Viernes, 11 de mayo de 2007

Sigbert Kaltensee estaba en su casa, sentado en su estudio, y miraba fijamente el teléfono mientras su hija se deshacía en lágrimas en la cocina. Thomas Ritter llevaba ya treinta y seis horas desaparecido, era como si se lo hubiese tragado la tierra, y Marleen, desesperada, no había visto más salida que acudir a su padre y contárselo todo. Sigbert no había dejado que su hija notara que ya estaba al tanto de la situación. Ella le había suplicado ayuda, pero no había nada que él pudiera hacer. Sigbert Kaltensee había comprendido que no era él quien manejaba los hilos, tal como siempre había creído. La Policía había encontrado restos de un esqueleto humano en la finca familiar con el georradar. Sigbert no se quitaba de la cabeza aquello que le habían dicho los inspectores de la Policía Judicial: que él había sido el padre biológico de Robert, y que su madre debía de haber matado a Danuta poco después del nacimiento del niño. ¿Podía ser cierto? ¿Y dónde se había metido su madre? Había hablado con ella el miércoles, cuando Vera había decidido que Moormann la llevara en coche a su casa del Tesino, pero desde entonces no había vuelto a dar señales de vida. Sigbert Kaltensee descolgó el teléfono y marcó el número de su hermana. Jutta no había pensado para nada en su madre, como tampoco en Elard, que también había desaparecido, igual que Ritter. La única preocupación de su hermana estaba relacionada con su carrera, que podía verse perjudicada por esos horribles acontecimientos.

—Pero ¿tú has visto qué hora es? —contestó Jutta, molesta.

—¿Dónde está Ritter? —le preguntó Sigbert a su hermana—. ¿Qué has hecho con él?

—¿Yo? Dime, ¿estás mal de la cabeza? —exclamó ella, indignada—. ¡Si fuiste tú a quien le faltó tiempo para seguir el consejo de mamá!

—Yo dije que lo retiraran de la circulación durante un tiempo, nada más. ¿No habrás sabido algo de mamá?

Sigbert admiraba y adoraba a su madre, desde niño había luchado por su amor y su reconocimiento, y siempre había accedido a sus deseos, sus órdenes y sus peticiones, incluso cuando él mismo no estaba convencido de que fuera lo correcto. Era su madre, la gran Vera Kaltensee, y, si la obedecía siempre, algún día ella lo querría tanto como quería a Jutta. O a Elard, que se había instalado como una garrapata en la finca.

—No —dijo Jutta—. Si no, ya te lo habría dicho.

—Hace tiempo que debería haber llegado. Moormann tampoco me contesta al móvil. Estoy preocupado.

—Escucha, Berti. —Jutta bajó la voz—. Mamá estará bien. No te creas toda esas chorradas que pregona la Policía de que Elard va detrás de ella. ¡Ya lo conoces! Seguro que ha desaparecido del mapa, el muy cobarde, con ese amiguito suyo.

—¿Con quién? —preguntó Sigbert, consternado.

—¡No me digas que no lo sabes! —exclamó Jutta, sin poder creerlo—. Últimamente, Elard pierde el sentido por los jovencitos guapos.

—¡No digas tonterías! —Sigbert despreciaba a su medio hermano mayor con toda su alma, pero estaba claro que Jutta había ido demasiado lejos insinuando algo así.

—Como quieras. —Su hermana habló con voz fría—. Me pregunto si todo esto lo hacéis para perjudicarme. ¡Mamá y sus amigos nazis, un hermano maricón y unos restos humanos en El Molino! Cuando se entere la prensa, estoy acabada.

Sigbert Kaltensee callaba, desconcertado. En los últimos días había conocido un lado de su hermana del que no había sido consciente, y poco a poco iba comprendiendo que todo lo que hacía estaba determinado por un frío cálculo. En el fondo, a ella le daba igual dónde estuviera Vera, si Elard había matado a tres personas o de quién eran esos huesos que había encontrado la Policía… siempre que nadie mencionara su nombre en relación con todo ello.

—No vayas a perder ahora tú los nervios, ¿me oyes, Berti? —le advirtió—. No importa lo que nos pregunte la Policía: nosotros no sabemos nada. Y, además, es cierto. Mamá cometió muchos errores en su vida y a mí no me apetece pagar los platos rotos.

—No te interesa lo más mínimo lo que haya pasado con ella —afirmó Sigbert sin ninguna inflexión en la voz—. Y eso que es nuestra madre…

—¡No te pongas sentimental! ¡Mamá es una anciana que ya ha vivido su vida! Yo todavía tengo planes y no pienso dejar que me los estropee. Y tampoco Elard, o Thomas, o…

Sigbert Kaltensee colgó. A lo lejos oía los sollozos de su hija y la voz de su mujer, intentando tranquilizarla. Dejó la vista perdida a lo lejos. ¿De dónde habían salido esas dudas que lo atormentaban desde la conversación con los dos inspectores de la Policía Judicial? ¡Él se había visto obligado a hacer todo aquello para proteger a su familia! La familia, en definitiva, era la propiedad más valiosa; ese era el credo de su madre. Entonces, ¿por qué sentía de repente que lo había dejado en la estacada? ¿Por qué no lo llamaba?

Tal como habían quedado, Miriam los estaba esperando a las ocho y media delante del aeródromo de los alrededores de Szczytno-Szymany, el único aeropuerto de la región de Varmia y Masuria. El vuelo en el Cessna CE-500, asombrosamente cómodo, había durado cuatro horas justas, y el control de pasaportes, tres minutos.

—Ah, doctor Frankenstein. —Miriam le tendió una mano a Henning Kirchhoff después de abrazar con cariño a Pia—. ¡Bienvenido a Polonia!

—Sí que eres rencorosa… —comentó Henning, y sonrió.

Miriam se quitó las gafas de sol para mirarlo, después sonrió también.

—Tengo memoria de elefante —replicó, y tomó una de las bolsas de Kirchhoff—. Venid. Tenemos unos cien kilómetros de carretera hasta Doba.

Tomaron la autopista con su Ford Focus de alquiler en dirección noreste, hacia el corazón de Masuria. Miriam y Henning estuvieron hablando sobre las ruinas del castillo y aventuraron suposiciones sobre si el sótano seguiría estando practicable o no después de sesenta años de abandono. Pia iba sentada en el asiento de atrás, escuchándolos a medias y mirando por la ventanilla. Ella no tenía ningún vínculo con ese país y su inestable y triste pasado. Hasta ese momento, para ella la Prusia Oriental había sido solo un concepto abstracto, poco más que un tema recurrente en los documentales de la televisión y las películas. Su familia no había conocido la huida ni la expulsión. Por la ventanilla se veían pasar colinas, bosques y campos en la brumosa luz del alba; sobre los numerosos lagos, grandes y pequeños, ascendían todavía jirones de niebla que poco a poco se iban deshaciendo bajo los cálidos rayos del sol de mayo.

Pia acabó pensando en Bodenstein. La confianza con que le había hablado la había conmovido mucho. No tenía por qué haberle explicado nada de todo eso, pero era evidente que quería ser sincero con ella. Nicola Engel la había tomado con él por motivos puramente personales; eso era injusto pero no podía cambiarse. La única posibilidad de ayudarlo consistía en no cometer ningún error ese día, en ese país. En un punto del camino, Miriam torció por una carreterucha intransitable que discurría entre granjas adormecidas y pequeñas aldeas. ¡Qué idílicos, los viejos paseos! Y por entre los bosques oscuros brillaba una y otra vez el azul del agua. Masuria, había explicado Miriam, era la mayor meseta con lagos de toda Europa. Un poco después pasaron por los pequeños pueblos de Kamionki y Doba, junto al lago Kisajno. Pia marcó el número de Bodenstein.

—Llegamos dentro de nada —informó—. ¿Qué tal van los ánimos?

—Hasta ahora, bien —repuso él—. Todavía no he visto a la subinspectora Engel. Sin embargo, de momento Auguste Nowak sigue sin aparecer, y los demás… aún… esaparecid… esta mañan… habl… con Améry… dicho nada… que…

—¡Te oigo muy mal! —exclamó Pia, y entonces la conexión se perdió del todo. En las llanuras de la antigua Prusia Oriental no había muchos repetidores y la cobertura telefónica se interrumpía constantemente, tal como le había advertido su amiga—. ¡Mierda!

Miriam frenó en un cruce y torció hacia la derecha por un camino asfaltado que cruzaba un bosque. El siguiente tramo de varios cientos de metros estaba cubierto de follaje, y el coche iba saltando de bache en bache. Pia se dio un buen golpe contra la ventanilla.

—Atención —avisó Miriam—. ¡Ahora os vais a quedar sin aliento!

Pia se inclinó hacia delante y miró por entre los respaldos de los asientos justo cuando dejaban atrás el bosque. A su derecha tenían el lago Doben, oscuro y reluciente; a la izquierda se extendían amplias colinas salpicadas por arboledas y bosquecillos aquí y allá.

—Esas ruinas de la izquierda son lo que en su día constituyó el pueblo de Lauenburg —explicó Miriam—. Casi todos sus habitantes trabajaban en la heredad. Tenían una escuela, una tienda, una iglesia y, evidentemente, la taberna del pueblo.

De Lauenburg ya casi no quedaba más que la iglesia. Un nido de cigüeñas dominaba desde lo alto de un campanario de ladrillos rojos medio derruido.

—Han utilizado la aldea como si fuera una cantera —informó Miriam—. También la mayoría de los edificios de servicio de la heredad y el muro exterior han desaparecido así. Del castillo mismo, por el contrario, todavía queda bastante en pie.

A lo lejos se distinguía aún la simetría de la finca: el castillo en el centro, junto a la orilla del lago, con sus otros tres costados flanqueados por edificios que ya habían quedado desmantelados y cuyos cimientos se adivinaban entre el verde exuberante. En tiempos, una cuidada avenida debía de conducir hasta la puerta principal del castillo, pero con los años habían crecido árboles sin ningún orden en lugares en los que sin duda antes no lo hubieran permitido.

Miriam cruzó el arco de entrada, que, al contrario que el resto del muro, sí se había conservado, y detuvo el coche frente a las ruinas del castillo. Pia miró a su alrededor. Los pájaros gorjeaban desde las ramas de los imponentes árboles. Vistos de cerca, los vestigios de la antigua heredad resultaban deprimentes; el verde intenso se convertía en maleza y broza, las ortigas alcanzaban un metro de altura, la hiedra cubría casi todas las superficies disponibles. ¿Qué impresión debió de sentir Auguste Nowak cuando, tras sesenta años de expulsión y olvido, regresó allí y encontró en ese estado el escenario de los momentos más felices y más horribles de su vida? Quizá en ese mismo sitio había decidido vengarse de todo lo que le habían hecho.

—Si estos muros hablaran… —susurró Pia, y dio unos pasos por la amplia explanada que, después de décadas de abandono, la naturaleza casi había reconquistado por completo.

