no hacen falta en el zoo, a veces cojo una para venirme a casa.
Bodenstein se percató de la mirada inquisitiva que Sander le dirigió a Pia, y también del encogimiento de hombros con el que ella le dio a entender que no tenía ni idea de adónde quería llegar su jefe.
—Me gustaría que la Científica registrara el vehículo —le dijo al director del zoológico.
—Por mi parte no hay ningún problema —contestó este. No tengo nada en contra. ¿Qué espera encontrar?
—El cuerpo de Pauly estuvo en un palé antes de que lo llevaran al campo —contó Bodenstein, y vio que Sander se quedaba de piedra.
—Un momento —dijo el director—. No pretenderá usted decir que tuve algo que ver con la muerte de ese tipo, ¿no?
Bodenstein lo observó con aire pensativo.
—No pretendo decir nada —respondió tranquilamente. ¿Qué hizo usted el martes por la noche de la semana pasada?
Sander parecía enfadado.
—Estuve en Londres —afirmó—. Mi avión aterrizó a eso de las nueve y media, después me vine a casa en taxi, deshice la maleta, me duché y me metí en cama sobre las doce. Todavía guardo la nota del taxi y el billete de avión. Si quiere que mis hijas hagan de testigo, puede preguntarles.
La última frase sonó sarcástica.
—¿Quién más puede haber usado la pick-up? —quiso saber Bodenstein.
—En principio, cualquiera de mis empleados —contestó Sander—. Que yo sepa, todos ellos tienen carné de conducir.
—¿Cuántos son?
—Sin contarme a mí, cuarenta y tres.
—¿Podría averiguar quién ha conducido la camioneta?
Sander miró con gesto adusto a Bodenstein.
—Me parece que quizá sería mejor que su gente examinara primero si el cuerpo estuvo en la caja, antes de que yo pierda el tiempo inútilmente.
—Buena idea —admitió el inspector con frialdad—. Nos llevaremos el coche ahora mismo.
Sander se encogió de hombros, y acto seguido sacó la llave de la camioneta y se la tendió a Pia.
—Los llamaré si mi hija sabe dónde está Svenja —prometió—. ¿De acuerdo?
—Sí —asintió Bodenstein—. Y no se tome mis sospechas como algo personal. Tenemos que seguir todas las pistas.
—Claro. —Sander se volvió—. Que pasen una buena tarde.
Al volante de la pick-up verde, Pia acababa de dejar atrás la señal que indicaba que abandonaban la ciudad cuando Sander llamó para decirle que Antonia había ido a la piscina con sus dos hermanas y no sabía dónde estaba Svenja. No sabía nada de ella desde hacía tres días.
—Siento cómo lo ha tratado mi jefe —se disculpó ella.
—Al fin y al cabo tiene razón. —Sander no parecía ofendido—. Si se demuestra que el cadáver de Pauly estuvo en la camioneta, tendré un problema serio, porque no sé quién la ha utilizado, y dudo que me lo vayan a decir de buena gana: mi gente sabe que no me gusta que usen los vehículos del zoo para asuntos personales.
—En ese caso hablaré yo con ellos. De manera oficial —aseveró Pia.
—A eso no tendría nada que objetar. Y si se acalora, la invitaré a un helado.
Pia lo imaginó sonriendo y sonrió a su vez.
—No está mal la oferta —dijo—. Lo más importante es que no me tenga que meter en el abrevadero de las gacelas.
Sander se rio.
—¿Se va a quedar hoy trabajando hasta tarde? —le preguntó de sopetón.
Pia sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Todo depende de si encontramos a Svenja —respondió—. Si no damos con ella, podría acabar ahora mismo. ¿Por qué?
—A partir del lunes enseñaremos a los visitantes las nuevas instalaciones; sin animales, claro —repuso él—. No sé si le apetecería echarles un vistazo conmigo.
—Estaría bien. —Pia se alegró—. Voy a ver si puedo dar por finalizada la jornada ya.
El equipo de la Brigada de delincuencia económica se puso a trabajar con celo con la información sobre el holding de Bock que Ostermann les facilitara esa misma mañana. En el pasado ya les habían informado repetidas veces de que Bock no conseguía sus contratas de manera totalmente limpia, pero hasta ese momento nunca antes tuvieron en las manos suficientes pruebas para realizar un registro oficial. Sin embargo, esa situación había cambiado con los correos electrónicos descubiertos. El material, sin duda alguna fidedigno, conseguido por Pia gracias a la colaboración de Lukas, metería a Bock y sus clientes en un serio aprieto.
