Poco antes de las ocho Bodenstein y Pia entraban en el instituto Friedrich Schiller. Aunque oficialmente era puente, ese viernes, el siguiente al Corpus, el centro aprovechaba para reunirse en claustro. Nada más entrar, a la izquierda, tras una puerta de cristal translúcido, estaba la secretaría, y allí se encontraron a la mitad del cuerpo docente en plena discusión acalorada.
—… no puede ser que ni siquiera haya llamado —decía indignado un hombre bigotudo que llevaba unas gafas pasadas de moda—. En cualquier caso, no me apetece lo más mínimo hacerme cargo de todas sus clases.
—No es su estilo no aparecer sin más y no decir nada.
—En su casa nadie responde al teléfono, y el móvil lo tiene apagado —informó la secretaria desde su mesa.
—Puede que aún venga —opinó otro profesor sin alterarse mucho—, solo son las ocho menos cuarto.
—Si hablan de su compañero Pauly —intervino Bodenstein después de que saludara educadamente dos veces y nadie le hiciera caso—, no va a venir.
Todos callaron y levantaron la mirada. Bodenstein se presentó, presentó a Pia, y acto seguido se aclaró la garganta.
—Al señor Pauly lo encontraron muerto ayer por la mañana.
Todas las conversaciones cesaron de golpe; una oleada de consternación colectiva recorrió la pequeña estancia.
—Las investigaciones preliminares nos permiten concluir que fue víctima de un delito violento.
—Dios mío —exclamó una mujer con voz ahogada, y empezó a sollozar.
El resto no dijo nada. Bodenstein miró a los allí presentes y vio caras escandalizadas y conmocionadas. La directora, una mujer enérgica de cincuenta y tantos años, con el cabello canoso corto y gafas redondas, pidió a Bodenstein y Pia que pasaran a su despacho. Ingeborg Wüst también se mostró visiblemente afectada cuando supo por Bodenstein lo que le había sucedido a su compañero. Pauly llevaba dieciséis años en el instituto Schiller y daba clases de biología, alemán y ciencias políticas.
—¿Cómo era, como persona y como profesor? —se interesó Pia.
—Desde el punto de vista profesional, magnífico, sin lugar a dudas —aseguró la directora—. Los alumnos lo respetaban, y él se tomaba su trabajo en serio y siempre escuchaba a los chicos cuando tenían algún problema.
Pia recordó a Lukas Van den Berg, que volvió al instituto gracias a Pauly y aprobó la selectividad.
—¿Tenía problemas con sus compañeros o con los alumnos de un tiempo a esta parte? —quiso saber Bodenstein.
—Problemas siempre hay. —Ingeborg Wüst se paró a pensar cómo expresar lo que quería decir—. El señor Pauly podía entusiasmar a la gente… pero también conseguir justo lo contrario. Podría decirse que o lo querías o lo odiabas.
La mala noticia ya se había extendido entre el profesorado cuando Bodenstein y Pia entraron en la sala de profesores. Chantal Zengler, la mujer que se había echado a llorar en la secretaría, dijo que Pauly había tenido un encontronazo con un alumno. Patrick Weishaupt, alumno de decimotercer curso, aseguraba que había suspendido la selectividad por culpa de Pauly y que no lo soportaba. Con lágrimas en los ojos, la mujer refirió una discusión de la que ella y su compañero Gerhard fueron testigos el martes después de las clases. Salieron del instituto los tres, Chantal Zengler y Gerhard se dirigían hacia sus respectivos coches, Pauly hacia su bicicleta, cuando un coche entró a toda velocidad y estuvo a punto de atropellar a Pauly. La profesora hizo una pausa y apretó los labios.
—Aquello daba mala espina, así que nos esperamos.
—¿Por qué? ¿Quién conducía el coche?
—Patrick Weishaupt. Insultó al señor Pauly, y Gerhard y yo nos acercamos. Patrick decía a gritos: «¡La próxima vez te llevo por delante! ¡Acabaré contigo!» y cosas por el estilo. Al vernos, se marchó, quemando rueda como un loco. Pauly estaba fuera de sí. Dijo que Patrick lo hacía responsable de haber suspendido la selectividad.
—¿Cree usted capaz al muchacho de hacerle algo al señor Pauly? —inquirió Pia.
La profesora se alzó de hombros.
—No lo sé —contestó—, pero estaba furioso.
Peter Gerhard, jefe de estudios del instituto, confirmó la historia. Patrick Weishaupt contaba con aprobar la selectividad, razón por la cual ya se había matriculado en una universidad de Estados Unidos. La decepción del muchacho era comprensible.
La dirección que la secretaria facilitó a Pia resultó ser un chalé de estilo mediterráneo con una columnata en la fachada. Delante de un garaje de dos plazas había un Chrysler Crossfire negro. Pia llamó al timbre. Después de llamar por segunda vez con energía abrió un joven que, adormilado, entrecerró los ojos al exponerlos a la luz del día.
—¿Es usted Patrick Weishaupt? —preguntó ella.
—¿Quién lo quiere saber? —repuso el chico de malas maneras. Parecía que acababa de salir de la cama; tenía el pelo alborotado y solo llevaba una camiseta gris y unos pantalones de chándal sucios. Tenía el cutis graso y con granos, y olía a alcohol y sudor.
—La Policía judicial. —Pia le puso la placa delante de las narices.
—Sí, soy Patrick Weishaupt. ¿De qué se trata?
—Ayer por la mañana encontramos el cuerpo de Hans-Ulrich Pauly —empezó Bodenstein—. Lo mataron a golpes.
—Vaya. —El muchacho se encogió de hombros sin inmutarse—. Qué mala suerte. ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—En el mejor de los casos, nada —contestó Bodenstein—. Sin embargo, nos han dicho que el martes a mediodía insultó usted y amenazó al señor Pauly delante del instituto.
—Pauly era un idiota. —El joven no ocultó su antipatía—. No me podía soportar porque no le seguía el rollo ese ecológico. Para fastidiarme, me suspendió. Claro que estaba cabreado.
—Estar cabreado es muy distinto de amenazar a alguien —razonó Pia.
—Es que no lo amenacé. —Patrick Weishaupt se pasó la mano derecha por el pelo sucio—. Quería hablar con él. Mi padre ha contratado a un abogado. Y todo por un punto ridículo.
—Contaba firmemente con aprobar la selectividad y ya tenía en mente una universidad, ¿no es así? —le preguntó Pia.
—Sí. —El muchacho la miró de arriba abajo—. Para conseguir plaza en Estados Unidos hay que solicitarla con antelación.
—Pero sin la selectividad, adiós muy buenas —terció Bodenstein—. ¿Qué va a hacer ahora?
—Mi abogado dice que puedo repetir el examen —replicó él—. Es posible en el caso de que exista una diferencia de más de seis puntos en las notas con respecto al semestre anterior. Por eso quería hablar con Pauly.
—Sin embargo, a quienes presenciaron la conversación que mantuvo con el señor Pauly no les dio la impresión de que solo quisiera usted hablar con su profesor.
A Pia le entraron ganas de aconsejarle que se diera una ducha cuanto antes, porque apestaba a sudor.
—Se refiere a Gerhard y a Zengler. —Patrick torció el gesto—. Es lógico que se pongan de parte de otro profe. Quizá estuviera un poco cabreado, nada más.
—Dejémoslo ahí. —Bodenstein sonrió—. ¿Qué hizo el martes después de hablar con el señor Pauly?
—Me fui a casa de un colega. —El muchacho pensó unos momentos—. Después quedamos en San Marco para ver el partido de fútbol de Francia contra Suiza.
—¿Qué le ha pasado en la mano? —Pia señaló el vendaje que tenía en la mano izquierda.
—Me corté con un vaso roto.
—Tiene mala pinta. El hematoma le cubre toda la muñeca —constató ella—. Y también le pasa algo en la pierna izquierda. Casi no puede apoyarla. ¿Por eso no se ducha desde el martes?
—¿Cómo dice? —Patrick Weishaupt se quedó boquiabierto.
—Huele mucho a sudor. —Pia arrugó la nariz—. Levántese la pernera izquierda, por favor.
—¿Y por qué, si se puede saber? —El chico intentó disfrazar su inseguridad con unas maneras agresivas—. ¿A qué viene eso? No tengo por qué aguantar esto.