Detrás de las ruinas del castillo, ennegrecidas por el fuego, relucía el lago plateado. En lo alto, en ese cielo de un azul tan profundo, volaban las cigüeñas, y sobre los peldaños derruidos del castillo se desperezaba al sol un gato orondo que quizá se sintiera legítimo sucesor de los Zeydlitz-Lauenburg. Pia imaginó la heredad tal como debió de ser en su época. El castillo en el centro, la casa del administrador, la fragua, las caballerizas. De pronto pudo comprender por qué las personas que fueron expulsadas de esa tierra maravillosa seguían todavía sin querer aceptar la pérdida definitiva de su hogar.

—¡Pia! —gritó Henning con impaciencia—. ¿Puedes venir de una vez?

—Sí, sí, ya voy.

Al volverse hacia ellos, percibió de reojo un destello. La luz del sol sobre el metal. Rodeó con curiosidad una montaña de escombros cubierta de ortigas y se sobresaltó tanto que se quedó de piedra. Ante ella tenía la oscura limusina Maybach de Vera Kaltensee, cubierta de polvo tras haber realizado un largo viaje y con el parabrisas lleno de insectos aplastados. Pia puso una mano sobre el capó. Todavía estaba caliente.

Katharina Ehrmann fue la única amiga que tuvo nunca Jutta Kaltensee. Todas las vacaciones trabajaba en el despacho de Eugen Kaltensee, a quien le gustaba la chica. —Ostermann tenía pinta de no haber dormido mucho, lo cual no era de extrañar, ya que se había leído todo el manuscrito durante la noche anterior—. El día en que murió el padre de Jutta, ella estaba en El Molino y fue casualmente testigo del crimen.

—¿De modo que sí fue un asesinato? —quiso cerciorarse Bodenstein.

Ostermann lo había encontrado sentado a su escritorio, buscando en el expediente la transcripción que había hecho Kathrin Fachinger de su conversación con el vecino de Anita Frings en Vistas del Taunus.

Se sentía enormemente aliviado porque Cosima, la noche anterior, no le había montado ninguna escena, sino que había creído en su inocencia y su versión de que le habían tendido una trampa. El día que había ido a comer con Jutta Kaltensee ya había notado que la supuesta campaña de imagen no había sido más que un débil pretexto. Así que Bodenstein se veía más que capaz de superar todo lo demás, incluidos los esfuerzos de Nicola por deshacerse de él. Permitir que Pia Kirchhoff viajara a Polonia a pesar de su negativa expresa, siendo realista, había sido un suicidio profesional en su actual situación. Pero en el sótano de ese castillo de Masuria se escondía la clave de unos acontecimientos que les habían hecho llegar cinco cadáveres en los últimos diez días. Bodenstein esperaba con toda su alma que la aventura de Pia terminase con éxito; si no, ya podía dimitir.

—Sí, sin duda fue un asesinato —repuso Ostermann entonces—. Espera, te leeré el fragmento del manuscrito: «Vera lo empujó por la empinada escalera del sótano y corrió tras él como si quisiera ayudarlo. Se arrodilló a su lado, le puso el oído junto a los labios y, al comprobar que todavía respiraba, lo ahogó con su propio jersey. Después volvió a subir como si no hubiera ocurrido nada y se sentó a su escritorio. No encontraron el cadáver hasta dos horas después. Enseguida señalaron a un sospechoso: Elard, tras una acalorada discusión con su padrastro, había salido de El Molino a toda prisa por la tarde para tomar el tren a París de esa misma noche».

Bodenstein, pensativo, asintió con la cabeza. Thomas Ritter debía de ser muy ingenuo, o estar realmente cegado por la sed de venganza, para escribir un libro así. Muy inteligente por parte de Katharina Ehrmann publicar de esa forma lo que sabía. Él desconocía el motivo del odio de Katharina hacia los Kaltensee, pero era evidente que, motivos, tenía. Una cosa estaba clara: si ese libro veía la luz alguna vez, el escándalo lanzaría al abismo a varios miembros de la familia Kaltensee.

Sonó el teléfono. En contra de lo que había esperado, no era Pia, sino Behnke. La descripción del hombre que había acompañado a Ritter el día anterior al salir de la redacción podía corresponderse con uno de los trabajadores de K-Secure, pero Améry y sus cinco empleados estaban tan callados como si fueran de la Mafia siciliana.

—Quiero hablar con Sigbert Kaltensee —dijo Bodenstein, aun a riesgo de ganarse otra acusación de abuso policial—. Traédmelo aquí. Y también a la recepcionista de Weekend. Prepararemos un careo con los guardas de K-Secure. A lo mejor reconoce al mensajero del paquete.

¿Dónde estaba Vera Kaltensee? ¿Dónde estaba Elard? ¿Seguían con vida? ¿Por qué había encerrado Elard Kaltensee a Nowak en el sótano de la universidad? La noche anterior lo habían operado y seguía en la unidad de cuidados intensivos del hospital Bethanien de Frankfurt. Todavía estaba por ver si sobreviviría. Bodenstein cerró los ojos y apoyó la cabeza en una mano. Elard era quien tenía la caja y los diarios. A petición de Katharina Ehrmann, le había entregado los diarios a Ritter, y los Kaltensee debieron de enterarse de algún modo. Seguía hojeando la transcripción, desconcentrado, y de repente se detuvo.

«Gatito, ese venía cada cierto tiempo» —leyó—. «La sacaba en la silla de ruedas a dar una vuelta por los alrededores.»… «¿Gatito?»… «Así llamaba ella al joven.»… «¿Podría describírmelo?»… «Ojos castaños. Delgado. De estatura media, una cara muy corriente. El espía ideal, ¿verdad? O un banquero suizo».

Algo parecía removerse en el recuerdo de Bodenstein. Espía, espía… ¡Entonces cayó en la cuenta! «¡Es terrible, ese Moormann!», había dicho Jutta Kaltensee, que se había quedado pálida cuando el chofer de su madre había aparecido de repente tras ella. «¡Se cuela por todas partes sin hacer ningún ruido y luego me da unos sustos de muerte, el viejo espía!».

Eso había sido en El Molino, el día en que la había conocido. Bodenstein pensó también en la camisa de Watkowiak. Moormann habría podido hacerse con una camisa de Elard Kaltensee sin mayor problema, ¡para dejar con ella una pista falsa!

—Dios bendito —murmuró.

¿Cómo no se le había ocurrido pensarlo antes? Moormann, el criado cuya constante y discreta presencia en la casa era asumida por todos, seguramente sabía mejor que nadie todo lo que sucedía en la familia. ¿Se habría enterado él de la entrega de esos diarios a Ritter, habría escuchado tal vez una conversación telefónica de Elard? Sin duda era un hombre muy leal a su jefa; mentía por ella, como mínimo. ¿Habría asesinado también por ella? El inspector jefe cerró la carpeta y sacó su arma reglamentaria del cajón del escritorio. Tenía que ir enseguida a la finca de los Kaltensee. Justo cuando estaba a punto de salir de su despacho, en el marco de la puerta apareció el comisario Nierhoff con cara de pocos amigos y una Nicola Engel bastante satisfecha. Bodenstein se puso la americana.

—Subcomisaria Engel —dijo, antes de que ninguno de los dos pudiera abrir la boca—, necesito urgentemente su ayuda.

—¿Dónde está Kirchhoff? —preguntó Nierhoff con brusquedad.

—En Polonia. —Bodenstein miró a Nicola Engel—. Ya sé que he desobedecido una orden, pero tenía mis motivos.

—¿Para qué necesita ayuda? —La subcomisaria no hizo caso de su justificación y le sostuvo la mirada con una expresión impenetrable en los ojos.

—Acabo de ver claro que todo este tiempo hemos pasado a alguien por alto —dijo Bodenstein—. Creo que Moormann, el chofer de Vera Kaltensee, es el asesino de Monika Kramer y de Robert Watkowiak. —A toda prisa comunicó los motivos de su sospecha—. Tenemos una correspondencia completa de ADN que hasta ahora no habíamos podido identificar. Necesito el ADN de Moormann y quiero que me acompañe usted a El Molino. Además, tenemos que organizar un careo entre la secretaria de Ritter y los guardas de K-Secure. Solo puedo retenerlos hasta hoy por la noche.

—Sí, pero las cosas no son así… —protestó Nierhoff.

Nicola Engel, sin embargo, asentía con la cabeza.

—Lo acompañaré —dijo, decidida—. Vayámonos ya.

Pia rodeó despacio el coche oscuro que había quedado aparcado de cualquier forma entre cardos y montones de escombros. El seguro de las puertas no estaba echado. Quien fuera que hubiese llegado allí en él, había bajado con prisas. La inspectora se alejó sin hacer ruido y fue a avisar a Henning y Miriam de su descubrimiento. Ninguno de sus móviles tenía cobertura, igual que antes, pero de todas formas Bodenstein tampoco podría haberlos ayudado en nada.

—Quizá lo mejor sería avisar a la Policía polaca —reflexionó Pia.

—Y un cuerno. —Henning dijo que no con la cabeza—. ¿Qué vas a decirles? ¿Que ahí detrás hay un coche y que, por favor, se acerquen un momento a ver? Se van a reír de ti.

—¿Quién sabe lo que estará pasando ahí abajo, en el sótano? —apuntó Pia.

—Eso ahora lo veremos —repuso Henning, y encabezó la marcha con decisión.

Pia tenía un mal presentimiento, pero era una locura detenerse cuando estaban tan cerca de su objetivo. ¿Quién podía haber viajado en la limusina desde Alemania hasta allí, y por qué? Tras unas breves dudas, siguió a Miriam y a su exmarido.

El castillo, que en tiempos había sido majestuoso, estaba casi completamente derruido. Los muros exteriores seguían en pie, pero la planta baja estaba sepultada, de modo que no había forma de bajar al sótano.

—¡Aquí! —exclamó Miriam a media voz—. ¡Por aquí ha pasado alguien hace poco!

Los tres siguieron un estrecho sendero que atravesaba las ortigas y la maleza en dirección al lago. Las hierbas pisoteadas hacían pensar que el camino había sido usado no hacía mucho. Se abrieron paso entre las cañas, altas como un hombre, que el viento hacía susurrar. Sus pies chapoteaban en el agua del lago. Henning maldijo del susto cuando, justo a su lado, dos patos salvajes levantaron el vuelo de pronto con fuertes graznidos. Pia tenía los nervios a punto de estallar. Había empezado a hacer calor, el sudor le entraba en los ojos. ¿Qué los esperaba en el sótano del castillo? ¿Cómo debían actuar si, efectivamente, se encontraban con Vera o Elard Kaltensee? Le había prometido a Bodenstein que no se pondría en peligro, así que ¿no sería más inteligente avisar a la Policía polaca?

—Sí, es por aquí —dijo Miriam—. Hay unos escalones.

Los peldaños quebradizos parecían conducir a la nada, porque la parte trasera del castillo estaba reducida a cascotes y cenizas. Las losas de mármol de lo que antes había sido una terraza con una espectacular vista del lago habían desaparecido hacía tiempo. Miriam se detuvo, se enjugó el sudor de la cara con el brazo y señaló un agujero que se abría a sus pies. Pia tragó saliva y se debatió un instante consigo misma antes de ser la primera en bajar. Quiso desenfundar su pistola, pero de pronto recordó que, por orden de Bodenstein, la había dejado en Alemania. Renegó por dentro, pero fue bajando a tientas hacia la oscuridad por la pendiente de escombros.