—¿Ha vuelto Zacharias a casa? —preguntó Pia, que había dejado la pick-up en el taller y les había pedido a los criminólogos del turno de noche que examinaran el vehículo cuanto antes.
—Lo han puesto en libertad —asintió Bodenstein.
—Deberíamos solicitar la intervención de todas las conexiones y teléfonos móviles de Bock —propuso Pia. Se temerá que su suegro vaya a airear secretos.
—Buena idea —aplaudió él—. Llama al fiscal.
—¿No podría encargarse otro? —Pia sintió cierta turbación—. Si no hay nada más urgente, me gustaría acabar por hoy.
Bodenstein la miró con cara de asombro, puesto que cuando había una investigación en marcha, hasta entonces, ella nunca pidió irse a su hora.
—¿Es que ha picado el pez? —preguntó Ostermann como con indiferencia, y Pia le lanzó una mirada asesina.
La pregunta despertó en el acto la curiosidad de Bodenstein.
—No apagaré el móvil —propuso Pia—. Si aparece Svenja…
—No, no —la interrumpió Bodenstein—, tú vete y punto. En caso de que demos con la chica, hablaré yo con ella. Hoy me toca a mí.
Pia sabía perfectamente que su jefe se abalanzaría sobre Ostermann y lo acribillaría a preguntas sobre el comentario que acababa de hacer en cuanto ella saliera del despacho, pero le daba lo mismo. Tenía ganas de disfrutar de la primera tarde libre en los diez últimos días, y más aún de pasar esa tarde en compañía de Christoph Sander.
Los últimos visitantes habían abandonado el zoo hacía una hora, de manera que el amplio recinto era exclusivamente de los empleados y los animales. Sander y Pia empezaron la visita por el edificio de administración, recién terminado, que albergaba una generosa entrada en la zona inferior y los despachos de la dirección del zoológico en la superior. Por encima del zoo habían levantado un restaurante a través de cuyos ventanales panorámicos, en el plazo de unas semanas, los comensales podrían contemplar desde la mesa la nueva sabana africana y ver jirafas, cebras, impalas y ñus en semilibertad. Sander dejó atrás esa zona y llevó a Pia hasta el nuevo hogar de las jirafas. Le habló de las oportunidades y posibilidades que se abrían al zoo gracias a los nuevos recintos. Pia escuchaba con atención, admirando su entusiasmo, su orgullo indisimulado de las instalaciones. No paraba de mirarlo discretamente, y se dio cuenta de que lo comparaba sin querer con Henning, en perjuicio de este último.
Fueron por el camino que discurría por la parte inferior de la sabana africana, dejaron atrás a los suricatas amantes de la libertad y se metieron por el Sendero de los filósofos, el camino peatonal que iba de Kronberg a Königstein y atravesaba el zoo a lo largo.
—¿Siempre quiso ser zoólogo? —se interesó Pia.
—Biólogo —la corrigió él—. Sí, sí. Una tara hereditaria, la culpa la tienen mis padres, que eran…
A Pia le sonó el móvil, se disculpó y contestó. A pesar de sus temores, no eran ni Henning ni Bodenstein, sino Lukas.
—Hola, Lukas —dijo, para que Sander supiese con quién hablaba—. ¿Ya has averiguado dónde está Svenja?
—No —negó el muchacho—. He llamado a todas partes, pero nadie sabe nada. ¿Dónde está usted?
—Todavía fuera —respondió Pia con deliberada vaguedad: en primer lugar, no era de su incumbencia lo que ella hacía, y en segundo lugar, quería impedir que a Sander le diera la impresión de que tenía demasiada confianza con el chico.
—¿Me puedo pasar a verla más tarde?
—No creo que sea buena idea —repuso—. Ahora te tengo que dejar. Gracias por llamarme.
—¡Un momento! —exclamó Lukas antes de que ella colgase.
—¿Sí?
—¿He hecho algo mal? ¿Está enfadada conmigo?
—No. Es solo que ahora mismo no tengo mucho tiempo.
—Vale. Si sé algo de Svenja, la llamo.
Pia y Sander continuaron andando un rato en silencio.
—¿No es increíble lo que ha conseguido Lukas con su empresa de informática? —preguntó Pia.
—¿La empresa de informática? —Sander la miró sorprendido—. Algo me dijo de un cibercafé.
—No, es mucho más que eso —puntualizó ella—. Lukas me lo enseñó y me lo explicó todo, y es impresionante. Tienen una empresa en toda regla, con empleados, hacen páginas web y ofrecen a sus clientes un programa con el que pueden administrar y diseñar en línea ellos mismos sus páginas.
—Ah… —Sander se detuvo.
