Martes, 8 de mayo de 2007

Cuando Bodenstein y Pia llegaron esa mañana a El Molino, el personal de seguridad había desaparecido y la gran puerta de hierro de la finca estaba completamente abierta.

—Parece que Vera Kaltensee ya no tiene miedo —dijo la inspectora—, ahora que Watkowiak está muerto y Nowak en el hospital.

Bodenstein se limitó a asentir, distraído. No había dicho ni una sola palabra durante todo el trayecto. Una mujer vigorosa, con un peinado corto y práctico, les abrió la puerta y les comunicó que no había ningún Kaltensee en casa. Bodenstein se transformó en cuestión de segundos. Se calzó su sonrisa más encantadora y le preguntó a la mujer si no tendría un par de minutos para responder a unas preguntas. Sí que los tenía, y muchos más que un par. Pia, que ya sabía cómo eran esas situaciones, le dejó la palabra a su jefe. Anja Moormann no fue ninguna excepción y no pudo resistir la ofensiva de los encantos de Bodenstein. La mujer del factótum de Vera Kaltensee llevaba más de quince años al servicio de «la buena señora». Esa anticuada denominación provocó en Pia una sonrisa divertida. Los Moormann vivían en una casita que se levantaba en los extensos terrenos de la propiedad y recibían a menudo la visita de sus dos hijos, ya adultos, con sus familias.

—¿No conocerá usted también al señor Nowak? —preguntó Bodenstein.

—Desde luego que sí. —Anja Moormann asintió enseguida.

Era muy delgada, casi nervuda. Bajo la camiseta blanca y ceñida que llevaba se marcaban unos pechos diminutos; su piel pecosa se extendía tirante sobre las huesudas clavículas. Pia calculó que tendría entre cuarenta y cincuenta años.

—Siempre cocinaba para su gente y para él mientras estuvieron trabajando aquí. El señor Nowak es muy simpático. ¡Y también un hombre muy guapo! —Soltó una risita que no acababa de encajar con ella. Su labio superior parecía demasiado corto, o los incisivos demasiado grandes, lo cual hizo que a Pia le recordara un conejo sin aliento—. Aún me cuesta comprender por qué sería tan injusta con él la buena señora.

Puede que Anja Moormann no fuera una lumbrera, pero sí era curiosa y locuaz. Pia estaba convencida de que pocas cosas sucedían en El Molino de las que la mujer no se enterase.

—¿Recuerda el día en que se produjo el accidente? —preguntó la inspectora mientras pensaba de dónde sería ese acento dialectal que tenía el ama de llaves. ¿Suabo? ¿Sajón? ¿Del Sarre?

—Huy, sí. El señor profesor y el señor Nowak estaban en el patio, delante del molino, mirando no sé qué planos. Yo acababa de llevarles café cuando llegaron la buena señora y el señor Ritter. Mi marido los había ido a buscar al aeropuerto. —Anja Moormann lo recordaba con todo detalle, y era evidente que disfrutaba siendo el centro de interés, cuando normalmente la vida tenía reservado para ella un papel de figurante—. La buena señora bajó del coche como una bala y se puso hecha una furia al ver a los trabajadores dentro del molino. El señor Nowak quiso impedírselo, pero ella lo apartó de un empujón, se metió directa y subió la escalera. El nuevo suelo de arcilla del primer piso estaba todavía muy húmedo, la señora resbaló al pisarlo, se dio un costalazo y se puso a gritar como una mala cosa.

—¿Y qué era lo que buscaba en el molino? —preguntó Pia.

—Algo que había en el desván —contestó Anja Moormann—. El caso es que se armó un jaleo de aúpa. El señor Nowak estaba allí de pie sin decir nada, y la buena señora se arrastró entonces hasta el taller, aunque tenía el brazo roto.

—¿Por qué fue al taller? —intervino Pia cuando la señora Moormann paró para tomar aire—. ¿Qué era lo que había en el desván?

