Martes 20 de junio

Bodenstein se pasó media noche pensando en el verdadero motivo del arrebato y derrumbamiento de Cosima. En el fondo esperaba que se debiera únicamente al estrés de los últimos días, pero la preocupación de que su mujer pudiera tener alguna enfermedad grave le causaba una profunda desazón. Eran las seis cuando se levantó y fue a la planta baja para llamar a Pia Kirchhoff. Le remordía la conciencia dejarla en la estacada a ella y al equipo en ese punto de la investigación, pero no quería que Cosima estuviera sola ese día.

Cuando en la reunión matutina Pia anunció que Bodenstein no iría a trabajar por motivos personales y que ella asumía la dirección de la investigación, Frank Behnke protestó en el acto, señalando, innecesariamente, que al ser él el que más años llevaba en servicio tenía derecho a sustituir a Bodenstein.

—Si el jefe lo viera así, te habría llamado a ti y no a mí —aclaró Pia—. Tenemos mucho que hacer, así que este no es momento de pelearnos por las atribuciones.

Behnke se echó hacia atrás en su asiento y cruzó los brazos.

—¿Y cómo piensas distribuir el trabajo, querida compañera? —Su voz destilaba sarcasmo.

Pia no entró al trapo. Fue a por los expedientes, que estaban en el centro de la mesa, pero Behnke fue más rápido y tiró de ellos. Sonrió con malicia.

—Bueno, pues échales un vistazo tranquilamente. —Pia le dirigió una sonrisa fría—. Yo me los conozco, pero tú tendrás que leer algunas cosas, teniendo en cuenta que los últimos días te has ido a tu hora, ni un minuto más ni un minuto menos.

Fue un buen golpe. Behnke se puso rojo y empujó los expedientes con tal fuerza que se deslizaron por la mesa hacia Pia y cayeron en el suelo con estrépito.

—Venga, ya basta —terció Ostermann, que se levantó y recogió el archivador—. Os comportáis como niños. A ver si es posible que sobrevivamos un día sin el jefe.

Pia y Behnke se miraron con hostilidad.

—Propongo que Frank y Kathrin vayan a hablar con Mareike Graf, Conradi y Zacharias —empezó Ostermann. Que Pia se dedique a buscar a esa chica…

—Eso. Lo mejor será que empiece por su nuevo bar preferido, por el restaurante vegetariano ese —soltó Behnke—. Puede que esté el guapito de Lukas con el que tanto le gusta hablar…

Pia notó que el estómago se le revolvía y se ponía de mala leche. Logró controlarse a duras penas.

—La chica del scooter amarillo se llama Svenja Sievers —dijo—. Me enteré ayer.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo pensabas decírnoslo?

—Lo sabrías ya si no me hubieras interrumpido —replicó Pia con tono glacial—. ¿Alguien tiene algún problema con la propuesta de Kai? —Echó un vistazo alrededor. Kathrin Fachinger examinaba atentamente su bolígrafo, Kai Ostermann miraba a Frank Behnke, y este se limitó a alzarse de hombros—. Un equipo estupendo, desde luego. Bien —se levantó—. En ese caso, nos vemos más tarde.

Poco después Ostermann estaba en la puerta de su despacho, buscando las palabras adecuadas.

—Conozco a Frank desde hace quince años —dijo—; estuvimos juntos en la academia y también de patrulla. Y no es mal tío, de verdad.

—¿Ah, sí? —Pia se colgó su bolso—. Pues desde luego, a mí no me lo ha demostrado. Creo que no se puede ser más arrogante, y encima se considera especial.

Ostermann vaciló.

—Eso mismo opina él de ti —afirmó.

Ella lo miró como si hubiera intentado clavarle un cuchillo en la espalda.

—Ah, muy bien. Así que habláis de mí por detrás. De ti me sorprende, Kai.

—Le pregunté a Frank qué le pasa contigo —admitió él—. Me caes bien, Pia. Creo que eres una gran compañera. Es solo que siento que tú y Frank no encajéis.

—La culpa no es mía. —Pia pasó por delante de él y entró en el despacho que compartían. Ostermann la siguió.

—Aquí hay muchos que piensan que solo trabajas por diversión. —Ostermann se sentó a su mesa, que estaba frente a la de ella—. Me refiero a que te compraste esa finca, tienes caballos… Eso es complicado con un sueldo de funcionario, ¿no?

Pia lo observó entrecerrando los ojos.

—Ya veo por dónde van los tiros —replicó con frialdad, y solo por eso te voy a contar algo de lo que no suelo hablar. Mi cuñado, que es experto en Bolsa, me aconsejaba de vez en cuando para invertir. A diferencia de otros muchos, tuve ojo y, siguiendo su consejo profesional, vendí en el momento adecuado. Tengo la finca gracias a algunas empresas que salieron a Bolsa de las que hoy ya no habla nadie.

Ostermann puso cara de pasmo. En ese momento sonó el móvil de Pia. Era Sander, el director del zoo. El sonido de su voz la calmó en el acto. Se disculpó por no haber llamado antes, pero se había pasado la noche entera en el trabajo, porque una jirafa parió, y cuando regresó a casa por la mañana, su hija ya se había ido al instituto.

—¿Dónde podría estar Svenja ahora? —Pia echó mano de la libreta y el bolígrafo.

—Está haciendo prácticas de auxiliar de médico en Kelkheim —contestó Sander—, con un tal doctor Kohlmeyer. Pero en realidad la llamo por otro motivo.

—Usted dirá.

—He estado revisando mis correos electrónicos y he visto uno que me ha preocupado bastante. Lo manda Jonas Bock, e incluye un enlace a la web de Svenja.

—¿Y?

—Véalo usted misma. Se lo reenvío.

Pia le dio las gracias y encendió el ordenador. Poco después abría el correo de Sander y el enlace, que la remitió a la página www.svenja-sievers.de. Allí se abría una ventana que ponía: «La verdad al desnudo sobre Svenja la cachonda». Sin dar crédito a lo que salía en pantalla, Pia fue viendo fotos de aficionado protagonizadas por una chica en situaciones comprometidas: desnuda, medio desnuda, completamente borracha e incluso practicando sexo con un hombre al que no se le veía la cara. No entendía nada. El remitente del correo, que también envió copias ocultas, era Jonas Bock. Pero ¿por qué iba a enviar semejante enlace? Era su novio, por lo visto, incluso estaban prometidos. ¿Cómo habían llegado unas fotos tan bochornosas a la página personal de la chica? Pia le remitió el enlace a Kai y le pidió que averiguara quién era el verdadero remitente del correo.