Bodenstein miró un instante a su compañera: tampoco él sabía muy bien adónde quería llegar.
—¿Cómo se hizo lo de la pierna? ¿Con un vaso de cerveza? —Pia se dio cuenta de que el muchacho tenía algo que ocultar—. ¿O quizá lo mordió un perro?
—Vaya una gilipollez. ¿Qué perro me iba a morder?
—Por ejemplo, uno de los del señor Pauly.
—Bueno, ya basta —espetó Patrick—. ¿Me quieren culpar de algo?
—No, claro que no. —Ella sonrió—. Que se mejore. Si recuerda alguna otra cosa del martes, llámeme.
Le tendió su tarjeta a la mano sana y echó a andar hacia la puerta. Bodenstein la siguió. En ese mismo instante, un Porsche plateado aparcó junto al Crossfire; lo conducía una mujer de cabello castaño que rozaba los cincuenta.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó al tiempo que se echaba el bolso al hombro y se bajaba del coche. El parecido entre ella y Patrick era evidente.
—¿Es usted la madre de Patrick? —Pia se detuvo.
—Sí. —La mujer los miraba con recelo—. ¿Ha pasado algo? ¿Quiénes son ustedes?
—Policía judicial de Hofheim. Se ha encontrado el cadáver de Pauly, un profesor de Patrick, y le hemos hecho unas preguntas a su hijo.
—¿Por qué? ¿Qué tiene él que ver con eso?
—Probablemente nada. —Pia esbozó una sonrisa tranquilizadora—. Ya nos íbamos. Pero… me gustaría hacerle una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Cómo y cuándo se lastimó su hijo la mano y la pierna?
La mujer titubeó unos segundos de más.
—No lo sé —respondió pasados unos segundos, y soltó una risa nerviosa—. Patrick tiene diecinueve años. A su edad los chicos ya no se lo cuentan todo a su madre.
—Ya, claro. —Pia sabía que mentía—. Muchas gracias.
La mujer los siguió con la mirada y, encaramada en unos taconazos, fue directa a la puerta del chalé mediterráneo.
—¿Por qué crees que podría haberle mordido un perro? —preguntó Bodenstein camino del coche.
—La huella ensangrentada junto a la puerta de Pauly —le recordó ella—. Me lo saqué de la manga, pero yo creo que di en el blanco. Y la madre del chico sabe perfectamente lo que le ha pasado.
Bodenstein sacudió la cabeza, asombrado.
—Muy agudo por tu parte.
De camino a comisaría Pia se olvidó de Patrick Weishaupt y de Pauly y se centró en Henning. El recuerdo de la noche anterior la sumió de repente en una melancolía inexplicable. Habían estado en la terraza, hablando y bebiendo vino tinto, y de pronto ella fue consciente de lo mucho que echaba de menos la compañía de otra persona. Consideraba esa sensación una derrota, y bebió mucho más de lo que podía tolerar. Al final, acabó donde no quería volver a acabar con Henning: en la cama, para ser exactos. Pero el rostro de Henning se superponía al de otro hombre, y desde entonces no podía dejar de pensar en él.
—Si encontráramos a alguien que hubiera visto el coche de Patrick cerca de la casa de Pauly —comentó Bodenstein mientras pasaba por la plaza de Königstein, tendríamos un motivo para citarlo, tomarle las huellas y hacerle un análisis de sangre.
—Mmm… —se limitó a decir ella, al tiempo que se ponía las gafas de sol.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Bodenstein—. Ayer estabas como unas castañuelas y hoy se te ve tristona. ¿Es por el potro?
—No —respondió Pia—; el potro está bien.
—¿Entonces?
—Estas últimas noches he dormido poco —se excusó.
No había sido una buena idea volver a ver a Henning, pero era evidente que eso no se lo podía decir a su jefe.
Poco después, los integrantes de la K 11 escuchaban a Kathrin Fachinger, que leía en alto un artículo del Taunus-Umschau, cuyo titular decía: «El salvaje Oeste en el ayuntamiento de Kelkheim». Bodenstein escuchaba con el ceño fruncido.
El pasado lunes por la tarde, en un pleno del Ayuntamiento de Kelkheim, se produjo una disputa cuyos protagonistas llegaron a las manos, al más puro estilo del salvaje Oeste. Tras un vehemente intercambio de golpes verbales, suscitado por la ampliación de la B 8, entre Hans-Ulrich Pauly (LIK) y el grupo del CDU, el concejal Franz-Josef Conradi (CDU), al que Pauly llamó varias veces despectivamente «el rey de la mortadela de la Bahnstrasse», derribó a Pauly de un derechazo sin vacilar.
Los motivos del altercado hay que buscarlos momentos antes. Durante la sesión de pleno, Pauly, enemigo acérrimo de la ampliación de la B 8, ofreció con su falta de miramientos habitual detalles turbios que hasta la fecha no se habían dado a conocer o se ocultaron a la opinión pública. Pauly sostuvo que durante la fase de planificación de la autovía se cometieron graves errores en lo referente a la previsión del flujo de tráfico. Al parecer, el responsable de las discrepancias entre dichas previsiones y las cifras reales es Norbert Zacharias, antiguo concejal de Urbanismo de la ciudad de Kelkheim, quien no hace mucho se hizo con un sustancioso contrato de consultoría como único constructor de la circunvalación de la B 8. El hecho de que la consultora del yerno de Zacharias, Carsten Bock, haya elaborado los informes para la ampliación de dicha carretera lleva a preguntarse si es fruto de la casualidad o se trata de un acto intencionado. Asimismo, a Pauly le extrañaba que los concejales Schwarz y Conradi hubiesen adquirido recientemente terrenos sin valor aparente que se encuentran dentro del trazado previsto de la B 8 y que, de construirse la autovía, multiplicarían por diez su valor. Sea como fuere, el concejal de la LIK habló de nepotismo y favoritismo, y puso sobre la mesa la pregunta de qué intereses tienen un concejal de Urbanismo prejubilado, un alcalde que se despedirá del cargo próximamente y otros en la materialización de una carretera «cuya necesidad se desvanece como el hielo al sol».
Tras el puñetazo propinado por Conradi, el presidente interrumpió el pleno de inmediato. Esa misma tarde, Conradi anunció que orinaría con gusto en la lápida de Pauly. También la burlona propuesta que hizo el día anterior el alcalde, Dietrich Funke (CDU), a su círculo íntimo «a los adversarios molestos que disienten de la ampliación de la B 8, más valdría tirarlos al lago de Braubach con un bloque de cemento en los pies», resulta más explosiva si cabe a tenor de lo sucedido el pasado lunes. Sea como fuere, la cuestión sigue candente. Continuaremos informando.
—Pauly se granjeó muchos enemigos —reflexionó Bodenstein en voz alta—. Desde el director del zoológico a los representantes de la ciudad de Kelkheim, pasando por sus vecinos.
—No hay que olvidar a su exmujer —apuntó Pia.
—Ni al carnicero Conradi —añadió Kathrin Fachinger.
—¿Pero qué es lo que pasa en realidad con el asunto ese de la B 8?
Frank Behnke, aburrido, jugueteaba con un bolígrafo. Nacido en Frankfurt, en el barrio de Sachsenhäuser, para él todo lo que se encontraba fuera de los límites de la ciudad era sumamente provinciano. Kai Ostermann esbozó en pocas palabras el asunto de la B 8, que llevaba casi treinta años caldeando los ánimos de los ciudadanos de Kelkheim. En 1979 jóvenes de Kelkheim y Königstein ocuparon en el valle de Liederbach, en las proximidades del restaurante Rote Mühle, la zona que ya habían allanado para la futura carretera y construyeron un poblado donde resistieron casi dos años. Pauly estaba entre ellos. Más tarde cofundó en Kelkheim la Lista Independiente de Kelkheim, o LIK, y desde entonces ejercía una oposición política firme. Después de desalojar la zona, en mayo de 1981, no se volvió a hablar durante algún tiempo de la ampliación de la carretera, que por aquel entonces finalizaba en el barrio de Hornau, en Kelkheim. Con el argumento de descongestionar el tráfico de la rotonda de Königstein, donde solían formarse atascos monumentales en las horas punta, hacía unos años se había vuelto a encender la discusión sobre la ampliación de la carretera. Por aquel entonces, una evaluación de impacto territorial determinó si realmente era necesaria la autovía de cuatro carriles.