—Ay, santo cielo, un montón de trastos viejos. La buena señora nunca tira nada. Pero sobre todo fue por las cajas. Eran seis, y estaban llenas de polvo y de telarañas. La gente de Nowak se había llevado todos los trastos al taller, y también esas cajas, antes de levantar el suelo viejo del molino.

Anja Moormann había cruzado los brazos sobre el pecho y hundía los pulgares, ensimismada, en unos brazos asombrosamente musculosos.

—Me parece que faltaba una caja —dijo entonces—. Los señores se pusieron a discutir a gritos y, cuando Ritter se metió por medio, la buena señora estalló. No me veo capaz de repetirles todo lo que le soltó.

Anja Moormann sacudió la cabeza al recordarlo.

—Cuando llegó el médico de urgencias, la buena señora estaba gritando que, si la caja no aparecía en el patio en un plazo de veinticuatro horas, Ritter ya podía ir buscándose otro trabajo.

—Pero ¿qué tenía él que ver con todo eso? —preguntó Bodenstein—. ¿No había estado con la bue… con la señora Kaltensee en el extranjero?

—Es cierto. —Anja Moormann se encogió de hombros—. Pero alguna cabeza tenía que rodar. Al señor profesor no iba a echarlo de casa, así que despachó al pobre Nowak y también a Ritter. ¡Después de dieciocho años! ¡Lo echó de la propiedad con insultos y acusaciones! Ahora vive en un apartamento miserable de una sola habitación y ya ni siquiera tiene coche. ¡Y todo eso por culpa de una vieja caja postal cubierta de polvo!

Esas últimas palabras hicieron que Pia recordara algo vagamente, pero no acababa de saber el qué.

—¿Dónde están ahora esas cajas? —quiso saber.

—Aún siguen en el taller.

—¿Podríamos verlas?

Anja Moormann lo pensó un instante, pero debió de llegar a la conclusión de que no pasaba nada por enseñarle las cajas a la Policía. Bodenstein y Pia la siguieron, rodearon la casa y llegaron a los edificios de servicio, unas construcciones anexas de un solo piso. El taller estaba meticulosamente ordenado. En las paredes, por encima de los bancos de trabajo de madera, colgaban toda clase de herramientas cuyos contornos correspondientes estaban bien delineados con rotulador negro. Anja Moormann abrió una puerta.

—Ahí lo tienen todo —anunció.

Bodenstein y Pia entraron en la sala, una antigua cámara frigorífica, según indicaban las paredes alicatadas y las tuberías que recorrían el techo. Allí, unas junto a otras, había cinco cajas postales llenas de polvo. Pia supo al instante dónde se encontraba la sexta. La señora Moormann seguía hablando alegremente y les explicó cuándo había sido la última vez que había visto a Marcus Nowak. El joven se había presentado en la finca de los Kaltensee poco antes de Navidad, en teoría para entregar un regalo. Después de conseguir que lo dejaran entrar en la casa con ese pretexto, había pasado sin esperar a nadie al gran salón, donde la buena señora y sus amigos estaban celebrando su «fiesta tradicional» de todos los meses.

—¿Fiesta tradicional? —se extrañó Bodenstein.

—Sí. —Anja Moormann asintió con brío—. Una vez al mes se reunían, Goldberg, Schneider, Anita Frings y la buena señora. Cuando el profesor estaba de viaje, se reunían aquí; si no, en casa de Schneider.

Pia le lanzó una mirada a Bodenstein. ¡Eso sí que era revelador! Pero de momento era Nowak quien les interesaba.

—Ajá. ¿Y qué sucedió entonces?

—Ah, sí, claro. —El ama de llaves se detuvo en el centro del taller y se rascó la cabeza mientras recordaba—. El señor Nowak le recriminó a la buena señora que todavía le debía dinero. Lo dijo de una forma muy cortés, yo misma lo oí, pero la buena señora se rio de él y lo puso de vuelta y media, como si…

Se interrumpió a media frase. Por la esquina de la casa apareció la silenciosa y oscura limusina Maybach. Los neumáticos crujieron sobre la grava recién rastrillada cuando el pesado vehículo pasó por delante del taller y se detuvo unos cuantos metros más allá. Tras los cristales tintados, Pia creyó ver a una persona sentada en la parte de atrás, pero Moormann, con su cara de caballo y correctamente vestido de chofer ese día, bajó solo, cerró el coche con el mando a distancia y se acercó a donde estaban ellos.

