Pia estaba de pie junto al coche de la unidad móvil de la Policía Científica, congelada, y bostezó hasta que le crujió la mandíbula. Hacía frío y muy mal día, una mañana de mayo que amanecía como una de noviembre. El día anterior, la inspectora había salido de comisaría a las once y media. Uno detrás de otro fueron llegando también Behnke, Fachinger y Hasse, y todos se bebieron una taza de café bien negro del termo que el jefe de operaciones llevaba consigo. Eran las seis y cuarto cuando Bodenstein hizo por fin acto de presencia, sin afeitar y con cara de no haber dormido nada. Los funcionarios civiles se reunieron a su alrededor para recibir las últimas instrucciones. Todos ellos habían realizado suficientes registros como para saber qué pasos seguir. Pisaron los cigarrillos y tiraron los restos de café a los arbustos que había junto a la gasolinera Aral en la que se habían citado. Pia dejó allí su coche y se subió al de Bodenstein, que estaba pálido y parecía tenso. Los demás agentes siguieron al BMW del inspector jefe en formación hacia la empresa de Nowak.
—La recepcionista de la redacción de Ritter me dejó un mensaje de voz ayer por la noche —dijo Bodenstein—. No lo he oído hasta hace un rato. Ayer Ritter salió del despacho sobre las seis y media, ella todavía tenía que esperar a un mensajero. Lo acompañó hasta el aparcamiento un hombre que tenía que entregarle un paquete de la señora Ehrmann. Cuando la recepcionista salió de la oficina a las siete y media, el coche de Ritter seguía en el aparcamiento.
—Por ahí —indicó Pia—. Qué raro.
—Mucho.
—Por cierto, ¿cómo te fue ayer con Jutta Kaltensee? ¿Te has enterado de algo más interesante? —La inspectora se percató, sorprendida, de que Bodenstein tensaba la musculatura de la mandíbula.
—No. De nada en concreto. Una pérdida de tiempo —repuso, lacónico.
—Me estás ocultando algo —afirmó Pia.
Bodenstein soltó un suspiro y se detuvo al borde de la carretera, a unos cuantos metros de los edificios de la empresa de Nowak.
—Dios me libre de tenerte algún día como enemiga —dijo, sombrío—. He hecho una tontería enorme. La verdad es que no sé cómo ha podido pasar, pero cuando volvíamos al coche, de pronto, ella me… Bueno, en fin, me tocó de una forma poco apropiada.
—¿Cómo dices? —Pia miró fijamente a su jefe y luego se echó a reír—. Te estás quedando conmigo, ¿verdad?
—No. Fue lo que pasó. Era dificilísimo quitársela de encima.
—Pero al final lo conseguiste, ¿o no?
Bodenstein evitaba mirarla.
—No del todo —confesó.
La inspectora le dio vueltas a cómo formular su siguiente pregunta de la forma más diplomática posible para no incomodar demasiado a su jefe.
—No habrás dejado tu ADN en ella —dijo con mucho tacto.
Bodenstein no se rio, tampoco contestó enseguida.
—Me temo que sí —confesó antes de bajar del coche.
Christina Nowak ya se había vestido, o seguía vestida, cuando Bodenstein le tendió la orden de registro. Tenía unas ojeras enormes, los ojos rojos, y miraba con apatía cómo los agentes entraban en el apartamento del primer piso y empezaban a hacer su trabajo. Sus dos hijos estaban sentados en pijama y con cara de susto en la cocina. El más pequeño lloraba.
—¿Han sabido algo de mi marido? —preguntó en voz baja.
A Pia le estaba costando mucho concentrarse en el trabajo. Todavía seguía perpleja por la confesión de Bodenstein. Cuando la señora Nowak le repitió la pregunta, la inspectora volvió en sí.
—Por desgracia, no —contestó con voz de sentirlo sinceramente—. Tampoco nuestro llamamiento a la población ha dado ningún resultado.
Christina Nowak se echó a llorar. En la escalera se oyeron gritos: Nowak padre protestaba levantando la voz, y el hermano de Marcus Nowak bajaba la escalera medio dormido.
—Tranquilícese. Encontraremos a su marido —dijo Pia, aunque ni siquiera ella estaba muy convencida.
En el fondo, estaba segura de que Elard Kaltensee se había deshecho de un cómplice. Nowak se había fiado de él y, en su estado, de todas formas tampoco habría podido ofrecer demasiada resistencia. Lo más probable era que llevara varias horas muerto.
El registro del apartamento no obtuvo resultado alguno. Christina Nowak les abrió a los funcionarios la puerta del despacho de su marido. Habían hecho limpieza desde la última visita de Pia. Las carpetas volvían a estar en las estanterías, los papeles estaban ordenados en bandejas para documentos. Un funcionario desenchufó el ordenador, otro recogió todo lo que había en los estantes. Entre toda esa gente apareció entonces la figura rechoncha de la vieja señora Nowak. La anciana no tuvo ninguna palabra de consuelo para la mujer de su nieto, que se había quedado como petrificada en el umbral, llorosa. Auguste Nowak quiso entrar en el despacho, pero dos agentes se lo impidieron.
—¡Señora Kirchhoff! —exclamó, llamando a Pia—. ¡Tengo que hablar con usted enseguida!
—Después, señora Nowak —repuso ella—. Por favor, espere fuera hasta que hayamos terminado.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —oyó que decía Behnke.
Pia se volvió. Detrás de los archivadores había una caja fuerte.
—O sea, que también él nos mintió. —Qué pena, Marcus Nowak le había caído simpático—. Nos dijo que no había ninguna caja fuerte en su empresa.
—Trece, veinticuatro, cero, ocho —dictó Christina Nowak sin que nadie se lo pidiera.
Behnke tecleó la combinación numérica. Con un pitido y un chasquido, la puerta de la caja se abrió justo en el momento en que Bodenstein entraba en el despacho.
—¿Y bien? —preguntó.
Behnke se inclinó, metió ambas manos y se volvió con una sonrisa triunfal. En su mano derecha enguantada tenía una pistola, y en la izquierda, una cajita de cartón con munición. Christina Nowak tomó aire, asombrada.
—Yo diría que aquí tenemos el arma del crimen. —Behnke olfateó el cañón de la pistola—. No hace mucho que la han disparado.
Bodenstein y Pia cruzaron una mirada.
—Que intensifiquen la búsqueda de Nowak —dijo Bodenstein—. Quiero llamamientos por radio y por televisión.
—¿Qué… qué significa todo esto? —susurró Christina Nowak. Se había quedado blanca—. ¿Por qué tiene mi marido una pistola en la caja fuerte? Yo… ¡ya no entiendo nada!
—Antes siéntese, por favor. —Bodenstein acercó la silla del escritorio.
La mujer obedeció con cierta vacilación. Pia, a pesar de las protestas de la abuela de Nowak, cerró la puerta del despacho.
—Ya sé que le costará mucho hacerse a la idea —dijo Bodenstein—, pero sospechamos de su marido por asesinato. Esa pistola es con toda probabilidad el arma que mató a los tres ancianos.
—No… —susurró Christina Nowak, que no reaccionaba.
—Como su esposa, no tiene por qué hacer usted ninguna declaración —informó Bodenstein—, pero, si nos dice algo, debería ser la verdad, porque si no podrá ser acusada de falso testimonio.
Desde el otro lado de la puerta se oyó el vozarrón de Nowak padre, que discutía con los agentes.
Christina Nowak no parecía darse cuenta de nada, seguía mirando fijamente a Bodenstein.
—¿Qué quieren saber?
—¿Recuerda dónde estuvo su marido las noches del 27 al 28 de abril, del 30 de abril al 1 de mayo y del 3 al 4 de mayo?
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Ladeó la cabeza.
—No estuvo en casa —declaró, bajando la voz—, pero no me creo que haya matado a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Dónde estuvo esas noches?
La mujer dudó un momento, le temblaban los labios. Se pasó el dorso de la mano por los ojos.
—Sospecho —consiguió decir— que estuvo con esa mujer con la que se ha estado viendo. Sé que me… engaña.
—Yo apenas había bebido —explicaba Bodenstein más tarde, en el coche, sin mirar a Pia—. Solo una copa de vino, pero me sentía como si me hubiera acabado dos botellas yo solo. Me costaba seguir el hilo de lo que me explicaba. Aun ahora, me cuesta recordar muchos fragmentos de la noche.
Hizo una pausa y se frotó los ojos.
—Llegó un momento en que éramos los únicos que quedábamos en el local. Al salir al aire libre me encontré algo mejor, pero me resultaba difícil caminar en línea recta. Estábamos de pie junto a mi BMW. La gente del restaurante se iba ya a casa y se subía a sus coches. Lo último que recuerdo es que me besó y me puso la mano en el…
—¡Vale ya! —lo interrumpió Pia enseguida. La idea de lo que se había desarrollado apenas ocho horas antes, puede que en esos mismos asientos, le resultaba horriblemente bochornosa.
—Eso —la voz de Bodenstein estaba cargada de angustia— no debería haberme pasado.
—Seguro que no pasó nada —dijo Pia, incómoda.
Desde luego, sabía que su jefe no era más que un hombre, pero no hubiera creído que pudiera sucederle algo así. Quizá era también su inhabitual franqueza lo que la desconcertaba, porque, aunque trabajaban juntos todos los días, los detalles íntimos de su vida privada habían sido tabú hasta entonces.
—También Bill Clinton dijo eso en su momento —soltó Bodenstein con frustración—. Solo me pregunto por qué lo hizo.
—Bueno —repuso Pia con tacto—, tampoco es que seas tan feo, jefe. Puede que solo buscara una aventura.