—Hace unos días representantes de las asociaciones ecologistas de Kelkheim y Königstein entregaron al gobernador civil dos mil firmas contra la ampliación. —Ostermann estaba bien informado—. La documentación del proyecto de ampliación se expuso en los ayuntamientos de Kelkheim y Königstein para que la examinaran los ciudadanos y pusieran objeciones. Se les echó en cara que presentaran la documentación precisamente en Semana Santa, y en Königstein, solo en los despachos del ayuntamiento, con lo cual era prácticamente imposible examinarla a fondo.
—Ve al grano, Kai —Behnke se impacientaba—. ¿La carretera se va a construir o no?
—Ahí es donde se llega al punto en que Pauly fue demasiado lejos. —Ostermann carraspeó—. El lunes pasado publicó en su web El manifiesto de Kelkheim, un texto en el cual sostiene que, cuando calculó las previsiones de tráfico, Bock Consult no tuvo en cuenta el contador automático que está a la altura del cementerio. Además, en los informes no se mencionaba que en la rotonda de Königstein se están realizando unas obras que descongestionarán considerablemente el tráfico. —Ostermann hojeó sus notas—. Por lo visto, Pauly tenía pruebas por escrito de acuerdos confidenciales entre el ayuntamiento, la Consejería de Fomento de Hesse, el Ministerio de Fomento de Berlín y Bock Consult.
Bodenstein escuchaba en silencio. En líneas generales conocía los datos de la ampliación. No así, sin embargo, lo de los informes puestos en tela de juicio y el evidente nepotismo. De modo que era perfectamente concebible que detrás de la muerte de Pauly hubiera motivos personales por parte de algunos de los responsables. ¿Tenía que morir porque había descubierto acuerdos y contratas ilegales?
El alcalde Dietrich Funke saludó a Bodenstein y Pia con la cordialidad oficial del político de provincias de turno y los llevó hasta una zona de asientos que ocupaba un rincón del espacioso despacho.
—Por favor, siéntense —los invitó con una sonrisa amable—. ¿Qué le trae por aquí a la Policía judicial?
—Ayer por la mañana encontramos el cuerpo de Hans-Ulrich Pauly —empezó Bodenstein sin muchos preámbulos, y observó que la sonrisa del alcalde se desvanecía y daba paso a una expresión de desconcierto—. Y todo apunta a que fue víctima de un crimen violento.
—Qué horror. —El alcalde Funke sacudió la cabeza.
—Hemos sabido que el lunes por la tarde, durante el pleno, se armó un escándalo —prosiguió Bodenstein.
—Sí, y me imagino que hoy saldrá en el periódico. —El alcalde no intentó excusar el incidente—. Pauly y yo no nos llevábamos lo que se dice bien. Por así decirlo, yo era su enemigo preferido. La cosa empezó hace veinticinco años, cuando Pauly y otros jóvenes levantaron aquel poblado legendario. Entonces yo estaba seguro de que no aguantarían mucho y se darían por vencidos antes de que llegara el invierno. —Funke se quitó las gafas y se frotó los ojos—. Ahora pienso que mi postura y mi reacción de antaño fueron un estímulo para resistir. Después fundaron la LIK, y en las elecciones municipales consiguieron un 11,8 por ciento de golpe y porrazo. A partir de entonces, Pauly entró en el ayuntamiento, y me hizo la vida imposible. —Se puso las gafas y esbozó una sonrisa de oreja a oreja, bondadosa, amable—. El lunes se abordaron los planes de ampliación de la B 8 —continuó—. El estado de Hesse inició una evaluación de impacto, y nosotros (las ciudades de Kelkheim y Königstein) reunimos las cifras y los datos necesarios. Una consultora privada independiente elaboró informes exhaustivos sobre la disminución de las emisiones acústicas y el impacto ambiental, así como la descongestión de tráfico en los centros urbanos que se esperaba conseguir. La nueva carretera aliviará considerablemente el estado actual de la circulación.
—En la página web de Pauly la cosa suena muy distinta —objetó Pia.
—No cabe duda de que con la nueva carretera se sacrificarán algunos caminos pintorescos y parte del arbolado —respondió el alcalde—. Pero también habría que examinar los pros y los contras: los beneficios que reportará la carretera a diez mil personas de la región del Hintertaunus que la utilizan a diario, los vecinos de las ciudades afectadas y los daños causados a la naturaleza. Pauly tendía a polemizar.
—Acusó a algunos miembros del ayuntamiento de corrupción y de tener intereses económicos propios —adujo Pia, sonriendo cordialmente—. Además dijo de usted y de otros caballeros que eran «la mafia de la región del Vordertaunus».
—De ese tono fueron sus insultos del lunes, es cierto —confirmó Funke, y suspiró—. Las críticas de Pauly se volvieron personales y no venían al caso, pero a eso estábamos acostumbrados desde hace años. Adjetivos como «corrupto» y «mafioso» formaban parte de su vocabulario habitual.
—Me cuesta imaginar que expresara tales sospechas sin tener pruebas —planteó Pia.
—Esa falta de control disgustaba incluso a los miembros de su propio partido —repuso Funke—. Pauly no tenía pruebas de nada, como de costumbre. Muchos de aquellos a los que insultó y difamó no se lo tomaban con tanta resignación como yo. De no estar muerto ahora, se encontraría con algunas denuncias por difamación y calumnias.
—Por ejemplo, de Carsten Bock —dijo Pia.
—Por ejemplo —asintió el alcalde.
—Si no me equivoco, existen unos informes del señor Bock que inspiraron desconfianza en las organizaciones ecológicas, ¿no es así? —preguntó Pia—. Resulta un poco chocante que precisamente el suegro de Bock se ocupase del proyecto de la autovía.
El alcalde Funke se detuvo a pensar un instante.
—Visto así, es posible —afirmó—. Si le soy sincero, ni me lo había planteado. Alguien tenía que encargarse de la coordinación, y Zacharias fue director de gerencia de Urbanismo aquí, en Kelkheim, durante años. Conoce los procedimientos, es un experto.
—Sin embargo, el que sea el propio yerno quien elabora costosos informes que, al ser examinados con atención, resultan ser falsos desprende cierto tufillo.
—Se cometieron errores —admitió el alcalde—. Al fin y al cabo, somos humanos. Solo alguien como Pauly podría ver intencionalidad en ello.
Consultó el reloj de pulsera.
—Una última pregunta. —Pia seguía escribiendo, sin levantar la mirada—. ¿Quién propuso que el señor Zacharias se ocupara del proyecto?
Al parecer al alcalde no le hizo gracia la pregunta.
—Bueno, Bock me preguntó quién podía encargarse —reconoció tras vacilar—, y Zacharias conoce al dedillo todas las ordenanzas y exigencias que guardan relación con un proyecto así. Pensándolo bien, fue Bock el que me dio la idea de que propusiera a Zacharias, pero a mí me pareció bien la elección. Zacharias es un profesional, y además, es imparcial.
—¿Está usted completamente seguro?
—Desde luego. De lo contrario no lo habría apoyado —contestó, incómodo, Funke—. ¿Acaso lo duda?
—Sí —asintió Pia—; de momento, lo dudamos.
El dueño del Goldenen Löwen confirmó poco después que Erwin Schwarz había estado en el local el martes anterior por la noche, como todos los martes.
—¿Cuándo se fue el señor Schwarz? —quiso saber Pia.
El hombre se encogió de hombros.
—No lo sé con exactitud; pero era tarde. Fue uno de los últimos en marcharse. Uno de los otros habituales se ofreció a llevarlo a casa, porque iba bastante cargado.
—¿Por casualidad se enteró usted de lo que hablaban los caballeros? —terció Bodenstein.
—Yo no, pero quizá la camarera sí.
El hombre llamó a una rubia de bote exuberante, de unos cincuenta y tantos años, que salía en ese momento del salón con una bandeja vacía. La mujer recordaba con detalle esa noche.