—Por desgracia, la buena señora sigue indispuesta —anunció.

Pia, sin embargo, se fijó en la fugaz mirada que cruzaron Moormann y su mujer, y supo que no les decía la verdad.

¿Qué debían de sentir siendo criados de gente rica, teniendo que mentir y cuidar siempre lo que decían? ¿Odiarían en secreto los Moormann a su señora? Anja Moormann, por ejemplo, no se había mostrado especialmente leal.

—Entonces, transmítale mis más sinceros deseos de recuperación, por favor —dijo Bodenstein—. Mañana me pasaré otra vez por aquí.

Moormann asintió con la cabeza. Su mujer y él se quedaron ante la puerta del taller, viendo cómo Bodenstein y Pia se marchaban.

—Me juego lo que quieras a que nos ha mentido —le dijo la inspectora a su jefe en voz baja.

—Sí, yo también lo creo —repuso este—. Vera Kaltensee está en el coche.

—¿Nos acercamos y abrimos la puerta? —propuso Pia—. Así la dejaremos en evidencia.

Bodenstein sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No se nos va a escapar. Deja que siga creyendo que es más lista que nosotros.

El señor Thomas Ritter había propuesto quedar con ellos en el café del Jardín de las Palmeras de Frankfurt, y Bodenstein supuso que era porque se avergonzaba de su apartamento. El otrora ayudante personal de Vera Kaltensee ya estaba sentado a una de las mesas de la zona de fumadores de la cafetería cuando ellos llegaron. Al ver a Bodenstein acercarse directo a él, apagó el cigarrillo en el cenicero y se puso de pie enseguida. Pia le echó unos cuarenta y cinco años. Con sus rasgos faciales marcados y algo asimétricos, su nariz prominente, unos profundos ojos azules y el pelo espeso y prematuramente encanecido, no era feo, pero tampoco guapo en el sentido tradicional de la palabra. A pesar de eso, su rostro tenía algo que hacía mirar dos veces a las mujeres. Ritter repasó a Pia de arriba abajo en un momento y debió de encontrarla poco interesante, porque enseguida se volvió de nuevo hacia Bodenstein.

—¿Prefiere que nos sentemos en una mesa de no fumadores? —preguntó.

—No, aquí está bien. —El inspector jefe tomó asiento en el banco de cuero negro y fue directo al grano—. Cinco personas del entorno de su antigua jefa han sido asesinadas. Durante el transcurso de las investigaciones, su nombre ha sido mencionado varias veces. ¿Qué puede contarnos sobre la familia Kaltensee?

—¿Sobre quién quieren saber algo? —Ritter enarcó las cejas y se encendió otro cigarrillo. En el cenicero ya había tres colillas—. Fui ayudante personal de la señora Kaltensee durante dieciocho años. Por eso, evidentemente, sé muchas cosas sobre ella y su familia.

La camarera se acercó a la mesa y les ofreció la carta, aunque solo tenía ojos para Ritter. Bodenstein pidió un café, Pia una cola light.

—¿Otro latte macchiato para usted? —preguntó la joven.

Ritter asintió con indiferencia y le lanzó una mirada a la inspectora, como si quisiera asegurarse de que se había fijado en el efecto que causaba sobre el género femenino.

Qué imbécil, pensó ella, y le sonrió.

—¿Qué fue lo que provocó las desavenencias entre la señora Kaltensee y usted? —se interesó Bodenstein.

—No hubo desavenencias —afirmó Ritter—, pero, después de dieciocho años, hasta el trabajo más interesante pierde en algún momento su atractivo. Me apetecía probar otra cosa, nada más.