—No. Jutta Kaltensee no hace nada sin motivo. Lo había planeado. Me ha llamado por lo menos veinte veces estos últimos días, y ayer quedó con Cosima para comer con un pretexto absurdo. —Por primera vez en la conversación, Bodenstein miró a Pia—. Si me suspenden de servicio, tendrás que dirigir tú sola las investigaciones.
—A ese punto todavía no hemos llegado —lo tranquilizó ella.
—A ese punto llegaremos pronto. —Bodenstein se pasó los dedos de ambas manos por el pelo—. Como muy tarde, cuando llegue a oídos de la subcomisaria Engel. Está esperando algo así.
—Pero ¿cómo va a enterarse?
—Por la propia Jutta Kaltensee.
Pia comprendió lo que quería decir. Su jefe se había liado con una mujer cuya familia se encontraba en el punto de mira de las investigaciones. Si Jutta Kaltensee había actuado con intención de maquinar, entonces había que temer que pretendiera utilizar lo sucedido en su provecho.
—Oye, jefe —dijo Pia—. Tendrías que hacerte un análisis de sangre. Seguro que te echó algo en el vino, o en la comida, para asegurarse de que conseguiría seducirte.
—¿Cómo? —Bodenstein negó con la cabeza—. Si estuve todo el rato sentado a su lado…
—A lo mejor conoce al camarero.
Bodenstein lo pensó un momento.
—Es verdad. Lo conoce, sin duda. Lo tuteaba y dejó bien claro que allí era una cliente habitual.
—Entonces, es posible que él te echara algo en la copa —dijo Pia, con mayor convicción de la que sentía en realidad—. Nos vamos ahora mismo a ver a Henning. Él podrá sacarte sangre y analizarla enseguida. Y, si de verdad encuentra algo, con ello podremos probar que los Kaltensee te han tendido una trampa. Esa mujer, con sus ambiciones, no puede permitirse un escándalo.
Un destello de esperanza hizo revivir el cansado semblante de Bodenstein, que puso en marcha el motor.
—De acuerdo —le dijo a Pia—. Y, por cierto, tenías razón.
—¿En qué?
—En que este asunto tomaría una dinámica propia.
Eran las nueve y media cuando el equipo volvió a reunirse en comisaría para evaluar la situación. La pistola incautada, una Mauser P08 S/42 muy bien conservada, fabricada en 1938, con número de serie y sello de aprobación, iba ya de camino a balística junto con la munición de la caja fuerte del despacho de Nowak. Hasse y Fachinger se habían hecho cargo del teléfono, que, tras los llamamientos públicos de ayuda en la radio, sonaba casi ininterrumpidamente. Bodenstein envió a Behnke a Frankfurt para que hablara con Marleen Ritter. Una patrulla había informado de que el BMW de Ritter seguía todavía en el aparcamiento de la redacción de Weekend.
—¡Pia! —exclamó Kathrin Fachinger—. ¡Teléfono, para ti! ¡Te lo paso a tu despacho!
Pia asintió con la cabeza y se levantó.
—Ayer estuve con ese anciano —explicó Miriam sin saludar—. Ve apuntando lo que te voy a contar. Es una bomba.
Pia buscó una libreta y un boli. Ryszard Wielinski había llegado con veintiún años a la heredad de los Zeydlitz-Lauenburg para hacer trabajos forzados. Su memoria a corto plazo no era la mejor del mundo, pero recordaba con detalle los acontecimientos de hacía sesenta y cinco años. Vera von Zeydlitz estaba interna en un colegio de Suiza; su hermano mayor, Elard, era piloto del Ejército. Ninguno de los dos permaneció mucho tiempo en la propiedad paterna durante la guerra, pero Elard tenía una relación amorosa con la guapa hija del administrador, Vicky, con quien tuvo un hijo en agosto de 1942. Elard había querido casarse con Vicky varias veces, pero en cada ocasión la Gestapo lo había detenido poco antes de la fecha. La última vez, en 1944. Probablemente lo había denunciado el jefe de unidad de asalto de las SS Oskar Schwinderke, hijo del tesorero de la heredad de Lauenburg, para impedir la boda, ya que la ambiciosa hermana pequeña de Schwinderke, Edda, también estaba perdidamente enamorada del joven conde y se moría de celos por Vicky y la estrecha amistad que esta tenía con la hermana de Elard. El oficial solía visitar la propiedad a menudo durante la guerra porque, como miembro de la Guardia de Corps de Adolf Hitler, servía en la Guarida del Lobo, no muy lejos de allí. En noviembre de 1944, Elard regresó a casa gravemente herido y, cuando el 15 de enero de 1945 llegó la orden de evacuación y toda la población de Doben se dispuso a partir la mañana del 16 de enero en dirección a Bartenstein, el viejo barón de Zeydlitz-Lauenburg, su mujer, el convaleciente Elard, la madre enferma de Vicky, su padre y su hermana pequeña, Ida, se quedaron en la heredad. Su intención era la de seguir a la caravana en cuanto pudieran. Llegados a un punto del camino, los integrantes de la caravana se encontraron de frente con un todoterreno militar. Al volante iba el jefe de unidad de asalto de las SS Oskar Schwinderke; junto a él, otro hombre de las SS al que Wielinski había visto varias veces en la heredad de Lauenburg; y, en la parte de atrás, Edda y su amiga Maria, que desde principios de 1944 trabajaban, en un campo de prisioneras, una como vigilante y la otra como secretaria del director del campo. Intercambiaron cuatro frases con el tesorero Schwinderke y luego siguieron camino. Esa fue la última vez que Wielinski los vio a los cuatro. Por la noche del día siguiente, el Ejército ruso arrolló la caravana, todos los hombres fueron fusilados, violaron a las mujeres y a algunas las deportaron. Él mismo consiguió sobrevivir solo porque los rusos le creyeron cuando les dijo que era un polaco condenado a trabajos forzados. Varios años después de la guerra, Wielinski regresó a la zona. A menudo se había preguntado por los destinos de las familias Zeydlitz-Lauenburg y Endrikat, porque lo habían tratado muy bien para ser un condenado a trabajos forzados, y Vicky Endrikat incluso le había dado clases de alemán.
Pia le dio las gracias a Miriam e intentó poner en orden sus ideas. En la biografía de Vera Kaltensee había leído que todos los miembros de su familia habían muerto o desaparecido a partir de 1945, durante la huida. Si lo que contaba el antiguo condenado a trabajos forzados era cierto, no obstante, ¡ni siquiera habían abandonado la heredad aquel 16 de enero de 1945! ¿Qué había ido a hacer allí Oskar Schwinderke, que sin duda era el falso Goldberg, con su hermana y sus amigos justo antes de la llegada del Ejército ruso? La clave de los asesinatos estaba oculta en los secretos de aquel día. ¿Era Vera realmente la hija del administrador Endrikat, y Elard Kaltensee, por tanto, hijo del Elard aviador? Pia fue a la sala de reuniones con sus notas. Bodenstein convocó también a Fachinger y a Hasse. Todos escucharon la exposición de Pia en silencio.
—Sin duda es posible que Vera Kaltensee sea en realidad Vicky Endrikat —intervino entonces Kathrin Fachinger—. El anciano de Vistas del Taunus dijo que Vera había llegado muy lejos para ser una sencilla muchacha de la Prusia Oriental.
—¿En qué contexto dijo eso? —preguntó Pia.
Kathrin sacó su libreta y pasó varias páginas.
—«Se habían puesto el nombre de “los cuatro mosqueteros”» —leyó—. «Vera, Anita, Oskar y Hans, los cuatro viejos amigos de antes, que se conocían desde que eran niños. Dos veces al año se reunían en Zúrich, incluso después de que Anita y Vera hubiesen enterrado a sus maridos».
Por un momento nadie dijo nada. Bodenstein y Pia se miraron. Las piezas del puzle empezaban a encajar por sí solas.
—Una sencilla muchacha de la Prusia Oriental —repitió Bodenstein despacio—. Vera Kaltensee es Vicky Endrikat.
—En aquel entonces vio la oportunidad de dar el salto a la nobleza casi de la noche a la mañana, porque su príncipe le había hecho un hijo pero no se había casado con ella —añadió Pia—. Y se salió con la suya. Hasta hoy.
—Pero ¿quién mató a los tres ancianos? —preguntó Ostermann, desconcertado.
Bodenstein se puso en pie de un salto y tomó su americana.
—Kirchhoff tiene razón —dijo—. Elard Kaltensee debió de descubrir lo que había sucedido. Y todavía no ha terminado con su campaña de venganza. Tenemos que impedírselo.
Dos efectistas palabras, «peligro inminente», consiguieron que el juez responsable firmara tres órdenes de detención y de registro en menos de media hora. Behnke, entretanto, había estado hablando con una Marleen Ritter completamente desesperada. El día anterior, sobre las seis menos cuarto, había llamado por teléfono a su marido desde su despacho y había quedado con él para salir a cenar. Cuando llegó a casa, a las siete y media, se había encontrado todo el apartamento revuelto y destrozado, y ni rastro de Thomas. Había intentado localizarlo en el móvil, pero a partir de medianoche lo había encontrado apagado. Marleen Ritter había informado a la Policía, pero allí le habían dicho que era demasiado pronto para denunciar su desaparición, que su esposo era al fin y al cabo un hombre adulto y que no llevaba más de seis horas ilocalizable. Behnke les informó, además, de que habían encontrado el Mercedes de Elard Kaltensee frente a la terminal de salidas del aeropuerto de Frankfurt. El asiento del acompañante y el interior de la puerta estaban llenos de sangre, seguramente de Marcus Nowak, y en esos momentos la estaban analizando en el laboratorio.