Los sótanos del castillo de Lauenburg habían sobrevivido asombrosamente bien al fuego, la guerra y la erosión del tiempo. La mayor parte de las salas existían aún. Pia intentó orientarse. No tenía la menor idea de en qué punto del extenso sótano se encontraban.

—Déjame que vaya yo delante —dijo Henning, que llevaba una linterna.

Una rata se deslizó por los cascotes y se detuvo un momento en el haz de luz. Pia puso cara de asco. Tras avanzar unos cuantos metros, Henning se detuvo de pronto y apagó la linterna. Pia se tropezó con él y se tambaleó.

—¿Qué pasa? —susurró, nerviosa.

—Hay alguien hablando —contestó él en voz baja.

Se quedaron quietos y aguzaron el oído, pero durante un buen rato no oyeron más que su propia respiración. Pia se estremeció, sobresaltada, al oír de pronto una autoritaria voz femenina casi junto a ella.

—¡Desátame ahora mismo! ¿Cómo se te ocurre tratarme de esta manera?

—Dime lo que quiero oír y te soltaré —replicó un hombre.

—No pienso decir nada de nada. ¡Y deja de apuntarme con esa cosa de una vez!

—¡Explícame lo que sucedió aquí el 16 de enero de 1945! Dime lo que hicisteis, tus amigos y tú, y después te soltaré.

Pia adelantó a Henning con el corazón palpitante y se asomó a espiar por una esquina conteniendo la respiración. Un foco portátil lanzaba un deslumbrante haz de luz hacia el techo e iluminaba la minúscula sala del sótano. Elard Kaltensee estaba detrás de la mujer a la que durante toda su vida había creído su madre, y la encañonaba con una pistola. Vera estaba arrodillada en el suelo, con las manos atadas a la espalda. Nada en ella recordaba a la distinguida dama de alta sociedad. El pelo blanco le caía despeinado y de cualquier manera, no iba maquillada y tenía la ropa arrugada y cubierta de polvo. Pia vio la tensión en el rostro de Elard Kaltensee. No hacía más que parpadear, se humedecía los labios con la lengua, nervioso. Una sola palabra equivocada o un solo movimiento en falso podrían hacerle disparar.

Cuando Bodenstein y Engel regresaron de El Molino sin haber logrado nada, porque por lo visto todo el mundo había huido de allí, Sigbert Kaltensee los estaba esperando ya en comisaría.

—¿Y qué es lo que quieres de él? —preguntó Nicola Engel mientras subían la escalera hacia el despacho.

—Saber dónde están Moormann y Ritter —repuso Bodenstein con furiosa determinación.

Llevaba demasiado tiempo concentrándose solo en lo más evidente y, al hacerlo, había descuidado las conclusiones lógicas. Sigbert, que había estado toda la vida a la sombra de Elard, se había visto utilizado por su madre, igual que todas las personas de su entorno.

—¿Cómo va a saberlo él?

—Es el brazo ejecutor de su madre, que es la que ha ordenado todo esto.

Nicola Engel se quedó quieta y lo detuvo.

—¿Cómo llegaste a la conclusión de que Jutta Kaltensee te había tendido una trampa? —preguntó, seria.

Bodenstein la miró y vio en sus ojos un interés sincero.

—Jutta Kaltensee es una mujer muy ambiciosa —dijo—. Se dio cuenta de que los asesinatos en el entorno de su familia podían ser muy perjudiciales para su carrera. Una biografía sensacionalista, que generaría titulares negativos, era lo último que necesitaba. Todavía no sé quién de todos ellos fue el que ordenó el asesinato de Robert Watkowiak y su novia, pero los dos tenían que morir para conducirnos en una dirección equivocada. Las pistas que implicaban a Elard Kaltensee también se colocaron para desacreditarlo. Cuando, aun así, seguimos indagando, Jutta se decidió a dar un paso desesperado y comprometerme a mí. El jefe de las investigaciones fuerza a un miembro de la familia Kaltensee a mantener relaciones sexuales… ¿Qué puede haber mejor que eso?

Nicola Engel se lo quedó mirando, pensativa.

—Quedó conmigo para, supuestamente, contarme algo —siguió explicando Bodenstein—. Aunque solo bebí una copa de vino, apenas me acuerdo de lo que sucedió esa noche. Estaba como ido. Por eso ayer pedí que me hicieran un análisis de sangre. El doctor Kirchhoff comprobó que me habían hecho beber éxtasis líquido. ¿Lo entiendes? ¡Lo había planeado todo!

—¿Para eliminarte? —aventuró Nicola Engel.

—No consigo explicarlo de otro modo. —Bodenstein asintió con la cabeza—. Quiere llegar a la presidencia del land, pero no es muy probable que lo consiga con una madre asesina y unos restos humanos en los terrenos de la propiedad familiar. Jutta se distanciará de su familia para sobrevivir. Lo que hizo conmigo lo guardará para presionarme en caso de emergencia.

—Pero no tiene pruebas, ¿verdad?

—Seguro que las tiene —repuso Bodenstein con acritud—. Es lo bastante lista como para hacer aparecer algo que contenga mi ADN.

—Podrías tener razón —concedió Nicola Engel tras pensarlo un poco.

—Es que tengo razón. —Bodenstein siguió caminando—. Ya lo verás.

Durante un rato reinó un silencio absoluto en el sótano. Pia respiró hondo y dio un paso al frente.

—Tranquila. Puede explicarlo todo, Edda Schwinderke —dijo alzando la voz, y entró en el círculo de luz con las manos levantadas—. Ya sabemos lo que sucedió aquí.

Elard Kaltensee dio media vuelta y se la quedó mirando como si fuera un fantasma. También Vera, o, mejor dicho, Edda, se había estremecido con un sobresalto, pero enseguida se recuperó de la sorpresa.

—¡Señora Kirchhoff! —exclamó con la voz dulcísima que Pia le había oído en otras ocasiones—. ¡La envía el cielo! ¡Ayúdeme, por favor!

En lugar de hacerle caso, Pia se acercó a Elard Kaltensee.

—No se destroce la vida, deme el arma. —Extendió una mano hacia él—. Usted ya conoce la verdad, sabe lo que hizo.

Elard Kaltensee volvió a dirigir la mirada hacia la mujer que estaba arrodillada frente a él.

—Eso me da igual. —Sacudió la cabeza con insistencia—. No he conducido miles de kilómetros para rendirme ahora. Quiero una confesión de esta vieja bruja asesina. ¡Ahora!

—He traído conmigo a un especialista que buscará los restos de las personas que fueron ejecutadas aquí —dijo Pia—. Aunque hayan pasado sesenta años, todavía pueden sacarse muestras de ADN para identificarlas. Podemos llevar a Vera Kaltensee ante los tribunales alemanes por asesinato múltiple. La verdad saldrá a la luz.

Kaltensee no apartaba la mirada de Vera.

—Márchese, señora Kirchhoff. Esto no es asunto suyo.

De repente, de entre las sombras del muro salió una figura pequeña y robusta. Pia se sobresaltó, no se había dado cuenta de que allí hubiera alguien más y, sin salir de su asombro, reconoció a Auguste Nowak.

—¡Señora Nowak! ¿Qué hace usted aquí?

—Elard tiene razón —dijo ella, en lugar de contestar—. No es asunto suyo. Esta mujer le causó a mi pequeño unas heridas tan profundas que no han podido curarse ni en sesenta años. Le robó la vida. Tiene todo el derecho a saber por ella lo que sucedió aquí.

—Hemos escuchado la historia que le relató usted a Thomas Ritter —dijo Pia con voz ahogada—. Y la creemos. Sin embargo, ahora tengo que detenerla. Ha matado a tres personas y, sin pruebas que demuestren su motivación, es probable que tenga que morir en la cárcel. Aunque a usted le dé lo mismo, ¡impídale por lo menos a su hijo que haga la tontería de cometer otro asesinato! ¡Esa persona no lo vale!

Auguste Nowak miró pensativa el arma que estaba en manos de Elard.

—Por cierto, hemos encontrado a su nieto —siguió diciendo Pia—. Por poco no llegamos a tiempo. Un par de horas más y habría muerto de hemorragia interna.

Elard Kaltensee levantó la cabeza y la miró con los ojos encendidos.

—¿Cómo que de hemorragia interna? —preguntó con voz ronca.

—En el ataque sufrió heridas internas —respondió Pia—. Al arrastrarlo usted a ese sótano, hizo que su vida corriera peligro. ¿Por qué lo llevó allí? ¿Pretendía dejarlo morir?

Elard Kaltensee bajó de inmediato la pistola, su mirada vagó hasta Auguste Nowak, luego hacia Pia. Sacudió la cabeza con fuerza.

—¡Dios mío, no! —exclamó, muy afectado—. Quería poner a Marcus a salvo hasta que yo regresara. ¡Jamás haría nada que pudiera perjudicarlo!

Su consternación extrañó a Pia, pero entonces recordó el encuentro con Kaltensee en el hospital y creyó comprender.

—Nowak y usted no se conocen solo por encima —dijo.

Elard Kaltensee sacudió la cabeza.

—No —confesó—. Somos muy buenos amigos. En realidad… incluso mucho más que eso…

—Es cierto —Pia asintió con la cabeza—, están emparentados. Marcus Nowak es su sobrino, si no me equivoco.

Elard Kaltensee puso la pistola en la mano de la inspectora y se pasó los dedos por el pelo. Aun bajo la luz del foco se vio que había palidecido por completo.

—Tengo que volver enseguida con él —murmuró—. Yo no quería eso, de verdad que no. Solo pretendía que nadie le hiciera nada hasta que yo hubiera regresado. Yo… ¡Cómo iba a sospechar yo que…! ¡Dios mío! ¿Se recuperará? —Levantó la mirada.

De pronto parecía que su venganza ya no le importaba en absoluto, en sus ojos solo había auténtico miedo. Y entonces Pia comprendió qué clase de relación era la que existía entre Elard Kaltensee y Marcus Nowak. Recordó las fotografías de las paredes del apartamento de la Galería de Arte. La espalda de un hombre desnudo, el primer plano de unos ojos oscuros. Los pantalones vaqueros en el suelo del baño. Marcus Nowak sí estaba engañando a su esposa, pero no con otra mujer, sino con Elard Kaltensee.

Sigbert Kaltensee se había dejado caer sobre la silla de la sala de interrogatorios y tenía la mirada perdida. Bodenstein pensó que parecía haber envejecido varios años desde el día anterior. Toda su lozanía y su jovialidad se habían esfumado, su rostro estaba gris y enflaquecido.

—¿Ha sabido algo de su madre en estas horas? —preguntó Bodenstein para iniciar la conversación.

Kaltensee negó con la cabeza.

—Nosotros nos hemos enterado de cosas muy interesantes. Por ejemplo, de que su hermano Elard no es hermano suyo, en realidad.

—¿Cómo dice? —Sigbert Kaltensee levantó la cabeza y clavó los ojos en Bodenstein.

—Hemos descubierto a la asesina de Goldberg, Schneider y la señora Frings. Ha confesado —siguió explicando el inspector jefe—. Los tres se llamaban en realidad Oskar Schwinderke, Hans Kallweit y Maria Willumat. Schwinderke era el hermano de su madre, cuyo verdadero nombre es Edda Schwinderke, y que en realidad es la hija del antiguo tesorero de la heredad de Lauenburg.