—No me creo que lo haya enviado su novio —dijo después de resumirle a su compañero el motivo de su desconfianza.

—Entonces, ¿quién ha sido?

—Alguien que quiere perjudicarla. —Pia le echó una ojeada al resto de la web, por lo demás inofensiva—. Alguien que está celoso de ella y de Jonas. También me gustaría saber a quién han enviado este correo.

—Te informaré en cuanto sepa algo.

—Vale. —Se colgó el bolso al hombro y se levantó—. Y oye, Kai…

—¿Sí? —Su compañero levantó la cabeza, la mirada inquisitiva.

—Gracias por mediar. Es todo un detalle.

Media hora después Pia sabía por el doctor Kohlmeyer, el jefe de Svenja Sievers, que la chica llevaba más de una semana sin aparecer por el trabajo. El médico estaba enfadado, cosa comprensible, y el hecho de que por internet circularan fotos pornográficas de su becaria no mejoraba precisamente las cosas. Cuando se dirigía a la salida del nuevo centro de salud de Kelkheim, en la Frankenallee, donde se encontraba la consulta del doctor Kohlmeyer, la llamó Sander.

—Al jefe de Svenja también le ha llegado ese correo —le contó Pia—. Lleva sin ir al trabajo desde el miércoles, y debido a esas fotos, ahora él quiere rescindirle el contrato de prácticas. ¿Dónde cree usted que puedo encontrar a Jonas?

—¡Menudo cerdo! —soltó Sander, y Pia no supo a ciencia cierta si se refería a Jonas Bock o al doctor Kohlmeyer—. Supongo que estará en el instituto. Si mal no recuerdo, tiene los exámenes de selectividad.

Pero Jonas Bock no se encontraba en el instituto. No se presentó al examen oral de las diez menos cuarto ni tampoco fue después. La secretaria llamó a sus padres a casa, pero respondió un ama de llaves, que no sabía dónde estaba. En el despacho de su padre dijeron que el señor Bock no estaba. Pero, a fin de cuentas, la generosidad de la dirección del centro y el examinador estatal tenía sus límites, y a las doce, el examen oral de Jonas Bock se dio por no realizado, con lo cual suspendía la selectividad. Los demás chicos cuchicheaban en los pasillos y ante la puerta del instituto, especulando con las posibles causas de la ausencia de Jo Bock. Pia salió del edificio y se dirigió hacia un grupo de jóvenes que descorchaban champán ruidosamente para celebrar que habían aprobado.

—Probablemente ayer se desmadrara en la fiesta —aventuró uno de los estudiantes, que sostenía un vaso de papel con champán en la mano—. Puede que se haya quedado dormido.

—¿La fiesta? —preguntó sorprendida Pia—. ¿Qué fiesta?

—La de su cumpleaños —respondió el joven escuetamente—. Ayer fue el cumpleaños de Jo.

Ya en el coche, Pia llamó a Kathrin Fachinger, que se había pasado las dos horas anteriores con Behnke interrogando a Mareike Graf, y después a Franz-Josef Conradi. Por lo visto, de la noche a la mañana, ambos habían comprendido la gravedad de su situación, y contaron, cada uno por su lado, lo que habían hecho en el lapso de tiempo que mediaba desde que salieron del club de golf hasta que llegaron a la Starkeradweg.

—Del club de golf se fueron al bosque y se estuvieron divirtiendo en un apostadero —informó Kathrin—. Y después, lo hicieron otra vez en el capó de la furgoneta de Conradi.

Durante un instante Pia se planteó llamar a Bodenstein para preguntarle qué hacer, pero si quería estar al frente de la brigada en ausencia de su jefe, tenía que poder tomar esas decisiones por sí misma.

—Deja que se vayan —le dijo a su compañera. Tanto Mareike Graf como Franz-Josef Conradi tenían residencia fija, no había peligro de ocultación de pruebas ni de fuga—. ¿Ya habéis hablado con Zacharias?

—Sí, pero no dirá una sola palabra si no es en presencia de su abogado.

—Muy bien. —Pia arrancó—. Nos vemos luego.

La familia Sievers vivía en Bad Soden, en el cuarto piso de un edificio grande y feo de los años sesenta frente a la estación del tren. Pia aparcó sin problemas; a esa hora la calle prácticamente estaba desierta. No dejaba de pensar en Lukas. ¿Por qué no le había dicho lo de la fiesta de cumpleaños de Jonas? Seguro que estaban allí Svenja y la hija de Sander, pero ¿por qué Lukas no? Al fin y al cabo, era muy amigo de Jonas. Pia estuvo buscando un buen rato hasta dar con el timbre adecuado entre los cuarenta nombres, en su mayor parte extranjeros. Justo cuando iba a pulsarlo, llamó Ostermann. El correo con el enlace a la página de Svenja había sido enviado a ciento cuarenta y siete direcciones desde una cuenta de Hotmail a nombre de Jonas Bock.

—Eso es que alguien quería comprometer seriamente a la chica —reflexionó Pia—. ¿Podrías averiguar quién hay detrás de esa dirección de Hotmail?

—No lo creo. —Ostermann truncó sus esperanzas—. De todas formas, ¿te suena de algo Double Life?

—No —respondió ella, sorprendida—. ¿Qué es eso?

—Un juego de internet, un mundo virtual. Los jugadores pueden comprar un personaje y vivir, hacer la compra, construirse una casa y demás cosas en el mundo de Double Life.

—Como una copia de Second Life, ¿no? —dijo Pia.

—Más que eso. En Double Life se puede matar, engañar, robar, allanar moradas… Hasta es el objetivo del juego. Por cada delito se recibe dinero de unos padrinos a los que nadie conoce. Los personajes tampoco saben cuál de ellos es un asesino.

—Ya, pero no entiendo adónde quieres llegar.

Double Life se prohibió hace unos meses por enaltecer la violencia, y desde entonces la gente está como loca por él. Ya no hay página web oficial, ni un solo acceso. La comunidad de Double Life ha descendido a los infiernos de internet, pero tiene un tráfico increíble. Expertos en informática de la Comisaría General de Policía judicial y la Interpol llevan semanas intentando dar con el servidor de Double Life, en vano.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Pia no entendía nada.

—Encontré el enlace a Double Life en la página de inicio de Svenja Sievers —replicó Ostermann—. Y se trata de un auténtico bombazo.