—La verdad es que me extraña que no lo sepa usted. Lukas me dijo que entendía que fuese a poner fin a la farsa de las prácticas en el zoo.
—¿Eso le dijo? —se quiso asegurar el director.
—Sí, más o menos. También me contó que ha invertido el dinero de su padre en su empresa, que no se lo dio a Pauly.
—Por lo visto, confía en usted —constató él—; me alegro. A mí solo me considera un acólito de su padre. Y eso que me alegraría de que siguiera su propio camino. Únicamente espero que ese cerebro complicado suyo no le juegue una mala pasada.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, sorprendida, Pia.
—Lukas ha tenido que encajar algunas pérdidas dolorosas a una edad temprana —aclaró Sander—. No conoce el calor de un hogar, y eso es algo que le hace falta a cualquier niño. No se trata únicamente de tener ropa, comida, educación y un techo.
Siguieron serpenteando, y pasaron luego por los recintos de los kudús y los canguros europeos. Sander se sacó el llavero y abrió el portón que los devolvía al zoológico desde el Sendero de los filósofos.
—Supongo que habla con conocimiento de causa —dijo Pia—. Toni me contó que perdió usted a su mujer.
—Hace quince años —confirmó él tras un breve silencio—. De la noche a la mañana me vi solo con tres niñas pequeñas.
—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja.
—Un derrame cerebral. Sin previo aviso. Carla estuvo dos meses en coma antes de morir. —Sander profirió un suspiro—. Ocurrió una semana antes de que nos mudáramos a Namibia. Tras su muerte desistí de esos planes y me quedé en Alemania. Aunque no ha sido fácil, creo que lo he hecho bien con las chicas. —Sonrió, un gesto fugaz que se desvaneció en el acto—. Me llevo bien con mis hijas, y no se me vino el mundo encima cuando Annika me anunció hace dos años que estaba embarazada. Puede que ese sea el motivo de que Lukas o Svenja se encuentren a gusto con nosotros.
—Svenja me da mucha pena —admitió Pia.
—Pues sí. Hay quien de verdad cree que basta con darles bastante dinero a los hijos. —La voz del director del zoo se endureció—. Como en el caso de Lukas. Conozco a ese muchacho desde que tenía nueve años, y ya entonces tenía problemas.
—¿En qué sentido?
—Tenía amigos imaginarios, se refugiaba en su propio mundo. A los once años su padre lo mandó al psiquiatra por primera vez, en lugar de ocuparse él mismo algo más de su hijo.
—¿Cree usted que Lukas está enfermo? —inquirió Pia. El malestar y las dudas volvían a acecharla.
—Siempre ha estado sometido a una gran presión, por las expectativas —contestó Sander—. Y él la compensa llevando al límite todo lo que hace: deporte, tabaco, drogas, sexo. Hace unos años sufrió una crisis nerviosa, y después dejó el instituto. Fue su manera de rebelarse contra su padre, solo quería amor y reconocimiento. A decir verdad, es un chaval muy infeliz.
—Y eso que su padre debería sentirse muy orgulloso de él —opinó Pia—. Lukas hace unas cosas increíbles con el ordenador.
—Para Van den Berg, eso no es más que una pérdida de tiempo. Ese hombre es de otra generación. Quiere que Lukas entre a trabajar en un banco, que haga la mili, que estudie. La razón de que esté en el zoo es que su padre cree que tiene que aprender lo que es la disciplina.
—A mí me parece de lo más disciplinado que alguien diseñe programas informáticos, trabaje por la mañana de cuidador en el zoo y por la tarde en un restaurante y además dirija su propia empresa. —Poco a poco empezaba a entender el comportamiento de Lukas: buscaba desesperadamente reconocimiento, un afecto verdadero, sincero, que no se redujera a su apariencia—. Su aspecto lo hace sentir desgraciado —comentó.
—Lo sé —coincidió Sander—. Hace unas semanas, sin ir más lejos, me preguntó cómo podía saber si una chica estaba interesada seriamente por él o si solo veía su fachada y el dinero de su padre. Un problema serio para una persona joven.
—¿Qué le aconsejó? —quiso saber Pia.
Sander no respondió inmediatamente. Se puso a observar los linces en su recinto, que al caer la tarde habían salido de su guarida y ahora estaban allí inmóviles, mirándolos.
—Que debería dejar de acostarse maquinalmente con todas las chicas —respondió él con naturalidad, si bien Pia se ruborizó—. He intentado explicarle que es un gran error confundir el sexo con el amor.
—El sexo lo estropea todo —murmuró Pia.
—¿Cómo dice? —preguntó Sander, que la miró sorprendido.