—Erwin Schwarz estaba que bufaba —dijo—. Tenía que ver con no sé qué sesión y con Pauly, el vecino de Schwarz. Con ese la tienen por lo menos una vez cada noche.
—¿Quiénes son los habituales? —inquirió Bodenstein.
La mujer pensó por un momento y dio unos nombres, entre otros, los del carnicero Conradi y Norbert Zacharias.
—¿También estuvieron ellos dos aquí el martes?
—No; Conradi, no. —La rubia sacudió la cabeza—. Tenía algo que hacer. Zacharias sí estuvo. Se quedó hasta eso de las diez, luego se fue. Estuvo bastante callado todo el tiempo. Después Schwarz se calentó de lo lindo.
Dos hombres entraron en el bar y se dirigieron hacia una de las mesas próximas a la barra.
—¿No es ese Flöttmann, el librero? —le preguntó Bodenstein a la camarera.
La mujer se volvió.
—Sí —confirmó—. Flöttmann y Siebenlist, dos amigos de Pauly.
—¿Siebenlist? —repitió Pia—. ¿De la tienda de muebles Rehmer?
—Ese mismo, sí —asintió la camarera, y añadió en tono confidencial—: desde que la mujer de Flöttmann se largó con Manthey, el de la agencia de viajes, viene a comer aquí casi todos los días. A veces con Siebenlist; de vez en cuando también se apuntaba Pauly. —Compartió de buena gana sus amplios conocimientos de los tortuosos giros de la vida privada secreta de los parroquianos—. Por lo menos una vez a la semana Pauly se echaba entre pecho y espalda un escalope o un chuletón. Sí, sí, conque solo verdura y tofu… Y últimamente hasta estaba también Zacharias, pero, claro, de eso no se puede enterar Erwin Schwarz.
Ninguno de los dos hombres reparó en Bodenstein y Pia hasta que no los tuvieron en la mesa, ya que estaban enzarzados en una discusión bastante acalorada, aunque hablaban en voz baja. Ambos sabían lo de la muerte de Pauly, naturalmente. Esther Schmitt los había llamado el día anterior, y Flöttmann incluso fue a verla para consolarla. Era alto y delgado, tenía una cuidada barba de tres días y llevaba gafas con montura al aire; el cabello entrecano le caía por la frente.
—Éramos amigos del colegio. —Flöttmann le dio una calada al cigarrillo—. Estoy conmocionado.
Stefan Siebenlist, gerente de la tienda de muebles Rehmer, era un hombre ligeramente gordo, calvo, con gafas y con una llamativa mancha en la sien izquierda, que no se parecía en nada al que ocupara en su día la zona allanada para la autovía. Tenía los ojos acuosos, y la mano húmeda, y tras estrechársela, Pia se limpió discretamente la suya en los vaqueros. Flöttmann y Siebenlist iban con Pauly al colegio. Era la época en la que los jóvenes, a modo de protesta contra la familia conservadora, simpatizaban con la izquierda reaccionaria, los detractores de la energía atómica y la Facción del Ejército Rojo. Esos mismos jóvenes encontraron a finales de los años setenta un hogar ideológico en el recién fundado partido de los Verdes. Su enérgica participación en la ocupación del terraplén de la B 8 en mayo de 1979 nació de unos firmes ideales. Sin embargo, mientras que Pauly siguió cultivando su credo izquierdista y su actitud contestataria, sus amigos decidieron que era mejor amoldarse a las normas sociales. Wolfgang Flöttmann se hizo cargo de la librería de sus padres y Stefan Siebenlist se casó con Bärbel Rehmer y desde hacía diez años gestionaba la conocida tienda de muebles Rehmer. En Kelkheim ambos eran considerados ciudadanos respetables, y habían contribuido de manera decisiva a establecer la LIK en la ciudad. Hacía unos años Siebenlist había asumido la presidencia, después de que los demás miembros rechazaran a Pauly por ser demasiado radical.
—No puedo decir nada malo de Ulli. —Flöttmann se subió las gafas hasta el caballete de la nariz con el índice—. Por un lado, podía ser irascible e intransigente, pero por otro era magnánimo y generoso. Era mi amigo, aunque a menudo tuviéramos acaloradas discusiones. Ulli tendía a polemizar. Lo voy a echar de menos. —Sonrió entristecido y suspiró—. Lo que más pena me da es que la última vez que nos vimos nos peleamos, y ahora ya no podremos reconciliarnos.
—¿Por qué se pelearon? —preguntó Bodenstein.
—Por desgracia, últimamente Ulli nos ha perjudicado más que favorecido con tanta calumnia. —Flöttmann apagó el cigarrillo en el cenicero—. Muchísimos ciudadanos de Kelkheim están en contra de la ampliación de la B 8, recibimos un gran apoyo, no solo de las filas de nuestro partido, pero no podemos dejarnos llevar por compromisos y pasiones. Ulli no quería entenderlo. Cuando el lunes quise frenarlo en el pleno, me insultó. No me lo tomé a mal; al fin y al cabo lo conocía.
—¿Qué pasó exactamente ese lunes? —se interesó Bodenstein.
—Tratamos otra vez el asunto de la ampliación de la B 8 —contestó Flöttmann—. Se dio lectura a un escrito del gobernador civil en el que se daba por concluida la evaluación de impacto territorial y se calificaban de irrelevantes las dos mil firmas de las ciudadanos. Cuando los del CDU aplaudieron, Ulli se puso fuera de sí. Dijo que tenía documentación sobre las cifras falseadas en las que Bock Consult había basado todos sus informes. Y no eran meras especulaciones, sino hechos. De eso ya habíamos hablado con los presidentes de la OPMANAE y el ALK, el partido de Königstein, y acordamos que solicitaríamos nuevos informes, pero Pauly decía que así no tendríamos nada que hacer, ya que la corrupción llegaba hasta Berlín. Funcionarios del Gobierno central, el Gobierno civil y el Ministerio de Fomento estaban en el ajo.
Pia tomaba notas.
—Pero Ulli aún tenía más cosas en la recámara —añadió Flöttmann—. A Schwarz y Conradi casi les da algo cuando se puso a enumerar cada uno de los terrenos que tienen dentro del trazado previsto para la autovía, con todas las referencias catastrales.
—Schwarz tiene terrenos en el valle de Liederbach —reveló Siebenlist—; Conradi, cerca de Schneidhain; Zacharias, por todas partes; y Nickel, presidente municipal, más arriba. Lo espinoso del tema es que adquirieron esos terrenos no hace mucho, poco antes de que se hiciera pública la ampliación.
—¿Por qué es espinoso? —Pia no acababa de entenderlo.
—Porque eso demuestra que utilizaron información confidencial. —Siebenlist se enjugó la frente con un pañuelo. Compraron a dos euros el metro cuadrado, como terreno de cultivo o pastos, y si se construye la carretera, el Gobierno de Hesse les dará por lo menos diez euros. Los anteriores propietarios de los terrenos están bastante enfadados, e incluso se plantean querellarse.
—Es comprensible. —Bodenstein se aclaró la garganta. Pero ¿qué pruebas tenía Pauly de sus sospechas de que distintos organismos se habían dejado sobornar?
—Por lo visto, copias de correspondencia entre Bock Consult y los sobornados, pero yo no las he visto.
—¿Qué interés podría tener la empresa Bock en la construcción de la carretera? —preguntó Pia—. A fin de cuentas solo han elaborado los informes.
—Bock Consult no es más que una de las muchas empresas del holding Bock —repuso Siebenlist—. Pauly investigó a fondo, y en ese holding hay empresas que se dedican a la construcción de carreteras y edificios, a las obras públicas, a la señalización de carreteras y a la instalación de quitamiedos. Esas empresas reciben desde hace años contratas conjuntas de las ciudades de Kelkheim y Königstein, ya que, curiosamente, en cada concurso público presentan siempre la mejor oferta.
—Muy interesante, ciertamente —comentó Bodenstein.
—Si hubiéramos podido demostrarlo, habría sido un bombazo —afirmó Siebenlist—, pero me temo que ya no será posible. Gracias a los insultos de Ulli, ahora todos los implicados andan sobre aviso, y apuesto a que las trituradoras de papel están que arden.
—¿De quién o de quiénes sospechaba en concreto Pauly? —quiso saber Bodenstein.