La chica que esperaba a Pia en la puerta de la casa del cuarto piso no era Svenja Sievers, sino su amiga Antonia. Pia escrutó a la hija de Sander, el director del zoo. Era guapa, tenía el rostro vivo, el pelo oscuro y rizado y los ojos de su padre.

—¿No deberías estar en el instituto? —preguntó Pia.

Antonia enarcó una ceja y a continuación se encogió de hombros.

—Svenja está fatal. No podía dejarla sola. Pase.

Pia entró en el piso.

—¿Dónde estuvisteis ayer Svenja y tú? ¿Y por qué no se ha presentado hoy Jonas al examen oral de selectividad?

Antonia miró hacia una puerta que estaba entornada.

—Svenja lo dejó ayer por la tarde con Jo —contó la chica en voz baja—. Con la que ha liado, ella no podía hacer otra cosa, pero desde entonces está hecha polvo.

—Pero ¿qué pasó?

—Svenja y Jo se pelearon el sábado por la noche —explicó Antonia, sin dejar de mirar hacia la puerta—. En el castillo, en Königstein. Al principio todo iba bien, pero luego…, luego… —Dudaba, y al final se decidió por una solución intermedia—. Jo se largó sin más, la dejó tirada. No la llamó en todo el domingo y luego…, bueno…, eso.

—¿Te refieres al correo y a las fotos de la página de Svenja?

—¿Usted cómo lo sabe? —preguntó Antonia, suspicaz.

—Por tu padre —admitió Pia—. Me mandó el correo esta mañana. También lo saben el jefe de Svenja y ciento cuarenta y cinco personas más.

—No lo entiendo. —Antonia sacudía la cabeza, sin podérselo creer—. Ayer por la tarde Jo juró y perjuró que no tenía nada que ver. Menudo cerdo mentiroso.

—¿Cuándo supisteis vosotras lo de las fotos? —quiso saber Pia.

—Ayer por la tarde —respondió la chica—. Me llamó Tarek. Recibió el correo a eso de las cuatro. Después echamos un vistazo y también lo teníamos nosotras dos. A Svenja casi le da algo al verlo.

Pia asintió.

—¿De dónde son las fotos? ¿Quién las hizo?

—¿Quién va a ser? —bufó Antonia—. Pues Jonas. Con el móvil. Nunca lo habría creído capaz de hacer algo así.

—¿Por qué no borráis las fotos sin más?

—Lo hemos intentado, pero es imposible. Svenja ya no puede entrar en su página —dijo Antonia—. Jo sabe de estas cosas, seguro que la ha bloqueado.

—Pero ¿por qué iba a hacer eso? Al fin y al cabo, es su novio. No puede ponerla en evidencia así.

Antonia se encogió de hombros, y Pia comprendió que por ella no averiguaría por qué discutieron.

—¿Conocías a Hans-Ulrich Pauly? —preguntó, para cambiar de tema.

—Sí, claro. —La chica torció el gesto—. Nos pasamos la vida en su restaurante. A mí Pauly nunca me hizo mucha gracia, pero Svenja estaba como loca con él. Lo adoraba.

—¿Por qué? —se interesó Pia.

—Ni idea —respondió Antonia—. Al principio, a mí me hacía gracia, pero ella se lo tomaba muy en serio. Repartía panfletos para él, se pasaba horas en puestos de información e incluso una vez fue al zoo, donde mi padre es… Sabe quién es mi padre, ¿no?

—Sí.

Antonia se mordía el labio inferior con aire meditabundo.

—A mí no me caía muy bien Pauly. Era un listillo, y algo falso. Y Esther…, esa es lo peor. Nunca he entendido qué les ve la gente a esos dos.

—¿Te contó Svenja que la noche que asesinaron a Pauly estuvo en su casa?

—¿Qué? —La chica parecía sorprendida de verdad—. No, no lo sabía. Por la tarde, a primera hora, se pasó por mi casa un momento. Después me llamó llorando, pero yo no pude salir porque…

En el marco de la puerta de la habitación a la que no paraba de mirar Antonia apareció una chica. Antonia no había mentido cuando dijo que estaba allí porque su amiga se encontraba mal. Svenja estaba hecha unos zorros, con su bonita cara devastada e hinchada de tanto llorar, el cabello castaño claro desgreñado.

—Hola —saludó.

Antonia se acercó a su amiga Svenja y le pasó el brazo por la cintura.

—No te levantes —dijo con resolución—. Vamos.

La metió de nuevo en la habitación y la acostó con delicadeza en la cama revuelta. Pia echó un vistazo al pequeño cuarto: equipo de música, televisor, ordenador, lo que en la actualidad parecía el equipamiento estándar de la habitación de un joven. Carteles en las paredes: Robbie Williams, Justin Timberlake, Herbert Grönemeyer… Y un montón de ropa en el suelo y otro en un sillón. Las persianas estaban echadas, solo entraba luz por una rendija. Olía a cerrado.

—¿Quiere que las deje a solas? —preguntó educadamente Antonia.

—No, no, quédate —dijo Pia.

Svenja se arrebujó en la sábana, y Antonia se sentó en el borde de la cama.

—Svenja —empezó Pia con su voz más suave—, tengo que hablar contigo urgentemente del martes por la noche. Puede que corras un gran peligro.

Svenja no dijo nada, se limitó a ladear la cabeza. El largo cabello le cayó por la cara como una cortina.

—¿Por qué fuiste a casa de Pauly? —preguntó Pia, que esperó pacientemente, pero en vano, una respuesta—. Hemos detenido a un hombre que te vio entrar en el patio —continuó—, y después una vecina vio que te caías de la moto. ¿Qué pasó? ¿Viste al asesino de Pauly?

La chica levantó la cabeza, y Pia se estremeció al ver en sus ojos la desesperanza y la desesperación que se ocultaban tras el escudo protector de la inexpresividad. Tenía graves problemas, pero si no quería hablar del tema no podía obligarla.

Pia siguió intentándolo:

—¿Llegaste a ver a Pauly el martes? ¿Hablaste con él? Por favor, Svenja, respóndeme. De verdad que es muy importante.

Ninguna respuesta, ninguna reacción.

—¿Qué pasó ayer por la noche en la fiesta de cumpleaños de Jo? ¿Por qué te peleaste con él?

Una lágrima rodó por la mejilla de la chica. Y luego otra.