—Me lo dijo Lukas. Y tiene razón. —Pia notó que el corazón le latía ruidosamente y que ella tenía primero calor y luego frío. Allí estaba, completamente a solas con el hombre que la había fascinado desde el primer momento, hablando con él de temas sumamente íntimos como el que habla del tiempo.
—¿En qué? ¿En que el sexo lo estropea todo? —inquirió Sander, y la expresión de sus ojos oscuros hizo que a ella le flaquearan las piernas.
—No —contestó Pia sin rehuir su mirada—. En que el sexo no es lo mismo que el amor. Esa es una lección que me ha tocado aprender de una manera bastante dolorosa. Me afectó profundamente darme cuenta de que mi fe en el amor con mayúsculas no era más que una ilusión tonta.
—¿Por qué?
—Porque no existe. No es más que un cuento.
Christoph Sander le dirigió una mirada inquisitiva y atenta.
—Eso sería triste. —Observó de nuevo los linces—. Carla y yo nos conocíamos desde el instituto. Lo nuestro no fue un flechazo, amor a primera vista, pero estuvo bien. A lo largo de estos quince años no he conocido a ninguna mujer que me interese ni remotamente.
Cuando se dio la vuelta, de pronto, Pia se acaloró. El sol había desaparecido tras el Taunus y empezaba a anochecer. El bosque cercano desprendía un aroma embriagador a resina y a plantas silvestres. En la penumbra apenas se distinguían los rasgos de Sander.
—Pero entonces la conocí a usted, y de pronto pensé que tal vez la vida me diera una segunda oportunidad.
A Pia se le hizo un nudo en la garganta. No fue capaz de responder, la confesión la había impresionado y conmovido profundamente al mismo tiempo. No pudo por menos de recordar la tonta alusión a la pesca de Ostermann. Estaban frente a frente, mirándose a los ojos. Sander dio un paso hacia ella, y uno más. Y justo cuando ella pensó que la abrazaría, a él le sonó el móvil.
—Perdone —dijo Sander con pesar—, pero tengo que cogerlo. Por el tono es alguien de casa.
—No importa.
Pia cruzó los brazos y se volvió hacia los gatos monteses, ante los que se habían detenido. Tenía un oído puesto en lo que decía Sander: que le enviara el sms, que informaría a la Policía. Pia volvió la cabeza hacia él, pero permaneció a cierta distancia. Por el momento, lo que podría haber pasado entre ambos tendría que esperar.
—Toni ha recibido un mensaje de Svenja —anunció Sander con tono neutro, y Pia tardó unos segundos en concentrarse de nuevo en un caso que para ella ahora se hallaba a años luz. Sander le leyó el sms: «Hola, Toni, siento haberme largado por las buenas, pero ya no aguanto más. Te llamaré, estoy bien, no te preocupes. Svenja».
Pia llamó a Bodenstein.
—Tenemos que localizar su móvil ahora mismo —le dijo a su jefe—. Y hablar con sus padres.
—Yo me ocupo —aseguró él—. Envíame el mensaje. Nos vemos en casa de los padres de Svenja.
Anita Percusic era una mujer delgada con el pelo teñido de rubio, el rostro ajado y un escote lleno de arrugas que revelaba un prolongado abuso del sol. Bodenstein calculó que la madre de Svenja tendría poco más de cincuenta años.
—Probablemente se haya quedado a dormir en casa de una amiga —aventuró con la voz ronca de una fumadora empedernida cuando Bodenstein le informó de la desaparición de su hija—. A veces se le olvida decírmelo.
Fue a la cocina y se encendió un cigarrillo.
—Suponemos que su hija fue testigo ocular de un asesinato —dijo Bodenstein.
—¿Cómo? ¿Y a quién han asesinado?
—A Hans-Ulrich Pauly, el profesor del novio de su hija. —Pia se preguntó si de verdad una madre podía saber tan pocas cosas de la vida de su hija—. Svenja lo conocía bien. Pauly tenía un restaurante en Kelkheim que ella y Toni frecuentan.
—¿Tienen algo de qué acusar a Svenja? —La mujer se apoyó en la encimera de granito y parpadeó, pues el humo se le metió en los ojos.
—No. Solo queremos hablar con ella.
—Su hija está embarazada —terció Pia—. Y a Jonas, su novio, que probablemente sea el padre, lo asesinaron el lunes por la noche.
—¿Cómo? —Anita Percusic dejó el cigarro—. ¿Que Jonas ha muerto?
Bodenstein y Pia se miraron.
—Sí —afirmó él—. ¿No se lo ha dicho su hija?