—Ajá. —Bodenstein fingió creerlo—. ¿A qué se dedica ahora profesionalmente, si puedo preguntar?

—Puede, puede. —Ritter cruzó los brazos sobre el pecho mientras sonreía—. Soy redactor de una revista sobre estilos de vida que se publica todas las semanas y, además, escribo libros.

—¿Ah, sí? Nunca había conocido en persona a un escritor de verdad. —Pia le dirigió una mirada de admiración que él recibió con una satisfacción más que evidente—. ¿Y qué escribe?

—Novelas, sobre todo —repuso Ritter con vaguedad.

Había cruzado las piernas e intentaba transmitir una sensación de serenidad, pero no lo conseguía. No hacía más que escapársele la mirada al móvil, que había dejado en la mesa, junto al cenicero.

—Pues nos han explicado que su separación de la señora Kaltensee no fue tan de común acuerdo como usted hace que parezca —intervino Bodenstein—. ¿Por qué lo despidieron en realidad después del incidente del antiguo molino?

Ritter no contestó. La nuez se le movía arriba y abajo. ¿De verdad había creído que la Policía no tendría la menor idea?

—La pelea que desembocó en su despido inmediato estuvo relacionada, al parecer, con una caja de misterioso contenido. ¿Qué puede decirnos sobre eso?

—Que no son más que tonterías. —Ritter hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia—. La familia entera estaba celosa de mi buena relación con Vera. Ninguno de ellos podía verme porque tenían miedo de que influyera demasiado sobre ella. Nuestra separación fue amistosa.

Sonó tan convincente que, de no ser por el testimonio contrario de la señora Moormann, Pia jamás habría dudado de su afirmación.

—¿Qué sucedió, entonces, con esa caja desaparecida? —Bodenstein bebió un sorbo de café.

Pia vio un rápido centelleo en los ojos de Ritter. Sus dedos jugaban sin parar con el paquete de cigarrillos. A la inspectora le hubiera gustado quitárselo de las manos, porque empezaba a ponerla nerviosa.

—No tengo ni idea —respondió el hombre—. Es cierto que por lo visto desapareció una caja del desván del molino, pero yo no llegué nunca a verla, y tampoco sé lo que pasó con ella.

A la joven de detrás del mostrador se le resbaló de pronto una pila de platos de la mano y toda la porcelana se hizo añicos sobre el suelo de granito con gran estrépito. Ritter saltó como si le hubieran disparado un tiro y se quedó blanco. No parecía tener los nervios muy templados.

—¿Tiene alguna sospecha respecto a lo que podría contener esa caja? —siguió interrogándolo Bodenstein.

Ritter tomó aire y luego negó con la cabeza. Era evidente que les estaba mintiendo…, pero ¿por qué? ¿Se avergonzaba, o es que no quería darles ningún motivo para que sospecharan de él? No cabía duda de que Vera Kaltensee le había jugado una mala pasada. La humillación que debió de suponerle ese despido fulminante delante de todo el mundo tenía que ser algo muy difícil de sobrellevar para cualquier hombre con un mínimo de autoestima.

—¿Qué coche conduce usted, por cierto? —dijo Pia, cambiando súbitamente de tema.

—¿Por qué lo pregunta? —Ritter la miró molesto. Fue a sacar otro cigarrillo del paquete, pero comprobó que estaba vacío.

—Pura curiosidad. —La inspectora buscó en su bolso y dejó un paquete de Marlboro empezado sobre la mesa—. Sírvase, por favor.

Ritter dudó un momento, pero luego aceptó.

—Mi mujer tiene un Z3. Yo lo uso a veces.

—¿También la semana pasada, el jueves?

—Es posible. —Ritter encendió el mechero e inspiró hasta que el humo le llegó a los pulmones—. ¿Por qué lo pregunta?

Pia cruzó una rauda mirada con Bodenstein y se decidió por un tiro a ciegas. Tal vez el hombre del deportivo fuera Ritter.