Kaltensee sacudía la cabeza sin poder creerlo; en su rostro se dibujaba la perplejidad mientras Bodenstein iba informándole en detalle de la confesión de Auguste Nowak.

—No —murmuró—. No, eso no puede ser.

—Me temo que así es. Su madre les ha mentido toda la vida. El legítimo propietario de El Molino es Elard, barón de Zeydlitz-Lauenburg, cuyo padre murió de un tiro a manos de la madre de usted el 16 de enero de 1945. Ese día era lo que se escondía tras el misterioso número que encontramos en todos los escenarios de los crímenes.

Sigbert Kaltensee enterró la cara en sus manos.

—¿Sabía usted que Moormann, el chofer de su madre, había sido agente de la Stasi?

—Sí —respondió el hijo, con la voz ahogada—. Lo sabía.

—Suponemos que fue él quien mató a su hijo, Robert, y a la novia de este, Monika Kramer.

Sigbert alzó la mirada.

—¡Qué idiota soy! —exclamó de repente con amargura.

—¿Por qué dice eso? —preguntó el inspector jefe.

—No tenía ni idea. —La expresión de su cara era la de un hombre perdido que ve cómo todo su mundo se cae en pedazos—. No tenía la menor idea de lo que ha sucedido todo este tiempo. Dios mío. ¡Qué he hecho!

Bodenstein tensó involuntariamente todos sus músculos, igual que un cazador que, sin haberlo esperado, ve de pronto la presa ante sí. A punto estuvo de contener también el aliento, pero Kaltensee lo decepcionó.

—Quiero hablar con mi abogado —dijo, cuadrándose.

—¿Dónde está Moormann?

Ninguna respuesta.

—¿Qué ha sucedido con su yerno? Sabemos que a Thomas Ritter lo secuestraron los guardas de su empresa de seguridad. ¿Dónde está?

—Quiero hablar con mi abogado —repitió Kaltensee, algo más furioso. Los ojos parecían querer salírsele de las órbitas—. Ahora.

—Señor Kaltensee. —Bodenstein siguió como si no hubiera oído nada—. Usted ordenó a los hombres de K-Secure que atacaran a Marcus Nowak para recuperar los diarios. Y también mandó secuestrar a Ritter, para que no pudiera escribir la biografía. Como siempre, le ha hecho el trabajo sucio a su madre, ¿no es cierto?

—Mi abogado —masculló Kaltensee—. Quiero hablar con mi abogado.

—¿Sigue Ritter con vida? —insistió Bodenstein—. ¿O le da lo mismo que su hija enferme de preocupación por él? —El inspector jefe lo vio estremecerse—. La instigación al asesinato es un crimen penado. Por ello irá a la cárcel. Su hija y su mujer jamás se lo perdonarán. Lo perderá usted todo, ¡todo, señor Kaltensee!, ¡si no me contesta ya!

—Quiero hablar con… —empezó a decir Kaltensee de nuevo.

—¿Le pidió su madre que se encargara de todo eso? —Bodenstein no aflojaba—. ¿Lo hace por congraciarse con ella? En tal caso, será mejor que nos lo diga ya. Su madre acabará en la cárcel pase lo que pase, tenemos pruebas de su crimen y también una testigo presencial que ha destapado como asesinato aquel supuesto accidente mortal de su padre. ¿Es que no es consciente de lo que se juega aquí? ¡Si nos dice ahora mismo dónde está Thomas Ritter, tendrá una oportunidad de salir más o menos bien parado de esta!

A Sigbert Kaltensee le costaba trabajo respirar, tenía cara de profunda angustia.

—¿De verdad está dispuesto a ir a la cárcel por una madre que no ha hecho más que mentirle y utilizarlo toda su vida?

El inspector jefe esperó un minuto más para dejar que sus palabras surtieran efecto, después se levantó.

—Usted se queda aquí —le dijo a Sigbert Kaltensee—. Sopéselo todo con tranquilidad, enseguida vuelvo.

Mientras Henning y Miriam se disponían a examinar el suelo de la sala centímetro a centímetro en busca de restos humanos, Pia salió del sótano con Elard, Vera y Auguste Nowak.

—Espero que no haya dicho lo de antes solo para presionarme —dijo Elard Kaltensee cuando estuvieron a la luz del día y cruzaron la antigua terraza.

Auguste Nowak no parecía especialmente fatigada, pero Vera Kaltensee necesitaba descansar un momento. Todavía maniatada, se sentó sobre un montón de piedras, exhausta.

—No, es cierto. —Pia había requisado la pistola de Elard Kaltensee y se la había guardado en la cinturilla del pantalón—. Sabemos lo que sucedió aquí en aquel entonces. Y, si encontramos restos óseos y podemos extraer ADN, también tendremos una prueba.

—Me refería a Marcus —repuso Elard, preocupado—. ¿De verdad está tan mal?

—Anoche, su estado era crítico —respondió Pia—, pero en el hospital se ocuparán de él.

—Todo ha sido culpa mía. —Elard se tapó la boca y la nariz con ambas manos y sacudió un par de veces la cabeza—. ¡Si no hubiese tocado esa caja! ¡Nada de esto habría sucedido!

En eso llevaba toda la razón. Varias personas seguirían aún vivas, y todos los secretos familiares de los Kaltensee continuarían ocultos. Pia miró entonces a Vera, que mantenía un rostro inexpresivo. ¿Cómo podía una persona vivir con algo así sobre su conciencia? ¿Ser tan fría e indiferente?

—¿Por qué no mató también al niño aquel día? —le preguntó.

La anciana alzó la cabeza y se la quedó mirando. En sus ojos refulgía aún, sesenta años después, un odio puro.

—Era mi triunfo sobre esa mujer —siseó, y dio una cabezada en dirección a Auguste—. ¡De no ser por ella, él se habría casado conmigo!

—Jamás —espetó Auguste Nowak—. Elard no te soportaba. Era demasiado educado para hacértelo ver.

—¡Educado! —exclamó Vera Kaltensee—. ¡Qué ridículo! De todas formas, yo no lo habría querido. ¿Cómo pudo dejar embarazada a la hija de un bolchevique judío? Al final, solo se habría ganado la muerte. La ofensa a la raza se castigaba con la pena capital.

Elard Kaltensee miró sin dar crédito a la mujer a quien había llamado «madre» toda la vida. Auguste Nowak, por el contrario, permanecía asombrosamente serena.

—Imagínate cómo se habría divertido Elard, Edda —repuso con voz burlona—, de haber sabido que tu hermano, nada menos, el jefe de unidad de asalto, tendría que hacerse pasar por judío durante sesenta años para salvar el pellejo. ¡El nazi más convencido de todos se casó con una matrona judía y tuvo que aprender a hablar yiddish!

Los ojos de Vera Kaltensee lanzaban destellos de ira.

—Qué lástima que no pudieras oír sus lamentables súplicas para que le perdonara la vida —siguió explicando Auguste Nowak—. Murió igual que vivió. ¡Como un gusano cobarde y despreciable! Mi familia, por el contrario, encaró la muerte con la frente alta, sin lamentarse. No eran unos pusilánimes que se ocultaban tras un nombre falso.

—¿Tu familia? ¡No me hagas reír! —soltó Vera Kaltensee con desdén.

—Sí, mi familia. El pastor Kunisch nos casó a Elard y a mí en la biblioteca del castillo la Navidad de 1944. Oskar no pudo impedir eso.

—¡No es verdad! —Vera tiró de sus ataduras.

—Claro que sí. —Auguste Nowak asintió y tomó a Elard de la mano—. Mi Heinrich, al que tú hiciste pasar por hijo tuyo, es el barón de Zeydlitz-Lauenburg.

—O sea que El Molino le pertenece —afirmó Pia—. Y tampoco tiene usted derecho a las participaciones de KMF, Edda. No ha hecho más que robar durante toda su vida. Al que se interponía, había que eliminarlo. A su marido, Eugen, lo empujó usted misma por la escalera del sótano, ¿verdad? Y la madre de Robert Watkowiak, la pobre criada, también tuvo que morir. Por cierto, hemos encontrado sus restos mortales en los terrenos de El Molino.

—¿Qué otro remedio había? —En su arrebato de ira, Vera Kaltensee no se dio cuenta de que con esas palabras estaba ofreciendo una confesión—. ¡Sigbert quería incluso casarse con esa chica tan ordinaria!

—Tal vez habría sido más feliz con ella de lo que lo es ahora. Pero usted lo impidió y pensó que saldría impune de todos esos asesinatos —dijo Pia—. Con lo que no había contado era con que Vicky Endrikat sobreviviera a la matanza. ¿Sintió miedo cuando supo lo del número que apareció junto al cadáver de su hermano, de Hans Kallweit y de Maria Willumat?

Todo el cuerpo de Vera temblaba de furia. Nada en ella recordaba ya a la dama distinguida y amable por la que Pia había llegado a sentir incluso compasión.

—Dígame, ¿de quién fue la idea de ejecutar en aquel entonces a los Endrikat y los Zeydlitz-Lauenburg?

—Mía. —Vera Kaltensee sonrió con evidente satisfacción.

—Vio usted su gran oportunidad, ¿no es así? —siguió diciendo la inspectora—. Su ascenso a la nobleza. Pero el precio era una vida con un miedo constante a ser descubierta. Durante sesenta años todo fue bien, pero después el pasado llamó a su puerta. Y tuvo usted miedo. No temía por su vida, sino por su reputación, eso que siempre había sido para usted más importante que cualquier otra cosa. Por eso ordenó que mataran a su nieto Robert y a la novia de este, y por eso dejó una pista que señalaba hacia Elard. Usted y su hija Jutta, para quien su fama también lo es todo. Pero ahora ya se ha terminado. La biografía se publicará y su primer capítulo conmocionará al mundo entero. El marido de su nieta Marleen, al final, no se ha dejado amilanar.

—Marleen está divorciada —replicó Vera Kaltensee con desdén.

—Es posible, pero se casó con Thomas Ritter hace quince días. En secreto. Y espera un hijo suyo. —Pia disfrutó al ver la rabia impotente en los ojos de la anciana—. Vaya, ya son dos los hombres que la han abandonado por otra. Primero Elard von Zeydlitz-Lauenburg, que prefirió casarse con Vicky Endrikat, y ahora también Thomas Ritter…

Antes de que Vera pudiera contestar, Miriam subió del sótano.

—¡Hemos encontrado algo! —exclamó sin aliento—. ¡Un montón de huesos!

Pia cruzó una mirada con Elard Kaltensee y sonrió. Después se volvió hacia Vera.

—Queda usted detenida cautelarmente —anunció— como sospechosa de instigación al asesinato de siete personas.

La recepcionista Sina había identificado sin ninguna duda a Henri Améry como el hombre que se había presentado en la redacción el miércoles por la tarde, así que Nicola Engel puso al jefe de seguridad frente a una difícil decisión: o confesarlo todo, o enfrentarse a una acusación por retención ilegal y obstrucción a la labor policial, además de ser sospechoso de asesinato. El director de K-Secure no tenía un pelo de tonto y se decidió por la primera opción en menos de diez segundos. Améry había visitado a Marcus Nowak con Moormann y otro compañero, y también vigilaba a Ritter desde hacía días por orden de Sigbert Kaltensee. Así había descubierto que Ritter se había casado con Marleen, pero Jutta había insistido en que era mejor ocultarle ese hecho a su hermano. La orden de «ir a recoger a Ritter para tener una charla con él», según lo expresó Améry, había salido finalmente de Sigbert.

—¿Cuáles eran sus instrucciones exactas? —quiso saber Bodenstein.

—Tenía que llevar a Ritter a un lugar determinado sin causar mucho revuelo.

—¿Adónde?

—A la Galería de Arte de Frankfurt. En la plaza del ayuntamiento. Y es lo que hicimos.

—¿Y después?

—Lo metimos en una de las salas del sótano y lo dejamos allí. Lo que haya pasado con él a partir de entonces no es cosa mía.

La Galería de Arte. Una idea inteligente, ya que, con un cadáver en el sótano de la galería, sería Elard Kaltensee el primero sobre el que recaerían las sospechas.

—¿Qué quería Sigbert Kaltensee de Ritter?

—Ni idea. Yo no pregunto cuando me dan una orden.

—¿Y de Marcus Nowak? ¿Lo torturaron para que les contara algo? ¿El qué?

—Moormann hizo las preguntas. Era algo sobre una caja.

—¿Y qué tiene que ver Moormann con K-Secure?

—Nada, en realidad, pero sabe cómo hacer hablar a la gente.

—De su época en la Stasi. —Bodenstein asintió con la cabeza—. Pero Nowak no habló, ¿verdad?

—No —corroboró Améry—. No dijo ni una palabra.

—¿Qué sucedió con Robert Watkowiak? —preguntó Bodenstein.

—Siguiendo instrucciones de Sigbert Kaltensee, lo llevé a El Molino. Eso fue el miércoles de la semana pasada. Mi gente lo había estado buscando por todas partes y, de pronto, me tropecé con él en Fischbach.

Bodenstein pensó en el mensaje que había dejado Watkowiak en el contestador automático de su amigo Kurt. «Los gorilas de mi madrastra me estaban esperando…».

—¿También recibía órdenes de Jutta Kaltensee? —intervino entonces Nicola Engel.

Améry vaciló, pero enseguida asintió con la cabeza.

—¿Como cuáles?

El director de seguridad, siempre resuelto y escurridizo, de pronto parecía avergonzado. Se estaba haciendo de rogar.

—¡Estamos esperando! —Nicola Engel, impaciente, tamborileó con los nudillos en la mesa.

—Tenía que hacer unas fotos —confesó Améry, y miró a Bodenstein—. De usted y la señora Kaltensee.

Bodenstein sintió cómo la sangre le afluía a la cabeza y al mismo tiempo lo invadía el alivio. Cruzó una mirada con la subcomisaria, que, sin embargo, mantenía sus impresiones ocultas tras un rostro inexpresivo.

—¿Cuál fue en ese caso la orden exacta?

—Me dijo que esa noche tenía que estar disponible para ir al restaurante Rote Mühle y hacer unas fotos —contestó Améry a regañadientes—. A las diez y media recibí un mensaje de texto diciendo que tardarían veinte minutos en llegar. —Miró un instante a Bodenstein y sonrió, compungido—. Lo siento. No fue nada personal.

—¿Sacó fotografías? —preguntó la subcomisaria.

—Sí.

—¿Dónde están?

—En mi móvil y en el ordenador de mi despacho.

—Las confiscaremos.

—Por mí… —Améry se encogió otra vez de hombros.

—¿Qué autoridad tiene Jutta Kaltensee sobre usted?

—Me paga aparte los encargos especiales. —Henri Améry era un mercenario y no conocía la lealtad, sobre todo porque la familia Kaltensee ya no volvería a pagarle por nada—. Unas veces era su guardaespaldas y, de vez en cuando, su amante.

Nicola Engel asintió, satisfecha. Justo eso era lo que quería oír.

—¿Cómo han conseguido pasar a Vera por el puesto fronterizo? —quiso saber Pia.

—En el maletero. —Elard Kaltensee sonrió con furia—. La limusina tiene matrícula diplomática. Yo ya había pagado para que nos dejaran pasar sin detenernos, y así ha sido.

Pia recordó el comentario de la suegra de Bodenstein acerca de que Elard no era un hombre de acción. ¿Qué lo había llevado a tomar por fin la iniciativa?

—Puede que hubiera seguido anulándome a base de lorazepam para no tener que enfrentarme a la realidad —explicó Kaltensee— si Vera no hubiese hecho eso con Marcus. Cuando me enteré por ustedes de que nunca le pagó el dinero que le debía por su trabajo, y luego, al verlo allí tumbado, tan… tan maltratado y herido… no sé, algo cambió. ¡De repente estaba furioso con ella, por cómo juega con las personas! ¡Con ese desdén y esa indiferencia! Supe que tenía que pararle los pies e impedir por todos los medios que volviera a tapar todo una vez más.

Se detuvo y sacudió la cabeza.

—Me había enterado de que pretendía escabullirse en secreto y sin hacer ruido, primero a Italia y luego a Sudamérica, así que no podía esperar mucho. Frente a la verja había un coche patrulla, de manera que tomé otro camino para entrar en la casa. Durante todo el día no se presentó ninguna oportunidad, pero entonces Jutta salió con Moormann, y poco después también Sigbert, y por fin pude someter a mi ma… a esta… mujer. El resto ha sido un juego de niños.

—¿Cómo es que abandonó su Mercedes en el aeropuerto?

—Para dejar una pista falsa —explicó—. En realidad, no pensaba tanto en la Policía como en la gente de seguridad de mi hermano, que nos iban pisando los talones a Marcus y a mí. Ella, por desgracia, tuvo que esperar en el interior del maletero de la limusina hasta que regresé.

—En el hospital se hizo pasar usted por el padre de Nowak. —Pia se lo quedó mirando. Estaba más relajado que nunca, en paz consigo mismo y con su pasado, al fin. Su pesadilla personal había terminado en cuanto se había librado de la carga de la incertidumbre.

—No —terció Auguste Nowak—. Fui yo. Yo dije que era mi hijo. Y no mentí.

—Es cierto. —Pia asintió y miró a Elard Kaltensee—. Todo este tiempo he creído que usted era el asesino. Usted, junto con Marcus Nowak.

—No la culpo —repuso Elard—. La verdad es que nos comportamos de una forma muy sospechosa, aun sin quererlo. Casi ni me enteré de que se habían producido esos asesinatos, estaba demasiado encerrado en mí mismo. Tanto Marcus como yo estábamos muy confusos. Durante bastante tiempo no quisimos aceptarlo, era… En cierta forma era impensable. No sé, ni él ni yo habíamos hecho nunca algo así con un… hombre. —Soltó un suspiro—. Esas noches para las que no tenemos coartada, Marcus y yo las pasamos juntos en mi apartamento de Frankfurt.

—Es su sobrino. Son ustedes familia —señaló Pia.

—Bueno —una sonrisa asomó al rostro de Elard Kaltensee—, tampoco es que vayamos a tener hijos juntos.

Tampoco Pia pudo evitar sonreír.

—Lástima que no me contara todo esto antes —dijo—. Nos habría ahorrado mucho trabajo. ¿Qué hará ahora, cuando vuelva a casa?

—En fin —el barón de Zeydlitz-Lauenburg tomó aire—, los días de jugar al escondite han pasado a la historia. Marcus y yo hemos decidido contarles la verdad sobre nuestra relación a nuestras respectivas familias. No queremos seguir ocultándonos. Para mí no es tan grave, de todas formas tengo una reputación algo dudosa, pero para él es un paso muy difícil.

Pia estaba convencida de ello. El entorno de Marcus Nowak jamás mostraría ni un ápice de comprensión por ese amor. Seguramente su padre y toda la familia acabarían haciéndose un haraquiri colectivo cuando en Fischbach se supiera que su hijo, esposo o hermano, había abandonado a los suyos por un hombre treinta años mayor que él.

—Quisiera volver a visitar este sitio con Marcus. —Elard Kaltensee dejó pasear la mirada sobre el lago, que relucía bajo el sol—. Tal vez podríamos reconstruir el castillo, cuando las cuestiones sobre la herencia estén aclaradas. Marcus sabrá juzgarlo mejor que yo, pero sería un hotel magnífico, en la orilla misma.

Pia sonrió y miró un momento el reloj. ¡Ya era hora de llamar a Bodenstein!

—Propongo que llevemos a la señora Kaltensee al coche —dijo—. Y luego volveremos todos juntos…

—¡Nadie se va a ninguna parte! —exclamó de pronto una voz tras ella.

Pia se volvió, sobresaltada, y se encontró mirando directamente al cañón de un arma. Tres figuras vestidas de negro, con pasamontañas cubriéndoles la cara y empuñando pistolas, subían la escalera.

—Vaya, por fin, Moormann —oyó que decía Vera Kaltensee—. Sí que te has tomado tu tiempo.

—¿Dónde está Moormann? —preguntó Bodenstein al jefe de KSecure.

—Si ha usado un coche, podré decírselo. —A Henri Améry no le apetecía en absoluto tener antecedentes penales, así que estaba de lo más servicial—. Todos los vehículos de la familia Kaltensee y de K-Secure están equipados con un chip que permite localizarlos con la ayuda de un software.

—¿Cómo funciona eso?

—Si me dan acceso a un ordenador, se lo enseño.

Bodenstein no lo dudó mucho, sacó al hombre de la sala de interrogatorios y se lo llevó al despacho de Ostermann, en el primer piso.

—Cuando quiera. —Señaló el escritorio.

Bodenstein, Ostermann, Behnke y Nicola Engel observaron con interés cómo Améry introducía el nombre de una página web llamada Minor Planet. Esperó a que la página se cargara y luego inició sesión con su nombre de usuario y su contraseña. Apareció un mapa de Europa y, debajo de este, una lista de varios vehículos junto con sus matrículas.

—En su momento instalamos este sistema de vigilancia para que yo pudiera ver siempre dónde se encontraban mis trabajadores —explicó Améry—. Y por si alguna vez nos robaban alguno de los coches.

—¿Qué vehículo podría haber usado Moormann? —preguntó el inspector jefe.

—No lo sé. Probaré con todos, uno a uno.

Nicola Engel le hizo una señal a Bodenstein para que la siguiera un momento al pasillo.

—Voy a pedir una orden de detención contra Sigbert Kaltensee —dijo, bajando la voz—. Con Jutta Kaltensee será más difícil, porque como diputada del land disfruta de inmunidad parlamentaria, pero de todas formas la convocaré y la traeré aquí para tener una conversación con ella.

—De acuerdo. —Bodenstein asintió con la cabeza—. Yo iré con Améry a la Galería de Arte. Puede que encontremos allí a Ritter.

—Sigbert Kaltensee está al corriente de todo —dedujo la subcomisaria—, y tiene mala conciencia por su hija.

—Yo también lo creo.

—Ya lo tengo —informó Améry desde el despacho—. Tiene que haberse llevado el Mercedes Clase M de El Molino, porque está en un lugar en el que no debería estar. En Polonia, en un pueblo llamado… Doba. El vehículo lleva cuarenta y tres minutos detenido.

Bodenstein sintió que se le helaba la sangre. ¡Moormann, el probable asesino de Robert Watkowiak y Monika Kramer, estaba en Polonia! Hacía un par de horas, Pia le había dicho por teléfono que ya casi habían llegado y que el doctor Kirchhoff examinaría el sótano a conciencia, de modo que no podía dar por hecho que hubiesen abandonado ya el castillo. ¿Qué se le había perdido a Moormann en Polonia? Y entonces, de repente, comprendió dónde estaba Elard Kaltensee. Se volvió hacia el jefe de K-Secure.

—Compruebe el Maybach —dijo con voz contenida—. ¿Dónde está?

Améry hizo clic sobre el símbolo de la limusina.

—También allí —dijo poco después—. No, un momento. El Maybach se mueve desde hace un minuto.

La mirada de Bodenstein se cruzó con la de Nicola Engel, que lo entendió enseguida.

—Ostermann, no pierda de vista esos dos vehículos —ordenó la subcomisaria con decisión—. Avisaré a los compañeros de Polonia y luego me desplazaré a Wiesbaden.

Uno de los hombres vestidos de negro que habían aparecido de improviso se fue en coche con Vera Kaltensee. La última orden de la mujer había sido inequívoca: que maniataran a Elard Kaltensee, Auguste Nowak y Pia, los bajaran al sótano y los mataran de un tiro. La inspectora no hacía más que pensar en cómo encontrar la forma de salir de esa y avisar a Henning y a Miriam. De los hombres de negro no podía esperar clemencia alguna, simplemente cumplirían órdenes y luego regresarían a Alemania como si no hubiese pasado nada. Pia sabía que era responsable de lo que les sucediera a Henning y a Miriam, porque a fin de cuentas era ella quien los había metido en esa pesadilla. De repente, la invadió una furia salvaje. ¡No le apetecía dejarse llevar como un cordero al matadero! No podía ser que tuviera que morir sin volver a ver a Christoph. ¡Christoph! ¡Le había prometido ir a buscarlo al aeropuerto esa misma tarde, cuando volviera de Sudáfrica! Pia se detuvo frente al agujero que llevaba al sótano.

—¿Qué tenéis pensado hacer con nosotros? —preguntó para ganar tiempo.

—Ya lo has oído —repuso uno de los encapuchados. Su voz llegó amortiguada por el pasamontañas.

—Pero ¿por qué…? —empezó a protestar ella.

El hombre le dio un fuerte empujón en la espalda, Pia perdió el equilibrio y cayó de cabeza por los cascotes. Como tenía las manos atadas, no pudo frenar la caída. Algo duro se le clavó en el diafragma y le produjo un dolor intenso, tras lo cual rodó para colocarse boca arriba, jadeante, en busca de aire. ¡Esperaba no haberse roto nada! El otro hombre empujaba a Elard Kaltensee y Auguste Nowak delante de él. También a ellos les habían atado las manos a la espalda.

—¡Levanta! —Pia ya tenía al del pasamontañas encima, tirándole de un brazo—. ¡Venga, vamos!

En ese momento cayó en la cuenta de qué era lo que casi le había roto las costillas: ¡la pistola de Elard, metida en la cinturilla de su pantalón! ¡Tenía que avisar a Henning y a Miriam!

—¡Ay! —gritó todo lo fuerte que pudo—. ¡Mi brazo! ¡Creo que me lo he roto!

Uno de los gorilas la insultó, la levantó con la ayuda del otro y entre ambos la arrastraron por el pasadizo. ¡Ojalá Henning y Miriam hubiesen oído su grito y se estuvieran escondiendo! Eran su única esperanza, ya que a Vera Kaltensee no se le había ocurrido avisar a los hombres de negro de su presencia. Mientras recorría el pasillo tropezando, intentó deshacerse de las ataduras de las muñecas, pero no lo consiguió. De pronto ya habían llegado al sótano. El foco seguía encendido, pero a Henning y a Miriam no se los veía por ninguna parte. Pia tenía la boca muy seca, el corazón le martilleaba contra las costillas. El hombre que la había empujado por el agujero se quitó entonces el pasamontañas, y la inspectora se quedó sin habla.

—¡Señora Moormann! —exclamó sin dar crédito—. Pensaba que… Usted… Quiero decir que… Su marido…

—Tendría que haberse quedado en Alemania —dijo el ama de llaves de El Molino, que evidentemente era algo más que una simple ama de llaves, y apuntó su pistola con silenciador a la cabeza de Pia—. Si ahora tiene problemas, la culpa es suya.

—¡Pero no puede pegarnos un tiro aquí y marcharse! Mis compañeros saben dónde estamos y…

—Silencio. —La cara de Anja Moormann no mostraba ninguna expresión, sus ojos parecían frías bolas de cristal—. Todos en fila.

Auguste Nowak y Elard Kaltensee no se movieron.

—La Policía polaca está informada. Si no vuelvo a dar señales de vida, enseguida estarán aquí —dijo Pia en un último intento por salvarse.

Movía las muñecas con desesperación a su espalda. Ya tenía los dedos muy entumecidos, pero aun así creyó sentir que las ataduras se aflojaban. ¡Tenía que ganar tiempo!

—¡A su jefa la detendrán como muy tarde en la frontera! —gritó—. ¿Por qué lo hace? ¡Nada de todo esto tiene sentido!

Anja Moormann no le hizo caso.

—¡Vamos, profesor! —Apuntó a Elard Kaltensee con la pistola—. De rodillas, tenga la bondad.

—¿Cómo puede hacernos esto, Anja? —dijo Elard Kaltensee con una tranquilidad pasmosa—. Estoy muy decepcionado con usted, de verdad.

—¡De rodillas! —ordenó la supuesta ama de llaves.

A Pia le sudaba todo el cuerpo, pero al fin consiguió deshacerse de la cuerda. Cerró los puños con fuerza y volvió a abrirlos para recuperar el tacto en los dedos. Su única oportunidad era el efecto sorpresa.

Elard Kaltensee dio un paso con cara de resignación hacia el agujero que Henning y Miriam habían cavado en el suelo y se arrodilló obedientemente. Antes de que Anja Moormann o su cómplice pudieran reaccionar, Pia se sacó la pistola de la cinturilla del pantalón, retiró el seguro y apretó el gatillo. El tiro resonó a un volumen ensordecedor y desgarró el muslo del segundo hombre de negro. Anja Moormann no dudó ni un segundo. Todavía con el arma apuntando a la cabeza de Elard Kaltensee, disparó. Al mismo tiempo, Auguste Nowak se movió hacia delante y se lanzó ante su hijo, arrodillado en el suelo. El silenciador no dejó oír más que un chasquido sordo, la bala alcanzó a la anciana en el pecho y la lanzó hacia atrás. Antes de que Anja Moormann pudiera disparar una segunda vez, Pia se abalanzó sobre ella dando un salto hacia delante y cayó con todo su peso sobre la mujer. Ambas rodaron por el suelo. Pia quedó boca arriba, Anja Moormann se le acercó de rodillas y cerró las manos alrededor del cuello de la inspectora. Pia se defendió con todas sus fuerzas intentando recordar trucos de defensa personal, pero hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse en una situación real a una asesina profesional, bien entrenada y dispuesta a todo. Bajo la luz cada vez más débil del foco, que se estaba quedando sin baterías, ya solo percibía la cara de Anja Moormann, desfigurada por el esfuerzo y muy borrosa. No conseguía respirar y tenía la sensación de que los ojos se le iban a salir de las órbitas en cualquier momento. Al cabo de diez segundos de interrupción total del suministro de oxígeno en el cerebro, perdería la consciencia; tras otros cinco o diez segundos, las funciones cerebrales sufrirían daños irreversibles. En la autopsia, el forense encontraría pequeñas hemorragias con forma de puntos en las conjuntivas, dictaminaría rotura del hueso hioides y derrames en las mucosas de la boca y la faringe. Pero ella no quería morir, no en ese momento, no en ese sótano. ¡Si ni siquiera tenía cuarenta años! Pia consiguió liberar una mano y clavó sus dedos en la cara de Anja Moormann con todas las fuerzas que le confirió su instinto de supervivencia. La mujer gimió, enseñó los dientes y gruñó como un pit bull, pero sus manos ya estaban aflojando un poco. Pero entonces algo contundente golpeó a Pia en la sien y le hizo perder el conocimiento.

Jutta Kaltensee estaba sentada en su escaño, rodeada por sus compañeros de partido en la tercera fila de la sala de plenos del parlamento del land de Hesse. Escuchaba a medias el eterno enfrentamiento verbal que protagonizaban el presidente del land y el cabeza de grupo de Alianza 90/Los Verdes sobre el punto 66 del orden del día, «Ampliación del aeropuerto». Su pensamiento, sin embargo, estaba muy lejos de allí. Lo mismo daba cuántas veces le asegurara el abogado Rosenblatt que la Policía no tenía ninguna prueba contra ella y que todas las sospechas y las acusaciones se dirigían única y exclusivamente hacia Sigbert y su madre; ella no estaba tranquila. El asunto del inspector jefe y las fotografías había sido un error, eso ya lo tenía claro. No debería haber llegado tan lejos, pero Berti, ese cobarde, después de años de acatar las órdenes de Vera sin mostrar ni un ápice de conciencia y sin hacer ninguna pregunta, había empezado a ponerse nervioso. En ese punto de su carrera, Jutta no podía permitirse que la relacionaran con una investigación de asesinato y oscuros secretos familiares. En el siguiente congreso regional del partido, los suyos la elegirían cabeza de lista para las elecciones de Hesse del año próximo, de modo que tenía hasta entonces para hacerse de algún modo con las riendas de la situación.

Había silenciado el móvil, pero miraba la pantalla cada pocos segundos. Por eso al principio no se dio cuenta del revuelo que se extendía por toda la sala de plenos. Solo cuando el presidente interrumpió su discurso, Jutta Kaltensee levantó la cabeza y vio a dos agentes uniformados y a una mujer pelirroja de pie frente al banco del gobierno. Estaban hablando en voz baja con el presidente del land y el presidente de la cámara, que parecían consternados y se volvieron hacia la sala como buscando a alguien. Jutta Kaltensee sintió las primeras punzadas de verdadero pánico en la nuca. No había ninguna pista que apuntara hacia ella. Imposible. Henri antes se dejaría descuartizar que abrir la boca. La pelirroja se acercó entonces directamente a ella con paso decidido. Aunque el miedo le corría por las venas como si fuera agua helada, Jutta Kaltensee se esforzó por mostrar un rostro relajado. Tenía inmunidad parlamentaria, no podían detenerla así como así.

La sala del sótano olía a humedad y abandono. Bodenstein buscó a tientas el interruptor y sintió un profundo alivio cuando, bajo la luz intermitente del fluorescente, vio a Thomas Ritter atado y tumbado sobre una mesa metálica cubierta de manchas de pintura de colores. Una joven japonesa había abierto la puerta de la Galería de Arte a la Policía después de llamar repetidas veces. Era una de las artistas que recibían el patrocinio de la Fundación Eugen Kaltensee, y vivía y trabajaba en la galería desde hacía medio año. Perpleja y muda, había observado cómo Bodenstein, Behnke, Henri Améry y cuatro agentes de la Policía de Frankfurt pasaban corriendo hacia la puerta del sótano.

—Hola, señor Ritter —dijo el inspector jefe, y se acercó a la mesa.

Su cerebro tardó varios segundos en aceptar lo que su mirada ya había registrado. Thomas Ritter yacía allí con los ojos muy abiertos y sin vida. Le habían perforado un orificio en la carótida con una cánula y, con cada latido, su corazón había vertido la sangre de su cuerpo en un cubo que había bajo la mesa. Bodenstein hizo una mueca de repugnancia y se volvió de espaldas. Estaba harto de muerte, de sangre, de asesinatos. ¡Estaba más que harto de ir siempre un paso por detrás del criminal y no poder impedir nunca nada! ¿Por qué, por qué no había querido hacer Ritter caso de sus advertencias? ¿Cómo había podido tomarse tan a la ligera las amenazas de la familia Kaltensee? Bodenstein no lograba comprender que el deseo de venganza pudiera ser más fuerte que la razón. Si Thomas Ritter hubiese abandonado esa funesta biografía y se hubiese olvidado de los diarios, habría sido padre al cabo de un par de meses y habría podido disfrutar de una vida larga y plena. El sonido del móvil interrumpió sus lamentos.

—También el Mercedes Clase M ha salido ahora de Doba —informó Ostermann—, pero sigo sin poder localizar a Pia.

—Mierda.

Pocas veces en su vida se había sentido Bodenstein tan miserable. Lo había hecho todo mal, todo. ¡Ojalá le hubiera prohibido a Pia ese viaje a Polonia! Nicola tenía razón: lo que hubiera sucedido allí hacía sesenta años no era asunto suyo. Su cometido era resolver los casos de asesinato, y nada más.

—¿Qué ha pasado con Ritter? ¿Lo habéis encontrado?

—Sí. Está muerto.

—¡Joder! Su mujer está aquí abajo y no quiere irse sin hablar antes con Pia o contigo.

Bodenstein miró fijamente el cadáver y el cubo lleno de sangre coagulada. Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Y si le sucedía algo a Pia? Intentó reprimir ese pensamiento.

—Intenta otra vez hablar con ella, y llama también al móvil de Henning Kirchhoff —ordenó a Ostermann antes de colgar.

—¿Yo me puedo ir ya? —preguntó Henri Améry.

—No. —Bodenstein ni se dignó mirar al hombre—. De momento, es usted sospechoso de asesinato. —Salió del sótano sin hacer caso de las protestas de Améry.

¿Qué había sucedido en Polonia? ¿Por qué estaban los dos coches regresando ya? ¿Por qué narices no lo llamaba Kirchhoff, como había prometido? El dolor de cabeza le rodeaba el cráneo como un aro de hierro, notaba un sabor desagradable en la boca. Todo eso le hizo recordar que ese día aún no había comido nada y, en cambio, había bebido demasiado café. Inspiró hondo al salir al exterior. Aquella situación se le había ido de las manos, necesitaba dar un paseo él solo para poder desenredar todas las ideas que daban vueltas en círculos en su cabeza. En lugar de eso, sin embargo, tendría que transmitirle a Marleen Ritter la espantosa noticia de que habían encontrado muerto a su marido.

Cuando Pia volvió en sí, le dolía el cuello y no podía tragar. Abrió los ojos y, en la penumbra, logró ver que seguía en el sótano. De soslayo percibió un movimiento. Alguien se colocó tras ella. Oyó una respiración pesada y, de repente, recordó lo que había sucedido. ¡Anja Moormann, la pistola, el disparo que había alcanzado a Auguste Nowak en el pecho! ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Se le heló la sangre en las venas al oír tras de sí el chasquido de una pistola a la que retiraban el seguro. Pia quiso gritar, pero de su boca no salió más que un gruñido ronco. Todo su interior se tensó. Cerró los ojos. ¿Cómo sería cuando la bala le atravesara el cráneo? ¿Lo sentiría? ¿Dolería? ¿Qué…?

—¡Pia! —Alguien la agarró del hombro.

La inspectora abrió los ojos de golpe. Una oleada de alivio inundó su cuerpo al ver la cara de su exmarido. Tosió y se llevó las manos a la garganta.

—¿Cómo…? ¿Qué…? —quiso preguntar, aun sin voz.

Henning estaba muy pálido. Pia se sorprendió al ver que sollozaba, y entonces la abrazó con fuerza.

—He tenido mucho miedo a perderte —murmuró junto a su pelo—. Dios mío, te sangra la cabeza.

A Pia le temblaba todo el cuerpo, le dolía el cuello, pero la certeza de haber escapado a la muerte en el último segundo la llenaba de una sensación de felicidad casi histérica. Entonces se acordó de Elard Kaltensee y Auguste Nowak. Se deshizo del abrazo de Henning y se incorporó, algo aturdida. Kaltensee estaba sentado en el suelo y, rodeado de los huesos de sus antepasados asesinados, aferraba a su madre. Las lágrimas no dejaban de resbalarle por las mejillas.

—Mamá —susurraba—. Mamá, no te mueras ahora… ¡por favor!

—¿Dónde está Anja Moormann? —susurró Pia, afónica—. ¿Y el tipo al que he disparado?

—Ese está ahí tirado —dijo Henning—. Le he dado con la linterna cuando iba a dispararte, pero la mujer ha huido.

—¿Dónde está Miriam? —Pia se volvió y encontró los ojos asustados de su amiga.

—Estoy bien —le dijo—, pero tendríamos que llamar a una ambulancia para la señora Nowak.

Pia se acercó a gatas hasta Auguste Nowak y su hijo. Cualquier ambulancia tardaría demasiado en llegar. La anciana se estaba muriendo. Un fino hilo de sangre le caía de la comisura de la boca. Había cerrado los ojos, pero todavía respiraba.

—Señora Nowak —la voz de Pia aún sonaba ronca—, ¿me oye?

Auguste Nowak abrió los ojos. Su mirada era asombrosamente clara. Su mano buscó la de su hijo, al que hacía años había perdido en ese mismo lugar. Elard Kaltensee le asió la mano y la mujer soltó un hondo suspiro. Tras más de sesenta años, el círculo se había cerrado.

—¿Heini?

—Estoy aquí, mamá —dijo Elard, haciendo un gran esfuerzo por dominar su voz—. Estoy contigo. Te pondrás bien. Todo saldrá bien.

—No, mi vida —murmuró la anciana, y sonrió—. Me muero… Pero… tú no tienes… que llorar, Heini. ¿Me oyes? No llores. Está bien… así. Aquí… estoy… con él… Con mi Elard.

Elard Kaltensee acarició el rostro de su madre.

—Cuida… cuida mucho de Marcus… —murmuró. Tuvo que toser, y una espuma sanguinolenta salió de sus labios. Su mirada parecía perderse—. Mi niño querido…

Inspiró hondo una vez más, luego espiró. Su cabeza cayó hacia un lado.

—¡No! —Elard miró hacia arriba y estrechó el cuerpo de la anciana con más fuerza—. ¡No, mamá, no! ¡No puedes morirte ahora! —Sollozaba como un niño pequeño.

Pia sintió que también ella estaba al borde de las lágrimas. Siguiendo un impulso compasivo, le puso una mano a Elard Kaltensee en el hombro. Este la miró sin soltar a su madre. Tenía la cara cubierta de lágrimas y transida de dolor.

—Ha muerto en paz —dijo Pia en voz baja—. En los brazos de su hijo y rodeada de su familia.

Marleen Ritter caminaba de un lado a otro de la pequeña habitación que había junto a la sala de interrogatorios como un animal enjaulado. Una y otra vez miraba hacia su padre, que estaba en la sala contigua, separado de ella por un cristal, inmóvil, con la mirada perdida y aspecto de haber envejecido varios años de golpe. Parecía una marioneta a la que habían cortado los hilos. Marleen, sobrecogida, había comprendido lo que no había querido reconocer durante todos esos años: que su abuela no era la dama bondadosa por quien siempre la había tomado. ¡Al contrario! Había mentido y engañado a voluntad. Marleen se detuvo frente al cristal y miró fijamente al hombre que era su padre. Toda su vida había obedecido los caprichos de su madre, lo había hecho todo por tenerla contenta y recibir su reconocimiento. Siempre en vano. Para él, darse cuenta de que lo habían utilizado sin ningún pudor debía de ser el trago más amargo. Aun así, Marleen no sentía ninguna compasión.

—Siéntate un momento, vamos —dijo Katharina, que estaba detrás de ella.

Marleen negó con la cabeza.

—Si me siento, me volveré loca —repuso.

Katharina se lo había explicado todo: lo de la caja, la nefasta idea de Thomas con la biografía, cómo habían llegado a él los diarios, que Vera no era la persona que fingía ser.

—Si le ha pasado algo a Thomas, jamás se lo perdonaré a mi padre —dijo sin fuerzas.

Katharina no contestó nada, ya que en ese momento hicieron pasar a Jutta Kaltensee, la que había sido su mejor amiga, a la sala de interrogatorios. Sigbert levantó la cabeza al ver entrar a su hermana.

—Tú lo sabías todo, ¿verdad? —le oyeron decir por el altavoz.

Marleen apretó los puños.

—¿Qué debería haber sabido? —replicó Jutta con frialdad al otro lado del cristal.

—Que ordenó matar a Robert para que tuviera la boca cerrada. Y también a su novia. Y tú querías tanto como ella que Ritter desapareciera, porque las dos teníais miedo de lo que iba a escribir sobre vosotras en ese libro.

—No tengo ni idea de lo que me estás diciendo, Berti. —Jutta se sentó en una silla y cruzó las piernas con tranquilidad. Segura de sí misma y convencida de que era intocable.

—Es igual que su madre —masculló Katharina.

—Tú sabías que Marleen se había casado con Thomas —le recriminó Sigbert Kaltensee a su hermana—. ¡También sabías que Marleen está embarazada!

—¿Y qué, si así fuera? —Jutta hizo un gesto de indiferencia—. ¡Cómo iba yo a sospechar que llegaríais tan lejos como para secuestrarlo!

—De haberlo sabido todo, no lo habría permitido.

—¡Ay, venga ya, Berti! —soltó Jutta en tono burlón—. Todo el mundo sabe que odias a muerte a Thomas. Para ti siempre fue como un grano en el culo.

Marleen, junto al cristal, estaba horrorizada. Llamaron a la puerta y entró Bodenstein.

—¡Han ordenado secuestrar a mi marido! —exclamó Marleen—. ¡Mi padre y mi tía! ¡Han…!

Pero se interrumpió al ver la cara de Bodenstein. Antes aún de que el inspector jefe pudiera decir una palabra, ella lo supo. Le fallaron las piernas, cayó de rodillas. Y entonces empezó a gritar.