—No —musitó la mujer, que dejó el cigarro encendido en el cenicero de cualquier manera y se sentó en una silla de la cocina.
La noticia de la muerte de Jonas parecía haberle afectado mucho más que el embarazo y la desaparición de su hija.
Durante un momento reinó un silencio sepulcral.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo ahora? —preguntó en un tono entre el desconcierto y el reproche—. ¿Qué esperan ustedes de mí?
—¿Dónde podría estar Svenja? —quiso saber Bodenstein—. No va a trabajar desde la semana pasada, y hace unas horas le mandó un mensaje a una amiga, pero después apagó el móvil, así que, por desgracia, no hemos podido localizarlo.
La señora Percusic hizo un gesto de desamparo.
—¿Hay algo que sepa usted de Svenja? —Pia no podía creer que la mujer mostrara esa indiferencia—. Su hija aún es menor de edad. Está faltando usted a sus obligaciones como madre.
—Escuche —la mujer levantó la cabeza—, mi marido trabaja por turnos en el aeropuerto, y yo me rompo los cuernos de la mañana a la noche para que Svenja tenga una moto, un ordenador, un reproductor MP3 y todas esas mierdas y pueda codearse con sus amigos ricos. Pero lo único que recibo de ella es ingratitud y caras largas.
—¿Podemos ver el cuarto de Svenja? —pidió Bodenstein.
Anita Percusic se levantó, fue a la habitación de su hija y encendió la luz. La cama no estaba hecha, había ropa por todas partes y olía como si no hubieran ventilado en días. Pia se sentó a la mesa de la chica y encendió el ordenador. Nada. Miró debajo de la mesa y constató que alguien había abierto la carcasa del ordenador: faltaba el disco duro. Pia llamó la atención a su jefe al respecto.
—¿Señora Percusic? —llamó él. La madre apareció en la puerta, con otro cigarrillo entre los dedos.
—¿Tenía Svenja un diario?
—Solo en el ordenador. Y en internet. Un… bluf, o algo así.
—Blog —corrigió Pia.
—Eso, un block.
—¿Es posible que Svenja se haya ido con algún familiar? —probó Bodenstein—. ¿Hay algún sitio en el que se sintiera especialmente a gusto, cuando iba de vacaciones o hacía alguna excursión con su clase? ¿Qué hay de su padre?
—Ni siquiera lo conoce —contestó ella—. Mi madre vive en Berlín, pero no creo que haya ido allí. En cuanto a lo otro…, eso vacaciones o excursiones… No, no sé nada.
En el cuarto de la muchacha no había álbumes de fotos ni cartas, ni papelitos, ni entradas de conciertos, ni ningún recuerdo de los que suelen conservar las chicas jóvenes. La habitación era tan impersonal que podría ser de cualquiera. Curioso.
—¿Encontraba cambiada a Svenja últimamente?
—No sé. Casi no abre la boca.
—¿Por qué?
—¿Por qué, por qué…? ¡Qué sé yo!
Pia se sacó unas fotos del bolso, entre otras una impresión de la fotografía de la página web de Svenja, en la que se la veía con un hombre. Anita Percusic miró la foto y puso cara de asco.
—¿De dónde han sacado esto? —quiso saber.
Bodenstein se lo contó, y ella miró con más atención, tragando saliva.
—Menudo cerdo —farfulló, y le devolvió a Pia la foto.
—¿Sabe quién es el hombre? —preguntó la inspectora.
—No.
Anita Percusic dio media vuelta de pronto, fue al salón y se sentó en el sofá de piel. Bodenstein y Pia fueron tras ella.
—Señora Percusic —dijo Bodenstein con voz enérgica, su hija se encuentra en un gran aprieto. Si sabe quién es el hombre de la foto, díganoslo.
—No lo sé.
La mujer metió las manos entre las rodillas y miró al vacío. Pia se fijó en unas fotografías en marcos de plata que había en el aparador. En una, Svenja reía a la cámara. La chica había cambiado mucho desde entonces. Una foto de boda le llamó especialmente la atención.
—¿Cuándo se casó usted? —inquirió.
—Hace tres años. ¿Por qué?
—Su marido es bastante joven.
—Sí, ¿y? Yo tengo treinta y ocho, no soy ninguna vieja —espetó la mujer.
—¿Cómo se lleva Svenja con su padrastro? ¿Cómo se llama su marido?
—Ivo. Se llevan bien, creo.
Bodenstein y Pia se miraron: Anita Percusic sabía mucho más de lo que quería admitir, pero ¿por qué no decía nada? ¿A quién quería proteger? ¿Qué tenía que ocultar?