Bodenstein y Pia se acercaron a El Molino, apoyados otra vez con el refuerzo de un equipo de agentes para el registro, y acompañados además por los técnicos de criminalística con un aparato de georradar y perros rastreadores para buscar cadáveres. Les sorprendió encontrar allí a Sigbert y Jutta Kaltensee, además de a su abogado, el señor Rosenblatt. Estaban todos sentados a la mesa grande del salón, rodeados por montañas de documentos. El olor a té recién hecho inundaba el ambiente.
—¿Dónde está su madre? —preguntó Bodenstein sin entretenerse en fórmulas de cortesía.
Pia observó con discreción a la diputada, que daba tan pocas muestras como Bodenstein de que nada hubiera sucedido la noche anterior. No parecía una mujer de las que por las noches se enrollan con hombres casados en un aparcamiento, pero a veces las apariencias engañaban.
—Ya le he dicho que no se enc… —empezó a decir Sigbert Kaltensee, pero Bodenstein lo interrumpió con brusquedad.
—Su madre corre un grave peligro. Creemos que fue su hermano Elard quien mató a sus amigos, y que ahora intentará matarla a ella también.
Sigbert Kaltensee se quedó de piedra.
—Además, tenemos una orden para registrar la casa y la propiedad. —Pia le tendió el documento a Kaltensee, que se lo pasó con un gesto mecánico a su abogado.
—¿Por qué quieren registrar esta casa? —intervino este.
—Estamos buscando a Marcus Nowak —repuso Pia—. Ha desaparecido del hospital.
Bodenstein y ella habían acordado no decirles de momento nada a los hermanos Kaltensee sobre la orden de detención contra su madre.
—¿Y por qué habría de estar aquí el señor Nowak? —Jutta Kaltensee le quitó la orden de las manos al abogado.
—Hemos encontrado el Mercedes de su hermano en el aeropuerto —explicó Pia—. Estaba lleno de sangre. Hasta que no encontremos a Marcus Nowak y a su madre, debemos pensar también que la sangre podría ser de ella.
—¿Dónde están su madre y su hermano? —repitió Bodenstein. Al no recibir respuesta, se volvió hacia Sigbert Kaltensee—. Su yerno también desapareció sin dejar rastro ayer por la noche.
—Pero si yo no tengo ningún yerno… —replicó Kaltensee, confuso—. Deben de confundirse. De verdad que no entiendo a qué viene todo esto.
Por la ventana se veía a los agentes de la Policía con los perros y el georradar, avanzando sobre el cuidado césped en amplia formación de falange.
—Seguramente sabrá ya que su hija se casó hace quince días con Thomas Ritter y que está esperando un hijo suyo.
—¿Cómo dice? —Sigbert Kaltensee se quedó pálido. Estaba allí de pie, como si lo hubiera alcanzado un rayo, y no encontraba palabras. Dirigió sus ojos hacia su hermana, que parecía tan perpleja como él—. Tengo que hacer una llamada —dijo de repente, y sacó su móvil.
—Después. —Bodenstein le quitó el teléfono de la mano—. Antes quiero saber dónde están su madre y su hermano.
—¡Mi cliente tiene derecho a hacer una llamada! —protestó el abogado—. ¡Lo que están haciendo aquí es abuso policial!
—Cierre el pico —espetó Bodenstein—. Bueno, ¿nos lo dice?
Sigbert Kaltensee temblaba de los pies a la cabeza, su cara redonda y pálida brillaba de sudor.
—Déjeme llamar por teléfono —pidió con la voz quebrada—. Por favor.
En El Molino no había ni rastro de Marcus Nowak, como tampoco de Elard ni de Vera Kaltensee. Bodenstein seguía teniendo la sospecha de que Elard había matado a Nowak y había escondido el cadáver, si no allí, en alguna otra parte. También Thomas Ritter seguía aún sin aparecer. El inspector jefe llamó a su suegra y por ella supo dónde tenían casas y apartamentos los Kaltensee.
—Las que me parecen más probables son las casas de Zúrich y el Tesino —le dijo a Pia en el coche, mientras regresaban a comisaría—. Le pediremos colaboración a la Policía suiza. ¡Dios mío, qué enrevesado es todo esto!
Pia no decía nada; no quería echarle sal en las heridas a su jefe. Si le hubiera hecho caso, haría tiempo que Elard Kaltensee estaría en prisión preventiva, y seguramente Nowak seguiría vivo. Su teoría sobre los acontecimientos era la siguiente: Elard se había llevado la caja con los diarios y la Mauser P08. Puesto que no era un hombre de decisiones rápidas y quizá había tardado un tiempo en comprender el significado de esos diarios, había estado dudando varios meses antes de pasar a la acción. Había disparado a Goldberg, Schneider y Anita Frings con el arma de la caja porque ninguno de ellos quiso hablarle del pasado. El 16 de enero de 1945, la fecha de la huida, era el día en que había sucedido algo decisivo y de lo que Elard Kaltensee quizá guardaba un oscuro recuerdo, porque en aquel entonces no tenía dos, sino casi tres años. Y Marcus Nowak, que estaba al corriente de los tres asesinatos, o puede que incluso hubiera colaborado en ellos, había tenido que desaparecer porque podía volverse peligroso para Elard Kaltensee.
Ostermann los llamó. Las huellas dactilares de Marcus Nowak y Elard Kaltensee en el arma del crimen no supusieron una sorpresa para nadie. Además, también había llamado una señora de Königstein que, al ver la fotografía de Nowak en el periódico, había reconocido al restaurador como el hombre al que había visto hablando el 4 de mayo, casi a mediodía, en el aparcamiento del castillo de Luxemburgo con un hombre de pelo gris que conducía un BMW Cabrio.
—Nowak habló con Ritter, pero poco antes se había visto también con Katharina Ehrmann. ¿Cómo encaja todo eso? —reflexionó Bodenstein en voz alta.
—También yo me lo pregunto —repuso Pia—. La declaración de esa mujer, sin embargo, corrobora que Christina Nowak no nos mintió. Su marido estaba en Königstein más o menos a la hora en que murió Watkowiak.
—¿De modo que tal vez Elard Kaltensee no tenga solo algo que ver con los asesinatos de los tres ancianos, sino también con las muertes de Watkowiak y Monika Kramer?
—Yo, de momento, no sacaría más conclusiones —opinó Pia, y bostezó.
Estaba claro que no había dormido suficiente los últimos días y deseaba poder disfrutar de una noche tranquila. Por el momento, sin embargo, parecía que sería justo lo contrario, porque Ostermann volvió a llamarla poco después: abajo, en comisaría, estaba esperando una tal Auguste Nowak que quería hablar urgentemente con ella.
—Hola, señora Nowak. —La inspectora le tendió una mano a la anciana, que se levantó entonces de la silla de la sala de espera—. ¿Puede usted decirnos dónde está su nieto?
—No, eso no, pero tengo que hablar con usted enseguida.
—Por desgracia, tenemos mucho que hacer —objetó Pia.
Justo en ese momento le sonó el móvil. También Bodenstein volvía a hablar por teléfono. Pia le dirigió a la abuela de Nowak una mirada de disculpa y contestó. Ostermann, exaltado, la informó de que el móvil de Marcus Nowak había estado localizable durante un par de minutos. La inspectora sintió la adrenalina por todo el cuerpo. ¡Tal vez estuviera aún con vida!
—En Frankfurt, entre Hansaallee y Fürstenberger Strasse —añadió Ostermann—. No hemos podido precisar más, el aparato ha estado muy poco tiempo encendido.
Pia le pidió que se pusiera en contacto con los compañeros de Frankfurt y que cerraran la zona en un amplio perímetro.
—Jefe —dijo, volviéndose hacia Bodenstein—, han localizado el móvil de Nowak en Frankfurt, en Hansaallee. ¿Piensas lo mismo que yo?
—Claro que sí. —El inspector jefe asintió—. El despacho de Kaltensee en la universidad.
—Permítame. —Auguste Nowak le puso la mano en el brazo a Pia—. De verdad que tengo que…
—Lo siento mucho, pero ahora no tengo tiempo, señora Nowak —se disculpó Pia—. Es posible que encontremos a su nieto aún con vida. Hablaremos más tarde. La llamaré. ¿Quiere que la acompañe alguien a casa?
—No, gracias. —La anciana negó con la cabeza.
—Puedo tardar bastante. ¡Lo siento mucho! —Pia alzó los brazos en un gesto de pesar y siguió a Bodenstein, que ya había llegado a su coche.
No tenían tiempo que perder, y por eso tampoco se fijaron en la oscura limusina Maybach cuyo motor arrancaba en el preciso instante en que Auguste Nowak salía por la puerta de la comisaría local de la Policía Judicial.
Cuando Bodenstein y Pia llegaron al antiguo edificio IG-Farben, donde se hallaba el nuevo campus de la Universidad de Frankfurt, la zona de entrada ya estaba acordonada por agentes uniformados y los curiosos de siempre se habían reunido al otro lado de la cinta del cordón policial. En el interior del edificio, estudiantes, profesores y trabajadores de la universidad discutían indignados con los agentes, pero las órdenes eran claras: nadie podía entrar ni salir del edificio hasta que hubieran encontrado el teléfono móvil de Nowak y, a ser posible, también a su propietario.
—Ahí está Frank —dijo Pia, que se había quedado sin fuerzas solo con ver el edificio, de nueve plantas y unos doscientos cincuenta metros de fachada.