—En primer lugar de Zacharias, pero también de Georg Chófer, el concejal de Urbanismo del distrito de Main-Taunus, y de Carsten Bock, el gerente de Bock Consult.
—¿Por qué fue usted a ver a Pauly el martes por la tarde? —preguntó Bodenstein.
Siebenlist titubeó.
—Quería hablar con él. En privado.
—¿De qué?
—Pues de lo del día anterior.
—Pero usted le echó en cara que quería chantajearlo con una vieja historia. —Bodenstein vio que Siebenlist se sobresaltaba—. Díganos, ¿de qué se trataba?
—Bah, algo pasado. —Siebenlist quería dar impresión de tranquilidad, pero apretó con tal fuerza el vaso de sidra que las uñas se le pusieron blancas—. Ulli no lo decía en serio. Es solo que yo estaba bastante enfadado.
—¿Cómo de enfadado? —inquirió Pia.
—¿A qué se refiere? —El hombre la miró perplejo.
—¿Estaba lo bastante enfadado como para matarlo?
—Por favor… —Siebenlist parecía consternado—. He odiado la agresión física toda mi vida. Para mí la violencia no es la solución.
Pia se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—Para muchas personas no es la solución —sonrió ella—, pero para el que se encuentra en apuros a menudo es la única solución. Por ejemplo, cuando se ve amenazado por un pecado de juventud olvidado hace tiempo.
A Siebenlist le corría el sudor por las rollizas mejillas.
—Háblenos de la conversación que mantuvo con Pauly el martes por la tarde —pidió Bodenstein al hombre, que puso cara de lamentar cada una de las palabras que había pronunciado—. ¿Con qué lo amenazó Pauly para que se enfadara de tal modo?
—Por un accidente —repuso Siebenlist, incómodo—. Fue en 1982; ni siquiera sé cómo lo sabía. El caso es que siempre me guardó rencor por hacerme con la presidencia de la LIK. Por aquel entonces me echó en cara que había intrigado contra él. Ulli siempre se las daba de perseguido, de mártir, de víctima de un complot. En realidad, lo cierto es que nunca llegó a nada.
—Pero usted sí —espetó Pia—. Usted es un ciudadano respetado, presidente de la asociación de empresarios de Kelkheim, gerente de uno de los establecimientos de muebles más prestigiosos de la ciudad. Un pequeño escándalo, aunque se remonte más de veinticinco años en el tiempo, dañaría seriamente su reputación, ¿no es verdad?
Los ojos del hombre amenazaban con salirse de sus órbitas.
—No le hice nada a Ulli —aseguró—. Solo hablé con él, nada más. Cuando me fui, estaba vivito y coleando.
—¿Adónde fue usted?
—A mi despacho. Aún tenía que preparar unas ofertas, y no me apetecía nada lo del follón del fútbol.
—¿Alguien que pueda corroborarlo?
—La señora de la limpieza estuvo allí hasta las diez. Después me quedé solo.
Bodenstein y Pia intercambiaron una mirada que hizo que Siebenlist comenzara a sudar a mares.
—Sabemos que el señor Pauly murió alrededor de las 22.30 —informó Pia—. Usted estaba enfadado con él e incluso fue a verlo esa misma tarde. Y no tiene coartada para la hora del crimen.
—Pero eso es absurdo —intervino Flöttmann—. Éramos amigos, solo que no pensábamos de la misma manera. Hay otros que tenían más motivos para desear su muerte.
—¿Quiénes, por ejemplo?
Flöttmann vaciló un instante.
—No quiero acusar a nadie injustamente. —Lanzó una mirada rápida a su amigo Siebenlist—. Fue una situación muy tensa, y se dicen cosas que no se quieren decir.
—¿Como cuando Conradi dijo que le gustaría orinar en la tumba de Pauly? —preguntó Bodenstein.
—Exacto. —Flöttmann se enderezó las gafas—. Eso es hablar por hablar.
—Puede —convino Bodenstein mientras la camarera se acercaba a ambos hombres con la comida que habían pedido—, pero dado que a Pauly lo asesinaron un día después, semejante comentario cobra significado sin querer.
Flöttmann saboreó la comida, pero Siebenlist parecía haber perdido el apetito, y apenas tocó el plato.
Entretanto Behnke y Kathrin Fachinger habían hablado con numerosos vecinos de la Rohrwiesenweg, que o bien veían el fútbol o estaban en el jardín. Nadie oyó nada o vio nada que le llamara la atención. Sin embargo, varios confirmaron las declaraciones de Erwin Schwarz y Elisabeth Matthes de que en casa de Pauly siempre había jaleo. La gente había acabado medio acostumbrándose al ruido de las motos y los coches que entraban y salían, a los ladridos de los perros, a una calle siempre llena de coches, a las risotadas y los gritos; aunque hubiese pasado algo el martes por la noche, a nadie le habría extrañado. Hendrik Keller, el redactor del artículo del Taunus-Umschau, le contó a Ostermann que el domingo por la tarde, en la terraza del merendero Zum Fröhlichen Landmann, estaba sentado por casualidad en la mesa contigua a la del alcalde y escuchó la conversación que mantenían Funke y sus amigos; con toda claridad, aseguró, ya que nadie se esforzó lo más mínimo por bajar el tono. Los hombres estuvieron un rato esperando a Norbert Zacharias, y después empezaron a comer sin él. Funke aventuró que al antiguo concejal de Urbanismo no le habría sentado muy bien la vista fijada con las organizaciones ecologistas; otro expresó el temor de que Zacharias pudiera echarse atrás, a lo que un tercero repuso que Zacharias no era el problema, que era mucho más importante cerrarle la boca a Pauly antes de la fecha, al menos una temporada.
—Zacharias no tiene coartada para la hora en la que se cometió el crimen —constató Pia—. La camarera del Goldenen Löwen dijo que se fue a las diez.
—Y por el momento, da la impresión de que el tal Zacharias era el que más tenía que perder —convino Ostermann.
—A mí también me lo parece. —Bodenstein asintió y consultó el reloj—. Me pasaré a verlo.
—¿Qué hacemos nosotros? —quiso saber Pia.
—Tú y Behnke id al restaurante de Pauly, ya debería estar abierto.
No se le pasó por alto la mirada de descontento de Pia. Behnke era el compañero con el que peor se llevaba. Y la antipatía era mutua. Aunque en un principio supuso que a Behnke le molestaba que ella gozara del reconocimiento del jefe, a esas alturas había comprendido que simplemente le caía mal. Y a Pia él le parecía arrogante, no le hacían ninguna gracia sus chistes misóginos y le resultaba patético el mimo con que trataba a su coche tuneado.
Mientras pensaba en cómo podría convencer a su jefe de que ocupara su lugar, sonó su móvil.
—Hola, Henning —saludó al ver el número—; ¿qué pasa?
—He vuelto a examinar al cadáver del zoo —contestó Kirchhoff—. Estuvo un rato tendido boca arriba antes de que lo llevaran al campo. Aunque no se distinguen con mucha claridad, estoy seguro de que en los hombros y las nalgas se ven las marcas de una superficie que recuerda a un palé de madera.
—¿Un palé…? —Pia se detuvo.
—Sí, y también coinciden las astillas que encontré ayer en el tejido de las pantorrillas y los brazos. Acuérdate de que al principio no sabía de qué podían ser.
—Palés de madera los hay por todas partes. ¿No tienes nada más?
—Sí —afirmó el forense—, he encontrado restos de cloruro sódico en la cara posterior de las piernas y los brazos y en el cabello.
—¿Cloruro sódico? —repitió ella—. ¿Eso qué es?
—Sé que la química se te daba mal —dijo Kirchhoff en tono divertido—, pero esto es cultura general: cloruro sódico es sal común.
—¿Y con quién se supone que tenemos que hablar en este sitio?
Behnke miró a su alrededor con desgana. En el Grünzeug aún no había mucho movimiento; solo tres mujeres jóvenes tomaban café en una de las mesas del fondo.
—Dentro de poco aparecerán algunas personas.