—Porque alguien lo vio con Robert Watkowiak —dijo, con la esperanza de no equivocarse—. ¿De qué estuvo hablando con él?

El estremecimiento casi imperceptible de Ritter le dijo a Pia que había dado en el blanco.

—¿Por qué quieren saber eso? —preguntó con recelo, corroborando así las sospechas de los inspectores.

—Es posible que fuera usted una de las últimas personas con las que habló Watkowiak —dijo Pia—. Ahora mismo creemos que él pudo ser el asesino de Goldberg, Schneider y Anita Frings. Quizá sepa usted ya que el pasado fin de semana se quitó la vida con una sobredosis de fármacos.

Pia percibió el alivio que asomó un instante al rostro de Ritter.

—Sí, me había enterado. —Expulsó el humo por la nariz—. Pero yo no tengo nada que ver con eso. Robert me llamó. Volvía a tener un problema. Antes, por encargo de Vera, lo había sacado del atolladero en más de una ocasión, quizá por eso creyó que también esta vez podría ayudarlo. Pero no podía.

—¿Y para decirle eso estuvieron dos horas sentados en la heladería? No me lo creo.

—Pues así fue —insistió Ritter.

—Fue usted a ver a Goldberg a su casa de Kelkheim un día antes de que lo mataran. ¿Por qué?

—Iba a visitarlo a menudo —mintió Ritter, sin pestañear siquiera, mirando fijamente a la inspectora—. Ahora mismo no sé de qué hablamos esa tarde en particular.

—Hace un cuarto de hora que nos está mintiendo —sostuvo Pia—. ¿Por qué? ¿Tiene algo que ocultar?

—No les miento —objetó Ritter—. Y no tengo nada que ocultar.

—¿Por qué no nos dice de una vez qué lo llevó a ver a Goldberg y de qué estuvo hablando con Watkowiak?

—Porque ya casi no me acuerdo —puso Ritter como excusa—. No debió de ser nada importante.

—Por cierto, ¿conoce a Marcus Nowak? —intervino Bodenstein esta vez.

—¿A Nowak? ¿El restaurador? Muy por encima, nos hemos visto alguna vez. ¿Por qué quieren saberlo?

—Qué extraño… —Pia sacó su libreta del bolso—. Por lo visto aquí todo el mundo se conoce solo por encima. —Pasó un par de páginas—. Ah, sí, aquí lo tengo: la mujer de Nowak nos ha explicado que usted y el profesor Kaltensee fueron a ver a su marido y estuvieron en su despacho más de una vez después del incidente del molino y de su despido. Y que se pasaban horas allí dentro.

Miró fijamente a Ritter, a quien ya se lo veía incómodo.

Con la arrogancia de un hombre que se considera más inteligente que la mayoría de sus congéneres en general y que la Policía en particular, había subestimado por completo a Pia, y en ese momento fue consciente de ello. Consultó su reloj de pulsera y se decidió por una retirada en toda regla.

—Lo siento, pero tengo que irme —dijo con una sonrisa forzada—. Una reunión importante en la redacción.

—Por favor. —Pia asintió con la cabeza—. No queremos entretenerlo más. Ya le preguntaremos a la señora Kaltensee por el verdadero motivo de su despido. Quizá ella pueda adivinar qué tenía que hablar usted con los señores Watkowiak y Goldberg.

A Ritter se le heló la sonrisa en la cara, pero no dijo nada más. Pia le dio su tarjeta de visita.

—Llámenos cuando le venga a la memoria la verdad.

—¿Cómo se te ha ocurrido que el hombre de la heladería podía ser Ritter? —preguntó Bodenstein mientras regresaban al coche cruzando todo el Jardín de las Palmeras.

—Intuición. —Pia se encogió de hombros—. Ritter es el típico tío que conduce un deportivo.

Caminaron un rato en silencio uno junto al otro.

—¿Por qué crees que nos habrá mentido de esa forma? No puedo imaginarme a Vera Kaltensee despidiendo después de dieciocho años a su fiel ayudante personal, que debe de saber muchísimas cosas sobre ella, solo porque desapareciera una caja. Ahí hay algo más.

