Epílogo

Septiembre de 2007

Marcus Nowak contempló los restos de la fachada, con sus ladrillos ennegrecidos por el hollín, los huecos vacíos de las ventanas y el tejado hundido. Él no veía la tristeza de las ruinas, en su imaginación había surgido ya la imagen del castillo tal como había sido en tiempos. La fachada clasicista, hermosa en su elegante simetría, su estrecho saledizo engastado entre las alas laterales de dos pisos, que a su vez estaban flanqueadas por grandiosos pabellones coronados por cúpulas y torrecillas medio derruidas. Esbeltas columnas dóricas ante el portal, la frondosa avenida que conducía hasta la entrada, un extenso parque con majestuosas hayas rojas y arces centenarios. La amplitud del paisaje de la Prusia Oriental, la armonía entre agua y bosque, lo habían conmovido hondamente ya en su primera visita, dos años atrás. Aquella era la tierra de sus antepasados, y de los de Elard, y los sucesos acaecidos en el sótano de ese castillo hacía tan solo sesenta y dos años habían acabado por afectar las vidas de ambos. Muchas cosas habían cambiado en los últimos cuatro meses. Marcus Nowak les había dicho la verdad a su mujer y a su familia, y se había ido a vivir a El Molino con Elard. Tras dos operaciones más, había recuperado prácticamente toda la movilidad de la mano. Elard estaba transformado por completo. Los fantasmas del pasado ya no lo torturaban; la mujer a la que había creído su madre estaba en la cárcel, igual que Sigbert y Anja Moormann, la asesina profesional. Elard había recuperado los diarios de su tía Vera de manos de Marleen Ritter. Al cabo de un par de semanas, a tiempo para la Feria del Libro, saldría a la luz esa biografía que le había costado la vida a su autor y que llevaba semanas propiciando no pocos titulares sobre la familia Kaltensee.

A pesar de ello, Jutta había sido elegida cabeza de lista por su partido para las elecciones del land, que se celebrarían el siguiente enero, y tenía muchas posibilidades de ganarlas. Marleen Ritter había asumido de forma temporal la dirección de KMF y, con el apoyo de la junta directiva, se estaba encargando de transformar la empresa en una sociedad anónima. En las cajas de El Molino habían encontrado incluso el documento que le devolvía la empresa a Josef Stein, el judío propietario original de KMF, en caso de que regresara a Alemania. Vera/Edda, en su infinita arrogancia, nunca había llegado a destruir nada.

Sin embargo, todo aquello formaba parte del pasado. Marcus Nowak sonrió cuando vio a Elard, barón de Zeydlitz-Lauenburg, acercarse a él. Todo había cambiado para bien. Incluso tenía en el bolsillo el contrato como arquitecto responsable de la rehabilitación del casco antiguo de Frankfurt. Además, juntos harían realidad el sueño de toda su vida en Masuria. El alcalde de Giżycko había accedido de palabra a venderle el castillo a Elard; ya no había mucho que se interpusiera en sus planes. En cuanto las escrituras estuvieran firmadas, los restos mortales de Auguste Nowak serían enterrados en el viejo cementerio familiar de la orilla del lago junto con los huesos del sótano, parte de los cuales se habían podido identificar gracias a una comparación de ADN. Así, Auguste descansaría en paz junto a su querido Elard, sus padres y su hermana, y en su hogar.

—Bueno… —Elard se detuvo a su lado—. ¿En qué piensas?

—En que es factible. —Marcus Nowak arrugó la frente mientras reflexionaba—. Aunque me temo que será carísimo y nos llevará años.

—¿Y qué? —Elard sonrió y le pasó un brazo por el hombro—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Marcus se apoyó en él y volvió a mirar el castillo.

—Hotel Augusta Victoria en el Lago —dijo, y sonrió con gesto soñador—. Ya casi puedo verlo.