—Cómo puede hacer algo tan horrible —dijo de pronto—. Estoy muy avergonzada. Ya no podré volver a salir a la calle nunca. —Svenja rompió a llorar. Se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas, que sin embargo seguían cayendo. Antonia se levantó y fue por un pañuelo. Su amiga se sonó—. No lo entiendo —farfulló—. Habíamos hecho las paces. Y encima me miente y me dice que él no ha sido. Me puse histérica y le dije a gritos que por lo menos podía decir la verdad. Y después me fui corriendo…

Pia miró a Antonia, que asintió a modo de confirmación.

—¿Adónde fuisteis? —preguntó Pia—. ¿Os pasasteis por el Grünzeug?

Svenja negó con vehemencia.

—A ese sitio no pienso volver —aseguró—. No voy a volver a ir a ninguna parte.

—¿Dónde podría estar Jonas ahora? —se interesó Pia. Hoy no se ha presentado al examen oral.

La chica bajó la cabeza y miró el móvil, que estaba junto a la almohada.

—Ayer por la noche me mandó un mensaje, pero no le respondí. No podré perdonarle nunca lo que ha hecho y que, encima, me haya mentido. No quiero volver a verlo nunca, ¡nunca!

Enterró el rostro en ambas manos y empezó a llorar desconsoladamente. Pia intuyó que la cosa era más bien al revés.

—¿Podrías enseñarme el mensaje? —pidió con amabilidad. Svenja se lo dio sin mirarla—. «Siento nucho lo que he hechi —leyó Pia—, solo esraba enfadado contigo. M gustria no haverlo hecho, y me husraria que me perdomaras. Se que es denasido tarde, pero no pueda vivir sin to. Perdomame, cariño. Perdmomame pr todo. JB».

Las numerosas faltas del texto indicaban que el chico había escrito el sms deprisa y corriendo o borracho. Pia miró la pantalla: Jonas le había mandado el mensaje a Svenja poco antes de las once, alrededor de una hora y media después de que ella lo dejara. De repente a Pia la asaltó un mal presentimiento. El mensaje parecía desesperado, casi era una carta de despedida. Pia le hizo una seña a Antonia y salió. La chica la siguió.

—¿Dónde se celebró la fiesta?

—En la parcela del abuelo de Jo —respondió Antonia—. ¿Por qué?

—¿Dónde está exactamente? —Pia pasó por alto su pregunta, y Antonia se lo explicó lo mejor que pudo—. Escucha, Antonia, quiero que me hagas un favor —le pidió encarecidamente—. Quédate con Svenja y llama a tu padre. Dile dónde estás, está muy preocupado por ti y por ella.

—Me matará si se entera de que no he ido a clase —dijo temerosa, y entornó los ojos.

—Entonces llama a tu madre.

—Eso no va a poder ser. —En el pecoso rostro de la chica se dibujó un gesto de disgusto—. Está muerta.

—¿Perdona? —Pia, que iba a marcar el número de Ostermann, se detuvo y miró perpleja a Antonia.

—Una apoplejía. Yo solo tenía dos años cuando murió.

—Lo siento —dijo Pia, sinceramente afectada.

—Bueno, no es culpa suya —repuso la muchacha—. Llamaré a mi padre. Y me quedaré con Svenja. Se lo prometo.

Pia subió por una calle en dirección a Sinai, torció a la altura del depósito de agua campo a través y enfiló a toda velocidad los caminos vecinales asfaltados. Detrás del Eberhards Scheune, un merendero muy popular, atravesó con el Nissan el túnel de la B 8 y llegó al valle de Schmiehbach, que se extendía entre Kelkheim-Hornau, Bad Soden y Liederbach con sus pintorescas huertas de frutales, bosques y campos.

Un terreno cercado en la linde del bosque con un portón, le dijo Antonia. Al llegar a un imponente roble, Pia giró a la derecha y se metió por un camino de grava lleno de baches que discurría paralelo al bosque hasta alcanzar una bifurcación. Recto. Tras unos quinientos metros más o menos vio a mano izquierda el portón de madera del que le había hablado Antonia. Frenó tan bruscamente que la gravilla salió disparada, y se bajó del coche de un salto. La puerta estaba abierta. Pia entró en un terreno que tenía la hierba perfectamente cortada y se encontraba más bien en pendiente. Bajo unos pinos imponentes se alzaba una casita rodeada de una cerca de celosía y de arbustos podados con esmero. Delante de la cabaña se veían los restos de una fiesta. Pia recorrió con la mirada latas vacías de Red Bull, botellas rotas y medio vacías de cerveza y vodka, vasos y platos de papel usados, sobras y demás basura, y después alzó la cabeza. El corazón le dio un vuelco. El sombrío presentimiento no la había engañado.

—Maldita sea, Jonas —dijo al ver el cadáver que colgaba del frontón de la cabaña—. ¿Por qué lo has hecho?

Solo veinte minutos más tarde el terreno era un hervidero de gente. Primero llegó la ambulancia, minutos después el primer coche patrulla y luego, Frank Behnke, al mismo tiempo que los agentes de Criminalística. Tras una breve deliberación, Pia decidió llamar a Frank, aunque se las habría apañado perfectamente sola. No quería que la acusaran de acaparar todo el trabajo y la responsabilidad en ausencia de Bodenstein.

—¿Cómo sabes que se trata de Jonas Bock? —preguntó Behnke desde arriba, nada más salir del coche. Echó un vistazo sin quitarse las gafas de sol.

—Porque lo conozco. —Pia bajó por el césped hasta la cabaña—. Además hay fotos de él en la página web de su novia.

—Me da que montaron una buena fiesta. —Behnke observó el cuerpo del chico; técnicos de la Policía lo fotografiaban desde todos los ángulos—. Probablemente no le apeteciera limpiar todo esto solo y prefirió ahorcarse.

Pia ahora tenía más que claro que se arrepentía de haberlo llamado. Las estupideces de su compañero la sacaban de quicio a los dos minutos. El médico ya había empezado a examinar el cuerpo.

—Muerte por asfixia —informó a Pia—. Rigidez generalizada, marcada, livideces cadavéricas abundantes con encharcamiento de sangre en los pies, las puntas de los dedos y las piernas.

—Suicidio —comentó Behnke, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, y se volvió hacia los agentes—. Bueno, podéis bajarlo.