A Pia, que imaginaba una tasca sucia con veteranos barbudos del 68 polemizando, le sorprendió gratamente el exquisito y moderno restaurante que ocupaba la planta baja de un chaflán en la Hauptstrasse. En la parte de delante había taburetes cromados y varias mesas altas, y a lo largo de una barra larga de espejo, más al fondo, en el comedor, se agrupaban cómodas sillas de piel en torno a mesas de madera. Junto a la entrada de la cocina, una puerta abierta daba a un patio con mesas alargadas y bancos corridos dispuestos en fila. Entre el bar y la cocina, colgaba de la pared una gran fotografía en blanco y negro de Hans-Ulrich Pauly con un crespón. Pia se paró a mirar al hombre que, al parecer, había dividido a todo Kelkheim. Pelo crespo, rizos grises, cara afilada, gafas redondas. A Pia no le pareció tan carismático. ¿Qué tendría para granjearse admiración y odio a partes iguales? Fue hacia una de las mesas y se sentó. Acto seguido, como salida de la nada, una muchacha se acercó a la mesa.
—Hola, soy Aydin —se presentó al tiempo que les daba la carta y les servía un montón de nachos.
Behnke se metió un puñado en la boca y le dirigió una mirada de aprobación a la chica. Se había repantingado en su asiento y, para variar, se las daba de macho.
—Yo aquí no como nada —dijo—. Con el tofu y lo verde me sale sarpullido.
—Así que ayer comiste verdura, ¿no? —preguntó Pia con aire de suficiencia.
Behnke la miró enfadado. Las alergias con las que tenía que lidiar justo en los meses de verano eran su punto débil. Sin embargo, no dijo nada; porque Aydin, la camarera, ya había vuelto. Pia pidió un zumo de mango y un bagel a las finas hierbas con queso fresco. En el restaurante entraron cuatro chicas y se sentaron a la barra, tras la cual un joven manipulaba un equipo de música. Poco después se oyó una música suave de fondo. Al final Behnke se decidió por un sándwich Hawai, que comía con recelo. Pia observaba a la gente joven que iba entrando poco a poco. La mayoría se quedaba en la parte de delante y ocupaba las mesas altas o la barra. Parecían tristes y afectados, hablaban en voz baja y se abrazaban para consolarse. Sin embargo, algunos de los jóvenes atravesaron el restaurante y desaparecieron tras una puerta que ponía PRIVADO. Poco después de las seis y media entró Lukas Van den Berg, y un grupo de chicas desconsoladas lo rodeó en el acto; sollozaban y se dejaban abrazar por él. Al cabo de un rato, Lukas se metió detrás de la barra y se puso a trabajar. Después llegaron otros dos muchachos con sendos cascos de moto colgados del brazo. Saludaron a Lukas y, sin fijarse en el grupo de dolientes (principalmente eran mujeres), fueron directos a la puerta del fondo. Al parecer, no todos los jóvenes estaban tan conmocionados con la muerte de Pauly.
Si la pareja de arquitectos Graf había diseñado la casa en la que se hallaba su estudio, estaba claro que eran expertos en su oficio. Bodenstein se quedó muy impresionado con aquella casa con entramado de madera del casco antiguo de Bad Soden, que había sido objeto de una restauración poco común. Llevaba un cuarto de hora largo esperando en una sala de reuniones agradablemente climatizada de la planta baja. La visita que le había hecho a Norbert Zacharias había sido infructuosa: o el hombre no estaba en casa o le remordía la conciencia y se había parapetado en su chalé tras las persianas bajadas. Bodenstein le dejó la tarjeta de visita bien visible en el buzón y decidió pasarse más tarde. Eran las cinco y media cuando Mareike Graf finalmente volvió de la obra y entró directamente en la sala de reuniones. Bodenstein constató que Pauly era fiel al tipo de mujeres que le gustaban: Mareike Graf era tan delicada y guapa como Esther Schmitt, aunque iba mucho más arreglada. El ceñido vestido de hilo y la americana entallada acentuaban su figura juvenil. No daba la impresión de ser violenta, en contra de lo que afirmaba Esther Schmitt.
—Disculpe el retraso —esbozó una sonrisa con hoyuelos, sofocada y encantadora, y le tendió la mano—. ¿Le han ofrecido algo de beber?
—Sí, gracias. —Bodenstein sonrió a su vez y volvió a sentarse.
—Ya me he enterado de que mi exmarido ha muerto —dijo Mareike Graf—. Estas cosas no tardan en saberse. El señor Schwarz me llamó ayer.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados usted y el señor Pauly? —preguntó Bodenstein, mientras se preguntaba a quién no le habría dado el agricultor Schwarz la feliz noticia de la muerte de su impopular vecino.
—Catorce años —contestó ella. En su bello rostro se dibujó una mueca—. Fue profesor mío, y en noveno yo ya tenía claro que sería el hombre de mi vida. —Sonrió con desdén—. Hay que ver cómo podemos equivocarnos.
—¿Qué fue lo que tanto le gustó de él?
—Era un visionario —dijo con voz neutra—, y a mí me fascinaba lo convencido que estaba de lo que hacía.
—¿Por qué se divorciaron? —quiso saber él.
—Le descubrí el juego. —Mareike Graf se encogió de hombros con elegancia—. Se las daba de paladín desinteresado de un mundo mejor, pero de eso nada. En realidad era una persona débil, que siempre buscaba la autoafirmación. Le gustaba rodearse de gente joven, que estaba pendiente de cada una de sus palabras. Necesitaba esa admiración como el pez el agua. Cuanta más gente tenía delante adorándolo, mejor se sentía. Y eso que los tenía engañados a todos. Vegetariano, ¡ja! —Resopló con desdén—. Predicaba a los jóvenes justo lo contrario de lo que él hacía. Al principio no me importaba que a cualquier hora del día o de la noche siempre hubiera con nosotros alguno de sus muchachos, pero a medida que me fui haciendo mayor, cada vez me parecían más raras esas sentadas. Yo evolucioné; Ulrich, no. Seguía prefiriendo la compañía de chicos de dieciocho años que lo idolatraban ciegamente.
—¿Le puso los cuernos?
—Es probable, no lo sé. De todas formas, durante los últimos ocho años de matrimonio ya no hacíamos vida en común.
—Sin embargo, la pareja de su exmarido ya no tiene dieciocho años —apuntó Bodenstein.
—A los dieciocho no se tiene dinero —espetó Mareike Graf con una mezcla de regocijo y desprecio—. Al fin y al cabo, la casa en la que se encuentra el restaurante es de Esther, quien además saldó las deudas de Ulrich sin rechistar.
—¿Tenía deudas?
—Muchas. —Mareike Graf sonrió burlona—. A mi exmarido le encantaba denunciar a la gente. La verdad es que habría sido más inteligente por su parte haberse ligado a una abogada.
—¿Por qué le dejó la casa a su exmarido cuando usted se fue?
—Yo no le dejé nada a ese gorrón. —La mujer se irguió; sus ojos azules echaban chispas—. Eso es lo que hubiera querido, pero el día que me fui le dije que podía seguir en la casa hasta que encontrara otro sitio, solo hasta entonces. Quería venderla y darle su parte.
—Escuchamos un mensaje suyo en el contestador del señor Pauly —informó Bodenstein—. El día que murió, usted fue a su casa.
—Es cierto, sí —asintió ella—. Se me había agotado la paciencia. Ya hemos vendido tres de los seis adosados previstos, y nos hemos visto obligados a aplazar tres veces el comienzo de las obras. Uno de los compradores se ha echado atrás, y otro amenaza con demandarnos.
—¿Qué esperaba conseguir esa tarde?
—Le ofrecí dinero a Ulrich si se iba de la casa en el plazo de un mes. —Sonrió—. Cincuenta mil euros.
—Es mucho dinero.
—No tanto, en comparación con lo que nos está costando aplazar una y otra vez las obras.
—¿Llevaba el dinero consigo ese día?
—Sí.
—¿Lo aceptó el señor Pauly?
—Al verlo no pudo resistirse —replicó ella—. Lo contó y me firmó el consentimiento de que se mudaría antes del 31 de julio.
Aunque Bodenstein no tenía aún ningún informe definitivo de Criminalística, si los agentes hubieran encontrado tanto dinero, se lo habrían comunicado. ¿Logró esconder Pauly el dinero antes de que llegara su asesino? ¿Y si lo mataron por culpa del dinero? La gente mataba por mucho menos de cincuenta mil euros. Pero ¿quién sabía que Pauly recibiría dinero de su exmujer ese día?
