Sábado 17 de junio

A las cuatro de la madrugada, el móvil de Bodenstein cobró vida en la mesita de noche, iluminándose y vibrando como un loco. Medio dormido, él se sobresaltó. Era Elisabeth Matthes, que lo avisaba, con los nervios a flor de piel, de que la casa de Pauly estaba en llamas.

—No puede ser verdad —espetó Bodenstein, y encendió el interruptor de la luz que había junto a la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó, adormilada, Cosima.

—La casa del hombre cuyo cuerpo encontramos en el zoológico está ardiendo —respondió mientras se vestía. Tú sigue durmiendo. Vuelvo enseguida.

Tal como sospechaba, el accidente que había sufrido su mujer el día anterior no había sido una tontería. Cosima perdió el control del coche en la A 66, a la altura de Wallau. Gracias a los airbag y al cinturón de seguridad solo sufrió un traumatismo cervical y se llevó un buen susto, pero el X5 chocó contra el quitamiedos y tenía daños considerables.

Bodenstein se puso la chaqueta que estaba junto a la puerta del garaje, se despidió del perro acariciándole la cabeza, abrió la puerta del garaje y encendió la luz. Casi le dio un ataque al corazón al ver junto al maletero del coche de época de su hijo a dos siluetas fundidas en un abrazo, que se separaron asustadas.

—Por Dios, Lorenz, ¿se puede saber qué haces a las cuatro de la mañana en el garaje? —le dijo a su hijo, y solo entonces reconoció a la chica que lo acompañaba.

—Hola, señor von Bodenstein.

Thordis Hansen, toda roja y cohibida, se tiraba de una camiseta sumamente corta. Bodenstein miraba desconcertado a su hijo y a la hija de Inka Hansen. Ni siquiera sabía que se conocían. A él se la habían presentado en el curso de una investigación que dirigió a finales del pasado verano, cuando sospechaban que Kerstner, compañero de Inka, había asesinado a su esposa, Isabel. La chica contribuyó a que él resolviera con bastante rapidez el asesinato de Isabel Kerstner.

—Hemos… bueno…, es que quería enseñarle un momento a Thordis mi Sunbeam —balbució Lorenz, no menos cohibido.

Thordis soltó una risita nerviosa, y Bodenstein comprendió que de haber aparecido solo dos minutos más tarde probablemente los hubiera pillado en una situación mucho más comprometida. Recordó lo que le pasó con la joven el verano anterior, cuando ella le dio a entender de manera inequívoca que no le habría importado conocerlo mejor; la diferencia de edad y el hecho de que estuviera casado le daban absolutamente lo mismo. En cualquier caso, Thordis Hansen era muy distinta de las chicas con las que solía salir su hijo. ¿De qué se conocían? ¿Irían en serio? No estaba muy seguro de que le gustara la idea de que en un futuro Thordis entrara y saliera de su casa.

—Bueno, pues enséñaselo. —Antes de que la situación se volviera aún más embarazosa, Bodenstein le dio a un interruptor y la puerta del garaje se abrió—. Buenas noches.

Los cuerpos de bomberos de tres barrios de Kelkheim combatían con un gran dispositivo las llamas para que no se propagaran al adosado contiguo. Bodenstein aparcó el coche a bastante distancia y se acercó a pie. Se detuvo a observar el operativo: bultos negros ante el infierno rojo vivo en que se habían convertido la casa, los árboles y los cobertizos. Había mangueras por todas partes, los motores y generadores de los vehículos autobomba rugían, de varias bocas salía un agua dirigida a las llamaradas que se evaporaba en el acto emitiendo un silbido. Visto de lejos, el espectáculo, el centelleo mudo de las luces azuladas bajo la humareda negra, tenía algo de demencial. Lo primero que pensó Bodenstein fue que el incendio le vendría que ni pintado a Mareike Graf. Un hombre cruzó la calle en ese momento y se dirigió hacia él.

—Hola, Bodenstein —saludó—, ¿qué hace usted aquí?

Bodenstein reconoció a Jürgen Becht, su compañero de la K10, responsable de Investigación de incendios.

—En esa casa asesinaron al hombre cuyo cadáver encontramos anteayer en el zoológico —respondió—. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, registramos la casa.

Incluso a ciento cincuenta metros del incendio se notaba el calor del fuego.

—Los bomberos creen que ha sido intencionado —informó Becht, quien dio una calada al cigarrillo que estaba fumando y observó las llamas malhumorado.

—¿Por qué? ¿En qué se basan?

—A las cuatro menos diez llamó a emergencias la vecina —contó Becht—. A eso de las cuatro menos veinte oyó que se acercaba un coche, luego un ruido y minutos después la casa estaba en llamas. ¿Usted cómo lo ve?

—Bastante claro. Dicho sea de paso, también me llamó a mí.

De repente Bodenstein se acordó de que el día anterior había dado la orden de dejar libres a las dos mujeres a las dos horas de su arresto.

—¿Había alguien en la casa cuando se declaró el incendio? —preguntó preocupado.

—Sí —asintió el otro policía—, y los dos han tenido mucha suerte. La mujer está levemente intoxicada por el humo y tiene algunas quemaduras superficiales.

—¿Los dos? —repitió Bodenstein.

—Sí —replicó Jürgen Becht—, la inquilina y un hombre, pero el hombre se largó antes de que llegaran los bomberos. La mujer está en observación en el hospital de Bad Soden.

En medio del caos de las labores de extinción se acercó Elisabeth Matthes en bata. Bodenstein la saludó y le dio las gracias por haberlo llamado.

—Estaba en la cocina, porque no podía dormir. —Elisabeth Matthes resplandecía; se sentía importante, y le encantaba ser el centro de acontecimientos emocionantes y haber encontrado un interlocutor atento—. Entonces oí llegar un coche. Fue hasta la rotonda, muy despacio. —Hizo una pausa dramática.

—¿Vio qué coche era? —quiso saber Bodenstein.

—Desde luego. —Se sacó un papel del bolsillo de la bata y se lo dio—. Una furgoneta blanca. Con una matrícula rara: ERA-82 TL.

Bodenstein le echó un vistazo: una matrícula polaca. La vecina vio que un hombre se bajaba y se dirigía a la casa de Pauly, poco después oyó un ruido y algo más tarde empezó a oler a quemado.

—Vi que el hombre salía por la puerta y se iba corriendo. Ya había fuego. —La señora Matthes se interrumpió para pensar si se le había olvidado algo.

Bodenstein le pasó el papel a Becht, su compañero, y le pidió que comprobara la matrícula polaca. Las vigas del tejado se derrumbaron con gran estrépito, y en el cielo nocturno ennegrecido por el humo se alzó una luminosa lluvia de chispas.

—Me extrañó que los perros no ladraran —agregó la vecina—, porque la suelen montar a la más mínima.

—¿Le llamó la atención alguna otra cosa? El hombre que salió corriendo, ¿se subió a la furgoneta blanca?

La señora Matthes vaciló. Un hombre alto, calvo, que había estado junto a los vehículos de extinción y hablando con los bomberos, se acercó. Bodenstein reconoció a Erwin Schwarz, el agricultor que vivía enfrente.

—No, no vi más.

La parlanchina mujer también lo reconoció, y de pronto pareció amedrentada, casi asustada. Antes de que Bodenstein pudiera decir algo, desapareció deprisa y corriendo en su jardín delantero y luego, en la casa.