—Un momento —pidió Pia, a riesgo de que su compañero la pusiera de vuelta y media ante los presentes. Se acercó más al cuerpo y miró aquel rostro demasiado joven paralizado por la muerte. La cabeza del chico estaba inclinada hacia delante, tenía el rostro azulado y a su alrededor zumbaban moscardas de un verde iridiscente. El zapato izquierdo se hallaba a un metro, en el último peldaño de la pequeña escalera del porche, y en la puerta de la cabaña se veía una caja de cervezas vacía volcada. ¿Tan desesperado estaba Jonas por haberse peleado con su novia como para quitarse la vida la noche de su decimonoveno cumpleaños o había algo más detrás?

—¿Ha terminado con el examen del cadáver, doctora? —le preguntó Behnke sarcástico—. ¿Le importa si el verdadero médico se pone a trabajar?

A Pia le entraron unas ganas casi irresistibles de arrearle una patada en la espinilla o, mejor aún, medio metro más arriba, pero se contuvo.

—Adelante —repuso, y retrocedió.

Dos agentes le retiraron el nudo corredizo al cadáver y, siguiendo las indicaciones del médico, lo depositaron en una zona de césped medianamente limpia junto a la cabaña. A lo largo de los últimos dieciséis años, Pia había visto muchos cuerpos en la mesa de autopsias del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt y había aprendido a prestar atención a las cosas más nimias, detalles aparentemente insignificantes que desvelaban más de lo que se podía apreciar a primera vista. No sabía por qué razón concreta dudaba que esa muerte fuese un suicidio, aunque lo pareciera.

—¿Y la sangre de los labios? —le preguntó al médico. ¿Pudo morderse la lengua?

—No, no lo creo. —El médico cabeceó—. Debido al rigor mortis no puedo abrirle la mandíbula, pero tiene algo en la boca. —Señaló un enrojecimiento en la mitad izquierda del rostro del muchacho—. Mire esto. Podría habérselo provocado un golpe. Dado que poco después le sobrevino la muerte y que al estar suspendido en el aire la sangre descendió hacia las extremidades inferiores, no se produjo un hematoma.

—También uno se puede fabricar un asesinato —observó desabrido Behnke, y consultó el reloj.

—En la camiseta hay manchas de sangre —añadió el médico, que seguía a lo suyo—. Es posible que sean de otra persona, ya que en el cuerpo no veo heridas que hayan sangrado.

Pia asintió, pensativa. Uno de los agentes que peinaban el terreno en busca de huellas comenzó a llamarlos y hacerles señas. Pia y Behnke fueron hacia él. La tierra estaba reseca y dura como una piedra por el sol, y la hierba amarillenta, tan corta que no se distinguían pisadas ni huellas de neumáticos.

—Ahí —el agente señaló al suelo—. Un móvil.

Pia se agachó y recogió la carcasa del teléfono móvil con la mano derecha, enguantada. Era un modelo plateado de Motorola, muy de moda sobre todo entre los jóvenes. Faltaba la parte posterior, además de la batería y la tarjeta SIM. No daba la impresión de llevar allí mucho tiempo. Pia pidió a sus compañeros que buscaran las otras partes del teléfono y miró a su alrededor con aire meditabundo. Junto a los coches patrulla se habían detenido algunos paseantes que los miraban con curiosidad. Pia llamó por teléfono a Bodenstein y le habló del macabro hallazgo.

—Todavía no estamos completamente seguros de si fue un suicidio. —Metió a sus compañeros en el saco de los escépticos—. Hay algunas cosas que no cuadran.

Behnke entornó los ojos y bajó de nuevo hasta la cabaña.

—Confía en tu instinto —aconsejó Bodenstein—. ¿Me necesitas?

—Debo darles a los padres de Jonas la noticia de la muerte de su hijo. —Pia bajó la voz—. No es algo que me guste hacer sola, pero me gusta menos aún con Behnke.

—Ven a buscarme —repuso él—. Estoy en casa.

Pia colgó y volvió a la cabaña.

—¿Usted qué opina, doctor? —le preguntó al médico.

—Parece un suicidio —contestó este—, pero no estoy seguro.

—En ese caso, llamaré al fiscal —decidió Pia—. Me gustaría que le practicaran la autopsia. ¿Tú qué dices, Behnke?

—¿Quién soy yo para poner en duda tu parecer? —replicó Behnke, melodramáticamente sumiso—. Con tantos años de experiencia en medicina forense a tus espaldas, sin duda sabrás juzgarlo debidamente.

Pia lo miró. Ahora sí que bastaba.

—¿Hay algún motivo? —quiso saber.

—¿Algún motivo para qué? —contestó Behnke.

—Para que te comportes así conmigo. ¿Te he ofendido, humillado o faltado en algún momento? No tengo problemas con nadie, solo contigo.

—No sé de qué me hablas. —Behnke seguía con las gafas de sol puestas.

—Somos un equipo —continuó Pia—. Deberíamos trabajar juntos, no enfrentados. Por mi parte, considero importante que nos entendamos.

—¿Ah, sí? —la desafió él. Y sin decir más echó a andar hacia su coche.

Pia notó cómo la invadía la ira. Se sentía estúpida.

—¡Capullo arrogante! —exclamó lo bastante alto para que él lo oyera. Y casi deseó que se detuviese y dijera algo, pero no lo hizo.

Johanniswald era una zona residencial del Königstein noble que estaba cambiando. Cada vez eran más los propietarios de la primera generación que vendían sus chalés y mansiones de los años sesenta y setenta a jóvenes abogados o banqueros bien situados de Frankfurt. Los nuevos moradores echaban las casas abajo para levantar otras nuevas o las reformaban por completo. De camino, Pia y Bodenstein dejaron atrás tres obras; la carretera aún era un cúmulo de baches y asfaltado chapucero. Sin embargo, así y todo se veía que detrás de los muros altos y los setos vivía gente que no se tenía que preocupar por lo que costaba el litro de gasolina súper plus. Prácticamente ninguno de los coches que se veían aparcados en la calle tenía menos de doscientos caballos bajo el capó. La mansión de Carsten Bock eclipsaba hasta a las casas más ostentosas. Pia cruzó con su viejo Nissan un portón de hierro forjado que estaba abierto de par en par. A ambos lados del camino de entrada, que discurría por un jardín del tamaño de un parque, había numerosos coches aparcados.

—No está mal la choza —comentó Pia al ver la casa.