—Una testigo afirma que el martes por la tarde usted y su exmarido mantuvieron una fuerte discusión —dijo Bodenstein—. ¿Es verdad?
—Seguro que lo dijo la de enfrente, Else Matthes. —Mareike Graf se metió un mechón de su pelo rubio detrás de la oreja—. Y es verdad, sí. Primero nos chillamos, como siempre que nos veíamos, pero cuando le di el dinero se quedó muy tranquilo. —Hizo una mueca y se rio.
—¿Le importaría enseñarme el consentimiento que le firmó el señor Pauly? —pidió Bodenstein.
—No, desde luego.
La mujer tomó su maletín, lo puso en la mesa y lo abrió. Poco después le ofreció a Bodenstein una hoja dentro de una funda transparente.
—¿Puedo quedármelo?
—Si no le importa, le daré una copia.
—Preferiría el original. —Bodenstein sonrió—. Le garantizo que se lo devolveré.
—De acuerdo.
Mareike Graf se levantó con idea de ir a la fotocopiadora, que estaba en la habitación contigua.
—No lo saque de la funda, por favor.
Bodenstein la siguió. Ella se volvió y lo miró extrañada.
—Por las huellas dactilares, ¿no? —dedujo con agudeza—. No me cree.
—En principio me lo creo todo —contestó él con una sonrisa que desarmaba—. Hasta que me convenza de lo contrario.
—¿Aquí va a pasar algo o qué? Tengo más cosas que hacer hoy —refunfuñó Behnke.
Y Pia se preguntó por enésima vez por qué daba la impresión de que a los otros compañeros les caía bien ese tío, cuando en su opinión era asqueroso, así de claro.
—Voy un momento al servicio —replicó, y se puso de pie. En realidad sentía curiosidad por saber qué había detrás de la puerta con el cartel de PRIVADO, por la que hasta ese momento ya habían entrado cinco o seis jóvenes, pero no habían salido. Tras asegurarse deprisa de que nadie la miraba, abrió la puerta y entró. Enfiló un pasillo hasta toparse con una sólida puerta de metal que no tenía pomo. A la izquierda había un lector de tarjetas empotrado en la pared. «For members only», ponía. «Por favor, introduzca la tarjeta»—. ¿Qué coño es esto? —se preguntó, y pegó el oído a la puerta. Aparte de la música amortiguada del restaurante no se oía nada. De pronto la puerta por la que acababa de entrar se abrió, y dos jóvenes echaron a andar por el pasillo hacia ella.
—… Tarek debe de haberse vuelto loco —afirmó uno de los dos—. ¿Cómo se le ocurre hacer algo así, a ese pedazo de tarado? Como se entere mi viejo, me mata.
Calló al ver a Pia.
—Eh —dijo el otro, un muchacho flaco, con espinillas y el pelo de un rubio sucio y graso que la miró de arriba abajo de manera ofensiva—. ¿Qué haces tú aquí, guapa?
Pia sopesó si decirles que iba al servicio, pero se había equivocado; sin embargo, al final se decidió por la verdad.
—Me gustaría saber qué hay detrás de esa puerta —afirmó.
—¿Eres socia del club? —preguntó el de las espinillas, que respondió él mismo a su pregunta—: Yo diría que no, porque no te conozco.
—¿Y quién eres tú? ¿El gerente? —espetó ella.
—Yo soy Dean Corso. —El joven sonrió con descaro. Y este es mi amigo, Boris Balkan.
—Pues no es que te parezcas mucho a Johnny Depp —respondió Pia, que había visto La novena puerta. Se sacó el carné—: Policía judicial de Hofheim.
—Vaya, el ojo de la ley —se burló el muchacho, sin dejarse impresionar por la placa de Pia ni por sus conocimientos de cine—. Pese a todo no es socia del club, de manera que tendrá que quedarse fuera.
Pia miró al otro chico, de unos dieciocho o diecinueve años. Tenía un pelo rizado y oscuro que le llegaba por los hombros y parecía ausente. En la mano sostenía una tarjeta de plástico. Apareció un tercero; al igual que el flaco de las espinillas, llevaba unos pantalones de skater demasiado grandes, una camiseta holgada y zapatillas de deporte con los cordones sin atar. Pia se preguntó cómo podían enamorarse hoy en día las chicas de unos seres tan desaliñados.
—¿Qué pasa? —les preguntó a los otros dos con indolencia al tiempo que clavaba la vista en Pia, encontrándose con su mirada.
—¿Qué se cuece ahí dentro? —preguntó ella—. Si no es nada ilegal, no tendríais por qué ocultármelo.
—No es ilegal —aseguró el de las espinillas—, solo es… privado. Nada de tu incumbencia, ¿vale?
—No, no vale. —Pia llamó por teléfono a Behnke.
—¿Es que te has caído en la taza? —inquirió él con el encanto que lo caracterizaba.
—Entra por la puerta en la que pone PRIVADO —contestó ella—. Ahora mismo.
—Los refuerzos no le servirán de nada. —El de las espinillas extendió los brazos, y con gesto risueño le impidió el paso, mientras el de rizos deslizaba la tarjeta deprisa por la ranura del lector.
La puerta se abrió con un zumbido, los tres chicos entraron corriendo y Pia se quedó fuera sola. Entonces llegó Behnke. Pia le contó lo sucedido, pero su compañero se encogió de hombros sin el menor interés.
—Si no nos dejan pasar, entonces no tenemos nada que hacer —aseveró.
—Yo no me doy por vencida así como así. —Pia se puso a aporrear la puerta de hierro—. No voy a consentir que esos mocosos con espinillas no me dejen entrar.
—Pide una orden de registro. —Behnke miró el reloj—. Por cierto, mi turno terminó hace once minutos.
—¡Pues vete! —exclamó Pia, furiosa.
—Mira tú por dónde, eso es precisamente lo que voy a hacer.
Dicho eso, dio media vuelta y se fue. En el mismo instante en que él salió al restaurante, la puerta de hierro se abrió. Con cara de fastidio, el muchacho de rizos la sujetó para que entrara Pia.
—Pase —le dijo—. De lo contrario, no nos dejará en paz.
—Bien pensado —replicó ella—. ¿Qué es esto?
—Un cibercafé —el muchacho echó a andar delante—. No queremos que entre todo el mundo, por eso lo de la tarjeta.
Bajaron una escalera hasta un sótano y caminaron por un pasillo. De una habitación cuya puerta abrió el de rizos salía el retumbar sordo de una música ensordecedora. Pia se vio en un cuarto grande, sin ventanas, con las paredes peladas y un fluorescente en el techo. Haces de cables del grosor de un brazo recorrían el cemento desnudo y desaparecían en el suelo. Unas diez pantallas planas centelleaban en una mesa del centro; alrededor se sentaban los jóvenes a los que Pia había visto entrar, concentrados en los monitores y tecleando con brío.
—¿Qué hacen? —le gritó Pia al oído al de rizos, que la miró como si dudara de su inteligencia.
—Navegar, ¿qué van a hacer? —le respondió a voz en grito.
Las dos horas pasadas en compañía de Behnke no hicieron que mejorase su humor; además, le dolía considerablemente la cabeza. El efecto de la aspirina que se tomó por la mañana se había desvanecido hacía mucho, y ahora se arrepentía no solo de haber pasado la noche con Henning, sino también de las cinco copas de vino tinto por las que se dejó llevar. Para entonces, el restaurante estaba lleno de gente. Reparó en que las chicas de la barra la miraban con lo que ellas creían que era disimulo. Lukas sonrió y la saludó con la mano. Ella se acercó a un extremo de la barra.
—Hola, señora Kirchhoff —dijo el muchacho amablemente al tiempo que se echaba al hombro el paño con el que había estado secando copas—. ¿Quiere tomar algo?
—Hola, Lukas. —Pia fue consciente de las miradas que le dirigieron al menos veinte pares de ojos femeninos celosos y le atravesaron la espalda—. No, gracias. Quería pagar.
—Se lo diré a Aydin. —Lukas se inclinó hacia ella, con gesto grave—. ¿Ya han averiguado quién mató a Ulli?