¿Cómo iban a encontrar ahí dentro un teléfono móvil que volvía a estar apagado y que bien podía hallarse también en las catorce hectáreas del recinto, en el parque o en un coche de los que había allí aparcados? Behnke estaba con el jefe de operaciones de la Policía de Frankfurt entre las cuatro columnas de la imponente entrada principal del edificio IG-Farben. Cuando vio a Bodenstein y a Pia, se acercó a ellos.
—Podríamos empezar por el despacho de Kaltensee —propuso.
Entraron en el majestuoso vestíbulo, pero ninguno de ellos tenía en ese momento ojos para las planchas de bronce y los artísticos frisos de cobre con que estaban revestidos los ascensores y las paredes. Behnke se llevó a Bodenstein, a Pia y a un grupo de agentes de aspecto marcial con uniforme de la brigada móvil hasta el cuarto piso. Después torció hacia la derecha y avanzó con decisión por el largo pasillo, que se curvaba ligeramente. Pia recibió una llamada en su teléfono y contestó.
—¡Han vuelto a encender el móvil! —exclamó Ostermann, nervioso.
—¿Y? ¿Está en el edificio? —Pia se quedó quieta y se tapó el oído libre para oír mejor a su compañero.
—Sí, no hay duda.
La puerta del despacho de Kaltensee estaba cerrada con llave: un obstáculo más hasta que alguien consiguió dar con el bedel, que tenía una llave maestra. El hombre, un señor mayor con un bigote blanco como la nieve, se empleó a fondo con su manojo de llaves. Cuando por fin abrió la puerta, Behnke y Bodenstein lo apartaron con impaciencia para entrar.
—Mierda —renegó Behnke—. Aquí no hay nadie.
El bedel, en una esquina del despacho, seguía con los ojos muy abiertos los desesperados esfuerzos de la Policía.
—Pero ¿a qué viene todo esto? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Ha pasado algo con el profesor?
—¿Cree que, si no, nos habríamos presentado con cuatrocientos agentes y una brigada móvil? ¡Por supuesto que ha pasado algo con el profesor!
Pia se inclinó sobre el escritorio y examinó las hojas llenas de anotaciones que había allí con la esperanza de encontrar algún nombre, un número de teléfono o algún indicio sobre el paradero de Nowak, pero a Kaltensee le gustaba garabatear mientras hablaba por teléfono. Bodenstein rebuscó en la papelera y Behnke registró los cajones del escritorio mientras la gente de la brigada móvil esperaba en el pasillo.
—Ayer ya lo vi diferente —comentó el bedel, meditabundo—. No sé cómo decirles… Pasado de rosca.
Bodenstein, Behnke y Pia dejaron al mismo tiempo lo que estaban haciendo y se lo quedaron mirando.
—¿Vio usted ayer al profesor Kaltensee? ¿Por qué no nos lo ha dicho enseguida? —le gritó Behnke, furioso, al hombre.
—Porque no me lo han preguntado —contestó él con orgullo.
La radio del jefe de operaciones emitió varios chasquidos y después se oyó una voz que casi no se entendía a causa de las interferencias provocadas por los gruesos suelos de hormigón del edificio. El bedel se retorció un extremo del bigote mientras se paraba a pensar.
—Estaba absolutamente eufórico —recordó—. Lo cual no suele ser el caso. Salía del sótano del ala oeste, y eso me extrañó, porque su despacho…
—¿Puede llevarnos allí? —lo interrumpió Pia, impaciente.
—Claro que sí. —El bedel asintió con la cabeza—. Pero ¿qué es lo que ha hecho el profesor?
—Nada malo —repuso Behnke con sarcasmo—. Solo creemos que ha asesinado a varias personas.
El bedel se quedó boquiabierto.
—Mi gente tiene bajo arresto a unos individuos que han penetrado en el edificio sin la debida autorización —informó el jefe de operaciones con su rebuscado lenguaje oficial.
—¿Dónde? —preguntó Bodenstein, excitado.
—Planta baja. Ala oeste.
—Bueno, pues vamos —ordenó el inspector jefe.
Los seis hombres con el uniforme negro de K-Secure estaban de espaldas a los policías, con las piernas separadas y las manos contra la pared.
—¡Dense la vuelta! —gritó Bodenstein.
Los hombres obedecieron y Pia reconoció a Henri Améry, el director de la empresa de seguridad del clan Kaltensee, aun sin traje ni zapatos italianos.
—¿Qué están haciendo su gente y usted aquí? —preguntó la inspectora.
Améry sonrió sin decir nada.
—De momento, están detenidos. —Se volvió hacia uno de los agentes de la brigada móvil—. Sáquenlos de aquí. Y averigüen cómo sabían que estábamos en el edificio.
El hombre asintió. Las esposas chasquearon al cerrarse, los seis hombres de negro fueron escoltados al exterior. Bodenstein, Pia y Behnke hicieron que el bedel les abriera todas las salas: archivos de documentos, trasteros, salas de equipamiento técnico, cuartos de calderas, estancias vacías. En la penúltima sala, por fin, dieron con algo. En un colchón que había en el suelo yacía una figura, y junto a ella había botellas de agua, comida, medicamentos y una antigua caja postal. Pia accionó el interruptor de la luz con el corazón saliéndosele casi por la boca. El tubo fluorescente se iluminó en el techo con un tenue susurro.
—Hola, señor Nowak. —La inspectora se acercó al colchón y se acuclilló.
El hombre parpadeó ante la luz cegadora, aturdido. Estaba sin afeitar, y unos profundos surcos de agotamiento hendían su rostro maltratado. Con la mano sana aferraba un móvil. Se lo veía muy grave, pero estaba vivo. Pia le puso una mano en la frente, que ardía a causa de la fiebre, y vio que tenía la camiseta empapada de sangre. Se volvió hacia Bodenstein y Behnke.
—Hay que llamar enseguida a una ambulancia.
Después se dirigió de nuevo al herido. Daba igual lo que pudiera haber hecho, sentía lástima por él. Debía de estar sufriendo unos dolores terribles.
—Tendría que estar en el hospital —le dijo—. ¿Qué hace aquí?
—Elard… —masculló Nowak—. Por favor… Elard…
—¿Qué pasa con el profesor Kaltensee? —preguntó—. ¿Dónde está?
El hombre levantó con mucho esfuerzo la mirada hacia ella, luego cerró los ojos.
—¡Señor Nowak, tiene que ayudarnos! —pidió Pia con insistencia—. Hemos encontrado el coche del profesor Kaltensee en el aeropuerto. A él y a su madre parece que se los haya tragado la tierra. Y en la caja fuerte de su despacho hemos encontrado la pistola con la que hace poco han matado a tres personas. Suponemos que fue Elard Kaltensee quien cometió esos asesinatos después de encontrar la pistola en la caja postal.
Marcus Nowak abrió los ojos. Le temblaban las narinas. Tomó aire, jadeando como si quisiera decir algo, pero de sus labios partidos solo salió un gemido.
—Me temo que tengo que detenerlo, señor Nowak —dijo Pia sin pesar—. No tiene usted ninguna coartada para las noches de los asesinatos. Su mujer nos ha confirmado hoy que no estuvo en su casa ninguna de esas noches. ¿Quiere decir algo al respecto?
Nowak no contestó. En lugar de eso, soltó el móvil y tomó la mano de Pia. Buscaba las palabras, a todas luces desesperado. El sudor le corría por la cara, un ataque de escalofríos hizo temblar todo su cuerpo. Pia recordó la advertencia de la doctora del hospital de Hofheim: Nowak había recibido una herida en el hígado durante el ataque. Todo parecía indicar que los daños internos habían empeorado en el trayecto hasta allí.
—Tranquilo —le dijo, y le acarició la mano—. Primero lo llevaremos otra vez al hospital. Cuando se encuentre mejor, hablaremos.
El hombre la miró como si se estuviera ahogando; los ojos oscuros abiertos como platos. Si Marcus Nowak no recibía ayuda enseguida, moriría. ¿Era ese el plan de Elard Kaltensee? ¿Por eso lo había llevado allí, donde nadie pudiera encontrarlo? Pero, entonces, ¿por qué no le había quitado el móvil?
—Ya ha llegado la ambulancia —anunció alguien, interrumpiendo sus pensamientos.
El personal médico bajó una camilla con ruedas al sótano, los seguía un doctor con chaleco de color naranja y un maletín de la Cruz Roja. Pia quiso ponerse de pie para dejarle sitio, pero Marcus Nowak no le soltaba la mano.
—Por favor… —susurró, desesperado—. Por favor… Elard no… Mi abuela… —Se interrumpió.
—Mis compañeros se ocuparán de usted —dijo Pia en voz baja—. No se preocupe. El profesor Kaltensee no le hará nada más, eso se lo prometo. —Consiguió soltar con suavidad la mano de Nowak y se levantó—. Tiene una herida interna en el hígado —informó al médico de la ambulancia. Después se volvió hacia sus compañeros, que ya habían registrado la caja—. Bueno, ¿qué habéis encontrado?
—Entre otras cosas, el uniforme de las SS de Oskar Schwinderke —contestó Bodenstein—. Al resto ya le echaremos un vistazo en comisaría.
—Desde el principio supe que Elard Kaltensee era un asesino —le dijo Pia a Bodenstein—. Habría dejado que Nowak palmara en ese horrible agujero del sótano solo por no tener que ensuciarse las manos.
Iban de camino hacia Hofheim. En comisaría los estaba esperando Katharina Ehrmann, y los seis hombres de K-Secure estaban ya en las celdas de detención.
—¿Cuándo ha llamado Nowak por última vez? —preguntó Bodenstein.
—Ni idea, el móvil está apagado. Tenemos que pedir el historial de llamadas.
—¿Por qué no le quitó Kaltensee el teléfono? Seguro que imaginaría que Nowak llamaría a alguien.
—Sí, también yo me lo he preguntado. Quizá no sabía que podríamos localizar el móvil. —Pia se sobresaltó cuando empezó a sonar el teléfono del coche—. O puede que ni lo pensara.
—¿Oiga? —dijo una voz femenina—. ¿Señor Bodenstein?
—Sí. —Bodenstein miró a Pia con desconcierto e hizo un gesto de extrañeza—. ¿Con quién hablo, por favor?
—Sina. Soy la secretaria de Weekend.
—Ah, sí. ¿Qué puedo hacer por usted?
—El señor Ritter me dio ayer un sobre —explicó la mujer—. Me dijo que se lo guardara, pero, ahora que ha desaparecido, he pensado que quizá fuera importante para ustedes. De hecho, lleva escrito su nombre, inspector.
—¿De verdad? ¿Dónde está usted ahora?
—Sigo aquí, en el despacho.
Bodenstein dudó un momento.
—Voy a enviarle a un compañero para que recoja el sobre. Espere hasta que llegue, si es tan amable.
Pia ya tenía el móvil en las manos y le pidió a Behnke que se acercara a la redacción, que quedaba en el otro extremo, sin hacer caso del ataque de ira que le provocó a su compañero la perspectiva de tener que cruzar toda la ciudad a esas horas.
—Sí, es cierto —reconoció Katharina Ehrmann—. Mi editorial publicará la biografía de Vera Kaltensee. La idea de Thomas me pareció estupenda y he apoyado su proyecto desde el principio.
—Sabe usted que está desaparecido desde ayer, ¿verdad? —Pia observó a la mujer que estaba sentada frente a ella.
Katharina Ehrmann era quizá demasiado guapa para ser real. Su rostro inexpresivo indicaba falta de compasión o un exceso de Botox.
—Habíamos quedado anoche —repuso—. Como no vino, intenté llamarlo, pero no contestaba. Después el móvil estaba apagado.
Eso coincidía con la declaración de Marleen Ritter.
—¿Por qué quedó con Marcus Nowak el viernes de la semana pasada en Königstein? —preguntó el inspector jefe—. La mujer de Nowak vio cómo subía al coche de su marido y se iban juntos. ¿Tenía una relación con él?
—No soy tan rápida. —Katharina Ehrmann parecía algo divertida—. Ese día era la primera vez que nos veíamos. Me trajo los diarios y otros documentos que yo le había pedido a Elard, y luego fue tan amable de acompañarme un tramo en coche, antes de encontrarse con Thomas.
Pia y Bodenstein cruzaron una mirada de asombro. ¡Eso sí que era una noticia interesante! De manera que así era como había conseguido Ritter la información. El propio Elard había traicionado a su madre.
—La casa frente a la que se citó con Nowak y en la que se encontró el cadáver de Robert Watkowiak es de su propiedad —dijo Pia—. ¿Qué tiene que decir a eso?
—¿Qué quiere que le diga? —Katharina Ehrmann no parecía demasiado afectada—. Era la casa de mis padres, hace años que quiero venderla. El agente inmobiliario me llamó el sábado pasado y también me echó la bronca. ¡Como si yo pudiera haber sabido que Robert decidiría quitarse la vida justamente allí!
—¿Cómo entró Watkowiak en la casa?
—Con la llave, supongo —contestó Katharina Ehrmann, para sorpresa de Pia—. Yo le dejaba utilizarla porque volvía a necesitar un techo. Hubo una época en la que fuimos muy buenos amigos, Robert, Jutta y yo. Me daba pena.
Pia se permitió dudarlo. Katharina Ehrmann no daba la impresión de ser demasiado compasiva.
—Por cierto, no se quitó la vida —dijo la inspectora—. Lo mataron.
—¿Cómo? —Tampoco esa información consiguió que la mujer perdiera la serenidad.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
—Pues no hace mucho. —Se detuvo a pensar—. Creo que fue la semana pasada. Me llamó y me dijo que la Policía lo estaba buscando por los asesinatos de Goldberg y Schneider, pero que no había sido él. Yo le dije que lo más inteligente que podía hacer era ir a la Policía y entregarse.
—Por desgracia, no la escuchó. De haberlo hecho, quizá seguiría con vida —repuso Pia—. ¿Cree que la desaparición de Ritter podría estar relacionada con esa biografía que estaba escribiendo?
—Es posible. —Katharina Ehrmann se encogió de hombros—. Lo que hemos descubierto sobre el pasado de Vera podría enviarla a la cárcel. Para el resto de su vida.
—¿Porque la muerte de Eugen Kaltensee no fue ningún accidente, sino un asesinato? —aventuró Pia.
—Eso, entre otras cosas —repuso la mujer—. Aunque seguramente lo más importante es que Vera y su hermano debieron de matar a varias personas en la antigua Prusia Oriental.
El 16 de enero de 1945. Los cuatro mosqueteros en su todoterreno de camino a la heredad de Lauenburg. La familia Zeydlitz-Lauenburg, desde entonces dada por desaparecida.
—¿Cómo se enteró Ritter de eso? —preguntó la inspectora.
—Por una testigo presencial.
Una testigo presencial que conocía el secreto de los cuatro viejos amigos. ¿Quién era y a quién más se lo había explicado? Pia se sentía como electrizada. ¡Estaban a apenas unos milímetros de resolver los tres asesinatos!
—¿Cree usted posible que alguien de la familia Kaltensee haya secuestrado a Ritter para impedir la publicación del libro?
—Los creo capaces de cualquier cosa —afirmó Katharina Ehrmann—. Vera es una mujer sin escrúpulos. Y Jutta no es mucho mejor.
Pia le lanzó una mirada a su jefe, que seguía con su expresión de impasibilidad.
—Pero ¿cómo podrían haberse enterado los Kaltensee de que Elard le había pasado esa información a Thomas Ritter? —preguntó entonces el inspector jefe—. ¿Quién estaba al corriente?
—En realidad solo Elard, Thomas, Nowak, el amigo de Elard, y yo —repuso Katharina Ehrmann tras pensarlo un momento.
—¿Hablaron de ello por teléfono? —indagó Bodenstein.
—Sí —contestó la mujer, titubeante—. No sobre los detalles, pero sí sobre que Elard nos iba a facilitar el contenido de esa caja.
—¿Cuándo fue eso?
—El viernes.
La noche del domingo siguiente, Nowak había sido atacado. Todo encajaba.
—Se me ocurre ahora que Thomas me llamó anteayer por la noche desde su despacho. Estaba preocupado porque en el aparcamiento había una furgoneta con dos hombres en su interior. Yo no me lo tomé muy en serio, pero puede que… —Katharina Ehrmann se quedó callada—. ¡Madre mía! ¿Quieren decir que estaban espiando nuestra conversación telefónica?
—Me parece muy posible. —Bodenstein asintió con preocupación.
La plantilla de K-Secure estaba bien equipada, habían interceptado la radio de la Policía y así se habían enterado de dónde habían localizado el móvil de Nowak. Seguramente les habría resultado muy fácil escuchar también otras conversaciones telefónicas. Llamaron a la puerta, Behnke entró y le pasó a Pia un sobre acolchado que ella abrió al momento.
—Un disco —anunció—. Y una cinta.
Fue a buscar su dictáfono, metió la cinta en él y apretó el botón del play. Segundos después se oyó la voz de Ritter:
—«Hoy es viernes, 4 de mayo de 2007. Me llamo Thomas Ritter, delante de mí está sentada la señora Auguste Nowak. Señora Nowak, quiere usted explicar algo. Adelante, por favor».
—¡Alto! —exclamó Bodenstein, interrumpiendo la grabación—. Gracias, señora Ehrmann. Ya puede irse. Por favor, infórmenos si tiene alguna noticia del señor Ritter.
La mujer de melena oscura entendió y se levantó.
—Qué lástima —dijo—, justo ahora que se ponía interesante.
—¿De verdad no está nada preocupada por el señor Ritter? —preguntó Bodenstein—. Al fin y al cabo es su autor, el que iba a entregarle un best seller.
—Y su amante —añadió Pia.
Katharina Ehrmann sonrió con frialdad.
—Créanme —dijo—, él sabía muy bien dónde se metía. Casi nadie conoce a Vera tan bien como él. Además, se lo advertí.
—Una pregunta más —dijo Bodenstein, reteniéndola antes de que saliera—. ¿Por qué le legó Eugen Kaltensee participaciones de la empresa a usted?
Su sonrisa desapareció.
—Lea la biografía —respondió la mujer—. Y lo sabrá.
—«Mi padre era un gran admirador del káiser» —explicaba Auguste Nowak por el altavoz del dictáfono, que estaba en el centro de la mesa—. «Por eso me bautizó con el nombre de la emperatriz Augusta Victoria. Antes me llamaban Vicky, pero de eso hace mucho tiempo».
Bodenstein y Pia cruzaron enseguida una mirada. Todo el equipo de la K 11 se había reunido alrededor de la gran mesa de la sala de reuniones, y junto al inspector jefe estaba sentada la subcomisaria Nicola Engel, inexpresiva. El reloj marcaba las nueve menos cuarto, pero ni siquiera Behnke pensaba en irse a casa.
—«Nací en Lauenburg, el 17 de marzo de 1922. Mi padre, Arno, era el administrador de la heredad familiar de los Zeydlitz-Lauenburg. Éramos tres chicas: Vera, la hija del barón, Edda Schwinderke, la hija del tesorero, y yo. Las tres éramos de la misma edad y crecimos casi como hermanas. Edda y yo, de jovencitas, bebíamos los vientos por Elard, el hermano mayor de Vera, pero él no podía ver a Edda ni en pintura. Ya de niña había sido ambiciosa a más no poder y, en secreto, se veía como la señora de la heredad de Lauenburg. Cuando Elard se enamoró de mí, Edda se enfadó muchísimo. Pensaba que lo impresionaría porque con dieciséis años ya era jefa de grupo en la Liga de Muchachas Alemanas, pero fue todo lo contrario. Él despreciaba a los nazis, aunque nunca lo dijera en voz alta. Edda no se había dado cuenta y siempre fanfarroneaba porque su hermano Oskar había entrado en la Guardia de Corps de Adolf Hitler».
Auguste Nowak hizo una pausa. Nadie de los allí presentes dijo nada hasta que volvió a hablar.
—«En 1936 estuvimos en Berlín con las chicas de la liga, en los juegos olímpicos. Elard estaba estudiando por aquel entonces en Berlín. Por la noche nos invitó a cenar a Vera y a mí, y Edda casi se murió de celos. Empezó a hablar mal de nosotras porque nos habíamos separado del grupo sin permiso, y con eso nos metió en un buen lío. Desde ese día no dejó de hacerme la vida imposible siempre que podía, se reía de mí delante de las otras chicas en las veladas semanales y una vez llegó a afirmar que mi padre era un bolchevique. Con diecinueve años me quedé embarazada. Nadie tenía nada en contra de que nos casáramos, ni siquiera los padres de Elard, pero estábamos en guerra y Elard se había ido al frente. Cuando fijamos la fecha de la boda, la Gestapo lo arrestó a pesar de su rango de oficial militar. La segunda vez que intentamos formalizar el matrimonio también hubo que cancelarlo porque Elard volvía a estar arrestado. Todo era culpa de Oskar, que había injuriado a Elard ante la Gestapo».
Pia asintió con la cabeza. Esa declaración corroboraba lo que le había explicado el antiguo condenado a trabajos forzados a Miriam en Polonia.
—«El 23 de agosto de 1942 vino al mundo nuestro hijo. Por aquel entonces, Edda ya no vivía en Lauenburg. Ella y Maria Willumat, la hija del jefe de la sección local del Partido Nazi de Doben, se habían presentado para trabajar en un campo de prisioneras. Desde que se había ido y ya no podía husmear por allí, Elard y Vera empezaron a pasar en secreto dinero, joyas y objetos de valor al Imperio alemán, en concreto a Suiza. Elard estaba convencido de que la guerra estaba perdida y quería que por lo menos Vera, Heini y yo nos fuéramos al Oeste. La familia de su madre poseía una propiedad cerca de Frankfurt, y quería enviarnos allí».
—El Molino —murmuró Pia.
—«Pero no lo conseguimos. Elard recibió un disparo en noviembre del 44 y regresó a Lauenburg gravemente herido. Vera se había escapado a escondidas de su internado para señoritas de Suiza y también estuvo en casa esa Navidad. Las dos ayudamos a Elard a preparar la huida, pero el permiso de evacuación no llegó hasta el 15 de enero. Demasiado tarde; los rusos estaban ya a solo veinte kilómetros de distancia. La caravana partió la mañana del 16 de enero, al alba. Yo no quería irme sin mis padres y Elard y, como yo me quedaba, se quedó también Vera. Pensábamos que más adelante todavía tendríamos oportunidad de llegar al Oeste».
Auguste Nowak soltó un hondo suspiro.
—«Los padres de Elard preferían morir a entregar la heredad. Los dos pasaban ya de largo los sesenta años y habían perdido a sus dos hijos mayores en la Gran Guerra. Mis padres estaban muy enfermos, con tuberculosis. También mi hermana pequeña, Ida, permanecía en cama con más de cuarenta de fiebre. Nos escondimos en el sótano del castillo, equipados con víveres, colchones y sábanas, y esperamos que los rusos no nos descubrieran y pasaran de largo. Era más o menos mediodía cuando un coche llegó al patio, un todoterreno militar. El padre de Vera creyó que Schwinderke había enviado a alguien para transportar a los enfermos, pero no era eso».
—«¿Quiénes eran los que habían llegado?» —preguntó Ritter en la cinta.
—«Edda y Maria, Oskar y su camarada de las SS, Hans».
De nuevo, el testimonio de Auguste Nowak coincidía con el recuerdo del anciano polaco. Pia contuvo la respiración y se inclinó hacia delante, ansiosa.
—«Entraron en el castillo y nos encontraron en el sótano. Oskar nos amenazó con una pistola y nos obligó a Vera y a mí a cavar una fosa. El suelo era arenoso, sí, pero estaba muy duro, de modo que no lo conseguimos; por eso Edda y Hans nos quitaron las palas. Nadie decía una palabra. El barón y la baronesa estaban de rodillas y…».
La voz de Auguste Nowak, hasta ese momento tranquila y serena, empezó a temblar.
—«… se pusieron a rezar. Heini no dejaba de gritar. Mi hermana pequeña, Ida, estaba allí de pie con lágrimas cayéndole por las mejillas. Todavía la veo como si fuera ayer. Nos hicieron colocarnos en fila, de cara a la pared. Maria me quitó a Heini de los brazos y se lo llevó. El niño no hacía más que llorar y gritar…».
En la sala de reuniones, el silencio era tan absoluto que podría haberse oído caer un alfiler.
—«Oskar mató primero al barón y a la baronesa de un tiro en la nuca, después a mi hermana pequeña. No tenía más que nueve años. Entonces le dio la pistola a Maria, y ella disparó a mi madre en ambas rodillas y luego en la cabeza. Después mató también a mi padre. Elard y yo nos habíamos dado la mano. Edda le quitó la pistola a Maria. Yo la miré a los ojos y los vi llenos de odio. Rio al dispararles un tiro en la cabeza primero a Elard y luego a Vera. Por último me disparó a mí. Todavía la oigo reír…».
Pia no podía creerlo. ¡Cuánto esfuerzo debía de haberle costado a la anciana relatar tan sencilla y objetivamente la matanza de su familia! ¿Cómo podía seguir alguien viviendo con esos recuerdos sin volverse loco? Recordó entonces lo que le había contado Miriam sobre los destinos de las mujeres en el Este después de la Segunda Guerra Mundial, que ella había recopilado en el marco de un proyecto de investigación. Esas mujeres habían vivido lo indecible y no habían hablado de ello en toda su vida. Igual que Auguste Nowak.
—«Sobreviví a ese tiro en la cabeza por puro milagro. La bala salió otra vez por mi boca. No sé cuánto tiempo estuve allí inconsciente, pero de alguna forma conseguí salir de la fosa por mi propio pie. Nos habían tirado arena encima, y seguramente solo pude seguir respirando porque había caído bajo el cadáver de Elard. Salí arrastrándome, buscando a Heini. El castillo ardía en llamas y yo, al huir, caí en manos de unos soldados rusos que, a pesar de mis heridas, primero me violaron y luego me llevaron a un hospital de campaña. Cuando recuperé las fuerzas hasta cierto punto, me hacinaron junto a otras chicas y mujeres en un vagón para ganado. Estábamos demasiado apretadas para sentarnos y solo nos daban un cubo de agua para cuarenta personas cuando los guardias estaban de buen humor. Nos llevaron a Carelia, y en el lago Onega tuvimos que colocar vías, talar árboles y cavar zanjas a cuarenta grados bajo cero. A mi alrededor, las mujeres morían como moscas; algunas chicas no tenían más que catorce o quince años. Yo sobreviví cinco años en el campo de trabajo solo porque le caí en gracia al director, por lo visto, y me daba más de comer que a las demás. No regresé de Rusia hasta 1950 y con un niño en brazos, el regalo de despedida del director del campo».
—El padre de Marcus —dedujo Pia—. Manfred Nowak.
—«En el campo de Friedland conocí a mi marido, y más adelante conseguimos trabajo en una granja. Hacía mucho que había perdido toda esperanza de reencontrar a mi hijo mayor. Nunca hablé de ello con nadie. Tampoco más tarde pensé que esa famosa Vera Kaltensee de la que no oía más que hablar y que salía en las revistas pudiera ser Edda. Solo cuando mi nieto Marcus y yo nos fuimos de viaje a la Prusia Oriental el verano de hace dos años y conocimos a Elard Kaltensee en Giżycko comprendí quién era y quiénes habían vivido muy cerca de mí desde mi traslado a Fischbach».
Auguste Nowak volvió a hacer una pausa.
—«Me guardé para mí lo que sabía. Un año después, Marcus estuvo trabajando en El Molino y, un día, Elard y él me trajeron esa vieja caja de envíos postales. Fue un golpe muy fuerte volver a ver todas esas cosas: el uniforme de las SS, los libros, los periódicos de la época. Y la pistola. Enseguida supe que debía de ser la misma pistola con la que habían matado a toda mi familia. Había estado sesenta años en esa caja, Vera nunca se había deshecho de ella. Y cuando usted, señor Ritter, les habló a Marcus y Elard de Vera y de sus tres viejos amigos, enseguida comprendí quiénes eran ellos en realidad. Elard se llevó con él la caja, pero Marcus guardó la pistola y los cartuchos en su caja fuerte. Descubrí dónde vivían esos asesinos y, una noche que Marcus había salido, agarré la pistola y fui a ver a Oskar. ¡Él, justamente, se había hecho pasar por judío todos esos años! Me reconoció enseguida y me rogó que no lo matara, pero yo le disparé igual que él había disparado a los padres de Elard. Después se me ocurrió dejarle un mensaje a Edda. Sabía que ella enseguida entendería lo que significaban esos cinco números, y estaba segura de que el miedo le helaría la sangre, porque no tenía ni idea de quién más podía saberlo. Tres días después maté a Hans».
—«¿Cómo llegó hasta las casas de Goldberg y Schneider?» —la interrumpió Ritter.
—«Con un vehículo de la empresa de mi nieto» —respondió Auguste Nowak—. «Ese fue también el mayor problema que tuve con Maria. Había descubierto que iban a representar una función teatral con fuegos artificiales en la residencia. Esa noche, sin embargo, no había ningún coche disponible, así que tuve que ir en autobús y luego le pedí a mi nieto que me fuera a recoger. El chico ni siquiera preguntó qué se me había perdido en la distinguida Vistas del Taunus. Estaba demasiado metido en sus cosas y ahogado por sus problemas. Amordacé a Maria en su apartamento con una media y luego me la llevé en la silla de ruedas hasta el bosque. Nadie se fijó en nosotras y, durante los fuegos artificiales, nadie oyó los disparos».
Auguste Nowak se quedó callada. En la sala reinaba un silencio sepulcral. La trágica historia de la anciana y su confesión habrían conmocionado hasta al agente más experto de la Policía Judicial.
—«Ya sé que la Biblia dice “No matarás”» —siguió explicando Auguste Nowak con una voz que, de pronto, sonaba quebradiza—, «pero la Biblia también dice “Ojo por ojo, diente por diente”. Cuando comprendí quiénes eran Vera y sus amigos, supe que no podía dejar impune esa injusticia. Mi hermana pequeña, Ida, tendría hoy setenta y un años, podría estar viva aún. No podía dejar de pensar en eso».
—«¿O sea que el profesor Elard Kaltensee es hijo suyo?» —preguntó Thomas Ritter.
—«Sí. Es hijo mío y de mi querido Elard» —corroboró Auguste Nowak—. «Y es el barón de Zeydlitz-Lauenburg, ya que Elard y yo nos casamos el día de Navidad de 1944 en la biblioteca de la heredad de Lauenburg, en una ceremonia oficiada por el pastor Kunisch».
Los agentes de la K 11 siguieron sentados en silencio un momento más alrededor de la mesa cuando la cinta ya había terminado.
—Hoy ha estado aquí, quería hablar conmigo —dijo Pia, la primera en atreverse a decir algo—. Seguro que quería explicarme todo esto para que dejáramos de sospechar de su nieto.
—Y de su hijo —añadió Bodenstein—. El profesor Kaltensee.
—No la habrán dejado marchar… —exclamó Nicola Engel con severidad.
—¡Es que no podía saber que era nuestra asesina! —se defendió Pia—. Acabábamos de localizar el teléfono móvil de Nowak, teníamos que ir a Frankfurt.
—Se habrá ido a su casa —dijo Bodenstein—. Iremos a buscarla allí. Es probable que sepa dónde está Elard.
—Más probable aún es que haya matado antes a Vera Kaltensee —intervino Ostermann esta vez—. Si es que no lo ha hecho ya hace días.
Bodenstein y Behnke se subieron al coche para ir a Fischbach y detener a Auguste Nowak mientras Pia leía la biografía de Vera Kaltensee en el ordenador, buscando alguna aclaración sobre la relación entre Katharina Ehrmann y Eugen Kaltensee. La historia de Auguste Nowak la había dejado muy afectada y, aunque como policía y exmujer de un forense conocía de sobra el lado oscuro del ser humano, la crueldad de aquellos cuatro asesinos la había impactado enormemente. Aquel acto no podía justificarse por el instinto de supervivencia en una situación extraordinaria; más bien habían puesto sus vidas en peligro para cometer esa atrocidad. ¿Cómo se podía olvidar algo así, seguir viviendo con semejante carnicería en la conciencia? Y Auguste, ¡cuánto había tenido que soportar! Ante sus ojos habían ejecutado a su marido, a sus padres, a su mejor amiga y a su hermana pequeña. ¡Habían secuestrado a su hijo y ella había sido deportada! Pia no lograba entender de dónde había sacado fuerzas la mujer para sobrevivir al campo de trabajo, a la humillación, a las violaciones, al hambre y a la enfermedad. ¿Sería la esperanza de recuperar a su hijo lo que la había mantenido con vida, o la idea de la venganza? A sus ochenta y cinco años, Auguste Nowak tendría que comparecer ante los tribunales para responder de los tres asesinatos, eso era lo que preveía el código penal. Justamente cuando se había reencontrado con ese hijo al que creía perdido, tendría que ir a la cárcel. Y no había pruebas que pudieran justificar de algún modo sus actos. Pia interrumpió su lectura. ¡Tal vez sí las hubiera! La idea le pareció una locura al principio, pero, pensándolo mejor, resultaba bastante plausible. Justo cuando estaba marcando el número del teléfono personal de Henning, Bodenstein entró en su despacho con cara de pocos amigos.
—Tenemos que dar orden de busca y captura contra Auguste Nowak —informó.
Pia se puso el índice sobre los labios, porque Henning contestaba ya al otro lado de la línea.
—¿Qué pasa? —preguntó de mal humor el forense.
Pia, sin hacer caso de su rudeza, le explicó la historia de Auguste Nowak en una versión resumida. Bodenstein la miraba con un interrogante en la mirada. La inspectora activó entonces el altavoz del teléfono e informó a Henning de que su jefe los estaba escuchando.
—¿Se puede extraer ADN de unos huesos de hace más de sesenta años? —preguntó.
—En ciertas circunstancias, sí. —El tono de crispación había desaparecido de la voz de Henning, que parecía intrigado—. ¿En qué habías pensado?
—Todavía no lo he hablado con mi jefe —repuso Pia, y miró a Bodenstein—, pero tú y yo tendríamos que irnos de viaje a Polonia. Lo mejor sería el avión, claro. Miriam podría ir a recogernos al aeropuerto.
—¿Cómo? ¿Ahora mismo?
—Ahora mismo sería genial. El tiempo apremia.
—No tengo ningún plan para esta noche —contestó Henning. Luego, bajando la voz, añadió—: Al contrario. Me harías un favor.
Pia comprendió la indirecta y sonrió. Henning no podía quitarse de encima a la fiscal Löblich.
—En coche tardaríamos unas dieciocho horas hasta Masuria.
—Yo había pensado en Bernd. Todavía tiene su Cessna, ¿verdad?
Bodenstein negó con la cabeza, pero Pia no le hizo caso.
—Lo llamaré —dijo Henning Kirchhoff—. Ahora mismo te digo algo. Ah… ¿Bodenstein?
Pia le pasó el auricular a su jefe.
—En el análisis rápido de su muestra de sangre he encontrado restos de ácido gamma-hidroxibutírico, o GHB. También lo llaman éxtasis líquido. Según mis cálculos, debió de ingerir usted una dosis de aproximadamente dos miligramos a eso de las nueve de la noche anterior.
Bodenstein miró a Pia.
—Con una dosis tan elevada, se pierde el control de la motricidad. Algo similar a lo que sucede con el alcohol. En ciertas circunstancias puede tener también un efecto afrodisíaco.
Pia se dio cuenta de que su jefe se ponía colorado.
—¿Qué conclusión saca usted de ello? —preguntó Bodenstein, y se volvió de espaldas a Pia.
—Que, si no lo tomó usted conscientemente, alguien se lo preparó. Es probable que con alguna bebida. El éxtasis líquido es incoloro.
—Entendido —repuso Bodenstein, escueto—. Muchas gracias, doctor Kirchhoff.
—No hay de qué. Enseguida volveré a llamar.
—Bueno, pues… —Pia estaba satisfecha— resulta que Jutta te había tendido una trampa.
—No puedes irte a Polonia —dijo Bodenstein en lugar de seguir por ahí—. Ni siquiera sabes si ese castillo sigue en pie. Además, a las autoridades polacas no les entusiasmará que les pidamos colaboración justo ahora, en plena noche.
—Pues no lo haremos. Henning y yo volaremos allí como turistas.
—Qué fácil te parece todo…
—Porque lo es —insistió Pia—. Si el amigo de Henning tiene tiempo, podría habernos dejado en Polonia a primera hora de mañana. Siempre está llevando a hombres de negocios al Este y conoce todas las formalidades.
Bodenstein arrugó la frente. Justo entonces llamaron a la puerta y entró Nicola Engel.
—Felicidades —dijo—. Ha resuelto usted los tres asesinatos.
—Gracias —repuso Bodenstein.
—Y ahora ¿qué? ¿Por qué no ha detenido aún a la mujer?
—Porque no estaba en su casa. Ahora mismo doy la orden de busca y captura.
La subcomisaria Engel levantó las cejas y miró a Pia y a Bodenstein con recelo una y otra vez.
—Ustedes dos se traen algo entre manos —dijo, perspicaz.
—Es cierto. —Bodenstein tomó aire—. Voy a enviar a Kirchhoff a Polonia con un antropólogo forense para que, si es posible, recuperen unos huesos y de esta manera podamos analizarlos. Si se demuestra que Auguste Nowak ha dicho la verdad, de lo cual estoy convencido, tendremos suficientes pruebas para llevar a Vera Kaltensee a juicio por asesinato.
—Eso queda descartado. No tenemos nada que ver con la horripilante historia de esa mujer. —Nicola Engel sacudió la cabeza con decisión—. No es en absoluto necesario hacer viajar a Kirchhoff a Polonia.
—Pero es que podríamos… —empezó a decir Pia.
—Todavía tienen otros dos crímenes por resolver aquí —dijo la subcomisaria, ahogando su protesta—. Además, el profesor Kaltensee sigue huido, y ahora también la señora Nowak, una asesina confesa. ¿Y dónde están esos diarios que Ritter recibió de Nowak? ¿Dónde está Ritter? ¿Por qué hay seis hombres abajo, en las celdas de detención? ¡Será mejor que hablen con ellos en lugar de irse a Polonia por las buenas!