La palabra «casa» se quedaba bastante corta. Ante ellos se levantaba un castillo normando de piedra arenisca clara con tejados a dos aguas, torrecitas y altas ventanas con travesaños. Seis peldaños conducían hasta un pórtico de tres metros de alto y macizas columnas, con una puerta de color verde oscuro. Pia recordó la información que había recabado Ostermann sobre los negocios del señor Bock. El holding Bock era un conglomerado de empresas con vastas ramificaciones que operaba a escala internacional. El imperio había sido fundado por el padre de Carsten Bock, que se había forrado registrando patentes en el ramo de la construcción. Sin embargo, el presidente del consejo de administración, un hombre llamado Heinrich Van den Berg, había dimitido de su cargo a principios de junio, de manera inesperada.

Del jardín les llegaron risas y la voz de un comentarista de fútbol; en el aire flotaba un olor a carne a la parrilla.

—Celebran una fiesta —constató, incómoda, Pia—. Creo que no me apetece entrar.

—Ya; muy agradable no es —le dijo Bodenstein a su compañera. Utilizó el llamador de hierro. Nada.

—Están viendo el partido de fútbol. —Ese día, en la parcela donde habían encontrado el cadáver, Pia había oído decir media docena de veces a todos los agentes que a las cuatro de la tarde empezaba la retransmisión del partido de Alemania contra Ecuador—. Ahí hay un timbre.

Bodenstein llamó. Poco después oyeron pasos que se aproximaban y la gran puerta se abrió. Una mujer apareció en el marco y los escudriñó.

—¿Sí? ¿Qué desean?

Era exactamente el tipo de mujer que Pia esperaba encontrar en ese castillo: delgada, casi en los huesos, de pecho plano y muy atildada, desde la perfecta melenita rubia hasta las uñas cortas. A pesar de las altas temperaturas veraniegas, llevaba un jersey y una rebeca de cachemir a juego de la talla 34, el obligado, en esos círculos, collar de perlas, sin duda auténtico, y unos vaqueros de marca.

—Me llamo Bodenstein, y esta es mi compañera, la señora Kirchhoff. Somos de la Policía judicial de Hofheim —comenzó Bodenstein mientras se sacaba la placa—. ¿Es usted la señora Bock?

—Sí. ¿De qué se trata?

—Tenemos que hablar con usted y con su esposo —dijo Bodenstein.

La señora Bock dio un paso atrás y los dejó entrar en un recibidor imponente. Una mirada en el espejo de marco dorado y más alto que un hombre que había junto a la puerta bastó para que Pia fuera consciente de la razón por la que jamás se sentiría a gusto en compañía de mujeres como la señora Bock: la diferencia entre ellas saltaba a la vista; Pia, con sus pantalones vaqueros y una camiseta que prácticamente estallaba con su 85 C de pecho, su coleta rubia y sus pecas. Era como tener a una presentadora totalmente desconocida de la MTV junto a una estrella consagrada de la televisión. Swatch y Chopard. C & A y Armani. La dueña de la casa los llevó desde el recibidor hasta un gran salón. Por unas cristaleras completamente abiertas se salía a una terraza de generosas dimensiones. Desde el jardín se disfrutaba de unas vistas espectaculares de la región Rin-Meno. En el otro extremo de la terraza, por encima de una piscina con un agua azul resplandeciente, había unas treinta personas en cómodos asientos de mimbre que seguían el partido de fútbol en una pantalla gigante. Al verlos, un hombre se levantó de una tumbona, cruzó la terraza y entró en el salón. Alto, con canas, de rasgos angulosos, por fuera Carsten Bock era como Pia se lo imaginaba después de oír el mensaje que le dejó a Pauly en el contestador.

—Carsten, el señor y la señora son de la Policía judicial —informó la señora Bock.

—Ya —asintió su marido, imperturbable—. ¿En qué podemos ayudarlos? No dispongo de mucho tiempo.

No era tan fácil librarse de Bodenstein.

—Tenemos malas noticias.

La señora Bock se quedó de piedra. Abrió mucho los ojos, angustiada, y sus uñas se clavaron en los brazos, que tenía cruzados ante el escaso pecho.

—Jonas —susurró—. Dios mío, le ha pasado algo a Jo.

—¿Se trata de nuestro hijo? —inquirió Bock—. ¿De Jonas?

—Sí —asintió Bodenstein con gravedad—. Siento mucho tener que decirles esto, pero su hijo Jonas ha muerto.

Durante unos segundos no pasó nada. Los padres del muchacho lo miraron con esa mezcla conmocionada de incomprensión e incredulidad que Bodenstein conocía demasiado bien. Siempre era la misma.

—No —musitó la señora Bock—, no puede ser.

Carsten Bock se quedó de piedra, fue a pasarle un brazo por los hombros a su esposa, pero ella lo rechazó con vehemencia.

—¡No! —gritó de súbito—. ¡No! ¡No!

Se abalanzó sobre Oliver Bodenstein acometida de una muda desesperación, golpeándolo con los puños, mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Pia la sujetó por las muñecas con fuerza. Acto seguido la mujer se desmoronó hecha un mar de lágrimas. Un chico de unos dieciséis años que apareció en la puerta abierta, corrió hacia ella y se arrodilló a su lado.

—¡Mamá! —exclamó consternado—. Mamá, ¿qué te pasa? ¿Qué sucede?

—Tu hermano ha muerto —anunció al joven su padre con voz inexpresiva.

Fuera los aficionados vociferaban en el estadio de fútbol, el reportero comentaba entusiasmado las jugadas de la selección alemana. Los invitados de los Bock debían de haberse enterado de que había ocurrido algo malo, ya que alguien bajó el volumen del televisor. De pronto no se oía nada, salvo los sollozos desesperados de la madre de Jonas, que estaba en el suelo doblada en dos. Carsten Bock se inclinó sobre su mujer y le acarició el hombro.

—¡No me toques! —chilló ella, y empezó a pegarle y darle patadas. Después se quedó quieta, gimoteando, con el chico a su lado, desvalido.

—¿Quiere que llame a un médico? —inquirió Pia en voz baja.

—Hay uno aquí —respondió Bock. Esa vez su mujer no opuso resistencia cuando él se agachó, la tomó en brazos y atravesó el recibidor hacia la escalera. Con cada paso que daba, la cabeza de ella se balanceaba a un lado y a otro; había dejado de llorar—. Vengan conmigo —pidió escuetamente Bock—. Tú también, Benjamin.

Los dos policías intercambiaron una mirada rápida: esa era, con mucho, la peor situación que habían vivido en mucho tiempo. Pia salió a la terraza. Los invitados, que se habían levantado, la miraron apesadumbrados. Nadie dijo nada; tras ellos, el partido de fútbol seguía desarrollándose en la inmensa pantalla, ahora en silencio.