—Todavía no, por desgracia —le respondió, mirándolo a aquellos ojos fascinantes; nunca había visto un verde tan increíble—. ¿Está Esther hoy aquí? —quiso saber.
—No. —Lukas sacudió la cabeza—. Está bastante hecha polvo, pero nos las arreglamos bien.
—¿Sabes qué hizo Pauly el martes por la tarde cuando se fue del restaurante? —le preguntó Pia.
—Ni idea. —Lukas se encogió de hombros—. Después de la reunión se fue a casa en bicicleta, puede que a eso de las ocho y cuarto.
Pia se dio cuenta de que algo a su espalda llamaba la atención de Lukas, quien de repente parecía distraído.
En el restaurante había entrado un tropel de chicas. Con esos vaqueros por la cadera ceñidos y esas camisetas cortas, a Pia le parecían todas iguales: guapas, de pelo largo, enseñando el ombligo. Le dio la sensación de que las chicas de su época no eran tan guapas ni de lejos, y tampoco le concedían tanta importancia a ese estilismo perfecto, que se asemejaba a un uniforme.
—No quiero entretenerte —dijo al verlas—, tienes trabajo. Pero muchas gracias.
—De nada. Si tiene alguna pregunta más, ya sabe dónde encontrarme.
Bodenstein recogió a Pia en el Grünzeug y ella no hizo comentario alguno de la puntual retirada de Behnke. Ante la casa de Esther Schmitt había dos coches patrulla con la luz azul parpadeando; en los balcones de los adosados vecinos y en la acera de enfrente se habían reunido los curiosos.
—¿Qué pasa aquí? —Bodenstein frenó detrás de uno de los coches—. Espero que no haya muerto nadie más.
Se bajaron del coche a la carrera y entraron en el patio. En la casa se oían voces histéricas y un gran estruendo. Sentada en los escalones que llevaban a la cocina había una agente joven que se apretaba una toalla contra una herida en la cabeza que sangraba; otro policía salió a su encuentro en la cocina. Tenía un labio reventado.
—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber Bodenstein.
—Los vecinos nos llamaron porque creyeron que habían matado a alguien. La verdad es que no había visto nada igual en mi vida —se quejó el hombre—. He pedido refuerzos.
Bodenstein y Pia se dirigieron al salón, y al ver la imagen grotesca que los recibió se quedaron en la puerta, desconcertados. Un agente rodeaba con un brazo el cuello de una Esther Schmitt que se revolvía contra él a medio vestir; otro forcejeaba con una rubia delicada que sangraba profusamente por la nariz. Estupefacto, Bodenstein reconoció a Mareike Graf, que al parecer no era la criatura elegante y femenina por la que la había tomado.
—¡Silencio! —ordenó enervado uno de los agentes—. ¡Ya basta!
Las mujeres no le hicieron ni caso, y siguieron con la bronca, en un tono de voz que casi hacía daño en los oídos.
—¡Si crees que te vas a poder quedar en mi casa aunque solo sea una noche más, vas lista, zorra! —escupió Mareike Graf.
—¡Tu casa! ¡No me hagas reír! —espetó Esther Schmitt. Del dolor por la reciente muerte de su compañero no se veía ni rastro.
—¿Se puede saber qué es esto? —inquirió Bodenstein, alzando la voz.
Las dos mujeres enmudecieron y lo miraron confundidas. Acto seguido, al menos Mareike Graf se calmó y dejó de ofrecer resistencia al policía que la sujetaba.
—Quiero que me devuelva el dinero —explicó—. Esa mujer no tiene ningún derecho a vivir en esta casa. Se lo dije y se me echó encima.
—¡Eso no es verdad! —exclamó Esther Schmitt fuera de sí—. Fuiste tú la que se me echó encima, psicópata chiflada.
—Se ha quedado con el dinero que le di a mi exmarido —dijo Mareike Graf con toda la dignidad que pudo mientras la sangre le manaba de la nariz—. Y hasta tiene la cara de decir que no lo ha visto.
—¡Porque no he visto ese dinero! —vociferó la otra, roja de ira.
—¡Mentirosa! —Mareike Graf cerró los puños de nuevo. ¡Ladrona asquerosa!
—¡Habría que ver quién es la ladrona! —replicó Esther Schmitt rebosante de odio—. ¡Tendrías que estar en la cárcel!
—Esa es una buena idea. —Bodenstein se dirigió a sus compañeros de la policía de Kelkheim—: Llevaos a estas dos señoras y encerradlas por lo menos un par de horas para que se tranquilicen. Cuando se hayan calmado, soltadlas.
Mareike Graf no opuso resistencia, y se dejó llevar con la cabeza alta; Esther Schmitt, por el contrario, se defendió como un gato de su captor. Los policías seguían hablando de la pelea, pero a Bodenstein le interesaba el dinero que una buscaba y la otra negaba haber visto.
—Si Mareike Graf vino a las ocho y media y le dio el dinero a Pauly, y él murió a eso de las diez y media, tuvo dos horas para esconderlo —reflexionó Pia.
—Puede que después lo buscara alguien y por eso dejara la casa en ese estado.
Bodenstein miró el salón.
—Pudo ser un robo con homicidio —aventuró Pia—. Hay gente que ha muerto por mucho menos dinero.
—En esos casos nadie se toma la molestia de esconder el cadáver —objetó Bodenstein.
Con ayuda de los dos agentes, que a esas alturas ya habían sido atendidos por un médico, registraron la casa entera, del sótano al desván, durante una hora, pero no encontraron un solo billete.
Poco después de las nueve dieron por terminada la infructuosa búsqueda, cerraron la casa y fueron a la comisaría de Hofheim. Kai Ostermann seguía delante del ordenador. Ya tenía la información sobre Mareike Graf que Bodenstein le había pedido por teléfono.
—En 1988 le constan antecedentes penales, pero la cosa quedó en nada, porque fue condenada según el Código Penal de menores —leyó Ostermann—. En 1991 y en 1992 fue condenada por violencia a pena de multa y trabajos sociales; en 1998, libertad vigilada por lesiones; en 2002 fue condenada por allanamiento de morada y vandalismo; en 2003, por coacción y lesiones. En la actualidad se encuentra en libertad vigilada.
—Cómo se puede uno dejar engañar por las personas —reflexionó Bodenstein, y pidió perdón mentalmente a Esther Schmitt.
En ese momento Ostermann introducía también ese nombre en el ordenador. La mujer también había infringido la ley; tenía antecedentes por estafa al seguro, coacción, injurias y lesiones.
—Dos damas absolutamente encantadoras —se burló Pia.
—También tenemos resultados del laboratorio —informó Ostermann—. Aunque el análisis de la huella de la puerta no ha dado resultados, la sangre es idéntica a la que se encontró en el despacho de Pauly y en el salón.
Bodenstein y Pia se miraron.
—Apuesto por Patrick Weishaupt —opinó Pia—. Me gustaría que le echaran un vistazo a esas heridas.
El móvil de Bodenstein sonó. Era Cosima.
—He tenido un día de perros, metida en unas salas de montaje asfixiantes donde casi ni podía respirar —contó. ¿Podrías traer comida china cuando vuelvas?
Bodenstein salió del despacho de Ostermann para ir al suyo.
—Pareces cansada; ¿te encuentras bien?
—Sí, estoy en la terraza, mirando al cielo —repuso Cosima en un tono marcadamente jovial, pero había algo en su voz que hizo que Bodenstein aguzara el oído.
—Te pasa algo —insistió—. Dime qué es.
Cosima vaciló.
—He tenido un pequeño accidente —admitió—. Nada grave, solo daños en la carrocería.
—¿Un accidente? ¿Dónde? ¿Por qué?
—No ha sido nada —respondió, quitándole importancia—, de veras. No te preocupes.
Bodenstein no se olía nada bueno. Lo que para Cosima era «nada», para otros era una pequeña catástrofe. El año anterior se rompió un tobillo en una expedición a los Andes cuando el todoterreno en el que iba patinó y se precipitó por un barranco de varios cientos de metros. Logró saltar del vehículo en el último momento.
—Llegaré dentro de un cuarto de hora. —Bodenstein estaba preocupado—. Y llevo algo de comer, ¿de acuerdo?