—Pero ¿quién podría saberlo? —reflexionó Bodenstein en voz alta.

—Elard Kaltensee —propuso Pia—. De todas formas tenemos que volver a hablar con él. En su dormitorio, justo al lado de la cama, está la caja que falta.

—¿Cómo sabes tú lo que tiene Elard Kaltensee en su dormitorio? —Bodenstein se detuvo y miró a Pia arrugando la frente—. ¿Y cómo no me lo habías dicho antes?

—Me he acordado hace solo un rato, en el taller de El Molino —se justificó Pia—, pero ahora ya te lo he dicho.

Salieron del Jardín de las Palmeras y cruzaron la calle. Bodenstein abrió el cierre centralizado del coche con el botón del mando a distancia. Pia ya tenía la mano en la manija de su puerta cuando su mirada recayó sobre la casa que había al otro lado de la calle. Era uno de esos edificios distinguidos de la ciudad, construidos en el siglo XIX, con una fachada de estilo decimonónico cuidadosamente restaurada y amplios apartamentos antiguos que se cotizaban a precios altísimos en el mercado inmobiliario.

—Mira ahí un momento. ¿No es ese nuestro barón de las mentiras?

Bodenstein volvió la cabeza.

—Pues sí. Es él.

Ritter sujetaba el móvil entre la oreja y el hombro mientras se peleaba con un manojo de llaves junto a los buzones del edificio. Después, sin dejar de hablar por teléfono, abrió la puerta de la casa con una llave y desapareció en su interior. Bodenstein volvió a cerrar el coche. Cruzaron y comprobaron los buzones.

—Pues aquí no hay ninguna redacción de revista —Pia dio unos golpecitos a una de las placas de latón—, pero sí vive alguien que se llama M. Kaltensee. ¿Y ahora esto qué quiere decir?

Bodenstein miró a lo alto de la fachada.

—Ya lo descubriremos. Pero, antes, vamos a ver a tu sospechoso predilecto.

El señor Mansfeld era un hombre alto y delgado con una corona de pelo cano que rodeaba una calva llena de manchas propias de la edad. Tenía la cara alargada, marcada con arrugas, así como unos ojos enrojecidos que quedaban artificialmente agrandados por los gruesos cristales de sus gafas anticuadas. El sábado pasado por la mañana se había ido a ver a su hija al lago Constanza y no había regresado hasta la tarde del día anterior. Su nombre era uno de los últimos de la lista de residentes y trabajadores de Vistas del Taunus, y Kathrin Fachinger no tenía demasiadas esperanzas de que le explicara nada que no le hubieran contado ya trescientas doce personas antes que él, de modo que, toda amabilidad, le hizo al anciano las preguntas rutinarias. El hombre había vivido puerta con puerta con Anita Frings durante siete años y se había quedado bastante afectado al enterarse de la violenta muerte de su vecina.

—La vi justamente esa tarde, antes de salir de viaje —dijo con voz temblorosa a causa de la emoción—. Estaba de muy buen humor.

Se aguantó la muñeca derecha con la mano izquierda, pero no logró ocultar el temblor.

—Párkinson —explicó—. Suelo estar bien, ¿sabe?, pero el viaje me ha dejado bastante agotado.

—No lo molestaré mucho rato —le aseguró Kathrin Fachinger con cortesía.

—Huy, puede molestarme todo lo que quiera. —En los ojos claros del anciano brilló el encanto de los caballeros de la vieja escuela—. Es un cambio muy agradable hablar con una joven tan guapa, ¿sabe? Aquí, por lo general, solo hay viejas.

Kathrin Fachinger sonrió.

—Bien. O sea que vio usted a la señora Frings la tarde del 3 de mayo. ¿Estaba sola o la acompañaba alguien?

—Sola ya casi no podía desplazarse. Aquí había mucha actividad, en el jardín habían montado una función al aire libre. Con ella iba ese hombre que la visitaba a menudo, ