Miércoles, 9 de mayo de 2007

No te vas a creer quién me llamó ayer —dijo Cosima desde el cuarto de baño—. ¡Te digo que me quedé de piedra!

Bodenstein estaba en la cama jugando con la niña, que perseguía su dedo y soltaba grititos de alegría cada vez que lo agarraba con una fuerza asombrosa. Ya iba siendo hora de que resolvieran el dichoso caso, porque definitivamente veía muy poco a su hija pequeña.

—¿Quién te llamó? —preguntó, y le hizo cosquillas en la tripa a Sophia, que rio y pataleó con sus piernecitas.

Cosima apareció en la puerta con solo una toalla alrededor del cuerpo y el cepillo de dientes en la mano.

—Jutta Kaltensee.

Bodenstein se sobresaltó. No le había dicho a Cosima que Jutta Kaltensee lo había llamado por lo menos diez veces esos últimos días. Al principio se había sentido halagado, pero las conversaciones se habían vuelto demasiado íntimas con demasiada rapidez, para su gusto. Sin embargo, no había sido hasta el día anterior, después de que ella le preguntara por fin sin rodeos si querría salir a comer algún día, cuando el inspector jefe había comprendido qué pretendía en realidad con tanta llamadita. Era evidente que Jutta Kaltensee le estaba tirando los tejos, y él no sabía cómo debía reaccionar ante algo así.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quería? —Bodenstein se obligó a hablar en un tono natural y siguió jugando con la niña.

—Busca colaboradores para su nueva campaña de imagen. —Cosima volvió a entrar en el baño y regresó con la bata puesta—. Me dijo que había pensado en mí al encontrarse contigo en casa de su madre.

—¿De verdad?

Bodenstein no se sentía cómodo con la idea de que Jutta recabara información sobre él y su familia a sus espaldas. Además, Cosima no producía películas publicitarias, sino documentales. Ese pretexto de la campaña de imagen no era más que una patraña. Pero ¿por qué lo hacía?

—Hemos quedado hoy para comer juntas, y escucharé lo que tenga que proponerme. —Cosima se sentó en el borde de la cama y se dio crema en las piernas.

—Suena muy bien. —Bodenstein volvió la cabeza y miró a su mujer con expresión de absoluta inocencia—. Pero deja que te invite ella. Los Kaltensee están forrados.

—¿No tienes nada en contra?

Bodenstein no sabía cuál era exactamente la intención de Cosima con esa pregunta.

—¿Por qué habría de tenerlo? —preguntó él a su vez, y en ese mismo segundo decidió que no volvería a contestar ni una sola llamada de Jutta Kaltensee. Al mismo tiempo, sin embargo, se dio cuenta de lo lejos que había dejado llegar la situación. Demasiado lejos. Solo con pensar en esa mujer tan atractiva, excitante y astuta, se desencadenaban en él unas fantasías nada apropiadas para un hombre casado.

—Porque su familia está en el punto de mira de tus investigaciones —contestó Cosima.

—Tú ve y escucha su oferta —insistió él, aunque a regañadientes.

Una sensación desagradable se apoderó del inspector jefe. El coqueteo con Jutta, que hasta ese momento había sido inofensivo, podía convertirse fácilmente en un riesgo incalculable, y algo así era lo último que le hacía falta. Ya era hora de pararle los pies, con amabilidad pero firmemente. Por mucha lástima que le diera.

Aunque la noche había sido muy corta, Pia ya estaba sentada a su escritorio a las siete menos cuarto de la mañana. Se había hecho imprescindible hablar con Elard Kaltensee lo antes posible, eso estaba claro. Dio unos sorbos a su café, fijó la vista en la pantalla y pensó en el informe de Ostermann y en las conclusiones a las que habían llegado el día anterior. Desde luego, era concebible que los hermanos Kaltensee hubiesen pagado por esos asesinatos, pero había demasiadas cosas que no encajaban: ¿a qué hacía alusión ese número que el asesino había dejado en todos los escenarios?, ¿por qué se habían cometido los crímenes con un arma tan antigua y una munición fabricada hacía sesenta años? Un asesino a sueldo habría utilizado más bien un arma con silenciador, y no se habría molestado en sacar a Anita Frings de la residencia y empujarla hasta el bosque. Tras los asesinatos de Goldberg, Schneider y Anita Frings se escondía algo personal, de eso Pia estaba segura. Pero ¿cómo encajaba Robert Watkowiak en todo ello? ¿Por qué había tenido que morir su novia? La respuesta se ocultaba bajo una maraña de pistas falsas y posibles móviles. El deseo de venganza era un motivo poderoso. Thomas Ritter conocía la historia familiar de los Kaltensee, había sido profundamente humillado por Vera y se sentía herido.

¿Y Elard Kaltensee? ¿Habría matado él de un tiro a los tres amigos de su madre, o habría encargado sus muertes, porque no habían querido desvelarle nada acerca de su verdadera procedencia? Al menos reconocía que los había odiado y que había sentido el deseo de acabar con ellos. Y, por último, estaba también Marcus Nowak, cuyo papel en todo aquello era muy dudoso. No solo había sido visto un vehículo de su empresa a la hora del crimen frente a la casa de Schneider, sino que él mismo había estado también en la casa de Königstein en el momento en que había muerto Watkowiak, y en Vistas del Taunus la noche del asesinato de Anita Frings. No podían ser meras coincidencias. Para Nowak, además, había mucho dinero en juego. Él y Elard Kaltensee tenían una relación mucho más estrecha de lo que el profesor había querido hacerles creer. Tal vez habían cometido juntos los tres asesinatos, tal vez Watkowiak los había visto y… ¿O sería todo falso y eran los Kaltensee quienes se encontraban en el fondo del asunto? ¿Alguna otra persona, tal vez? Pia tuvo que reconocer que se movía en círculos.

Se abrió la puerta y Ostermann y Behnke entraron en el despacho. En ese mismo instante, el fax que había junto a la mesa de Ostermann soltó un pitido y empezó a traquetear. El inspector dejó su bolsa, tiró de la primera página y la examinó.

—Vaya, por fin —dijo—. El laboratorio tiene resultados.

—Déjame ver.

Juntos leyeron las seis páginas que les enviaba el laboratorio de criminología. El arma con la que habían matado a Anita Frings era la misma que había disparado los tiros mortales a Goldberg y Schneider. También la munición era idéntica. El ADN que se había encontrado tanto en una copa como en varias colillas de cigarrillo del cine secreto de Schneider pertenecía a un hombre cuyos datos estaban registrados en la base de la Dirección Federal de la Policía Judicial. También se había determinado la presencia de una mujer junto al cadáver de Herrmann Schneider gracias a un único pelo, aunque de ADN desconocido. En el espejo de la casa de Goldberg habían encontrado una huella dactilar clara, pero por desgracia tampoco podían vincularla a nadie en concreto. Ostermann entró en la base de datos y comprobó que el hombre que había estado en el cine del sótano de Schneider era un tal Kurt Frenzel, con reiterados antecedentes penales por agresiones físicas y por haberse dado a la fuga tras varios accidentes de tráfico.

—La navaja que se le encontró a Watkowiak fue sin duda el arma con la que mataron a Monika Kramer —dijo Pia—. La empuñadura tenía sus huellas dactilares. Pero el esperma de la boca de la chica no era suyo, sino de un desconocido. El autor del crimen era diestro. Los rastros que se encontraron en el apartamento pertenecían a Monika Kramer, sobre todo, y a Robert Watkowiak, salvo por algunas fibras que tenía la chica bajo las uñas y que no han podido identificarse, y también un pelo que todavía se está analizando. La sangre de la camisa de Watkowiak, por cierto, era de ella.

—Parece todo muy evidente —dijo Behnke—. Watkowiak se cargó a su novia. La verdad es que ponía de los nervios.

Pia le clavó una dura mirada a su compañero.

—No pudo ser él —le recordó Ostermann—. Tenemos las cintas de las cámaras de seguridad de las sucursales de la Caja de Ahorros del Taunus y la Caja de Ahorros de Nassau, en las que se ve a Watkowiak intentando cobrar los cheques. Tendría que comprobar la hora exacta, pero creo que fue entre las once y media y las doce. Monika Kramer murió, según el informe de la autopsia, entre las once y las doce.

—No os creeréis vosotros también esa mierda del asesino a sueldo que se ha sacado el jefe de la manga… —rezongó Behnke—. ¿Qué asesino a sueldo se carga así a una imbécil como esa? ¿Y por qué?

—Para dirigir las sospechas hacia Watkowiak —repuso Pia—. Y el mismo criminal lo mató también a él, le metió el arma del crimen y el teléfono móvil en la mochila y le puso la camisa manchada de sangre.

En ese momento, la inspectora desechó mentalmente sus teorías sobre Nowak y Kaltensee. A ninguno de ellos dos lo veía capaz de llevar a cabo un crimen con semejante brutalidad, felación previa incluida. Se enfrentaban a dos asesinos diferentes, eso estaba claro.

—Podrías tener razón —concedió Ostermann, y leyó el fragmento del informe del laboratorio que hablaba de la camisa.

No era de la talla de Watkowiak, estaba mal abotonada y era tan nueva que en una de las mangas tenía incluso todavía un alfiler de los que llevan las camisas en su embalaje original.

—Hay que averiguar dónde la compraron —afirmó Pia.

—Lo intentaré. —Ostermann le dirigió un movimiento con la cabeza.

—Ah, ahora que me acuerdo… —Behnke buscó entre las pilas de papel de su escritorio y le pasó una hoja a Ostermann.

Su compañero le echó un vistazo y arrugó la frente.

—¿Cuándo ha llegado esto?

—Ayer, no sé a qué hora. —Behnke encendió su ordenador—. Se me había olvidado por completo.

—¿Qué es? —preguntó Pia.

—El historial de actividad del móvil que estaba en la mochila de Watkowiak —repuso Ostermann, molesto, y se volvió hacia Behnke, para cuya negligencia normalmente siempre encontraba una disculpa. Esta vez, no obstante, estaba enfadado de verdad—. ¡Joder, Frank! —gritó con malos modos—. ¡Esto es importante y lo sabes! ¡Hace días que lo estaba esperando!

—¡Tampoco lo conviertas ahora en una cuestión de Estado! —repuso Behnke con vehemencia—. ¿O es que a ti nunca se te ha olvidado nada?

—¡En una investigación, no! Pero ¿a ti qué es lo que te pasa, tío?

En lugar de responder, Behnke se levantó de la silla y salió del despacho.

—¿Y? —preguntó Pia, sin hacer ningún comentario sobre el comportamiento de Behnke. Si también Ostermann se daba cuenta por fin de que a Behnke le pasaba algo raro, a lo mejor decidía ocuparse de ello y podrían solucionar el asunto entre hombres.

—El móvil se utilizó una sola vez, y fue para enviarle ese mensaje de texto a Monika Kramer —repuso Ostermann tras examinar a fondo la hoja—. No tenía ningún número grabado.

—¿Te indica alguna estación base de telefonía móvil? —preguntó Pia con curiosidad.

—Eschborn y alrededores. —Ostermann resolló—. En un radio de unos tres kilómetros alrededor de la antena. No nos ayuda demasiado.

Bodenstein estaba de pie frente a su escritorio y miraba los periódicos que tenía abiertos ante sí. Ya había sobrevivido al primer encuentro desagradable del día con el comisario Nierhoff, que le había lanzado la inequívoca amenaza de organizar una comisión especial si no le entregaba pronto resultados tangibles. El portavoz de prensa se veía constantemente bombardeado a preguntas, y no solo desde los medios de comunicación: incluso el Ministerio del Interior había presentado una solicitud oficial de información sobre los avances de las investigaciones. Los ánimos en el equipo estaban tensos. No tenían ni un atisbo de solución para ninguno de los cinco casos de asesinato. El hecho de que Goldberg, Schneider, Anita Frings y Vera Kaltensee hubiesen sido amigos desde la infancia no les ayudaba a avanzar. El asesino no había dejado ninguna pista determinante en ninguno de los tres escenarios, así que era imposible sacar un perfil. Habían determinado que eran los hermanos Kaltensee quienes tenían un móvil más plausible, pero Bodenstein se negaba a sumarse a las sospechas de Ostermann.

Dobló los periódicos, se sentó y apoyó la frente en una mano. Algo estaba sucediendo delante de sus ojos, algo que no alcanzaban a ver. No era capaz de encontrar una relación consistente entre los asesinatos, por un lado, y la familia Kaltensee y su entorno, por otro. Eso, si es que existía alguna relación. ¿Había perdido la capacidad de hacer las preguntas adecuadas? Llamaron a la puerta y Pia Kirchhoff entró en su despacho.

—¿Qué pasa? —preguntó Bodenstein, esperando que su compañera no percibiera sus dudas y su confusión.

—Behnke acaba de estar con Frenzel, el colega de Watkowiak cuyo ADN se encontró en casa de Schneider —informó la inspectora—. Le ha requisado el móvil. Watkowiak le dejó un mensaje de voz el jueves.

—¿Y bien?

—Que íbamos a escucharlo ahora —dijo Pia—. Y otra cosa: en el edificio donde vimos entrar a Ritter el otro día, vive una mujer que se llama Marleen Kaltensee. —Le dirigió una mirada interrogativa—. ¿A ti qué te pasa, jefe?

Una vez más, Bodenstein tuvo la sensación de que Pia le leía el pensamiento.

—No avanzamos —repuso—. Demasiados misterios, demasiadas incógnitas y demasiadas pistas que no llevan a ninguna parte.

—Siempre es así. —La inspectora se sentó en la silla que había frente al escritorio—. Hemos hecho muchas preguntas a mucha gente, y con ello hemos creado inquietud. Todo este asunto ha empezado a tener una dinámica propia sobre la que ahora mismo no tenemos ninguna influencia, pero que trabaja para nosotros. Tengo la firme impresión de que muy pronto sucederá algo que nos llevará hacia la pista correcta.

—Eres toda una optimista. ¿Y si esa dinámica que tanto alabas nos trae otro cadáver? ¡Nierhoff y el Ministerio del Interior me están sometiendo a una presión enorme!

—Pero ¿qué esperan de nosotros? —Pia sacudió la cabeza—. ¡Ni que fuésemos policías como los de la tele! ¡Y no me mires con esa cara de resignación! Envíanos a Frankfurt para ver a Ritter y a Elard Kaltensee. Les preguntaremos por la caja desaparecida.

La inspectora volvió a ponerse de pie y lo miró con impaciencia. Su energía era contagiosa. Bodenstein cayó en la cuenta de lo indispensable que había llegado a ser Pia Kirchhoff para él en esos últimos dos años. Juntos formaban el equipo perfecto: ella era la que a veces formulaba suposiciones arriesgadas y acometía su trabajo con resolución; él, el correcto, el que se atenía a las normas y la frenaba cuando se dejaba arrastrar por los sentimientos.

—Venga ya, jefe —lo animó Pia—. ¡Se acabaron las dudas! ¡Tenemos que demostrarles a nuestros nuevos superiores lo que valemos de una vez por todas!

Bodenstein no pudo reprimir una sonrisa.

—Eso es cierto —dijo, y se levantó.

—«¡Que me llames, tío!» —pedía la voz de Robert Watkowiak. Parecía angustiado—. «Vienen a por mí. Los polis creen que he matado a un tipo, y los gorilas de mi madrastra me estaban esperando delante del apartamento de Moni. Pienso desaparecer de aquí una temporada. Volveré a llamarte».

Se oyó un clic. Ostermann rebobinó la cinta.

—¿Cuándo grabó Watkowiak ese mensaje? —preguntó Bodenstein, que ya había recuperado los ánimos.

—El jueves pasado, a las 14.35 —informó el inspector—. Hizo la llamada desde un teléfono público de Kelkheim. Debió de morir poco después.

—«… los gorilas de mi madrastra me estaban esperando delante del apartamento de Moni…» —dijo otra vez la voz del difunto Robert Watkowiak.

Ostermann tocó unos botones y volvió a poner la grabación.

—Déjalo ya —dijo Bodenstein—. ¿Qué sabemos de Nowak?

—Sigue postrado en la cama —repuso Ostermann—. Esta mañana han ido a verlo su abuela y su padre, de las ocho a las diez menos pocos minutos.

—¿El padre de Nowak ha ido a ver a su hijo al hospital? —preguntó Pia, extrañada—. ¿Y ha estado allí dos horas?

—Sí. —Ostermann asintió—. Eso han informado los compañeros.

—Vale. —Bodenstein carraspeó y miró a los asistentes, entre los que ese día faltaba la subcomisaria Engel—. Volveremos a hablar con Vera Kaltensee y su hijo Sigbert. Además, quiero muestras de saliva de Marcus Nowak, Elard Kaltensee y Thomas Ritter. A este último también iremos a hacerle hoy otra visita. Y quiero entrevistarme con Katharina Ehrmann. Frank, entérate de dónde podemos encontrar a esa señora.

Behnke asintió sin hacer ningún comentario.

—Hasse, tú mételes prisa a los del laboratorio con los resultados de la pintura del coche que rascó los cubos de hormigón de la empresa de Nowak. Ostermann, quiero más información sobre Thomas Ritter.

—¿Todo eso, hoy? —preguntó Ostermann.

—Antes de hoy por la tarde, si puede ser. —Bodenstein se levantó—. A las cinco volveremos a reunirnos aquí, y para entonces quiero tener resultados.

Una media hora después, Pia llamaba al timbre de la casa de Marleen Kaltensee. Después de mostrar la placa ante la cámara del portero automático, la puerta se abrió con un zumbido. La mujer que les abrió su casa poco después a Bodenstein y a ella tenía unos treinta y cinco años y un rostro anodino y algo abotargado, con ojeras azuladas. Su constitución recia, de piernas cortas y caderas anchas, la hacía parecer más gruesa de lo que era en realidad.

—Hace ya días que esperaba que vinieran —dijo, iniciando la conversación.

—¿Cómo es eso? —preguntó Pia, sorprendida.

—Bueno —Marleen alzó los hombros—, por los asesinatos de los amigos de mi abuela y de Robert.

—No hemos venido a verla por eso. —Pia paseó la mirada por el apartamento, que estaba decorado con mucho gusto—. Ayer estuvimos hablando con el señor Ritter. Lo conoce usted, ¿verdad?

Para su sorpresa, la mujer se puso a reír como una adolescente e incluso se sonrojó.

—Entró en esta casa. En realidad, lo único que nos gustaría saber es qué quería de usted —siguió diciendo Pia, algo molesta.

—Vive aquí. —Marleen Kaltensee se apoyó contra el marco de la puerta—. En realidad estamos casados. Ya no me apellido Kaltensee, sino Ritter.

Bodenstein y Pia cruzaron una mirada de perplejidad. Era cierto que Ritter había mencionado a su mujer el día anterior al hablarles del Cabrio, pero no había dicho que se tratara de la nieta de su antigua jefa.

—Hace muy poco que nos hemos casado —explicó esta entonces—. Ni siquiera me he acostumbrado todavía a mi nuevo apellido. Mi familia tampoco sabe nada de nuestra boda. Él prefiere esperar un momento más oportuno, cuando haya pasado todo este jaleo.

—¿Con lo del jaleo se refiere a los asesinatos de los amigos de su… abuela?

—Sí, eso mismo. Vera Kaltensee es mi abuela.

—¿Y de quién es usted hija? —preguntó la inspectora.

—Mi padre es Sigbert Kaltensee.

En ese momento la mirada de Pia recayó sobre la camiseta de la joven, que se ajustaba mucho a su cuerpo, y ató cabos.

—¿Saben sus padres lo de su estado?

Marleen Ritter se puso colorada al principio, pero luego sonrió con orgullo, sacó hacia delante una tripita claramente visible y posó las manos a uno y otro lado. Pia consiguió sonreír, aunque no le apetecía en absoluto. Después de todos esos años, aún seguía sintiendo una pequeña puñalada cuando estaba en presencia de una embarazada.

—No —dijo Marleen Ritter—. Como les he dicho, mi padre en estos momentos tiene otras preocupaciones. —Fue entonces cuando recordó los buenos modales que le habían inculcado en la familia—. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

—No, gracias —rechazó Bodenstein con educación—. En realidad, querríamos hablar con… su marido. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

—Puedo darles su número de móvil y la dirección de la redacción.

—Sería muy amable por su parte. —Pia sacó la libreta.

—Su marido nos dijo ayer que su abuela lo despidió hace un tiempo por unas desavenencias que hubo entre ambos —dijo Bodenstein—. Después de dieciocho años.

—Sí, es cierto. —Marleen Ritter asintió con preocupación—. Yo tampoco sé muy bien qué fue lo que sucedió. Thomas nunca dice ni una palabra sobre la abuela, pero yo estoy absolutamente convencida de que todo se solucionará en cuanto ella se entere de que nos hemos casado y esperamos un hijo.

Pia se asombró al ver el ingenuo optimismo con que hablaba la mujer. Dudaba mucho que Vera Kaltensee volviera a recibir con los brazos abiertos a un hombre al que había echado de su casa con cajas destempladas solo porque su nieta se hubiera casado con él. Más bien sucedería lo contrario.

A Elard Kaltensee le temblaba todo el cuerpo mientras conducía su coche hacia Frankfurt. ¿Podía ser cierto aquello de lo que acababa de enterarse? En tal caso, ¿qué se esperaba de él? ¿Qué debía hacer? Cada poco tenía que secarse el sudor de las palmas de las manos contra los pantalones, porque si no se le resbalaba el volante. Por un momento estuvo tentado de pisar a fondo y estrellarse contra un bloque de hormigón para que todo terminara por fin, pero la idea de sobrevivir y quedar tullido le impidió hacerlo. Con una mano buscó a tientas su querida cajita por toda la guantera, pero entonces recordó que, llevado por un ataque de euforia y cargado de buenos propósitos, la había tirado por la ventana hacía dos días. ¿Cómo se le había ocurrido que podría salir adelante sin su lorazepam? Hacía meses que su equilibrio mental se tambaleaba, pero de pronto sentía que le habían quitado el suelo de debajo de los pies. Ni él mismo sabía qué respuesta había esperado encontrar durante todos esos años de búsqueda poco entusiasta, pero estaba claro que esa no.

—Por Dios bendito —espetó, y luchó contra los sentimientos encontrados que, en ausencia de los fármacos, se debatían con fiereza en su interior.

De repente todo era insoportablemente nítido y dolorosamente claro. Aquel era el camino por el que debía conducir su vida, pero Elard no sabía si podía o quería siquiera tomar las riendas. Su cuerpo y su cerebro no hacían más que pedirle a gritos el efecto relajante de las benzodiacepinas. Cuando con tanta solemnidad había prometido desengancharse, todavía no sabía la verdad. ¡Toda su vida, toda su existencia y su identidad eran una farsa! ¿Por qué? ¿Por qué?, martilleaba con insistencia en su cabeza, y Elard Kaltensee, desesperado, hubiese deseado tener el valor de hacerle esa pregunta a la persona adecuada. Sin embargo, solo con pensarlo le invadía un profundo anhelo de alejarse lo más posible de allí y, así, poder seguir fingiendo que no sabía nada.

De repente se iluminaron las luces de freno del coche que tenía delante y el profesor pisó el pedal con tanta fuerza que comenzó a temblar el sistema ABS de su pesado Mercedes. El conductor de detrás se puso a tocar la bocina como un loco y tuvo el tiempo justo de retirarse al arcén para que la inercia que llevaba no lo empotrara contra su maletero. El susto hizo que Elard volviera en sí. No, así no podía seguir viviendo. Además, ya le daba igual si todo el mundo se enteraba de que tras esa elegante fachada de catedrático sofisticado se ocultaba un cobarde lamentable. Todavía le quedaba una receta en la cartera. Una o dos pastillas y un par de copas de vino lo harían todo más soportable. A fin de cuentas, no se había comprometido a nada. Lo mejor sería meter un par de cosas en una maleta, ir directo al aeropuerto y tomar un vuelo a Estados Unidos. Un par de días; no, mejor un par de semanas. Quizá incluso para siempre.

Redactor de una revista sobre estilos de vida —repitió Pia con burla al verse frente a la espantosa construcción de dos pisos que ocupaba aquel patio trasero de un almacén de muebles situado en un polígono industrial apartado.

Bodenstein y ella subieron la roñosa escalera que llevaba al piso de arriba, donde se encontraba el despacho de Thomas Ritter. Estaba claro que Marleen Ritter no le había hecho ninguna visita a su marido en el trabajo, porque, como mucho a la puerta de entrada de eso a lo que él eufemísticamente llamaba «redacción», habrían empezado a asaltarla toda clase de dudas. Sobre una barata puerta de cristal repleta de huellas de dedos grasientos, llamaba la atención un colorido cartel de estilo pop en el que se leía WEEKEND. La recepción consistía en un escritorio que quedaba casi enterrado bajo una centralita telefónica y un gigantesco monitor que era una auténtica antigualla.

—¿Qué desean? —La recepcionista de Weekend tenía pinta de haber posado para sus portadas alguna que otra vez en sus mejores tiempos, pero ni su generosa capa de maquillaje lograba ocultar que de eso debía de hacer ya bastante. Como unos treinta años.

—Policía Judicial —dijo Pia—. ¿Dónde podemos encontrar a Thomas Ritter?

—Es el último despacho del pasillo a la izquierda. ¿Quieren que los anuncie?

—No será necesario. —Bodenstein le sonrió con amabilidad.

Las paredes del pasillo estaban llenas de marcos en los que se veían portadas de Weekend donde la cruda realidad venía presentada por diferentes chicas que compartían una única cosa: una copa doble-D, como mínimo. La última puerta a la izquierda estaba cerrada. Pia llamó con unos golpes y abrió. Era evidente que a Ritter le resultaba bochornoso que Bodenstein y Pia lo hubieran localizado en ese entorno. Entre el lujoso apartamento del edificio señorial de Westend y el minúsculo despacho lleno de humo y fotografías pornográficas había mundos de distancia. Sin embargo, también los había entre la anodina esposa que esperaba un hijo suyo y la mujer que estaba allí junto a él, y cuyo pintalabios rojo había dejado marcas sobre la boca de Ritter. Aquella mujer destilaba estilo y dinero, empezando por su ropa, sus joyas y sus zapatos, y terminando por su peinado.

—Llámame —le dijo a Ritter mientras alcanzaba el bolso. A Bodenstein y a Pia les dedicó una fugaz mirada de desinterés y salió de allí enseguida.

—¿Su jefa? —preguntó la inspectora.

Ritter apoyó los codos en la mesa y se pasó los dedos de ambas manos por el pelo. Parecía estar agotado y haber envejecido varios años, lo cual se ajustaba a la perfección a la tristeza de su entorno.

—No. ¿Qué más quieren? ¿Y cómo han sabido que estaba aquí? —Echó mano de un paquete de cigarrillos y se encendió uno.

—Su mujer ha tenido la amabilidad de darnos la dirección de la «redacción».

Ritter no reaccionó ante el sarcasmo de Pia.

—Tiene pintalabios en la cara —añadió la inspectora—. Si su mujer lo viera así, podría sacar conclusiones equivocadas.

El hombre se pasó el dorso de la mano por la boca. Titubeó un poco antes de decir nada, pero después hizo un gesto de resignación.

—Es una conocida —explicó—. Le debo dinero.

—¿Lo sabe su mujer? —insistió Pia.

Ritter se la quedó mirando, casi con obstinación.

—No. Y no tiene por qué enterarse. —Dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz—. Tengo mucho que hacer. ¿Qué quieren? Ya se lo he contado todo.

—Al contrario —repuso Pia—. Nos lo ha ocultado casi todo.

Bodenstein se mantuvo en segundo plano sin decir nada. Los ojos de Ritter iban de él a Pia alternativamente. El día anterior había cometido el error de subestimarlos, pero ya no volvería a suceder.

—¿Ah, sí? —Intentaba parecer relajado, pero el parpadeo nervioso de sus ojos delataba su verdadero estado de ánimo—. ¿Como qué, por ejemplo?

—¿Por qué fue a casa del señor Goldberg la noche del 25 de abril, un día antes de que lo asesinaran? —preguntó Pia—. ¿De qué estuvo hablando con Robert Watkowiak en la heladería? ¿Y cuál fue la verdadera razón para que Vera Kaltensee lo despidiera?

Ritter apagó el cigarrillo con un gesto nervioso. Su móvil, que estaba junto al teclado del ordenador, entonó los primeros acordes de la Novena de Beethoven, pero él ni siquiera miró la pantalla.

—Bah, qué más da… —dijo de pronto—. Fui a ver a Goldberg, Schneider y la vieja Frings porque quería hablar con ellos. Hace dos años, se me ocurrió la idea de escribir una biografía sobre Vera. Al principio ella estaba muy entusiasmada y se pasaba horas dictándome lo que quería leer sobre sí misma. Al cabo de un par de capítulos me di cuenta de que de esa manera acabaría siendo un libro aburridísimo. No había más de veinte frases sobre su pasado, pero era justamente ese pasado, su noble ascendencia, la dramática huida con un niño pequeño, la pérdida de la familia y del castillo, lo que interesaría a los lectores, y no sus geniales acuerdos empresariales y sus basuras benéficas.

El móvil, que ya había dejado de sonar, emitió entonces un único tono.

—Pero Vera no quería ni oír hablar de eso. O era como ella decía, o nada. Intransigente como siempre, la vieja arpía. —Ritter resopló con desdén—. Intenté convencerla, le propuse escribir una novela basada en su vida. Las peripecias de Vera Kaltensee, todas las penalidades y los momentos culminantes, las victorias y las derrotas de la trayectoria de una mujer que ha vivido en carne propia la historia mundial. Por eso nos peleamos. Se negó en redondo a que investigara en su pasado, me prohibió escribir, cada vez desconfiaba más de mí. Y entonces, para colmo, ocurrió lo de la caja y yo cometí el error de defender a Nowak. Ahí terminó todo.

Suspiró.

—Después de eso, las cosas me fueron muy mal —reconoció—. Perdí toda esperanza de encontrar un trabajo fijo, un bonito apartamento, un futuro.

—Hasta que se casó con Marleen. Entonces lo recuperó todo.

—¿Qué intenta insinuar con eso? —exclamó Ritter, pero su indignación no parecía auténtica.

—Que se acercó usted a Marleen para vengarse de su antigua jefa.

—¡Eso es absurdo! —negó él—. Nos encontramos por pura casualidad. Me enamoré de ella, y ella de mí.

—Entonces, ¿por qué no nos dijo ayer que estaba casado con la hija de Sigbert Kaltensee? —Pia no creía ni una sola palabra de lo que les había dicho Ritter. En comparación con la elegante mujer de pelo oscuro de antes, la modesta Marleen tenía claramente todas las de perder.

—Porque no se me ocurrió pensar que les interesara —contestó Ritter con agresividad.

—Su vida privada no nos interesa —intervino Bodenstein para poner paz—. ¿Qué sucedió con Goldberg y Watkowiak?

—Quería que me dieran información. —Ritter parecía contento de poder cambiar de tema, le lanzó a Pia una mirada hostil y luego decidió hacer como si ella no estuviera allí—. Hará un tiempo, alguien se acercó a mí y me preguntó si no me gustaría seguir adelante con la biografía de todas formas, solo que hablando de la verdadera vida de Vera Kaltensee, con todos los detalles sucios. Esa persona me ofreció muchísimo dinero, información de primera mano y la posibilidad de… vengarme.

—¿Quién le hizo esa oferta? —preguntó Bodenstein.

Ritter negó con la cabeza.

—No puedo decírselo —repuso—, pero el material que recibí era de primera categoría.

—¿Hasta qué punto?

—Eran los diarios de Vera, desde 1934 hasta 1943. —Ritter sonrió con furia—. Información de fondo y muy detallada sobre todo aquello que Vera quiere mantener en secreto a toda costa. Durante su lectura me he encontrado con un sinfín de incongruencias, pero una cosa tengo clara: Elard no puede ser de ningún modo hijo de Vera. La autora de los diarios, de hecho, no tuvo ningún prometido, ni siquiera un pretendiente, hasta diciembre de 1943, y hasta entonces tampoco había conocido ninguna clase de relación sexual, así que mucho menos pudo ser madre de un niño. Sin embargo… —Realizó una pausa dramática y miró a Bodenstein a los ojos—, el hermano mayor de Vera, Elard von Zeydlitz-Lauenburg, mantuvo una relación amorosa con una joven llamada Vicky, la hija de Endrikat, el administrador de la heredad familiar. En agosto del año 1942, ella dio a luz a un niño que fue bautizado con el nombre de Heinrich Arno Elard.

Bodenstein no hizo ningún comentario ante esa revelación.

—¿Qué más? —se limitó a preguntar.

Ritter estaba visiblemente decepcionado por la falta de interés.

—Los diarios están escritos por una zurda. Vera es diestra —dijo, sucinto—. Y esa es la prueba.

—¿La prueba de qué? —quiso saber el inspector jefe.

—¡La prueba de que Vera, en realidad, no es quien quiere hacernos creer! —Ritter ya no podía estarse quieto en su silla—. ¡Igual que Goldberg, Schneider y esa tal Frings! ¡Los cuatro compartían un secreto oscuro, y yo quería descubrir de qué se trataba!

—¿Por eso fue a ver a Goldberg? —preguntó Pia con escepticismo—. ¿De verdad pensó que estaría dispuesto a explicarle voluntariamente todo lo que llevaba más de sesenta años callando?

Ritter no hizo caso alguno de su intromisión.

—Me fui a Polonia, a investigar. Por desgracia, ya no quedan contemporáneos a quienes poder preguntar nada. Así que también visité a Schneider y a Anita. ¡Siempre lo mismo! —Hizo una mueca de repulsión—. Los tres se quedaron mudos. ¡Esos viejos nazis engreídos y presuntuosos, con sus tradicionales veladas de camaradería y sus dichos anticuados! Nunca pude soportarlos, a ninguno de ellos.

—Y, como ninguno de los tres quiso ayudarlo, decidió usted matarlos de un tiro —dijo Pia.

—Exacto. Con el Kaláshnikov que llevo siempre encima por si acaso. Deténgame —pidió Ritter con insolencia. Entonces se volvió hacia Bodenstein—. ¿De qué me habría servido matar a esos tres? Eran unos carcamales, los años ya se habrían encargado de hacer el trabajo por mí.

—¿Y Robert Watkowiak? ¿Qué quería de él?

—Información. Le pagué para que me explicara más cosas sobre Vera. Además, yo estaba en disposición de decirle quién era su verdadero padre.

—¿Cómo sabía usted eso? —preguntó Pia.

—Sé muchas cosas —repuso Ritter, desdeñoso—. Que Robert era hijo ilegítimo de Eugen Kaltensee es un cuento. La madre de Robert era una criada polaca de diecisiete años que trabajaba en El Molino. Sigbert estuvo abusando de ella hasta que la pobre se quedó embarazada. Sus padres lo enviaron enseguida a Estados Unidos, a la universidad, y a ella la obligaron a dar a luz en el sótano a escondidas. Después desapareció, y nunca se ha vuelto a saber de ella. Yo imagino que se la cargaron y que la tienen enterrada en algún rincón de sus terrenos.

Ritter hablaba cada vez más deprisa, los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Bodenstein y Pia escuchaban sin decir nada.

—Vera habría podido dar a Robert en adopción cuando todavía era un bebé de pecho, pero prefirió hacerle sufrir recordándole que había sido una equivocación. ¡Sin embargo, al mismo tiempo disfrutaba viendo cómo el chico la adoraba y la idolatraba! Siempre ha sido una ególatra y se cree intocable. Por eso mismo nunca ha destruido todas esas cajas, que tienen un contenido explosivo. Lástima para ella que Elard entablara íntima amistad justamente con un arquitecto restaurador y se le ocurriera la idea de rehabilitar el viejo molino.

En la voz de Ritter resonaba el odio, y fue entonces cuando Pia comprendió cuánta era su sed de venganza y su amargura.

Thomas Ritter soltó una carcajada perversa.

—Ah, sí, y Vera, además, fue también la responsable de la caída en desgracia de Watkowiak. Cuando Marleen se enamoró nada menos que de Robert, su hermanastro, ¡aquello fue como el fin del mundo! La chica acababa de cumplir catorce años y Robert tenía ya unos veinticinco. Después del accidente en el que ella perdió la pierna, Robert tuvo que salir huyendo de El Molino y, poco después, empezó su carrera delictiva.

—¿Su mujer perdió una pierna? —se interesó Pia, y recordó que, efectivamente, Marleen Ritter arrastraba un poco la pierna izquierda al caminar.

—Sí. Ya se lo he dicho.

En el pequeño despacho se hizo entonces el silencio, solo interrumpido por el ronroneo del ordenador. Pia cruzó una breve mirada con Bodenstein, a quien, como de costumbre, no se le podía adivinar el pensamiento. Aunque las declaraciones de Ritter solo fueran ciertas en parte, de todas formas eran dinamita pura. ¿Había tenido que morir Watkowiak porque Ritter le había explicado quiénes eran sus verdaderos padres y se había enfrentado a Vera Kaltensee?

—¿Será eso también un capítulo de su libro? —quiso saber la inspectora—. Diría que corre usted bastante riesgo al publicarlo.

Ritter dudó antes de responder, luego hizo un gesto de indiferencia.

—Así es —dijo sin mirarla—, pero necesito el dinero.

—¿Qué le parece a su mujer que escriba esas cosas sobre su familia y su padre? Seguro que no le hará demasiada gracia.

Ritter apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea.

—Los Kaltensee y yo estamos en guerra —respondió con teatralidad—, y en toda guerra hay víctimas.

—Esa familia no tolerará que les haga usted algo así.

—Ya han lanzado sus huestes contra mí. —Ritter forzó una sonrisa—. Han conseguido que un juez dicte una medida cautelar contra la publicación del libro, y también han interpuesto una acción de cesación contra la editorial y contra mí. Sigbert, además, me ha amenazado de todas las formas posibles. Me dijo que, en caso de que llegara a publicar mis infamias, no vería ni un céntimo de los beneficios.

—Entréguenos esos diarios —exigió Bodenstein.

—No están aquí. Además, los diarios son mi seguro de vida. El único que tengo.

—Esperemos que en eso no esté equivocado. —Pia sacó un tubito de su bolso—. Seguro que no tendrá nada en contra de que le tomemos una muestra de saliva, ¿verdad?

—No, nada. —Ritter se metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros y miró a Pia despectivamente—. Aunque no soy capaz de imaginar qué saco yo de ello.

—Que podamos identificar más deprisa su cadáver —repuso la inspectora con frialdad—. Me temo que subestima usted el peligro de la situación en la que se ha metido.

Los ojos de Ritter refulgieron con hostilidad. Le quitó a Pia el bastoncillo de la mano, abrió la boca y se lo pasó por la mucosa de la cara interior de la mejilla.

—Gracias. —La inspectora recuperó el bastoncillo con la muestra y lo cerró en su tubito—. Mañana le enviaremos a unos agentes para que recojan los diarios. Y, si se siente amenazado de cualquier forma, llámeme. Ya tiene mi tarjeta.

No sé si creerme todo lo que ha contado Ritter —dijo Pia mientras cruzaban el aparcamiento—. Ese hombre es vengativo a más no poder. Hasta su matrimonio es pura venganza.

De pronto se le ocurrió algo y se detuvo con brusquedad.

—¿Qué pasa? —preguntó Bodenstein.

—Esa mujer del despacho —dijo la inspectora, e intentó recordar la conversación que había tenido con Christina Nowak—. Guapa, pelo oscuro, elegante… ¡Podría ser la misma mujer con la que Nowak se vio delante de la casa de Königstein!

—Es cierto. —El inspector jefe asintió con la cabeza—. Además, me ha parecido que me sonaba de algo. Solo que no sé de qué. —Le dio la llave del coche a Pia—. Enseguida vuelvo.

Regresó al edificio y subió corriendo la escalera hasta el piso de arriba. Esperó un momento frente a la puerta, hasta dejar de resollar, y luego llamó al timbre. Al verlo, la recepcionista parpadeó sorprendida con sus pestañas postizas.

—¿Sabe usted quién era la mujer que estaba con el señor Ritter hace un momento? —preguntó.

Ella lo miró de arriba abajo, ladeó la cabeza y frotó el índice y el pulgar de la mano derecha.

—Puede ser.

Bodenstein comprendió. Sacó la cartera y de ella un billete de veinte euros. La mujer puso una cara de desprecio que solo un billete de cincuenta consiguió transformar en una sonrisa.

—Katharina… —Le quitó el billete y volvió a poner la mano.

El inspector jefe suspiró y le entregó también el de veinte. La mujer hizo desaparecer ambos billetes en el interior de su bota de caña alta.

—Ehrmann. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspirador—. Es suiza, o eso creo. Vive en algún lugar del Taunus cuando está en Alemania. Conduce un Serie 5 negro con matrícula de Zúrich. Por cierto, si conoce usted a alguien que necesite una secretaria capaz, acuérdese de mí. La verdad es que estoy harta de este sitio.

—Preguntaré por ahí. —Bodenstein, a quien le había parecido un chiste, le guiñó un ojo y le dejó su tarjeta de visita de pie entre las teclas del teclado—. Envíeme un correo electrónico. Con el currículum y referencias.

Mientras recorría a toda prisa las filas de coches aparcados, el inspector jefe comprobó el móvil por si había alguna novedad y estuvo a punto de chocar contra una furgoneta negra. Pia estaba escribiendo un mensaje de texto cuando Bodenstein se subió al BMW.

—Le he pedido a Miriam que compruebe si lo que acaba de contarnos Ritter es cierto —explicó, y se abrochó el cinturón—. Puede que aún existan registros parroquiales de 1942.

Bodenstein puso el coche en marcha.

—La mujer que estaba antes con Ritter era Katharina Ehrmann —dijo.

—¿Qué? ¿La del cuatro por ciento de participaciones? —Pia se quedó atónita—. ¿Qué tiene ella que ver con Ritter?

—Pregúntame algo más fácil. —Bodenstein fue maniobrando para sacar el BMW del aparcamiento y apretó el botón de rellamada del volante.

Poco después contestó Ostermann.

—Jefe, aquí se ha armado una buena —se le oyó decir por el altavoz—. Nierhoff y la nueva están montando una comisión especial «Ancianos» y una comisión especial «Monika».

Bodenstein, que ya se había esperado algo así, mantuvo la calma y miró un instante el reloj. La una y media. A esa hora, por la circunvalación de Frankfurt, tardarían treinta minutos más o menos.

—Nos encontraremos dentro de media hora en el restaurante Zaika para analizar la situación. La K 11 al completo —le dijo al inspector—. Pedidme un carpaccio y pollo al curry si llegáis antes que nosotros.

—¡Y a mí una pizza! —exclamó Pia desde el asiento del acompañante.

—Con extra de atún y anchoas —añadió Ostermann—. Entendido. Hasta ahora.

Durante un rato estuvieron callados, cada uno ocupado en sus cosas. Bodenstein recordaba un reproche que le había hecho a menudo su antiguo jefe de Frankfurt: que era demasiado rígido y no sabía jugar en equipo, le decía siempre el anterior comisario. Y delante de todos sus subordinados, a poder ser. Sin duda tenía razón. Bodenstein detestaba perder el tiempo innecesariamente en reuniones de análisis, riñas jurisdiccionales y estúpidas demostraciones de poder. Ese era uno de los motivos por los que se había alegrado de trasladarse a Hofheim, a dirigir una manejable sección de tan solo cinco personas. Como siempre, seguía pensando que demasiados cocineros estropeaban el caldo.

—¿Piensas permitir esas dos comisiones? —preguntó Pia justo entonces.

Bodenstein le lanzó una mirada rauda.

—Depende de quién las dirija —repuso él—. Esta investigación está muy embrollada, y ¿aquí qué es lo importante de verdad?

—Los asesinatos de tres ancianos, una joven y un hombre —reflexionó Pia en voz alta.

El inspector jefe pisó el freno al llegar a lo alto de Berger Strasse y dejó que un grupo de niños cruzara el paso de cebra.

—No estamos haciendo las preguntas adecuadas —dijo mientras pensaba qué podía querer Katharina Ehrmann de Ritter.

Entre esos dos había algo, eso estaba claro. Quizá ella lo conocía de antes, de cuando él todavía trabajaba para Vera.

—¿Seguirá siendo amiga de Jutta Kaltensee? —preguntó Bodenstein.

Pia captó al instante a quién se refería.

—¿Por qué te parece importante?

—¿De dónde ha sacado Ritter la información sobre el padre biológico de Robert Watkowiak? Seguro que es un secreto de familia, algo que muy poca gente conoce.

—Pero, entonces, ¿por qué habría de saberlo Katharina Ehrmann?

—No olvides que debía de tener mucha confianza con la familia. Tanta, que Eugen Kaltensee le dejó participaciones en herencia.

—Hagámosle primero otra visita a Vera Kaltensee —propuso Pia—. Le preguntaremos qué había en esa caja y por qué nos mintió con respecto a Watkowiak. ¿Qué tenemos que perder?

Bodenstein guardó silencio, después sacudió la cabeza.

—Pero tenemos que ser muy cuidadosos —objetó—. Aunque Ritter no me guste ni un pelo, no quiero arriesgarme a acabar con un sexto cadáver solo por hacer preguntas imprudentes. No te equivocabas lo más mínimo cuando has dicho que Ritter se mueve sobre un hielo muy fino.

—Ese tipo se cree igual de intocable que Vera Kaltensee —repuso Pia con vehemencia—. La sed de venganza lo ciega, y cualquier medio le parece bueno para poner de vuelta y media a esa familia. Es un cabrón. Engaña a su mujer embarazada con esa Katharina Ehrmann. Me juego lo que quieras.

—Yo también lo creo —confesó Bodenstein—. Aun así, de poco nos servirá como cadáver.

La hora punta del mediodía había pasado ya cuando Pia y Bodenstein entraron en el Zaika, así que, salvo por un par de hombres de negocios, el restaurante volvía a estar casi vacío. Los agentes de la K 11 se habían sentado en un rincón, a una de las mesas más grandes del restaurante de decoración mediterránea, y ya estaban comiendo. Solo Behnke estaba sentado con mala cara, dando pequeños sorbos a un vaso de agua.

—También tengo un par de noticias buenas, jefe —empezó a decir Ostermann cuando todos estuvieron sentados—. El ordenador ha encontrado una coincidencia total para el perfil de ADN del pelo que se halló tanto en el cadáver de Monika Kramer como en el de Watkowiak. Revisando viejos casos, nuestros colegas de la Dirección General se han dedicado a analizar y catalogar rastros. Esa persona tuvo algo que ver con un asesinato todavía sin resolver en Dessau, el 17 de octubre de 1990, y con una agresión grave en Halle, el 24 de marzo de 1991.

Pia se fijó en la mirada famélica de Behnke. ¿Por qué no se había pedido nada para comer?

—¿Alguna cosa más? —Bodenstein alcanzó el molinillo de pimienta y sazonó su carpaccio.

—Sí. He descubierto algo sobre la camisa de Watkowiak —prosiguió Ostermann—. Las camisas de esa marca se fabrican en exclusiva para una tienda de ropa de caballero de Schillerstrasse, en Frankfurt. La gerente ha cooperado mucho y me ha facilitado copias de las facturas. Entre el 1 de marzo y el 5 de mayo se vendieron camisas blancas de la talla 40 exactamente en veinticuatro ocasiones. Y, entre otros clientes… —hizo una pausa teatral para asegurarse la total atención de los presentes—, la señora Anja Moormann compró cinco camisas blancas de la talla 40 el 26 de abril y las cargó a la cuenta de Vera Kaltensee.

Bodenstein dejó de masticar y se irguió en su silla.

—Bueno, pues va a tener que enseñárnoslas. —Pia empujó su plato en dirección a Behnke—. Toma un trozo, yo ya no puedo más.

—Gracias —murmuró Oliver, y dio buena cuenta de la media pizza que sobraba en menos de sesenta segundos, como si hiciera días que no comía nada.

—¿Qué han dicho los vecinos de Goldberg y Schneider? —preguntó Bodenstein mirando a Behnke, que masticaba con toda la boca llena.

—Le he enseñado tres logos diferentes al tipo que vio el coche —contestó él—. No ha dudado ni un segundo antes de señalar el de Nowak. Y también ha afinado más la hora. Salió con el perro a la una menos diez, después de que terminara no sé qué película del canal Arte. A la una y diez regresó, y entonces el coche ya se había ido y la verja de la entrada estaba cerrada.

—A Nowak lo pararon a las doce menos cuarto los agentes de Kelkheim —dijo Pia—. Después de eso tuvo tiempo de sobra para llegar a Eppenhain.

Al inspector jefe le sonó el móvil. Lanzó una mirada a la pantalla y se disculpó un momento.

—Si mañana seguimos sin haber avanzado algo más, tendremos a veinte compañeros encima. —Ostermann se reclinó en el respaldo—. Y eso no me apetece nada de nada.

—Como a ninguno de nosotros —repuso Behnke—, pero tampoco podemos hacer aparecer al asesino como por arte de magia.

—Aun así, ahora tenemos más indicios y podemos hacer preguntas más concretas. —Pia observaba a través del gran ventanal a su jefe, que hablaba con el móvil pegado a la oreja y caminando de un lado a otro del aparcamiento. ¿Quién lo habría llamado? Normalmente nunca salía de la sala para contestar al teléfono—. ¿Se sabe algo más de la navaja con la que asesinaron a Monika Kramer?

—Ah, sí. —Ostermann apartó su plato y buscó entre los documentos que había llevado consigo hasta dar con uno de esos portafolios de colores con cierre de plástico que eran un componente esencial de su sistema de archivo. Por muy desaliñado que pudiera parecer con su coleta, sus gafas de montura metálica y su ropa informal, Ostermann era una persona absolutamente metódica—. El arma del crimen es una Emerson de hoja fija, estilo karambit, con empuñadura de hueso y diseño de imitación indonesia. Una navaja táctica de combate para defensa personal. Emerson es un fabricante estadounidense, pero la navaja puede comprarse en varias tiendas de Internet y este modelo se encuentra en el mercado desde 2003. Tenía un número de serie, pero se lo han limado.

—Una navaja tan profesional descarta por completo a Watkowiak como autor de los hechos —dijo Pia—. Me temo que el jefe tiene razón con lo del asesino a sueldo.

—¿Con qué tengo razón? —Bodenstein regresó a la mesa y se dispuso a terminarse el plato de pollo al curry, que ya estaba casi frío.

Ostermann repitió la información sobre la navaja.

—De acuerdo. —El inspector jefe se limpió la boca con una servilleta y miró con seriedad a las caras de sus colaboradores—. Escuchad. ¡Espero de vosotros un cien por cien más de ganas desde ya! Nierhoff nos ha concedido un día como plazo máximo. Hasta ahora hemos estado dando palos de ciego, pero por fin tenemos un par de pistas concretas que…

De nuevo le sonó el móvil. Esta vez contestó allí mismo y guardó silencio unos instantes, mientras escuchaba. Su expresión se ensombreció.

—Nowak ha desaparecido del hospital —informó a los demás.

—Pero si tenían que volver a operarlo esta tarde… —dijo Hasse—. A lo mejor se ha cagado de miedo y ha salido corriendo.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Bodenstein.

—Esta mañana hemos ido a pedirle una muestra de saliva.

—¿Tenía visita cuando habéis llegado? —quiso saber Pia.

—Sí —dijo Kathrin Fachinger, asintiendo—. Su abuela y su padre estaban allí.

Pia volvió a extrañarse de que el padre de Nowak hubiera ido al hospital a ver a su hijo.

—¿Un tipo alto, fuerte, con bigote? —preguntó.

—No. —Kathrin Fachinger sacudió la cabeza con inseguridad—. No llevaba bigote, más bien barba de tres días. Con el pelo gris, algo largo.

—Vaya, estupendo. —Bodenstein retiró la silla hacia atrás de golpe y se levantó—. ¡Ese era Elard Kaltensee! ¿Cuándo pensabas decírmelo?

—¿Cómo iba yo a saberlo? —se defendió Kathrin Fachinger—. ¿Qué querías, que le pidiera la documentación?

El inspector jefe no respondió, pero su cara lo dijo todo. Le alcanzó a Ostermann un billete de cincuenta euros.

—Paga también lo nuestro —dijo, y se puso la americana—. Que alguien vaya a El Molino y le pida al ama de llaves que le enseñe esas cinco camisas. También quiero saber cuándo, dónde y quién compró esa navaja con la que asesinaron a Monika Kramer. Y todo sobre los pleitos del padre de Nowak hace ocho años, y si realmente estuvieron relacionados con la familia Kaltensee. Encontrad a Vera Kaltensee. Si estuviera en algún hospital, ponedle a dos agentes en la puerta y que registren todas las visitas que reciba. Además, quiero tener la mansión vigilada las veinticuatro horas del día. Ah, sí: y Katharina Ehrmann, de soltera Schmunck, vive en algún lugar del Taunus y es posible que tenga nacionalidad suiza. ¿Está claro?

—Sí, estupendo. —Incluso Ostermann, que no solía quejarse, estaba cualquier cosa menos entusiasmado con la cantidad de trabajo que le había caído encima—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Dos horas —contestó el inspector jefe sin sonreír—, pero solo si con una no tenéis suficiente.

Ya casi había llegado a la puerta de salida cuando se acordó de otra cosa.

—¿Qué hay de la orden de registro de la empresa de Nowak?

—Nos la darán hoy —repuso Ostermann—. Junto con la orden de detención.

—Bien. Pasadle la foto de Nowak a la prensa y que la saquen hoy mismo por televisión. Pero no digáis por qué lo estamos buscando, inventaos alguna excusa. Que necesita urgentemente una medicación especial o algo así.

—¿Quién te ha llamado antes? —preguntó Pia cuando los dos estuvieron sentados en el coche.

Bodenstein sopesó un instante si debía contárselo a su compañera.

—Jutta Kaltensee —respondió al final—. Por lo visto, tiene algo importante que decirme y quiere que nos veamos esta noche.

—¿Te ha dicho de qué se trata? —preguntó Pia.

Bodenstein tenía la mirada fija en la carretera y aflojó el acelerador al pasar la señal indicadora de Hofheim. Todavía no había conseguido hablar con Cosima para preguntarle qué tal había ido su comida con Jutta. ¿A qué estaba jugando esa mujer? No se sentía cómodo con la idea de estar a solas con ella, pero tenía que hacerle un par de preguntas con urgencia. Sobre Katharina Ehrmann. Y sobre Thomas Ritter. Bodenstein descartó la idea de pedirle a Pia que lo acompañara. Él solo podría con Jutta.

—¡Cu-cú! —exclamó Pia en ese momento.

El inspector jefe se sobresaltó.

—¿Qué dices? —preguntó, molesto. Se dio cuenta de que su compañera lo miraba, extrañada, pero no había oído su pregunta—. Perdona, estaba pensando en mis cosas. Jutta y Sigbert Kaltensee estuvieron haciendo teatro la tarde que hablé con ellos en El Molino.

—¿Por qué iban a hacer algo así? —preguntó Pia, extrañada.

—Para despistarme y hacer que olvidara lo que acababa de decir Elard, tal vez.

—¿Y qué acababa de decir?

—¡Sí, ¿qué, qué, qué?! ¡No consigo acordarme! —exclamó Bodenstein en un tono nada típico de él, por lo que al mismo tiempo se enfadó consigo mismo.

No estaba concentrado al cien por cien. Y si en los últimos días no hubiese hablado constantemente con Jutta Kaltensee por teléfono, seguro que recordaría mucho mejor aquella conversación que mantuvieron en la finca familiar.

—Era algo sobre Anita Frings. Elard Kaltensee me había dicho que su madre fue informada de su desaparición a las siete y media, y de su muerte sobre las diez.

—Eso no me lo habías contado —dijo Pia, con un claro reproche en la voz.

—¡Sí! ¡Claro que sí!

—¡No, no me lo habías contado! ¡Eso quiere decir que Vera Kaltensee tuvo tiempo de sobra para enviar a su gente a Vistas del Taunus y vaciar la habitación de Anita Frings!

—Te lo había contado —insistió Bodenstein—. Estoy seguro.

Pia se calló y se esforzó por recordar si era así.

Ya en el hospital, el inspector jefe aparcó el coche en la vía de entrada sin hacer caso de las protestas del joven del mostrador de información. El agente que tenía que vigilar a Nowak reconoció, con cara de bochorno, que se había dejado embaucar dos veces. Hacía más o menos una hora se había presentado allí un médico que se había llevado a Nowak para hacerle unas pruebas. Una de las enfermeras de planta lo había ayudado incluso a meter la cama en el ascensor. Puesto que el médico le había asegurado que Nowak regresaría de Rayos X al cabo de unos veinte minutos, el agente se había vuelto a sentar tranquilamente en su silla, junto a la puerta de la habitación.

—La orden de que no lo perdiera de vista era bastante clara —dijo Bodenstein con frialdad—. Su negligencia tendrá consecuencias, ¡eso se lo prometo!

—¿Y las visitas de esta mañana? —quiso saber Pia—. ¿Cómo ha llegado a la conclusión de que ese hombre era el padre de Nowak?

—La abuela lo ha presentado como su hijo —respondió el agente, apocado—. Me ha parecido que era evidente.

La médico de planta, que conocía a Pia de su primera visita, llegó corriendo por el pasillo y, muy preocupada, informó a Bodenstein y a la inspectora de que Nowak corría grave peligro porque, además de la fractura conminuta de la mano, tenía el hígado muy dañado a causa de un navajazo. No era cosa de broma.

Por desgracia, la descripción del médico que les facilitó el agente que debía haber vigilado a Nowak no resultó de especial ayuda.

—Llevaba un gorro de esos, y también una bata verde —dijo, aterrado.

—¡Por Dios bendito! Pero ¿cómo era? Viejo, joven, gordo, delgado, calvo, con barba… ¡Algo tiene que haberle llamado la atención! —Bodenstein estaba a punto de perder los estribos.

Justamente un fallo como ese era lo que había querido evitar, y más aún desde que Nicola Engel parecía estar ansiosa por verlo derrotado.

—Tendría unos cuarenta o cincuenta años, diría yo —recordó por fin el agente—. Además llevaba gafas, creo.

—¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿O sesenta? ¿O puede que incluso fuera una mujer? —preguntó Bodenstein con sarcasmo.

Estaban en el vestíbulo de entrada del hospital, donde ya se había reunido una brigada móvil. El jefe de operaciones daba instrucciones a su equipo delante de los ascensores. Se oía el ruido de fondo de las radios, y varios pacientes curiosos intentaban pasar entre los policías, que estaban formando ya para registrar planta por planta en busca del desaparecido Marcus Nowak. La patrulla que Pia había enviado a casa de Nowak llamó y comunicó que allí no estaba.

—Quedaos de guardia ante la verja de la empresa y llamad poco antes de acabar el turno para que os podamos enviar relevo —ordenó Pia a los agentes.

Sonó el móvil de Bodenstein. Habían encontrado la cama, vacía, en una sala de examen de la planta baja, justo al lado de una salida de emergencia. Las últimas esperanzas de que Nowak pudiera seguir aún en el edificio se esfumaron: de la habitación salía un rastro de sangre que avanzaba por el pasillo hasta el exterior.

—Pues se acabó. —Resignado, Bodenstein se volvió hacia Pia—. Ven, nos vamos a ver a Sigbert Kaltensee.

Elard Kaltensee era un teórico brillante, pero no un hombre de acción. Durante toda su vida había eludido las decisiones y se las había dejado a otras personas de su entorno, pero esta vez la situación requería una actuación inmediata. Por mucho que le costara, tenía que poner en marcha su plan: ya no se trataba solo de él, pero solo él podía poner fin a aquel asunto de una vez por todas. Con sesenta y tres años —no, sesenta y cuatro, se corrigió mentalmente— por fin había encontrado el valor para tomar las riendas de su vida. Había sacado la maldita caja de su apartamento, había cerrado la Galería de Arte por una temporada, había enviado a todos los trabajadores a casa, había reservado los vuelos por Internet y había hecho las maletas. Y, curiosamente, de pronto se encontraba mejor que nunca, incluso sin pastillas. Se sentía años más joven, decidido y enérgico. Elard Kaltensee sonrió. Tal vez fuera una ventaja que todo el mundo lo tomara por un cobarde, porque nadie lo creería capaz de algo así. Salvo quizá esa inspectora, aunque también ella se había dejado llevar por una pista falsa. Ante la verja de El Molino había un coche patrulla, pero ni siquiera ese obstáculo imprevisto lo hizo vacilar. Con un poco de suerte, la Policía no conocería el acceso desde el patio hacia el valle de Fischbach, y así podría salir de la propiedad sin ser visto. Un encuentro con la Policía una vez al día era más que suficiente y, además, seguro que la sangre del asiento del acompañante lo obligaba a dar explicaciones. Aguzó los oídos y subió el volumen de la radio. «… la Policía solicita su colaboración. Desde esta tarde se busca a Marcus Nowak, un hombre de treinta y cuatro años que ha desaparecido del hospital de Hofheim y necesita con urgencia una medicación vital para él…». Elard Kaltensee apagó la radio y sonrió con satisfacción. Ya podían buscar todo lo que quisieran. Sabía dónde estaba Nowak y nadie lo encontraría tan fácilmente. De eso ya se había encargado él.

La sede principal de KMF se encontraba en las inmediaciones de la delegación de Hacienda, en Hofheimer Nordring. Bodenstein había preferido no anunciarle su visita a Sigbert Kaltensee, y en ese momento le enseñó la placa al portero sin decir nada. El hombre, de uniforme oscuro, miró al interior del coche sin modificar su expresión y levantó la barrera.

—Me apuesto el sueldo de un mes a que ahí dentro encontramos a los que atacaron a Nowak —dijo Pia, señalando un pequeño y modesto edificio con el discreto cartel de «K-Secure».

En el aparcamiento vallado contiguo había varias furgonetas Volkswagen negras y algunos vehículos de transporte Mercedes con los cristales tintados. Bodenstein aminoró la velocidad y Pia leyó en algunos de los coches la inscripción publicitaria «K-Secure: protección de personas, empresas y bienes, transporte de dinero y objetos de valor». Seguro que los rasguños causados por el cubo de hormigón de la casa de Auguste Nowak se habían reparado hacía tiempo, pero estaban sobre la pista correcta. El laboratorio de criminalística había identificado sin lugar a dudas la pintura como un producto de la casa Mercedes-Benz.

La secretaria de Sigbert Kaltensee, que habría conseguido pasar sin problemas hasta la última ronda de Supermodelo, les anunció que tendrían que esperar bastante: el director estaba en una reunión de trabajo muy importante con clientes del otro lado del Atlántico. Pia correspondió su mirada despectiva con una sonrisa y se preguntó cómo podía nadie caminar todo el día con semejantes tacones.

Sigbert Kaltensee, por lo visto, dejó plantados a sus clientes del otro lado del Atlántico y apareció al cabo de tres minutos.

—Nos hemos enterado de que tiene usted planeados algunos cambios en lo tocante a la empresa —dijo Bodenstein después de que la secretaria hubiera servido cafés y agua mineral—. Parece que quiere vender lo que hasta ahora no podía, debido a que algunos titulares de participaciones ejercían su minoría de bloqueo.

—No sé de dónde ha sacado esa información —repuso Sigbert Kaltensee, tranquilo—. Además, la situación es algo más compleja de como seguramente se la han presentado.

—Pero ¿no es cierto que carecía de mayoría para sacar adelante su proyecto?

Sigbert Kaltensee sonrió y apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Adónde quiere ir a parar? Espero que no insinúe que yo encargué matar a Goldberg, Schneider y Anita Frings para conseguir sus participaciones en calidad de director de KMF.

Bodenstein sonrió también.

—Ahora es usted el que lo ha expuesto de una forma algo simple, pero sí, mi pregunta iba en esa dirección.

—Es cierto que hace unos meses hicimos que una empresa auditora tasara nuestra sociedad —dijo Sigbert Kaltensee—. Desde luego, siempre hay algún inversor al que le apetece entrar en una empresa estable y sana, que además es líder mundial en su sector y que posee más de un centenar de patentes. Sin embargo, la tasación no se efectuó a causa de que quisiéramos vender, sino porque tenemos la intención de salir a Bolsa en un futuro próximo. Hay que remodelar KMF de arriba abajo para acomodarse a las exigencias del mercado.

Se reclinó en su silla.

—Este otoño cumpliré sesenta años, y en nuestra familia nadie muestra interés por esta empresa, así que tarde o temprano tendré que cederle el timón a un extraño. Cuando eso suceda, quisiera habernos sacado a todos de la sociedad. Seguro que estará usted al corriente de las disposiciones testamentarias de mi padre. A finales de este año perderán validez, y entonces, por fin, podremos cambiar la forma jurídica de la empresa. La sociedad familiar de responsabilidad limitada se convertirá en una sociedad anónima, y todo eso en el transcurso de los próximos dos años. Ninguno de nosotros cobrará millones por sus participaciones. Como es natural, he informado en persona y con detalle a todos los titulares de las participaciones y, evidentemente, también lo hice con los señores Goldberg y Schneider y con la señora Frings. —Sigbert volvió a sonreír—. De eso, por cierto, estábamos hablando también en casa de mi madre la semana pasada cuando vino usted a vernos por lo de Robert.

Aquello sonaba muy concluyente. El móvil de Sigbert y Jutta Kaltensee, que ni Bodenstein ni Pia habían considerado demasiado relevante, se esfumaba así en el aire.

—¿Conoce a Katharina Ehrmann? —preguntó el inspector jefe.

—Por supuesto. —Kaltensee asintió—. Katharina y mi hermana son muy buenas amigas.

—¿Por qué le cedió su padre, en su momento, participaciones de la empresa a la señora Ehrmann?

—Eso es algo que escapa a mi conocimiento. Katharina prácticamente creció en nuestra casa. Supongo que mi padre quería molestar con ello a mi madre.

—¿Sabía usted que Katharina Ehrmann tiene una relación con el señor Ritter, el antiguo ayudante de su madre?

Una profunda arruga de descontento apareció entre las dos cejas de Kaltensee.

—No, no sabía nada —reconoció—. Y debo decirle que me resulta bastante indiferente lo que haga ese hombre. Tiene muy mal carácter. Por desgracia, durante mucho tiempo mi madre no supo ver que él siempre intentaba ponerla en contra de la familia.

—Está escribiendo una biografía sobre ella.

—Iba a escribirla —corrigió Kaltensee con frialdad—. Nuestros abogados se lo han impedido. Además, al término de nuestra relación profesional se comprometió por contrato a guardar silencio sobre cualquier información restringida al ámbito familiar.

—¿Qué sucedería si lo incumpliera? —preguntó Pia con curiosidad.

—Las consecuencias serían sumamente desagradables para él.

—¿Qué objeción tienen ustedes en contra de una biografía de su madre? —quiso saber Bodenstein—. Es una personalidad destacada con una vida grandiosa.

—No tenemos ninguna objeción —respondió—, solo que mi madre quiere elegir en persona a su biógrafo. Ritter no hacía más que inventarse toda clase de detalles abstrusos, solo para vengarse de mi madre por haber cometido una supuesta injusticia contra él.

—¿Como por ejemplo que Goldberg y Schneider habían sido nazis y habían vivido con una falsa identidad? —preguntó Pia.

Sigbert Kaltensee volvió a sonreír, impasible.

—En los currículos de numerosos empresarios de éxito de la posguerra encontrarán vínculos con el régimen nazi —replicó él—. También mi padre se aprovechó de la guerra, sin lugar a dudas. A fin de cuentas, su empresa era una fábrica de armamento. Pero no se trata de eso.

—¿De qué se trata, entonces? —preguntó Bodenstein.

—Las descabelladas especulaciones de Ritter incurren en los delitos de calumnia y difamación.

—¿Cómo puede usted saberlo? —se interesó Pia esta vez.

Sigbert Kaltensee se encogió de hombros sin decir nada.

—Ha llegado a nuestros oídos que en aquel entonces se sospechó que su hermano Elard pudo haber empujado a su padre por la escalera. ¿Escribe Ritter también algo sobre ese punto en su libro?

—Ritter no escribe ningún libro —repuso Sigbert Kaltensee—. Al margen de eso, a día de hoy sigo creyendo que fue Elard. Nunca pudo tragar a mi padre. Es una auténtica afrenta que recibiera también participaciones de la empresa.

Su perfecta fachada de autocontrol mostraba las primeras grietas. ¿De dónde salía ese patente rechazo por su hermanastro mayor? ¿Eran celos de su físico y su éxito con las mujeres, o había algo más?

—Hablando con propiedad, Elard ni siquiera pertenece a la familia. A pesar de eso, hace décadas que se beneficia de mi trabajo como si fuera lo más normal del mundo, y eso que considera mi labor un afán despreciable y banal por acumular dinero. —Rio con acritud—. ¡Ya me gustaría ver alguna vez a mi intelectual y refinado hermano sin blanca, sin medios y teniendo que sacarse él solo las castañas del fuego! El señor catedrático de Historia del Arte no es una persona especialmente enérgica, la verdad.

—¿Algo así como Robert Watkowiak? —preguntó Pia—. ¿No ha sentido en absoluto su muerte?

Sigbert Kaltensee levantó las cejas y recuperó el dominio de sí mismo.

—Si le soy sincero, no. A menudo me avergonzaba que fuéramos medio hermanos. Mi madre fue demasiado indulgente con él.

—Tal vez porque era su nieto —comentó Bodenstein como de pasada.

—¿Qué ha dicho? —Kaltensee se irguió en su asiento.

—En los últimos días han llegado a nuestros oídos varias revelaciones —repuso Bodenstein—. Entre ellas, que en realidad el padre de Watkowiak podría ser usted. La madre del chico habría sido una criada que servía en la casa. Cuando sus padres supieron de esa relación, nada apropiada para su estatus, a usted lo enviaron a Estados Unidos y su padre cargó con la responsabilidad de haber cometido el desliz.

Esas frases dejaron a Sigbert Kaltensee literalmente sin habla. Se pasó una mano por la calva con nerviosismo.

—Dios mío —murmuró entonces, y se levantó—. Es cierto que tuve una aventura con una criada de mis padres. Se llamaba Danuta, era unos años mayor que yo, y muy guapa. —Empezó a dar pasos de un lado a otro de su despacho—. Yo me tomé muy en serio lo nuestro, como sucede cuando se tienen dieciséis años, pero a mis padres no les entusiasmaba la idea, desde luego, y me enviaron a Estados Unidos para que cambiara de opinión. —De pronto se detuvo—. Cuando, ocho años después, regresé con mi título universitario, mujer e hija, ya había olvidado a Danuta por completo.

Se acercó a la ventana y miró fuera. ¿Pensaba quizá en todos los desplantes y las humillaciones que habían empujado a su supuesto hermanastro primero a la delincuencia y luego a la muerte?

—Por cierto, ¿cómo se encuentra su madre? —preguntó Bodenstein, cambiando de tema—. ¿Y dónde está? Necesitamos hablar urgentemente con ella.

Sigbert Kaltensee dio media vuelta y, sin color en la cara, fue a sentarse tras su escritorio y se puso a hacer garabatos con un bolígrafo en un bloc de notas, como ausente.

—En estos momentos no puede hablar con nadie —dijo en voz baja—. Los acontecimientos de los últimos días la han afectado mucho. Los asesinatos que ha cometido Robert, y la noticia de su suicidio, después, han sido demasiado para ella.

—Watkowiak no fue el autor de los asesinatos —replicó Bodenstein—. Y su muerte tampoco fue un suicidio. En la autopsia se ha determinado sin lugar a dudas que murió por acción ajena.

—¿Acción ajena? —repitió Kaltensee con incredulidad. La mano con la que sostenía el bolígrafo le temblaba un poco—. Pero ¿quién…? ¿Y por qué? ¿Quién querría asesinar a Robert?

—También nosotros nos lo preguntamos. Junto a él encontramos el arma con la que poco antes habían matado a su novia, aunque él no fue el asesino.

El teléfono del escritorio rompió el silencio que siguió. Sigbert Kaltensee contestó, ordenó con aspereza que no lo molestaran para nada y volvió a colgar.

—¿Tiene usted alguna idea sobre quién pudo matar a los tres amigos de su madre, y qué podría significar el número 16145?

—Ese número no me dice nada —contestó Kaltensee, y lo pensó un momento—. No quiero dirigir sospechas contra nadie injustamente, pero sé por Goldberg que Elard lo estuvo presionando muchísimo estas últimas semanas. Mi hermano no quería aceptar que Goldberg no supiera nada acerca de su pasado, ni siquiera sobre su padre biológico. Y también Ritter lo había visitado varias veces. A él sí que lo considero capaz de asesinar sin problema a tres personas.

En muy pocas ocasiones había visto Pia expresar a alguien una sospecha de asesinato de forma tan clara. ¿Había visto Sigbert Kaltensee su oportunidad de deshacerse de un plumazo de los dos hombres con los que había rivalizado durante años por el favor de su madre y a quienes despreciaba con toda su alma? ¿Qué sucedería si Kaltensee se enteraba de que Ritter no era solo su yerno, sino también el padre de su futuro nieto?

—A Goldberg, Schneider y Frings les dispararon con un arma de la Segunda Guerra Mundial y munición antigua. ¿Cómo iba a tener Ritter algo así? —intervino la inspectora.

Kaltensee la miró con insistencia.

—Seguro que también se habrán enterado de esa historia de la caja desaparecida —dijo—. Le he dado bastantes vueltas a qué debía de contener. ¿Y si eran objetos que habían pertenecido a mi padre? Fue miembro del Partido Nazi y también estuvo en la Wehrmacht. A lo mejor Ritter se hizo con la caja y sus armas.

—Pero ¿cómo? Desde aquel incidente ya no se le permitió volver a entrar en El Molino —objetó Pia.

La seguridad de Sigbert Kaltensee no se tambaleó.

—A Ritter le importan muy poco las prohibiciones —se limitó a decir.

—¿Sabía su madre qué había en esa caja?

—Supongo que sí, pero no quiere decirlo. Y cuando mi madre no quiere decir algo, no lo dice. —Kaltensee sonrió con odio—. Solo tienen que ver a mi hermano, que hace sesenta años que busca desesperadamente a su verdadero padre.

—Bien. —Bodenstein sonrió y se levantó de la silla—. Gracias por habernos dedicado su tiempo. Ah, sí, una pregunta más: ¿por orden de quién torturaron y apalearon a Marcus Nowak sus empleados de seguridad?

—¿Cómo dice? —Kaltensee sacudió la cabeza, indignado—. ¿A quién?

—A Marcus Nowak. El restaurador que se encargó de la rehabilitación del antiguo molino.

Kaltensee arrugó la frente intentando hacer memoria, y entonces pareció recordar.

—Ah, ese —dijo—. Ya habíamos tenido muchos problemas con su padre, en su momento. La chapuza que nos hizo construyendo el edificio de administración de la empresa nos costó muchísimo dinero. Pero ¿por qué iba a atacar nuestro servicio de seguridad al hijo?

—A nosotros también nos interesaría saberlo —dijo Bodenstein—. ¿Tiene algo en contra de que nuestros técnicos de criminología examinen sus vehículos?

—No —repuso Kaltensee sin dudarlo, e incluso algo divertido—. Llamaré al señor Améry, el director de K-Secure. Él se pondrá a su disposición.

Henri Améry, un hombre atractivo de aspecto latino, tenía unos treinta y cinco años. Era delgado, de piel morena, y llevaba el pelo muy corto y peinado hacia atrás. Vestía una camisa blanca, un traje oscuro y zapatos italianos, y bien podría haber pasado por agente de Bolsa, abogado o banquero. Con una sonrisa encantadora, le entregó a Bodenstein la lista de sus trabajadores, treinta y cuatro en total, incluido él, y respondió sin ningún reparo todas sus preguntas. Era el jefe de K-Secure desde hacía un año y medio. Nunca había oído el nombre de Nowak y pareció sinceramente sorprendido cuando le mencionaron la posibilidad de que sus guardas hubiesen llevado a cabo un supuesto encargo secreto. No tenía nada que objetar a un registro de los coches y enseguida les preparó una segunda lista en la que figuraban matrícula, tipo, fecha del permiso de circulación y kilometraje de todos los vehículos de la empresa. Mientras Bodenstein seguía hablando con él, Miriam llamó al móvil de Pia. Estaba de camino a Doba, la antigua Doben, a cuya circunscripción habían pertenecido el pueblo y la heredad de Lauenburg.

—Mañana me reuniré con un polaco que estuvo en la hacienda de los Zeydlitz-Lauenburg haciendo trabajos forzados —informó—. La archivera lo conoce. Vive en una residencia para la tercera edad de Wegorzewo.

—Eso tiene buena pinta. —Pia vio que su jefe salía del despacho de K-Secure—. Busca también los nombres de Endrikat y Oskar, ¡acuérdate!

—Tranquila, lo haré —repuso Miriam—. Hasta luego.

—¿Y bien? —quiso saber Bodenstein cuando Pia colgó—. ¿Qué te han parecido Sigbert Kaltensee y este tal Améry?

—Sigbert odia a su hermano y a Ritter —expuso Pia—. A sus ojos, competían con él por el favor de su madre. ¿No dijo tu suegra algo así como que Vera prácticamente idolatraba a su ayudante? Y Elard vive incluso en El Molino, es muchísimo más atractivo que Sigbert y tiene, o por lo menos tenía, una aventura amorosa detrás de otra.

—Hmmm… —Bodenstein iba asintiendo, pensativo—. ¿Y el tal Améry?

—Un chico guapo, un poco peripuesto para mi gusto —juzgó Pia—, y hasta cierto punto demasiado solícito, además. Seguro que el coche que enviaron a la empresa de Nowak no está siquiera en esa lista. Creo que podemos ahorrarles el registro a los contribuyentes.

En comisaría, Ostermann los estaba esperando con un montón de novedades: Vera Kaltensee no estaba ni en el hospital de Hofheim ni en el de Bad Soden. De Nowak no había ni rastro, aunque por fin había llegado la orden de registro. Se habían apostado coches patrulla ante la puerta de El Molino y delante de la empresa de Nowak. Las camisas que Behnke le había hecho sacar a la señora Moormann eran de Elard Kaltensee. Behnke, entretanto, se había acercado a Frankfurt para buscar al profesor, pero la Galería de Arte estaba cerrada. Ostermann, a través de Hacienda, la oficina de empadronamiento y la Unidad Central de Identificación de la Policía, había conseguido averiguar que Katharina Ehrmann, de soltera Schmunck, había nacido el 19 de julio de 1964 en Königstein, era ciudadana alemana con residencia habitual en Zúrich, Suiza, y tenía registrada como segundo domicilio una dirección de Königstein. Era editora independiente, pagaba sus impuestos en Suiza y carecía de antecedentes penales.

Bodenstein, que había escuchado a Ostermann sin decir palabra, lanzó una mirada al reloj. Las seis y cuarto en punto. A las siete y media, Jutta Kaltensee lo esperaba en el Rote Mühle, a las afueras de Kelkheim.

—Editora —repitió—. ¿Sería ella, tal vez, la que encargó a Ritter que escribiera la biografía?

—Lo comprobaré. —Ostermann se lo anotó.

—Y pide una orden de busca y captura —añadió el inspector jefe—. Del profesor Elard Kaltensee y su coche. —Bodenstein se percató de la satisfacción que asomaba al rostro de Pia. Por lo visto, no se había equivocado con sus sospechas—. Mañana a primera hora, a las seis, registraremos la empresa y la casa de Nowak. Organízalo tú, Pia. Quiero tener allí a veinte personas como mínimo, el equipo de siempre.

Pia asintió con la cabeza. Sonó el teléfono y Bodenstein descolgó. Behnke había dado con el conserje de la Galería de Arte, quien a mediodía había ayudado a Elard Kaltensee a cargar una caja y dos maletas en su coche.

—Además, me he enterado de que el profesor tiene otro despacho en la universidad —terminó de informar Behnke—. En el campus nuevo. Ahora mismo voy para allá.

—¿Qué coche tiene Kaltensee? —Bodenstein activó el altavoz para que Ostermann también lo oyera.

—Un momento. —Behnke habló con alguien y luego volvió a ponerse al teléfono—. Un Mercedes Clase S negro, matrícula MTK-EK 222.

—Gracias. Pon al corriente de todo a Ostermann y Kirchhoff. Y si te encuentras con Kaltensee, detenlo y tráelo aquí —ordenó Bodenstein—. Quiero hablar con él hoy mismo.

—¿Pido la orden de busca y captura de todas formas? —quiso saber Ostermann cuando Bodenstein colgó.

—Por supuesto —repuso este, y se dispuso a salir—. Y que ninguno de vosotros se vaya a casa al acabar sin llamarme antes.

Thomas Ritter, agotado, contemplaba la primera versión completa del manuscrito. Después de catorce horas y dos paquetes de Marlboro, interrumpido solo por la Policía y por Katharina, lo había conseguido. ¡Trescientas noventa páginas con la sucia verdad sobre la familia Kaltensee y sus delitos encubiertos! Ese libro era dinamita pura; era capaz de matar a Vera, incluso de hacer que acabara en la cárcel, tal vez. Se sentía completamente exhausto y al mismo tiempo tan eufórico como si se hubiera metido una raya. Después de grabar el archivo, tuvo el reflejo de hacer, además, una copia en un disco. Rebuscó en su maletín una pequeña cinta de casete y la metió junto con el disco dentro de un sobre acolchado en el que escribió una dirección con rotulador. Una medida de seguridad, por si acaso volvían a amenazarlo. Thomas Ritter apagó el portátil, lo metió en el maletín, se lo colgó del hombro y se levantó.

—Hasta nunca, despacho de mierda —murmuró, mirando atrás al salir.

¡Qué ganas tenía de llegar a casa y darse una ducha! Katharina quería verlo esa noche, pero quizá podía aplazarlo para otro día. Ya no le apetecía seguir hablando del manuscrito, de posibilidades de venta, de campañas de lanzamiento y de sus deudas. Y menos aún le apetecía el sexo con ella. Para su sorpresa, Thomas se alegraba mucho de tener consigo a Marleen. Hacía semanas que le había prometido una velada agradable para los dos solos, una buena cena en un restaurante bonito y, luego, ir a tomarse la última a un bar y disfrutar de una larga noche de amor.

—Menuda sonrisa de satisfacción —comentó la recepcionista, Sina, cuando pasó por delante de su mesa—. ¿Qué te pasa?

—Estoy contento de haber terminado por hoy —contestó Ritter. De pronto tuvo una idea y le entregó el sobre acolchado a la mujer—. Sé buena y guárdame esto.

—Pues claro, no te preocupes. —Sina guardó el sobre en su falso bolso Louis Vuitton y le guiñó un ojo con picardía—. Que lo pases bien esta noche…

Llamaron a la puerta.

—Vaya, por fin. —La recepcionista apretó el botón para abrir—. Debe de ser el mensajero con las pruebas de imprenta. Hoy se lo ha tomado con calma.

Ritter le guiñó también un ojo y se hizo a un lado para dejar pasar al mensajero con su bicicleta, pero en lugar del mensajero al que esperaban apareció un hombre con barba y vestido de traje oscuro. Se detuvo frente a Ritter y lo contempló un instante.

—¿Es usted Thomas Ritter? —preguntó.

—¿Quién quiere saberlo? —repuso este con recelo.

—Si es usted, le traigo un paquete —contestó el hombre de barba—. De parte de una tal señora Ehrmann. Pero solo puedo entregárselo al señor Ritter en persona.

—Ajá. —Ritter se mostraba escéptico. Aun así, a Katharina siempre se le habían dado muy bien las sorpresas. No era la primera vez que le enviaba algún tipo de juguete sexual para preparar el ambiente antes de pasar la noche juntos—. ¿Y dónde está ese paquete?

—Si espera un momento, iré a buscarlo. Lo tengo en el coche.

—No, déjelo. De todas formas yo también bajaba ya.

Ritter se despidió de Sina con un gesto de la mano y siguió al hombre escaleras abajo. Se alegró de salir del despacho aún de día. Aunque, a regañadientes, tenía que admitir que la furgoneta del aparcamiento y los estúpidos comentarios de esa antipática policía rubia le habían metido el miedo en el cuerpo. Pero ya estaba a punto de pasar la responsabilidad del manuscrito a manos de la editorial y, en cuanto estuviera impreso, podían meterse todas esas amenazas por donde les cupieran. Ritter le hizo un gesto al hombre que le aguantaba la puerta abierta con amabilidad y de pronto sintió un pinchazo en un costado del cuello.

—¡Ay! —exclamó, y dejó caer la bolsa con el portátil.

Sintió que las piernas se le doblaban como si fueran de goma. Una furgoneta negra se detuvo justo delante de él, de la puerta lateral bajaron dos hombres que lo agarraron de los brazos. Lo lanzaron al interior del vehículo con brusquedad, la puerta volvió a cerrarse de golpe y él se vio rodeado de una oscuridad total. Después se encendieron las luces interiores, pero Ritter no conseguía levantar la cabeza. La saliva le resbalaba por la comisura de la boca, se le nubló la vista y en su interior se abrieron las puertas del miedo. Entonces perdió la consciencia.