—La fiesta ha terminado —anunció Pia, y volvió a la casa.

Bodenstein y Pia aguardaban en la biblioteca, donde librerías acristaladas llegaban prácticamente hasta el alto techo estucado. Minutos después Carsten Bock entró en la habitación y cerró la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja. Estaba pálido, pero contenido. Se situó detrás de un sillón y apoyó las manos en el respaldo.

—Hemos encontrado a Jonas en el terreno que tiene su suegro en el valle de Schmiehbach —contó Pia—. Hoy no se presentó al examen oral de selectividad y le mandó un sms a su novia que sonaba a despedida. Por eso fuimos hasta allí, porque es donde ayer celebró su cumpleaños.

—Debo explicarles por qué no… no echamos en falta a Jonas. —Bock carraspeó y se paró un momento para escoger las palabras adecuadas—. Se fue de casa hace algún tiempo y desde entonces vivía con… un amigo.

—¿Por qué? —quiso saber Bodenstein.

—Teníamos diferencias de opiniones. —Bock se sentó en el borde del sillón y enterró el rostro en las manos—. ¿Cómo… cómo fue…? —preguntó con voz bronca, levantando la cabeza.

—Lo encontramos ahorcado, pero por ahora no podemos decir con seguridad si fue un suicidio o no —aclaró Bodenstein.

Aunque tenía la fuerte sensación de que Bock le ocultaba la verdad de la huida de su hijo, el hombre le daba pena. Perder a un hijo era lo peor que podía pasar a unos padres. ¿Cuánto peor sería si las últimas palabras que se habían intercambiado con el hijo habían sido airadas?

—¿Qué significa eso? —preguntó Bock.

—No se puede excluir la posibilidad de que lo asesinaran —repuso Bodenstein—. Por este motivo, el fiscal ha pedido que se le practique la autopsia.

Carsten Bock se pasó la mano por la cara.

—¿Y ahora qué? ¿Tengo que… me refiero a si…? —No pudo seguir hablando.

—No. Hemos identificado a su hijo sin la menor duda —dijo Bodenstein.

—Pero en los próximos días tendremos que volver a hablar con usted y con su mujer —apuntó Pia.

—¿Por qué? —Bock la miró con unos ojos inyectados en sangre—. Jonas ha muerto, ¿de qué hay que hablar?

—Si efectivamente su hijo fue víctima de un delito violento, nuestro cometido es dar con el autor —explicó Pia. Para ello necesitamos información acerca de Jonas, su círculo de amigos y su entorno.

—Además —terció Bodenstein—, el martes por la noche fue asesinado un hombre llamado Hans-Ulrich Pauly. Encontramos un mensaje de usted en su contestador. Puede que ya se haya enterado de que hemos detenido a su suegro porque tenemos sospechas fundadas de…

—Que han hecho… ¿qué? —lo interrumpió Bock, estupefacto, y dejó caer las manos.

Pia reparó en que sus ojos reflejaron por un instante un pánico que desapareció en el acto.

—¿Es que no lo sabía? —A Bodenstein le sorprendió. Detuvimos al señor Zacharias el domingo. No tiene coartada para la hora en que se cometió el asesinato y lo vieron en la escena del crimen, detalle que, dicho sea de paso, él no niega.

Carsten Bock se levantó, se acercó a la ventana y se quedó con la vista fija en ella.

—Por favor, váyanse —pidió sin volverse—. Tengo que digerir todo esto.

—¿Crees que no sabía lo de su suegro? —le preguntó Pia a Bodenstein cuando poco después volvían a Kelkheim.

—Es algo raro —opinó este, pensativo—, pero tal vez la mujer de Zacharias no se lo dijera a su hija por pura vergüenza.

—O la señora Bock no se lo dijo a su marido —aventuró Pia—. No parecen llevarse demasiado bien. ¿Has visto cómo lo apartaba?

—Lo he visto, sí.

—Bock ha reaccionado de una forma curiosa cuando le has contado lo de Zacharias.

—Diez minutos antes acababa de enterarse de que su hijo ha muerto —apuntó Bodenstein—. Es normal que en esos casos las personas reaccionen de manera irracional.

—No —objetó Pia—. Yo no creo que reaccionara de manera irracional. Cuando has mencionado a Zacharias, pareció asustarse de veras, con lo cual cabría pensar que… —Le sonó el móvil—. Kirchhoff —respondió.

—Hablar por teléfono mientras conduces. Bien, bien… Treinta euros de multa —susurró Bodenstein, y Pia hizo una mueca. Era Ostermann.

—Te está esperando un tal Matthias Schwarz. Le has pedido que viniera —le anunció su compañero.

Pia se había olvidado por completo del hijo del agricultor Schwarz. Le dijo a Ostermann que llegaría en unos minutos.

—Uy, si antes tengo que llevarte a casa, jefe… —recordó.

—No hace falta —replicó él—. Te acompaño. ¿Qué hay de nuestros sospechosos?

Pia redujo la velocidad a sesenta a la altura de la salida al Rote Mühle, pasó la salida a Hornau, se dirigió a la B 8 y aceleró de nuevo. Entretanto puso a Bodenstein al corriente del resultado de los interrogatorios que había llevado a cabo Behnke con Kathrin Fachinger y de su visita del día anterior al restaurante Grünzeug. De sus problemas y sus roces con Behnke no dijo ni palabra.

Matthias Schwarz era achaparrado y robusto, con el rostro muy redondo y rojo como un cangrejo; tenía una mirada irritantemente inquieta. Pia lo invitó a sentarse, le advirtió de que iba a grabar la conversación y le pidió una serie de datos personales. Matthias Schwarz, 26 años, solador, en la actualidad en paro, con domicilio en casa de sus padres, junto a la de Pauly; se sentía visiblemente incómodo. Pia lo observó unos momentos con aire inquisitivo.

—¿Cómo es su relación con la señora Schmitt, su vecina? —preguntó sin andarse con rodeos.

Schwarz hijo tragó saliva; la nuez subía y bajaba de forma convulsiva.

—¿A qué… a qué se refiere?

—Su madre cree que la señora Schmitt quiere algo de usted. ¿Es eso verdad?

El muchacho se puso como un tomate hasta debajo del ralo cabello rubicundo.

—No, no es verdad —sacudió la cabeza—. Solo le echo una mano en el jardín de vez en cuando, nada más.

—Ya. —Pia comenzó a hojear unos documentos e hizo como si mirara algo—. En el registro central federal consta que tiene usted antecedentes por lesiones, coacción y nuevamente lesiones, esta vez graves.

Schwarz esbozó una sonrisa entre tímida y bobalicona, como si estuviera orgulloso de su poco gloriosa trayectoria.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a la señora Schmitt o habló con ella?

—El sábado. —Se rascó la cabeza; al parecer, no tenía ni la menor idea de adónde quería llegar Pia.

—El sábado. ¿A qué hora? ¿Cuándo exactamente?

Schwarz se devanó los sesos.

—La señora Schmitt le ha dicho lo que debía decirme usted, ¿me equivoco? —inquirió ella pasado un rato.

El joven rehuyó su mirada; tenía la mala conciencia escrita en la cara.

—Dijo que podía parecer raro que se enterasen de que estuve en su casa cuando Pauly acababa de morir —acabó admitiendo.

No cabía duda de que la astuta señora Schmitt tenía razón: parecía raro, sí. Pero aún lo parecía más que pensara en las apariencias estando de luto. A Pia se le pasó algo por la cabeza: era posible que siguieran una pista completamente falsa en lo tocante al asesinato de Pauly. Quizá su repentina muerte obedeciese a un plan preciso y Esther Schmitt se hubiera servido del entregado hijo de sus vecinos para quitarse de en medio a su indeseado compañero. De pronto Pia fue consciente de que en realidad no sabían nada de la señora Schmitt. Era la dueña del restaurante Grünzeug, la propietaria de la casa, pero ¿y su patrimonio? ¿Habría contratado Pauly un seguro de vida que la beneficiara? Sea como fuere, el dolor de la señora Schmitt era sorprendentemente contenido.

—Cuando la señora Schmitt le pide que haga algo, usted lo hace, ¿no es así?

Schwarz asintió. Entonces recordó la grabadora.

—Sí —respondió—. Siempre.

—¿Qué le da a usted a cambio?

Matthias Schwarz miró a Pia con cara de no haber entendido la pregunta.

—¿A cambio? ¿A cambio de qué? —inquirió.

—¿Le da dinero cuando hace usted algo?

—N… no.

—¿Entonces? —Pia sonó burlona adrede—. Supongo que no trabajará por amor al arte en su jardín. ¿O sí? —El trato con tontainas como Matthias Schwarz le había enseñado que esas personas se mostraban muy susceptibles cuando comprendían que las habían utilizado o engañado. Hacía falta algo de tiempo para que sus palabras causaran el efecto deseado en el cerebro de su interlocutor, de manera que siguió hablando—. Señor Schwarz —empezó—, tengo delante un informe de las quemaduras que sufrió usted en la cara, las manos y los antebrazos, y desde luego no se las causó el agua caliente. ¿Estuvo usted en casa de la señora Schmitt el sábado?

El hombre vaciló, y Pia leyó en su rostro que lo asaltaban las primeras dudas sobre su amada.

—Esther siempre ha sido buena conmigo —respondió él a la penúltima pregunta de Pia—. No trabajo en su casa, solo le echo una mano de vez en cuando. Por eso no hace falta que me dé dinero.

—Claro. —Pia sonrió—. Entonces es que es usted un buen samaritano.

Eso era lo último que quería ser un joven que se sentía orgulloso de su historial delictivo.

—¡De eso nada! —espetó, y fijó un instante en Pia sus ojos acuosos, si bien volvió a bajarlos en el acto—. La… quería…

No terminó la frase.

—Esperaba usted que algún día Esther se diera cuenta de que está enamorado de ella, ¿me equivoco?

Se le puso rojo el cuello, y después, la cara de pan. Schwarz comenzó a tragar saliva como un poseso.

—Pero no fue así —prosiguió ella—. Usted solo era mano de obra barata, útil para ella. —La expresión de la cara del muchacho le dijo que había tocado un punto flaco—. Hábleme del sábado por la noche —pidió—. Estuvo usted en casa de Esther Schmitt. ¿Se acostó con ella?

Matthias Schwarz daba la impresión de estar a punto de reventar. Se frotó las manos en los vaqueros.

—No —respondió en un susurro—, dijo que no podía, que Pauly acababa de morir. Que necesitaba tiempo. Que teníamos que ir despacio.

—Así que le dio esperanzas. —Pia enarcó las cejas—. Y usted, ¿lo aceptó?

Schwarz no contestó. En su interior bullía una mezcla de incomprensión, duda e ira. Su lealtad incondicional a la idolatrada vecina se desvanecía.

—Me llamó por la noche, sobre las once —contó con voz ahogada—. Me pidió que la fuera a buscar al restaurante. Lloraba. La llevé a casa, y allí me abrazó y me dijo que me quedara, que tenía miedo de estar sola. Se metió en la cama y yo me tuve que acostar en el sofá. —Se interrumpió, luchaba consigo mismo—. Yo no podía dormir. Pensaba en qué podía hacer para que ella… ya sabe. Luego ella se levantó y se acercó para ver si yo dormía. Yo no me moví. Después bajó, y de repente empezó a oler a humo. Luego subió, me zarandeó y gritó que había fuego.

Pia esperó pacientemente a que siguiera hablando.

—Cuando estábamos fuera, en el patio, Esther de repente se puso como loca.

Porque recordó la valiosa lata de comida para perros de la nevera, razón por la cual pidió al hijo de sus vecinos que entrara por ella, y de ahí las quemaduras. A continuación, Esther Schmitt lo mandó a su casa y lo conminó a guardar silencio.

—¿Dónde estaban los perros y los demás animales? —quiso saber Pia.

Para entonces Schwarz era plenamente consciente de las estupideces que había cometido por amor y de que no tenía nada que hacer con Esther Schmitt. Sin que se lo preguntara, contó que el día anterior había llevado al Grünzeug varias cajas llenas de libros y ropa y todas las plantas del patio. Después trasladó a los perros a la guardería de una amiga de Esther. Con lo cual era evidente: el incendio había sido cosa de la propia Esther.

—Una última pregunta —dijo Pia cuando el hombre calló—. ¿Dónde estaba usted el martes por la noche cuando asesinaron a Pauly?

Schwarz tenía la mirada perdida, y Pia hubo de repetirle la pregunta dos veces antes de que levantara la cabeza despacio. Ella vio el profundo daño que le había producido averiguar la verdad sobre su amada.

—Viendo el fútbol —respondió con voz inexpresiva.