—Para eso tenemos aún todo el día de mañana —intentó argumentar Pia, pero su futura jefa se mostró inflexible.
—El señor Nierhoff me ha facultado para tomar decisiones en su nombre, y es lo que estoy haciendo. No viajará usted a Polonia. Es una orden. —Nicola Engel sostenía una carpeta en su mano de uñas bien cuidadas—. Y aquí, de hecho, tenemos nuevos problemas.
—Ajá… —Bodenstein mostró poco interés.
—El abogado de la familia Kaltensee ha presentado una queja oficial ante el Ministerio del Interior por sus métodos en los interrogatorios. En estos momentos está preparando una denuncia contra ustedes dos.
—Menuda sandez —espetó Bodenstein con desdén—. Quieren intimidarnos por todos los medios porque se han dado cuenta de que los estamos acorralando.
—Y usted tiene un problema aún más grave encima, señor Von Bodenstein. El abogado de la señora Kaltensee, por el momento, considera estos hechos solo como coacción. Si le quisiera mal, fácilmente podría convertirlos en una violación. —Abrió la carpeta de golpe y se la tendió a Bodenstein.
El inspector jefe se ruborizó.
—La señora Kaltensee me tendió una trampa para…
—No sea ridículo, inspector jefe —interrumpió la subcomisaria Engel con brusquedad—. Quedó con la diputada Kaltensee para tener un tête-à-tête y, al final, la coaccionó para mantener relaciones sexuales con ella.
Al ver la vena hinchada en la sien de Bodenstein, Pia supo que a su jefe le estaba costando toda su fuerza de voluntad no perder los estribos.
—Si esto llegara a hacerse público de alguna manera —dijo la subcomisaria—, no quedaría más remedio que suspenderlo de servicio.
Bodenstein la miró con furia y ella le sostuvo la mirada.
—Pero ¿tú de qué lado estás? —preguntó el inspector jefe. Era evidente que había olvidado del todo la presencia de Pia.
Tampoco a Nicola Engel parecía importarle que los estuviera escuchando.
—Del mío —contestó con frialdad—. A estas alturas ya deberías haberlo comprendido.
Eran las once y cuarto cuando Henning llegó a casa de Pia con su bolsa de viaje y un equipo completo. Bodenstein y Pia estaban sentados a la mesa de la cocina, comiendo una pizza de atún de las reservas del congelador de Pia.
—Podemos despegar esta misma madrugada, a las cuatro y media —informó Henning, y se inclinó sobre la mesa—. Bah, no sé cómo puedes seguir comiendo estas porquerías.
Justo entonces pareció darse cuenta de lo desanimados que estaban los dos.
—¿Qué pasa aquí?
—¿Cómo puedo cometer el crimen perfecto? —preguntó Bodenstein, sombrío—. Seguro que tiene un par de buenos consejos que darme.
Henning le lanzó a Pia una mirada interrogante.
—Ah, pues sí, seguro que se me ocurriría algo. Sobre todo, tiene que evitar que la víctima acabe en mi mesa de trabajo —respondió el forense, medio en broma—. ¿De quién estamos hablando?
—De nuestra futura jefa. Nicola Engel —contestó Pia. Bodenstein ya la había informado, a condición de que fuera absolutamente discreta, de los motivos de la antipatía que la subcomisaria Engel mostraba hacia él—. Me ha prohibido cruzar la frontera polaca.
—Bueno, no la cruzaremos. La sobrevolaremos.
Bodenstein levantó la mirada.
—Es cierto. —Sonrió, titubeante.
—Con eso ya está todo solucionado. —Henning tomó un vaso de la estantería y se sirvió un poco de agua—. Ponedme al día.
Entre Bodenstein y Pia, fueron informándole de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.
—Necesitamos a toda costa pruebas de lo que presuntamente sucedió el 16 de enero de 1945 —concluyó Pia—. Si no, ya podemos olvidarnos de acusar a Vera Kaltensee de asesinato. Al contrario: será ella quien nos entierre bajo pleitos y denuncias. Ningún tribunal del mundo la condenaría basándose tan solo en el testimonio de Auguste Nowak; al final, siempre podría afirmar que ella no disparó ninguno de los tiros aquel día. Además, no sabemos dónde están los diarios, y Ritter continúa en paradero desconocido.
—También han desaparecido Vera y Elard Kaltensee, así como Auguste Nowak —añadió el inspector jefe. Le costó reprimir un bostezo y lanzó una mirada al reloj—. Si esta madrugada vuelas a Polonia, deja aquí tu arma reglamentaria, por favor —le dijo a Pia—. No quiero que haya más complicaciones.
—Entendido. —Pia asintió con la cabeza. Al contrario que su jefe, estaba completamente despierta.
Sonó el móvil de Bodenstein, que descolgó mientras Pia recogía los platos sucios y los metía en el lavavajillas.
—Han encontrado el esqueleto de una mujer enterrado en El Molino —informó con voz cansada al colgar—. Y también nos han llamado desde Suiza. Vera Kaltensee no está en su casa de Zúrich ni en la del Tesino.
—Esperemos que no sea aún demasiado tarde —dijo Pia—. Daría lo que fuera por llevarla ante los tribunales.
Bodenstein se levantó de su silla.
—Yo me voy a casa —anunció—. Mañana será otro día.
—Espera, cerraré la verja cuando salgas.
Pia lo acompañó fuera con los cuatro perros, que habían estado esperando en la puerta de casa la señal para realizar su última ronda nocturna.
—¿Qué le dirás mañana a Engel, cuando pregunte por mí? —quiso saber Pia. Se sentía mal, porque al fin y al cabo Bodenstein ya estaba al borde de la suspensión.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo alzando los hombros—. No te preocupes por eso.
—Dile que me he ido sin avisarte.
Bodenstein la miró, sopesándolo, pero luego negó con la cabeza.
—Es un detalle, pero no pienso hacer eso. Tienes todo mi respaldo para lo que decidas. Por algo soy tu jefe.
Se quedaron allí de pie, mirándose a la luz del farol de la entrada.
—Tú ve con cuidado —dijo Bodenstein, algo emocionado—. De verdad que no sabría cómo seguir sin ti, Pia.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila. Pia no sabía muy bien qué pensar de eso, pero de alguna forma su relación había cambiado en las últimas semanas. Bodenstein había dejado de poner tanta distancia.
—No nos pasará nada —le aseguró ella.
Su jefe abrió la puerta del coche, pero no subió.
—Entre Nicola Engel y yo no solo se interpone lo que ocurrió durante aquella investigación —soltó por fin—. Nos conocimos estudiando Derecho, en Hamburgo, y estuvimos juntos dos años. Hasta que Cosima se cruzó en mi vida.
Pia contuvo el aliento. ¿De dónde salía de pronto esa necesidad de contárselo?
—Nicola nunca me ha perdonado que rompiera con ella y me casara con Cosima solo tres meses después. —Su rostro se transformó en una mueca—. Me lo sigue reprochando, aun a día de hoy. ¡Y yo, idiota de mí, voy y se lo pongo en bandeja!
Pia comprendió entonces el temor de su jefe.
—¿Quieres decir que podría contarle a tu mujer lo de… hmmm… tu incidente con Jutta?
Bodenstein soltó un suspiro y asintió.
—¡Pues explícale tú mismo lo que sucedió, antes de que se entere por Engel! —exclamó la inspectora—. Además, tienes el resultado del análisis como prueba de que esa Kaltensee te tendió una trampa. Tu mujer lo entenderá, estoy segura.
—Yo, por desgracia, no lo estoy tanto —repuso Bodenstein, y subió al coche—. Bueno, tú ten mucho cuidado. No corras ningún riesgo innecesario. Y ve llamándome.
—Lo haré —prometió Pia, y levantó la mano para despedirse mientras él se alejaba ya en el coche.
Bodenstein estaba sentado frente a su portátil; había metido una copia del disco con el manuscrito de la biografía de Vera Kaltensee e intentaba concentrarse en él. Ni media caja de aspirinas había conseguido hacerle efecto contra su espantoso dolor de cabeza. El texto flotaba ante sus ojos, tenía el pensamiento en otra parte. Había mentido a Cosima al decirle que, antes de acostarse, tenía que leer todo el manuscrito porque era importante para la investigación, y ella lo había creído sin dudar ni un momento. Ya hacía dos horas enteras que le daba vueltas a contarle o no lo de su incidente, y, en caso de hacerlo, cómo sacar el tema. No estaba acostumbrado a tener secretos con su mujer; se sentía fatal. El valor lo abandonaba más a cada minuto que pasaba. ¿Y si ella no lo creía? ¿Y si a partir de entonces desconfiaba de él cada vez que llegara tarde a casa?
—Maldita sea —masculló, y cerró el portátil.
Apagó el flexo del escritorio y subió la escalera con pasos pesados. Cosima estaba tumbada en la cama, leyendo. Cuando él entró, dejó el libro a un lado y lo miró. ¡Qué preciosa estaba, cómo la quería! Imposible tener con ella semejante secreto. La siguió mirando en silencio mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Cosi —Bodenstein sentía la boca seca como papel de estraza y temblaba por dentro—, yo… yo… tengo que decirte una cosa…
—Vaya, por fin —repuso ella.
Bodenstein se la quedó mirando atónito. Para su sorpresa, Cosima incluso sonreía un poco.
—Llevas la mala conciencia escrita en la cara —dijo su mujer—. Solo espero que no tenga nada que ver con tu antigua novia Nicola. Vamos, cuéntamelo de una vez.