La claridad de la mañana permitió apreciar de verdad las proporciones del desastre causado por el fuego y el agua. Esther Schmitt, con el rostro sin expresión, estaba ante las ruinas humeantes de la casa. Llevaba unos pantalones de hilo informes, una camiseta con manchas y unas sandalias, la ropa con la que había salido corriendo de la casa en llamas. Tenía en la cara y los brazos algunas ampollas; la mano derecha, vendada. El operativo se había retirado, a excepción de dos bomberos que vigilaban los restos carbonizados del incendio; el lugar del siniestro al completo había sido acordonado.

—Me encuentro bien.

Esther Schmitt respondió sin apartar la mirada de las ruinas cuando Bodenstein se interesó por su estado.

—¿Dónde estaba cuando se declaró el incendio? —le preguntó.

—En la cama. No me desperté hasta que empecé a toser, y abajo ya estaba ardiendo todo.

—¿Cómo salió de la casa?

—Por la ventana. Me descolgué por la hiedra. —Esther Schmitt apretó los puños—. Todos mis animales han sufrido una muerte horrible, abrasados. Esos cerdos…

—¿Quién cree usted que pudo provocar el fuego?

La mujer miró a Bodenstein con los ojos enrojecidos.

—Los Graf, desde luego —respondió con amargura—. ¿A quién más le podría interesar que ardiera la casa?

—Los bomberos han dicho que estaba usted con un hombre —comentó Bodenstein—. ¿Quién era? ¿Por qué salió corriendo?

—No estaba con nadie, y menos con un hombre —zanjó Esther Schmitt—. Puede que fuera el incendiario.

—Señora Schmitt —Bodenstein sacó una copia del acuerdo al que habían llegado los Graf y Pauly—, ¿de verdad no sabía usted nada del dinero que al parecer le dio a su pareja la señora Graf?

—No. —La mujer miró el papel con desinterés—. ¿Por qué iba a mentirle? El dinero me da completamente igual.

Una furgoneta verde de reparto con publicidad del restaurante Grünzeug se aproximó y se detuvo a unos cientos de metros. Un hombre joven de cabello oscuro se bajó del vehículo y se acercó. Tendría veintitantos años y unos rasgos ligeramente asiáticos.

—Hola, Esther. —Parecía preocupado—. ¿Te encuentras bien?

—Hola, Tarek —la mujer hizo un esfuerzo por sonreír. Sí, estoy bien. Gracias por venir a buscarme.

—Qué menos… —El muchacho saludó a Bodenstein y Pia con una leve inclinación de cabeza y a continuación se dirigió de nuevo a Esther Schmitt—. Te espero en el coche —dijo.

—No, no te vayas. —La viuda lo asió del brazo y de pronto rompió a llorar. Él le rodeó el hombro.

—Una última pregunta —terció Pia.

—¿Tiene que ser ahora? —El joven miró a Pia con cara de no entender nada—. Ya ve cómo está.

Pia no sabía por qué, pero a pesar de todos los reveses que le había deparado la fortuna en las últimas cuarenta y ocho horas, la mujer no le daba pena. Tenía la sensación de que en realidad Esther Schmitt no estaba tan hundida y conmocionada como quería hacer creer. Sin ir más lejos, la tarde anterior, cuando se peleaba con Mareike Graf, no parecía que llorase la muerte de su compañero asesinado.

—Ayer estuve en su restaurante —empezó Pia—. Me llamó la atención que algunos chicos desaparecieran por una puerta que ponía PRIVADO y no volvieran a aparecer. ¿Qué hay tras esa puerta?

A los ojos llorosos de Esther Schmitt afloró una expresión vigilante. Por primera vez en esa mañana, miró a Pia a la cara.

—No mucho. Por ahí se baja al sótano —contestó en voz baja, como una niña pequeña e insegura; no encajaba con ella.

Por su forma de mover nerviosamente los ojos a un lado y a otro, Pia supo que en el supuesto cibercafé pasaba algo. Antes de que pudiera hablar, el joven se inmiscuyó.

—Ahora déjela en paz —ordenó con energía—. Vaya a verla más tarde.

Esther Schmitt se echó a llorar de nuevo y dejó que el muchacho la llevara a la furgoneta.

—Por lo visto, Pauly no es el único al que le tiran los chicos de dieciocho años —observó Pia con sequedad. A nuestra vegetariana de pro también le van los brotes tiernos.

Bodenstein los siguió con la mirada y sonrió levemente. En ese momento un tractor salió por el portón del agricultor Schwarz, y a Pia le sonó el móvil. Bodenstein le indicó por señas que quería hablar con el conductor del tractor, y Pia asintió y abrió el teléfono. Era Henning; llamaba para confirmar que las heridas de la mano y la pantorrilla de Patrick Weishaupt eran, en efecto, mordeduras de perro. Le pidió que le hiciera un análisis de sangre y le tomase las huellas dactilares al chico y a continuación cruzó la calle y fue al encuentro de su jefe, que hablaba con el conductor, un hombre de unos veinticinco años.

—… ni idea de a qué se refiere —le oyó decir Pia por encima del ruido del motor. Era un muchacho rubicundo y fornido, con el rostro redondo surcado por las marcas de un terrible acné juvenil.

—Tiene quemaduras recientes en la cara y los antebrazos —señaló Bodenstein al tiempo que apuntaba a los brazos del hombre, en los que había ampollas—. ¿Por qué?

—La caldera anda mal —aseguró—. Ayer me escaldé en la ducha. ¿Me puedo marchar ya? Tengo que ir al campo.

Bodenstein se echó hacia atrás y dejó que el tractor avanzara.

—¿Quién era ese? —quiso saber Pia.

—El hijo de Erwin Schwarz —contestó Bodenstein—. Sospecho que ayer la vecina quería contarme algo de los Schwarz, pero al ver al padre, sintió miedo. —Se quedó pensativo un momento—. Becht opina que la pista de la furgoneta de reparto blanca no interesa —añadió tras unos instantes—. El lunes es el día de recogida de desechos. Mucha gente saca cosas, y los polacos y los lituanos recorren las calles para recoger todo aquello que les sirva. Cree que fue pura casualidad.

Para entonces ya habían llegado agentes de la Policía científica, junto con especialistas de la BPPJ, la Brigada Provincial de Policía Judicial. Enfundados en trajes ignífugos y con mascarillas protectoras, se aventuraban a adentrarse en los restos abrasados de la casa, de la que solo quedaban en pie muros ennegrecidos y escombros al rojo vivo.

—Henning ha confirmado sin lugar a dudas que las heridas de Patrick son mordeduras de perro —dijo Pia, y torció el gesto al recordar al perro peludo y bonachón de ojos azules—. Puede que los compañeros aún encuentren entre las cenizas por lo menos los dientes de los perros. Así quizá tengamos la prueba de que Patrick Weishaupt estuvo en la casa.

La carnicería Conradi hacía chaflán en la Bahnstrasse, la calle comercial por antonomasia de Kelkheim, que entre los habitantes de la ciudad seguía estando por delante del nuevo y elegante centro de la avenida Franken. A las puertas del fin de semana, el establecimiento estaba muy concurrido. Bodenstein y Pia se pusieron a la cola y esperaron pacientemente a que les llegara el turno. La jefa estaba de mal humor, pero Bodenstein sabía por Cosima que era lo habitual, sobre todo cuando se ponía a dieta. Al parecer eran muchos los clientes que iban no solo por el buen embutido de Conradi, sino también porque los comentarios mordaces de la señora Conradi y los enfrentamientos verbales que solían protagonizar en la tienda marido y mujer resultaban de lo más entretenido. Ese día los presentes tampoco se irían de vacío.

—Quiero una chuleta maja, magra —pidió una mujer.

—¿La quiere para comer o para enmarcarla? —bufó la señora Conradi. La otra se limitó a sonreír; a todas luces era clienta habitual—. ¿Algunacositamás? —Preguntó a continuación, en tono amenazador.

—Tres lonchas de jamón cocido. Pero no me dé la de arriba.

La señora Conradi sacó el jamón del expositor con el trinchante y partió tres rodajas, que dejó caer en el papel encerado. La atractiva dependienta pasó por detrás de ella para ir a la caja registradora y tecleó algo.

—¿Siguiente?

La señora Conradi miró a Bodenstein, con el rostro mohíno surcado de arrugas causadas por la amargura.

—Me llamo Bodenstein y esta es mi compañera, la inspectora Kirchhoff… —comenzó Bodenstein con las presentaciones de rigor.

—Me alegro mucho —lo interrumpió ella—. ¿Qué va a ser?

—Nos gustaría hablar con su marido.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Me lo pueden decir a mí.

—Policía judicial de Hofheim. —Pia sacó el carné—. Vaya a avisar a su marido, por favor.

La señora Conradi la miró entrecerrando los ojos; acto seguido, dejó el trinchante en el mostrador y desapareció.

La tienda se había vuelto a llenar, y en ausencia de su jefa la dependienta rubia trabajaba a destajo. Al cabo de unos minutos apareció un hombre alto, de cabello castaño claro, con una bata de un blanco inmaculado y un delantal de cuadros rojos y blancos. El carnicero Conradi tenía un rostro de rasgos marcados y unos ojos de un azul radiante. Al verlo, la clientela femenina, a la que él fue saludando por su nombre, lo devoró con la mirada.

—Hola. —Conradi esbozó una sonrisa cordial—. Querían verme, ¿no es así? Salgan y den la vuelta, por favor.

Bodenstein y Pia salieron del establecimiento y se dirigieron a la parte posterior, donde había una furgoneta de reparto con la puerta lateral abierta.

—No me extraña que la señora Conradi le tenga miedo a la competencia —comentó Pia.

—¿Y eso? —inquirió, sorprendido, Bodenstein.

—Usted no lo ve porque es un hombre.

—¿Qué es lo que no veo?

—Que el tipo está de miedo.

Conradi apareció en la puerta trasera y les indicó que se acercaran. Bodenstein y Pia lo siguieron y, tras cruzar un obrador de azulejos blancos, llegaron a un pequeño despacho.

—Seguro que vienen por lo de Pauly —dijo después de que Bodenstein y Pia tomaran asiento en dos sillas ante la mesa—. Erwin Schwarz me dijo que ha muerto. Supuse que se pasarían por aquí tarde o temprano.

—¿Por qué? —preguntó Pia.

En la distancia corta, Conradi ganaba incluso más. Las sienes grises y las arruguitas de los ojos no menoscababan la impresión general.

—Todo el mundo sabe que no podía soportar a ese comehierbas respondón.

Conradi no se esforzó en ocultar su antipatía.

—No hace mucho le pegó un tiro a uno de sus perros —añadió Bodenstein.

—Es verdad —asintió Conradi—. Siempre dejaba sueltos a los chuchos. «Los animales deben estar en libertad»…, ¡y un cuerno! Como arrendatario de un coto, soy responsable de la caza, y le dije repetidas veces que por lo menos encerrara a los bichos durante la veda. Dicho sea de paso, no sabía que el perro era de Pauly. Ni siquiera llevaba collar, y más tarde se supo que Pauly se había ahorrado los impuestos por cuatro de los perros, por eso no pregonó el asunto a los cuatro vientos, como solía hacer con esa clase de cosas.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unas semanas. Al día siguiente entró en la tienda como una exhalación y me acusó delante de todos los clientes de asesino de animales y matón. —Conradi torció el gesto—. Le encantaban esas escenas. Lo eché, y al día siguiente me encontré los cristales de la tienda embadurnados de pintadas insultantes.

—¿Y usted no hizo nada al respecto? —inquirió Pia.

El carnicero se encogió de hombros.

—Se ocupó mi mujer —respondió—. Tenía…, bueno, tenía una cuenta pendiente con él. Por nuestro hijo. —Su rostro se ensombreció—. Se suponía que el chico iba a aprender el oficio para que en un futuro se quedara con la tienda, pero ese puñetero Pauly le calentó la cabeza y le dijo que terminara el bachillerato y fuera a la universidad. De repente, nuestro hijo se avergonzaba de nosotros con sus amigos finolis, ya no se acercaba por la tienda y prefería el ordenador. Y hace unas semanas se fue de casa.

—¿Dónde estuvo usted el pasado martes por la tarde? —preguntó Bodenstein.

—¿Por qué? —inquirió, suspicaz, Conradi—. No creerá que tengo algo que ver con la muerte de Pauly, ¿no?

—Desde luego, libre de toda sospecha no está —le contestó el inspector—. Estaba enfadado con Pauly, y alguien nos contó que el lunes por la tarde le dio un puñetazo.

Conradi sonrió débilmente.

—Esa tarde Pauly estaba completamente fuera de sí —admitió—. Cuando me llamó por tercera vez, con desprecio, «el rey de la mortadela de la Bahnstrasse» no pude más.

—Hoy pone en el periódico que el lunes dijo usted que le gustaría orinarse en la tumba de Pauly —apuntó Pia. Mire usted por dónde, pronto podrá hacerlo.

El carnicero se puso rojo.

—¿Por qué no fue el martes al Goldenen Löwen, como acostumbra hacer?

Si a Conradi le sorprendió que la Policía supiera eso, no se le notó.

—Esa noche… —empezó, pero se calló cuando su mujer apareció en la puerta del despacho y se quedó allí plantada, con los brazos cruzados, como un enviado de la Inquisición.

—¿Sí? —lo animó Bodenstein.

—Llevó dos lechones al club de golf —respondió la señora Conradi por su marido, que de repente parecía incómodo.

—Ya. —Pia tomó nota—. ¿Cuándo volvió a casa?

El hombre abrió la boca para contestar, pero de nuevo su mujer se le adelantó. Y quedó claro que, desde luego, no pretendía ayudar a su esposo.

—A las dos de la mañana —espetó con sequedad—. Y venía como una cuba.

—No digas bobadas —le soltó Conradi a su mujer—. ¿Es que no tienes nada que hacer en la tienda? ¡Largo!

—¿Y dónde estuvo hasta las dos de la mañana? —se interesó Pia.

—En el club de golf hasta que terminó la cena —replicó él—. Luego…

—Eso mismo me gustaría saber a mí —lo cortó su mujer.

—¡Fuera de aquí! —Conradi se levantó de golpe y fue hacia la puerta. Su mujer retrocedió.

—Apuesto a que estuviste otra vez con alguna. —Rio con odio—. Te pierden las faldas.

Conradi dio un portazo y se volvió de nuevo hacia Bodenstein y Pia.

—No estaba borracho —afirmó tímidamente—, pero es cierto que me pasé a ver a una conocida.

—¿Y cómo se llama esa conocida? ¿Dónde vive? ¿Y cuándo se vio con ella? —preguntó Pia.

—No quiero meterla en ningún lío —aseguró el carnicero, a disgusto.

Pia se encogió de hombros.

—Será usted quien se meta en un lío si no nos proporciona una coartada sólida para la noche del martes al miércoles.

Conradi se sentó de nuevo, y Bodenstein y Pia esperaron a que se decidiera a responder.

—Muy bien —dijo después de un silencio—. Lo más probable es que de todas formas lo averigüen. Me vi con Mareike. Mareike Graf.

La respuesta dejó sin palabras a los policías.

—¿Mareike Graf? —quiso cerciorarse Pia—. ¿La exmujer de Pauly?

—Nos conocemos desde hace tiempo. —Conradi hizo un gesto de indiferencia—. Durante una temporada trabajó de camarera en el Lehnert, cuando dejó a Pauly. Un buen día nos pusimos a hablar. Y desde entonces, en fin…

—Sin embargo, no hace tanto que volvió a casarse —objetó Bodenstein.

—¿Conoce usted a su marido? —El carnicero movió la mano en señal de rechazo—. A ese solo le importan el trabajo, el golf y participar en rallies con su coche de época. El suyo con Mareike es una especie de matrimonio de conveniencia. —Miró hacia la puerta—. Como el mío —añadió con amargura.

Bodenstein y Pia se miraron: ni Conradi ni Mareike Graf tenían una coartada en toda regla para la hora en que se cometió el asesinato y no cabía duda de que sí tenían uno o incluso varios motivos para desear la muerte de Pauly. Como arrendatario de un coto, Conradi tenía llaves de todos los accesos del bosque, de manera que desde el club de golf pudo acercarse fácilmente hasta la casa de Pauly. Y era lo bastante fuerte para meter un cuerpo en la furgoneta. Móvil, medios, ocasión: lo tenía todo.

A los Graf también parecía gustarles vivir de cara a la galería en su ámbito privado. El chalé que se alzaba tras altos e impenetrables setos de boj en la zona Bad Soden, constaba en su mayor parte de grandes ventanales. En el camino de entrada, al otro lado de un alto portón de hierro forjado, había un Jaguar antiguo descapotable ante un garaje abierto que albergaba otros dos coches.

—Si mi hijo viera este coche, se le saltarían las lágrimas de envidia. —Bodenstein pulsó el timbre—. Si no me equivoco, es un Jaguar XK 120 de los años cincuenta.

Un hombre delgado y canoso, vestido con un polo y unos vaqueros claros planchados con raya, salió de la casa. Rondaría los cincuenta años, tenía bigote y llevaba gafas. Al hombro, una bolsa de golf de la que asomaban algunos palos.

Bodenstein le enseñó el carné.

—Policía judicial de Hofheim. Nos gustaría hablar con la señora Graf.

El hombre abrió el portón y examinó un instante a Bodenstein y Pia.

—Ahora mismo sale. Imagino que habrán venido por lo de su exmarido.

—Así es. —Bodenstein asintió—. ¿Va al club de golf?

—Sí. Hoy se celebra un torneo. Un campeonato del club.

—Ya. ¿Y dónde juega usted?

Graf echó una ojeada a su reloj de pulsera.

—En el club Hof Hausen vor der Sonne —respondió.

—Bonito coche, por cierto —alabó Bodenstein—. Un XK 120, ¿no?

—Así es, sí. —Graf sonrió con orgullo de propietario—. De 1953. Cuando lo compré, hace diez años, era un montón de chatarra, pero me lo restauraron por completo. Me gusta correr rallies con coches de época.

Mareike Graf se acercó taconeando. Iba vestida elegantemente, aunque fuera sábado por la mañana; el collar de perlas de tres vueltas que llevaba al cuello debía de valer una pequeña fortuna.

—Buenos días —saludó radiante, y le acarició el brazo a su marido—. ¿No tienes que irte, tesoro? Ya son las once y cuarto.

Era evidente que quería librarse de él antes de que Bodenstein o Pia mencionaran el motivo de su visita. La mirada con la que Manfred «tesoro» Graf devoró a su preciosa mujer no cuadraba en absoluto con la idea de un matrimonio de conveniencia. Mareike Graf besó a su marido en la mejilla y esperó a que se subiera en su Jaguar XK 120 y saliera marcha atrás a la vez que saludaba con la mano. El maquillaje de la mujer era impecable, y si no hubiera visto con sus propios ojos la paliza que esa muñequita delicada y atildada le propinó a Esther Schmitt, Pia no lo habría creído posible.

—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó con voz meliflua.

—¿Dónde le ha dicho a su marido que estuvo ayer? —disparó Pia.

A la señora Graf la escena del día anterior no la avergonzaba lo más mínimo.

—Le he dicho la verdad, naturalmente —respondió—. Mi marido y yo no tenemos secretos.

—Ya. —Pia miró de arriba abajo a Mareike Graf—. En ese caso, sin duda también sabrá lo de su relación con Franz-Josef Conradi.

La mujer no esperaba ese comentario.

—¿Cómo lo saben?

Durante un instante luchó por recobrar la compostura, pero recuperó el control deprisa.

—Nos lo contó el señor Conradi —replicó Pia.

—Pues sí, es verdad —admitió ella, como si se diera cuenta de que mentir no tenía sentido—. Puede que a usted le resulte extraño saber que me acuesto con un hombre que no es mi marido, pero no lo es. Conozco a Manfred de la facultad. Daba clases en la Universidad de Darmstadt, y me enamoré de él. —Se alzó de hombros con afectación—. De joven, Manfred tuvo cáncer de testículo. Sobrevivió, pero desde entonces es… bueno…, ya sabe.

—No —negó Pia sin piedad—. No sé.

Mareike Graf le lanzó una mirada asesina.

—Ya no puede —añadió claramente—. Antes de casarnos llegamos al acuerdo de que yo…

—¿De que usted…? —insistió Pia.

—Mi relación con el señor Conradi es muy discreta —continuó ella con frialdad—. A nadie le incumbe lo que yo haga o deje de hacer en mi matrimonio, y menos a la Policía.

—Me temo que no es así —terció Bodenstein—. La coartada del señor Conradi para la hora que asesinaron a su exmarido es que estuvo con usted.

—¿Coartada? ¿Por qué le hace falta una coartada? —inquirió ella con asombro.

—Porque es sospechoso —aclaró Bodenstein—. Al igual que usted. ¿Dónde estuvo el martes pasado entre las 21.30 y las 23.00 horas?

—Sobre las ocho y media me pasé a ver a Ulrich —recordó sin el menor titubeo, como si contara con la pregunta—. Después de que me firmara la declaración de conformidad me acerqué al club de golf. El presidente celebraba su sexagésimo cumpleaños.

—¿Cuánto estuvo allí?

—Cuando el señor Conradi terminó de recoger, nos fuimos a nuestra casa de Sulzbach. —Esbozó una sonrisa casi burlona—. Starkeradweg, 52, cuarto piso.

—¿Cuándo fue eso exactamente?

—Por Dios. —Mareike Graf les devolvió una mirada inquieta—. No me paso la vida mirando el reloj. Sobre las once, quizá.

—¿No se pasó antes de nuevo por la casa de su exmarido?

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo?

—Para recuperar su dinero con ayuda del señor Conradi.

—Eso es absurdo. —La mujer sacudió la cabeza.

—Me imagino que ya sabrá que la noche anterior se incendió la casa —informó Pia—. Los bomberos creen que fue intencionado. Si el dinero seguía en la casa, adiós muy buenas.

Mareike Graf la miró fijamente y a continuación sonrió divertida.

—No me diga —comentó—. Conque la casa se ha quemado. Como a pedir de boca.

—Usted lo ha dicho. —Pia asintió—. Nosotros también pensamos que el incendiario le ha hecho un gran favor.

—¿Pretenden acusarme de haberle prendido fuego a la casa? —Indignada, Mareike Graf se puso en jarras. ¡Menuda desfachatez! Mi marido me fue a buscar a las once y media a comisaría, a Kelkheim, y después me quedé en casa. Estaba completamente agotada.

—Pudo planearse con antelación —objetó Pia, que observaba atentamente a la mujer.

—En ese caso, ¿para qué darle el dinero a Ulrich? No tiene ningún sentido.

—¿De verdad se lo dio? —contraatacó Pia—. ¿Podría enseñarnos algún resguardo que indique que retiró esa cantidad?

Mareike Graf no se dejó arredrar tan fácilmente.

—Naturalmente que puedo —afirmó con arrogancia—. ¿Basta con eso? Porque tengo otra cita.

—Sí —contestó Bodenstein—. Por ahora basta. Que pase un buen fin de semana, señora Graf.

Ya tengo todos los resultados del laboratorio —informó Ostermann a sus superiores media hora más tarde, en la sala de reuniones.

—Bien. —Pia colgó el bolso del respaldo de una silla. Porque de la escena del crimen ya no podremos sacar más huellas: la casa de Pauly se quemó ayer por la noche.

Entró Kathrin Fachinger, seguida de Frank Behnke, que ignoró a Pia adrede.

Cuando todos se hubieron sentado a la mesa, Kai Ostermann empezó con los resultados que habían llegado del laboratorio de la Brigada Provincial de Policía Judicial. No cabía la menor duda de que la herradura era el arma homicida. Habían constatado la presencia de sangre y cabello de la víctima, pero no había huellas del asesino. El portátil de Pauly sufrió tales daños que los expertos no habían podido recuperar ningún dato hasta el momento. El espejo roto y los trozos de plástico amarillo que se encontraron en la calle, delante de la entrada al patio de Pauly, eran de un scooter de la marca Honda.

—Tenemos como posibles sospechosos a Patrick Weishaupt con mordeduras en la mano y la pierna y sin coartada —resumió Pia—. A Conradi, Mareike Graf y Stefan Siebenlist, con motivos de peso y coartadas más que flojas, y a una chica desconocida con un scooter amarillo. Hay restos de sangre idéntica a la de la huella de la mano de la puerta por toda la casa. Creo que si supiéramos de quién es esa sangre, tendríamos al asesino de Pauly.

—La chica queda fuera —precisó Ostermann—. No pudo llevarse el cadáver.

—Quizá la ayudara alguien —apuntó Kathrin Fachinger.

—O tal vez huyera a toda prisa precisamente por eso, porque vio el cadáver de Pauly —reflexionó Bodenstein. Y tal vez también al autor o la autora del crimen. Lo cual significa que hemos de dar con esa chica lo antes posible.

Sonó el teléfono de la mesa, y Bodenstein, que era quien estaba sentado más cerca, respondió. Escuchó un momento, asintió y dio las gracias.

—Era el doctor Kirchhoff —anunció, mirando a los presentes—. La huella con sangre de la puerta y la sangre de la casa de Pauly son de Patrick Weishaupt.

—Lo sabía. —Pia dio una palmada en la mesa—. A ver cómo sale de esta ese muchachito alérgico al agua.

—Yo me encargo de la orden de detención de ese tipo —se ofreció Ostermann.

—Bien. —Bodenstein se levantó—. Fachinger y Behnke pasaros por el club de golf y luego por Sulzbach, allí preguntad a los vecinos de la Starkeradweg. Me gustaría saber cuándo salieron del club de golf Conradi y la señora Graf y cuándo llegaron al piso.

—Hasta que tengamos aquí a Patrick, me gustaría volver a hablar con Lukas. —Pia tomó el bolso—. Parece conocer a todo el mundo en el Grünzeug, y puede que también conozca a una chica con un scooter amarillo.

El aparcamiento del zoo estaba lleno. El buen tiempo había atraído a un sinfín de visitantes al zoo. Pia se unió a la marea humana que bajaba por el camino hasta la taquilla y se preguntó cómo encontraría a Lukas con tanta gente. Pagó la entrada y recogió el ticket y un folleto del zoo. Miró a su alrededor un instante, indecisa, y a continuación se dirigió hacia un expositor donde había un plano.

—¿La puedo ayudar? —dijo de pronto alguien detrás. Pia se volvió, y el corazón le dio un vuelco al ver los ojos oscuros de Sander, el director del zoológico—. Hola, inspectora Kirchhoff. —Le tendió la mano y la miró con aire inquisitivo—. ¿Es una visita oficial o extraoficial?

—Por desgracia, oficial —respondió ella—. Ando buscando a Lukas, quiero hacerle unas preguntas.

—En ese caso ha venido usted en vano. Lukas libra hoy. ¿La puedo ayudar en alguna otra cosa?

—Probablemente no, pero no pasa nada —sonrió.

Sander sonrió también.

—¿Le apetece tomar un café o un helado? —le propuso.

Pia pensó un instante en Patrick Weishaupt, pero decidió que el chico podía esperar.

—Con mucho gusto —repuso. Y siguió al director del zoo hasta el restaurante Sambesi, en cuya terraza aún había algunas mesas libres. Poco después estaban sentados el uno frente al otro con un café y un Magnum—. Muchas gracias. —Pia sonrió mientras le quitaba el envoltorio al helado—. Esto no está nada mal, para variar.

—Pues sí —convino él, y se miró un momento la mano izquierda, donde se veía un arañazo profundo y ensangrentado.

—Me da que le tiene que doler —aventuró ella—. ¿Qué le ha pasado? ¿El cortacésped, por casualidad?

Sander esbozó una sonrisa escéptica.

—Unos suricatas preferían ver el recinto por fuera en lugar de por dentro —explicó él—. No les hizo mucha gracia que les quitáramos la libertad, y se defendieron con uñas y dientes.

—Eso me suena.

Pia comía su helado y observaba atentamente a Sander. Desde que lo conoció no había podido quitárselo de la cabeza. Algo en él le había gustado desde el primer momento, y quería averiguar qué era.

—¿Tienen ya alguna pista del caso Pauly? —Sander hizo la pregunta como si tal cosa, pero de pronto su rostro reflejaba tensión.

—Docenas —contestó ella—. La compañera de Pauly, dicho sea de paso, está firmemente convencida de que usted tiene algo que ver. Dijo que no hace mucho amenazó a Pauly con descuartizarlo y echarlo a los lobos.

Sander se obligó a sonreír, pero mostraba una mirada grave.

—Lo dije porque estaba enfadado —reconoció.

—Un comentario peligroso, teniendo en cuenta que partes del cuerpo de Pauly, efectivamente, se encontraron entre la comida de los animales. —Pia ladeó la cabeza. No podía permitir que la simpatía que le inspiraba Sander le nublara la razón—. Todo apunta a que fue un crimen pasional —añadió—. El asesino de Pauly estaba enfadado y fuera de sí.

Sander la miró ceñudo.

—¿Me cree usted capaz de matar a alguien?

—No lo conozco lo suficiente para juzgarlo. —Pia dejó el palo del helado en el cenicero—. Pero sé que cuando se enfurecen, las personas son capaces de hacer cosas que en un estado normal ni se les pasarían por la cabeza.

El director se miró la herida de la mano con aire pensativo y después levantó la cabeza. Su aparente tranquilidad exterior no se veía reflejada en sus ojos.

—Puede que sea irascible —admitió—, pero le aseguro que no tengo la sangre fría necesaria para matar a alguien y dejar su cuerpo al lado de mi lugar de trabajo.

Pia apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos entrelazadas. ¿Por qué la había invitado a tomar café y un helado ese hombre? ¿Solo porque le caía bien o porque quería sacarle información sobre la investigación? Deseó poder olvidar por un rato la suspicacia inherente a su profesión.

—¿De qué quería hablar con Lukas? —inquirió Sander al ver que ella no decía nada más.

—La noche que se cometió el asesinato una vecina vio salir de casa de Pauly a una chica rubia en un scooter amarillo. La estamos buscando, y partimos de la base de que conocía bien a Pauly. —Pia creyó ver un leve brillo en los ojos de Sander, pero también podía equivocarse—. Es posible que la chica viera el cadáver. O al asesino. Y se quedó tan aturdida que se cayó de la moto. Encontramos restos de pintura y un espejo retrovisor roto.

De repente le sonó el móvil. Era Ostermann, que le comunicaba que había llegado Patrick Weishaupt, junto con su airado padre y un abogado diligente.

—Me tengo que ir. —Pia se levantó—. El deber me llama. Gracias por el café y el helado. Y por la conversación. No tendrá por casualidad el número de Lukas, ¿no?

—Lo tengo, sí —repuso Sander, y también se puso de pie.

—¿Me lo puede mandar por sms?

—Claro. —El director del zoológico sonrió con escepticismo—. Gracias a mis hijas, a estas alturas los sms se me dan muy bien.

Patrick Weishaupt, con el semblante altanero, esperaba en una de las salas de interrogatorios cuando Pia entró en la comisaría de Hofheim. A decir verdad, Pia solía interrogar a sospechosos o testigos en su despacho, pero el ambiente sobrio de la sala de interrogatorios, con el cristal de espejo, intimidaba a la mayor parte de las personas, y a ella le pareció oportuno en el caso de Patrick Weishaupt. Por desgracia, aún no tenían pruebas de que uno de los perros de Pauly hubiera infligido las mordeduras al chico, ya que hasta el momento los criminólogos no habían podido obtener ninguna huella aprovechable en aquella escombrera humeante.

—Quiero hablar con mi abogado —soltó el joven por todo saludo.

—Después —contestó Pia, y se sentó junto a Ostermann frente a él—. Primero nos gustaría saber cómo llegó la huella de tu mano ensangrentada a la puerta de Pauly y por qué había sangre tuya por todas partes.

—Yo no maté a Pauly —afirmó el muchacho.

—Sin embargo, hasta la fecha todo apunta a ello —razonó Pia—. Y no te conviene mentir. Hay pruebas más que concluyentes de que estuviste en casa de tu profesor la noche que murió. Si nos cuentas para qué fuiste allí, tu situación podría mejorar, porque por el momento partimos de la base de que tienes algo que ver con el asesinato.

Patrick puso cara inexpresiva, pero en sus ojos había miedo e inseguridad. No estaba ni mucho menos tan relajado como quería aparentar.

—Vale —repuso, y se encogió de hombros—. Estuve en casa de Pauly. Quería hablar con él, pero no estaba.

—¿Cuándo fue eso?

—Ni idea. Después del partido. Estuve viendo el partido de fútbol con unos colegas en la heladería. Bebimos algo.

—¿Cómo se llaman tus colegas? —preguntó Ostermann—. También me gustaría tener su número de teléfono.

—¿Por?

—Porque quiero comprobar lo que nos estás contando.

Patrick le dio tres nombres y tres teléfonos, y Ostermann asintió y salió.

—¿Qué viste cuando estuviste en casa de Pauly? —quiso saber Pia, que no perdía de vista al chico.

—A Pauly no, desde luego. Lo llamé, pero allí no había nadie. Luego entré en la casa, que estaba abierta de par en par.

—Continúa.

Pia tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Patrick tenía un motivo para asesinarlo: estaba enfadado con Pauly y, además, borracho.

—¡Joder, yo no lo maté! —exclamó el muchacho—. ¡Si ni siquiera estaba allí! Fui a su despacho. Tenía el ordenador encendido, así que pensé que el muy cobarde se escondía de mí. De pronto me cabreé mucho y me dio por destrozarlo todo.

—¿Lo buscaste por toda la casa? Porque Pauly podía estar arriba. En el cuarto de baño, tal vez.

—A tanto no llegué. —Patrick se rascó la frente llena de granos.

—¿Por qué?

—Porque de repente aparecieron los perros. No sé dónde andaban antes, pero justo cuando iba a subir a la planta de arriba, entraron por la cocina. Uno me mordió en la pierna y en la mano. Salí corriendo y les di con la puerta de la cocina en el morro.

—Intenta recordar cuándo estuviste en la casa —le pidió Pia.

—Salí cuando terminó el partido, así que serían las once y cuarto, y media quizá.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro de que vi el partido hasta el final.

Elisabeth Matthes había visto salir a la chica del scooter amarillo a las diez y media. El partido de fútbol empezó a las nueve, de manera que acabó como muy tarde a las once. A tenor del informe de autopsia provisional, Pauly murió entre las diez y las once de la noche. Pia empezaba a dudar de sus sospechas de Patrick Weishaupt. Lo que contaba el chico parecía cuadrar.

—¿Por qué no nos dijiste todo esto en su momento? —quiso saber.

—A ver, me colé en la casa —admitió el chico—. Y encima, con el cabreo, lo destrocé todo. Preferí mentir por si acaso. Por cierto, después de mí fue alguien más a casa de Pauly.

—Ajá. ¿Quién?

—Un viejo —respondió Patrick—. Me fui corriendo al coche y me vendé la mano con lo primero que pillé. Cuando iba a salir, me di cuenta de que había perdido la llave.

Pia tuvo que hacer un esfuerzo por ser paciente.

—¿Y? ¿Qué pasó después?

—Estaba justo en la puerta del patio cuando entró el abuelo —recordó Patrick—. Los perros salieron disparados. Me escondí detrás del portón, y casi me lo hago encima. Pero el abuelo le dio una patada en el culo a uno de los chuchos y todos se largaron. Supongo que el tío también estaba cabreado con Pauly.

—¿Lo llamó? —inquirió Pia.

—Sí, unas cuantas veces. —Patrick Weishaupt asintió—. Luego entró en la casa. Pero justo cuando iba a marcharme, salió él.

—¿Y tú qué hiciste?

—Esperé hasta que se fue. Ya no me atrevía a entrar en la casa. Entonces se me ocurrió que no había perdido la llave, porque cerré el coche. Y sí, la llave estaba en la cerradura.

Pia le hizo una señal al agente que aguardaba al otro lado del cristal camuflado de espejo para que parase la grabación y salió al pasillo. Allí estaban Bodenstein, Ostermann y Behnke.

—No tiene nada que ver con el asesinato —opinó Pia. Sí que estuvo en la casa, y lo puso todo patas arriba por el enfado que tenía, pero Pauly ya no estaba allí.

—He localizado a uno de sus colegas —añadió Ostermann—. Ha dicho que Patrick se fue a las once y diez, después de decir que iba a darle para el pelo a Pauly.

—A mí eso me suena a premeditación —comentó Behnke.

—Y no cabe duda de que la tenía. —Pia estaba de acuerdo con él—. Pero alguien se le adelantó. Y después de él fue alguien más a la casa; yo apuesto por Schwarz.

—Lo soltaremos —decidió Bodenstein.

Pia asintió y miró el teléfono, que había silenciado durante el interrogatorio. Tal como prometiera, Sander le había mandado el número de Lukas por sms. Sonrió al ver lo que había añadido al mensaje: «Espero de verdad que no crea que soy el asesino. Con un sospechoso de asesinato no iría a comer, ¿no?».

—¿Desde Rusia con amor? —Behnke enarcó las cejas.

—No —negó ella con frialdad—. Es el número de Lukas. No estaba en el zoo, pero quiero hablar con él hoy sin falta. Tenemos que encontrar a la chica del scooter.

—Sí —coincidió Bodenstein—. Podría haber visto algo. ¿Quieres que te acompañe?

—Quizá sea mejor que hable primero a solas con él —propuso Pia—. Tengo la sensación de que se muestra más abierto cuando la conversación no es tan formal.

—Claro. —A los labios de Behnke asomó una sonrisa mordaz—. Puedes quedar con él para dar un agradable paseo cuando se ponga el sol.

Pia contó hasta diez para no soltarle una grosería.

—Llámalo —Bodenstein desoyó el comentario de Behnke—. Esperaremos a ver qué te dice el chico. En cualquier caso, si me necesitáis, esta noche estaré en casa.

Pia fue a su despacho y marcó el número de Lukas, que le respondió al tercer tono. Le dijo que le gustaría hablar con él, y propuso el Grünzeug como punto de encuentro.

—Esta noche voy al castillo de Königstein, a un concierto de rock —replicó Lukas.

—En ese caso, pásatelo bien —le deseó ella—. Quizá podamos vernos mañana.

—¿Tiene algo que hacer esta noche? —le preguntó, para asombro de Pia.

—No. ¿Por qué?

—Pues venga —le ofreció Lukas—. Rock en el castillo. Va a estar genial.

A Pia no le pareció nada mal la idea de asistir a un concierto de rock en el ruinoso castillo de Königstein. Hacía años que no iba a un concierto. Del de Tina Turner, en el viejo Waldstadion de Frankfurt, hacía siete u ocho años.

—Piénseselo —le dijo Lukas—. La espero en la taquilla, digamos a las ocho, ¿de acuerdo?

¿Por qué no?

—De acuerdo —respondió Pia—. Entonces, a las ocho en el castillo.

Era una tarde de verano cálida, de aire aterciopelado y fragante. Tras encontrar aparcamiento bastante cerca, Pia se unió a la masa de gente joven que subía al castillo por las callejuelas del casco viejo de Königstein. Era una sensación extraña encontrarlo todo tan igual, las callecitas sinuosas y los callejones adoquinados, los pequeños establecimientos, los patios ocultos y los portales que antaño le fueran tan familiares, ya que en ellos podía uno esconderse de las miradas de profesores que pasaran por casualidad cuando hacían pellas. Pia estuvo muchos años yendo del colegio de monjas católico a la estación de autobuses y más tarde, después del instituto o en las horas libres, ella y sus amigas solían ir al parque del palacio de Luxemburgo, sede del juzgado de instrucción, a sentarse en los bancos, fumar a escondidas, reírse y hablar de sus primeras experiencias con los chicos. En verano, las fiestas del castillo, que duraban tres días, eran el gran acontecimiento que todos los jóvenes de los tres institutos de Königstein esperaban. Durante esos días excepcionales surgían o se rompían amistades. Pia levantó la cabeza y contempló la poderosa y nítida silueta de las ruinas del castillo contra el dorado cielo vespertino. Después de hacer la selectividad perdió la relación con Königstein; el centro de su vida pasó a situarse en otra parte. Hacía mucho que no pensaba en su época de estudiante.

Una multitud aguardaba alegre y expectante ante las taquillas que habían instalado justo al lado del portón. Lukas estaba apoyado en el muro, los brazos cruzados, el pelo suelto. Llevaba una camiseta negra y unos vaqueros estrechos desteñidos, no ese look descuidado e informe por el que se decantaba la mayoría de jóvenes, y escrutaba el gentío. Pia sonrió al pensar en lo que habría dado veinticinco años antes por quedar con un chico así. Cuando la vio, levantó la mano. Poco después, Pia estaba con él, casi sin aliento debido a la empinada cuesta.

—Me alegro de que haya venido. —La miró con una sonrisa de aprobación; a todas luces le gustaba lo que veía—. Está usted guay.

—Gracias. —Pia sonrió asombrada y un tanto halagada. Pasaron por taquilla y recogieron las entradas.

—¿Qué pone en la camiseta? —Pia lo leyó y sonrió—. SEDUCTOR. Ya.

—Es un poema de Hermann Hesse —aclaró Lukas con gravedad—. Saltatio Mortis, que es uno de los grupos que tocan hoy aquí, le ha puesto música. Detrás está el resto.

Se dio la vuelta y le enseñó la espalda, que estaba igual de bien que el resto de su persona.

—«El beso que tanto anhelaba, la noche que tan fervientemente buscaba, fue por fin mío y fue flor quebrada» —leyó Pia—. Es triste.

—Ya, ¿pero no suele ser así? —dijo Lukas—. ¿Qué algo que uno desea, que llevaba tiempo esperando, al final no es como se lo imaginaba?

—Pues sí —coincidió Pia—. La mayoría de las veces la realidad es decepcionante.

—No solo eso. —De repente Lukas parecía tenso, casi atormentado—. El afán de algo, la alegría anticipada, lo que uno se imagina es cien veces mejor que la realidad. Cuando consigue lo que quiere, uno se da cuenta de que el esfuerzo no valía la pena. Lo que queda no es más que… vacío.

—Eres todo un filósofo. —Pia sonrió.

Lukas se detuvo, muy cerca de ella, con una expresión seria en el rostro.

—«Anhelo, ansío constantemente albergar sueños, deseo y soledad» —recitó sin apartar la vista de Pia—. «Reniego de la posesión, que no me hace feliz, de la realidad, que aniquila los sueños».

—¿A qué posesión te refieres? —preguntó Pia—. ¿A cosas materiales o… al amor?

Lukas arqueó las cejas y sonrió débilmente.

—Las posesiones materiales no dan la felicidad —contestó—, es algo que he visto desde que tengo uso de razón. Mis padres, los padres de mis amigos… la mayoría de ellos se puede permitir todo lo que el dinero puede comprar, y a pesar de todo no son felices.

—Nadie es feliz siempre —apuntó Pia—. Sería insoportable.

Fueron dando un paseo hasta la muralla del castillo, dejando que la multitud avanzara. Pia apoyó las manos en el muro inestable y contempló desde allí arriba la ciudad de Königstein, que el sol de la tarde bañaba con una luz rosada. Las golondrinas surcaban en parejas el tibio aire estival a la caza de insectos, dejándose llevar por la corriente para después lanzarse en picado. Los músicos del primer grupo afinaban sus instrumentos, acompañados de un júbilo frenético que, aunque ahogado, se oía a través de los gruesos muros.

—Creo que el mayor error que se puede cometer es esperar demasiado —razonó ella—. Tener demasiadas expectativas suele dar lugar a grandes decepciones.

—Pero eso es estrechez de miras —objetó Lukas—. Yo espero mucho, quiero vivir todo, no solo un poco. Y quiero ser yo… el que decida el juego.

Unos jóvenes que pasaron por delante rieron con malicia y lo saludaron.

Pia se dio cuenta de que se había alejado bastante del verdadero motivo por el que había quedado con él.

—Te estoy entreteniendo.

—No, no; no importa —se apresuró a decir él—. No me entretiene, al revés. Me gusta poder hablar de estas cosas con usted. El último con el que podía hacerlo era Ulli. —Su rostro se ensombreció y, abatido, el muchacho lanzó un suspiro—. Todo es distinto desde que no está. Sin él el Grünzeug solo será un restaurante como tantos otros. —Levantó la cabeza y echó atrás los hombros—. Pero quería preguntarme algo, ¿no? —inquirió.

Pia fue al grano:

—Buscamos a una chica que tiene un scooter amarillo. —Pia fue al grano.

—¿Una chica con un scooter amarillo? —Lukas la miró con atención—. Conozco a bastantes chicas.

No lo dijo para impresionarla, era sencillamente la constatación de un hecho.

—Piénsatelo tranquilamente —propuso Pia—. El scooter tiene daños.

—Vale. —Lukas asintió.

—¿Conoces a Patrick Weishaupt? —quiso saber—. Culpa a Pauly de haber suspendido la selectividad. Al parecer no le caía bien a Pauly.

—Eso es absurdo. Patrick es un vago, la culpa es solo suya. —El rostro de Lukas se ensombreció—. Ulli siempre era justo. No se dejaba intimidar, ni por el padre de Patrick ni por los de Franjo o Jo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—A Ulli le importaba nuestro futuro. —Lukas se encogió de hombros—. Solo quería lo mejor para nosotros. No, en serio, Ulli no habría suspendido a Patrick.

En el gran patio del castillo habían instalado un escenario ante el que se amontonaba la gente. Unos altavoces imponentes se encargaban de que el sonido fuera el adecuado, y con sus fogonazos centelleantes y sus juegos de vivos colores, una hilera de focos envolvía los muros en ruinas del castillo en luces misteriosas. La afluencia de personas iba disminuyendo. Seguían llegando grupos de rezagados que entraban corriendo en el patio y se acercaban al escenario.

—Vayamos delante —propuso Lukas.

Tomó a Pia de la mano y se abrió paso hasta llegar prácticamente a la primera fila. De repente ella se vio rodeada de un mar de gente, jóvenes sudorosos con el rostro desencajado por el éxtasis y los ojos brillantes que agitaban los brazos en el aire y se movían al ritmo de la música. La música era rítmica y roquera; las letras, en parte melancólicas y casi filosóficas. Lukas se sabía las canciones de memoria, y cantaba, bailaba y daba palmas. La multitud empujaba, y Pia se vio apretujada contra la gente, cosa que no parecía molestar a nadie; tampoco a ella. Eso era lo que pasaba en los conciertos de rock cuando uno se atrevía a ponerse delante del todo.

Después de que actuara el segundo grupo, en el descanso, Lukas volvió a tomarle la mano con la mayor naturalidad del mundo. Tiró de ella sin más, y ella se dejó llevar. Los seguía un grupito de personas, que, con aire desenfadado, reía y hablaba de la música. Pia reconoció al muchacho que fue a buscar a Esther después de que se incendiara su casa y al rubio con espinillas del pasillo del Grünzeug.

—Vaya, pero si es nada menos que el mismísimo Dean Corso —observó—. ¿Dónde está hoy tu amigo Boris Balkan?

Las risas cesaron de golpe, y a Pia no se le escaparon la tensión, el desconcierto y las miradas furtivas.

—Es que no sé cómo te llamas de verdad —añadió ella.

—Lars —respondió el chico, cohibido.

Pia echó un vistazo, pero todos rehuyeron su mirada. Se les acercaron otros dos jóvenes con una bandeja llena de cañas. Todos tomaron una, aliviados, y saborearon la cerveza. Pia dio las gracias y la rechazó.

—¿Me presentas a tus amigos? —le pidió a Lukas.

—Claro. —El aludido se limpió con el dorso de la mano la espuma del labio superior y los fue señalando uno por uno—: Lars, Kathi, Tarek, Jens-Uwe, Andi, Sören, Franjo, Toni, Markus. Y esos de ahí son Jo y Svenja —señaló a una parejita que estaba algo apartada junto al muro, peleándose.

Pia vio que el chico era el de los rizos oscuros que se hacía llamar Boris Balkan y que el día anterior le abrió la puerta de la sala de ordenadores del Grünzeug. El siguiente grupo montaba los instrumentos en el escenario, jaleado por la multitud, que gritaba entusiasmada el nombre de los componentes.

—Bueno, creo que es hora de que me largue —anunció Pia a Lukas—. Mis caballos siguen en la dehesa y tengo que meterlos en la cuadra. Pero ha sido una noche estupenda. Gracias.

Lukas la miró, con el rostro sudoroso; no sonreía.

—Bah, a mí tampoco me apetece quedarme —aseguró con tono displicente—. Los dos grupos que quedan no me interesan gran cosa.

En la cabeza de Pia se dispararon las alarmas. Tal vez a otras mujeres de su edad les pareciera halagador recibir tanta atención de un hombre joven y atractivo, pero ella no se sentía del todo a gusto. Salieron del castillo y tomaron el camino que discurría por el bosque. La arena crujía bajo sus zapatos mientras caminaban uno junto al otro en silencio. Pia se acordó sin querer del comentario burlón que Behnke había hecho esa tarde.

—Me encanta el castillo —observó Lukas pasado un rato—. Aunque está estrictamente prohibido, de vez en cuando hacemos fiestas secretas o andamos por ahí sin más. A estas alturas conocemos cada uno de sus recovecos mejor que la asociación que lo gestiona.

—Mis amigos y yo también lo hacíamos —comentó ella. Al estar prohibido, tiene mucha más gracia.

—Exacto —Lukas sonrió. Pasaron por delante de la iglesia evangélica. De pronto el muchacho se detuvo—. Si en lugar de veintiún años tuviera treinta y cinco, no saldría usted corriendo, ¿no? —dijo en voz queda.

—¿A qué te refieres? —preguntó, asombrada, Pia—. ¿Tienes la impresión de que estoy huyendo?

—Sí —asintió él—. De mí. ¿Por qué?

Pia se preguntó qué habría dicho o hecho para despertar falsas esperanzas en Lukas y acabar en semejante situación.

—Lukas —repuso en tono cordial—, vuelve al castillo, por favor, con tus amigos. Podría ser tu madre.

—Pero no lo es.

A la luz de las cercanas farolas, para su sorpresa, vio deseo reflejado en los ojos del chico.

—Usted me gusta —afirmó él con voz bronca—; mucho, incluso. Me gustan sus ojos y su boca y su forma de sonreír…

Pia no daba crédito a sus oídos. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso intentaba seducirla? Lukas le puso las manos en los hombros, la atrajo hacia sí, su rostro a escasos centímetros del de ella. De pronto Pia se sintió amenazada por su proximidad y por su superioridad física. En una ocasión alguien le hizo esa clase de cumplidos. Por aquel entonces, ella no consiguió pararle los pies al hombre a tiempo, y vivió la peor experiencia de su vida.

—Tú también me gustas, Lukas —se liberó con suavidad de sus brazos—, pero no de esta manera.

—¿Por qué no? —Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y comenzó a balancearse sobre la punta de los pies—. ¿Soy demasiado joven?

—Sí —respondió Pia—. Además, estoy casada. ¿Qué te doy por las entradas? Las puedo presentar como gasto.

—No, está bien. Yo la invité. —Se apartó el pelo de la cara—. Espero que le haya gustado un poco.

Parecía desilusionado, pero llevaba el rechazo con resignación.

—Me ha gustado, sí.

Por un instante él la miró con insistencia; luego, sonrió.

—Bueno, pues buenas noches.

Tras despedirse, levantó la mano a modo de saludo y dio media vuelta.