Cuando, ya de noche, subió los escalones de la comisaría, Pia se sentía como si la hubieran liberado tras un largo cautiverio. La Policía polaca había acudido cuando aún no habían pasado ni veinte minutos de la muerte de Auguste Nowak. Ellos habían llevado a Henning, Miriam, Elard Kaltensee y Pia al cuartel de la Policía polaca. Habían hecho falta varias conversaciones telefónicas con la subcomisaria Engel, en Alemania, para acabar aclarando la situación y que dejaran por fin libres a Pia y a Elard Kaltensee. Henning y Miriam se habían quedado allí para desenterrar los huesos del sótano del castillo en ruinas al día siguiente con la ayuda de especialistas polacos. Behnke había ido a esperar a su compañera y al profesor al aeropuerto, y acompañó primero a Elard Kaltensee a Frankfurt para que pudiera visitar a Marcus Nowak en el hospital. Entretanto habían dado las diez de la noche; Pia recorrió el pasillo desierto y llamó a la puerta del despacho de Bodenstein. El inspector jefe salió de detrás de su escritorio y fue a darle un abrazo breve y fuerte, lo cual la dejó algo descolocada. Después la asió de ambos hombros y la miró de una forma que le hizo sentir vergüenza.

—Gracias a Dios —dijo Bodenstein con la voz quebrada—. Estoy muy contento de volver a verte aquí.

—Tanto no has podido echarme de menos. Si no he estado ni veinticuatro horas fuera… —repuso la inspectora con ironía para controlar su repentina emoción—. Puedes soltarme cuando quieras, jefe. Estoy bien.

Se sintió aliviada al ver que Bodenstein seguía el tono ligero de la conversación.

—Veinticuatro horas han sido demasiadas, está claro —dijo, antes de dar un paso atrás—. Me estaba temiendo tener que ocuparme yo solo de todo el papeleo.

Pia sonrió también y se apartó un mechón de pelo de la cara.

—Todos los casos resueltos, ¿verdad?

—Eso parece. —Bodenstein asintió y le hizo una señal para que se sentara—. Gracias a ese software de localización de vehículos, hemos podido detener a Vera Kaltensee y también a Anja Moormann en la frontera de Polonia. Anja Moormann, por cierto, ha confesado. No solo mató a Monika Kramer y a Watkowiak, sino también a Thomas Ritter.

—¿Y lo ha confesado sin más? —Pia se frotó el chichón que le había dejado el arma de Anja Moormann en la sien, que aún le dolía, y recordó con un escalofrío la gelidez de los ojos de la mujer.

—Fue una de las mejores espías de la RDA. No tiene la conciencia precisamente limpia —explicó Bodenstein—. Con su declaración ha imputado a Sigbert Kaltensee. Fue él, por lo visto, quien le encargó esos asesinatos.

—¿De verdad? Yo habría apostado por Jutta.

—Jutta es demasiado lista para eso. Sigbert también lo ha confesado todo. Hemos encontrado en El Molino todas las pertenencias de Anita Frings y las hemos requisado. Salvo los objetos que metieron en la mochila a Watkowiak para incriminarlo. Además, la señora Moormann nos ha explicado cómo lo mató. En la cocina de su casa, nada menos.

—Dios mío, esa mujer es un monstruo calculador. —Pia comprendió lo fácil que habría sido que su breve encuentro con Anja Moormann hubiese tenido un final mortal también para ella—. Pero ¿quién llevó el cadáver a la casa abandonada? Sin duda fue un aficionado. Si no hubieran limpiado, y además lo hubieran dejado arriba, en su colchón, seguramente yo no habría sospechado nada.

—Fue la gente de Améry —repuso el inspector jefe—. Me parece que no tienen muchas luces.

A Pia le costó trabajo reprimir un bostezo. Se moría por darse una ducha caliente y dormir veinticuatro horas sin que nadie la molestara.

—Aun así, todavía no entiendo por qué tuvo que morir Monika Kramer.

—Muy sencillo: para conseguir que Watkowiak pareciera más sospechoso aún. El dinero en metálico que llevaba encima cuando lo encontramos procedía de la caja fuerte de Anita Frings.

—¿Y Vera Kaltensee? Seguro que Sigbert actuaba siempre por encargo de ella.

—Eso no podemos demostrarlo. Y, aunque lo hiciéramos, a él no le serviría de nada. Pero la Fiscalía quiere volver a investigar la muerte de Eugen Kaltensee y, además, acusará a Vera del asesinato de Danuta Watkowiak. La muchacha estaba ilegalmente en Alemania en aquel entonces, por eso nadie denunció su desaparición.

—¿Sabría Moormann todo lo que hacía su mujer? —preguntó Pia—. ¿Dónde ha estado él todo este tiempo?

—Su mujer lo encerró en la antigua cámara frigorífica donde estaban las cajas —explicó Bodenstein—. Es evidente que conocía el pasado de ella, ya que él mismo estuvo también en la Stasi. Igual que sus padres.

—¿Sus padres? —Pia se frotó la sien, que no dejaba de dolerle.

—Su madre era Anita Frings —dijo el inspector jefe—. Resulta que Moormann es Gatito, el hombre que tan a menudo la visitaba y que la sacaba a pasear en la silla de ruedas.

—Lo que hay que ver.

Durante un rato estuvieron sentados en silencio.

—Pero la coincidencia completa de ADN —Pia arrugó la frente, pensativa—, los casos sin resolver en el Este… Ese ADN era de un hombre. ¿Cómo pudo ser Anja Moormann?

—Es toda una profesional —contestó Bodenstein—. En sus encargos llevaba una peluca de pelo auténtico y dejaba caer algún cabello adrede en el lugar de los hechos. Para confundir.

—Cuesta creerlo. —Pia sacudió la cabeza—. Nicola Engel, por cierto, me defendió a capa y espada frente a la Policía polaca. No estaban precisamente entusiasmados con mi acción por cuenta propia.

—Sí —corroboró Bodenstein—. Se ha portado muy bien. Puede que al final consigamos una jefa decente de verdad.

Pia dudó un momento y luego lo miró.

—¿Y tu… otro problema?

—Se ha solucionado —anunció él con alegría.

Bodenstein se levantó, fue a su armario y sacó una botella de coñac y dos vasos.

—Si Nowak y Elard Kaltensee hubiesen sido sinceros desde el principio, nada de esto habría tenido que llegar tan lejos. —Pia observó cómo su jefe llenaba ambos vasos con dos dedos justos de coñac—. Pero en la vida se me habría ocurrido pensar que eran pareja. Mis sospechas estaban a kilómetros de la verdad.

—Y las mías. —Bodenstein le alcanzó un vaso.

—¿Por qué brindamos? —Pia sonrió con picardía.

—Siendo exactos, hemos resuelto… hmmm, por lo menos quince asesinatos, y también los casos de Dessau y Halle, además. A mí me parece que hemos estado bastante bien.

—¡Pues por eso! —Pia levantó su vaso.

—Un momento —la detuvo Bodenstein—. Creo que ya ha llegado el momento de que nos comportemos como dos auténticos compañeros. ¿Qué te parece si empezamos a llamarnos por el nombre de pila? Yo soy Oliver, por cierto.

Pia ladeó la cabeza y sonrió.

—Pero no pretenderás que sellemos el brindis con un beso ni nada por el estilo, ¿verdad?

—¡Dios me libre! —Bodenstein sonrió también, y luego vació su vaso de un trago—. Tu director de zoológico seguramente me partiría el cuello.

—¡Ay, joder! —A Pia casi se le cae el vaso del susto—. ¡Me había olvidado de Christoph! ¡Quería ir a buscarlo al aeropuerto a las ocho y media! ¿Qué hora es?

—Las once menos cuarto —dijo Bodenstein.

—¡Mierda! No me sé su número de memoria. ¡Y mi móvil debe de estar en el fondo de algún lago de Masuria!

—Si me lo pides con educación, Kirchhoff, te dejo el mío —se ofreció Bodenstein con generosidad—. Todavía tengo su número guardado.

—Creía que íbamos a llamarnos por el nombre de pila —replicó Pia.

—Todavía no has bebido para sellar nuestro acuerdo —le recordó Bodenstein.

Pia lo miró y se bebió el coñac de un trago, poniendo cara de asco.

—Bueno, Oliver… —dijo—. Y ahora, ¿serás tan amable de dejarme el móvil?

Las hijas de Christoph se sorprendieron cuando Pia llamó a su puerta a las once y media. No sabían nada de su padre, pero habían dado por hecho que Pia habría ido a buscarlo. Annika intentó llamarlo al móvil, pero todavía lo tenía apagado.

—Quizá el vuelo llegaba con retraso. —La hija mediana de Christoph no estaba demasiado preocupada por su padre—. Ya dará señales de vida.

—Gracias.

Pia se sentía fatal y muy deprimida. Se sentó en su Nissan y condujo de Bad Soden a su casa en Birkenhof. Bodenstein estaría ya con Cosima, que le había perdonado su patinazo. Henning y Miriam seguían juntos en un hotel de Giżycko; a Pia no le había pasado por alto que durante su aventura había surgido la chispa entre ambos. Elard Kaltensee sostenía la mano de Marcus Nowak en el hospital. Ella era la única que estaba sola. Y la vaga esperanza de que Christoph hubiera ido directamente a Birkenhof desde el aeropuerto no se cumplió: la casa estaba a oscuras y no había ningún coche frente a la puerta. La inspectora luchó por contener las lágrimas mientras saludaba a sus perros y abría la puerta. Seguro que Christoph la había esperado un rato, había intentado llamarla al móvil sin ningún éxito y luego se había ido a tomar algo con su atractiva colega de Berlín. ¡Mierda! ¿Cómo podía habérsele olvidado? Encendió la luz, tiró el bolso al suelo y, de pronto, le dio un vuelco el corazón. La mesa de la cocina estaba puesta, con copas de vino y la vajilla buena. Una botella de champán sobresalía de una cubitera con el hielo ya medio derretido, en los fogones había ollas y sartenes tapadas. Pia, emocionada, sonrió. Encontró a Christoph en el salón, profundamente dormido en el sofá. Una ardorosa oleada de felicidad recorrió todo su cuerpo.

—Hola —susurró mientras se acuclillaba junto a él.

Christoph abrió los ojos y parpadeó dormido contra la luz.

—Hola —masculló—. Lo siento, la cena debe de haberse enfriado.

—No, lo siento yo. Se me ha olvidado ir a buscarte. He perdido el móvil y no te podía llamar, pero hemos resuelto todos los casos.

—Eso suena bien. —Christoph alargó una mano y le acarició la mejilla con ternura—. Se te ve bastante deshecha.

—He pasado mucho estrés estos últimos días.

—Vaya. —La observó con atención—. ¿Qué ha sucedido? Tienes la voz algo rara.

—Nada que merezca la pena contar. —Se encogió de hombros—. El ama de llaves de los Kaltensee ha intentado estrangularme en el sótano de un castillo en ruinas de Polonia.

—Ah, bueno. —Christoph pareció tomárselo a broma y sonrió—. Pero, por lo demás, ¿todo bien?

—Claro que sí. —Pia asintió.

Él se incorporó y extendió los brazos.

—No te creerías lo mucho que te he echado de menos.

—¿De verdad? ¿Me has añorado en Sudáfrica?

—¡Ya lo creo! —La abrazó con fuerza y la besó—. Ni te imaginas cuánto.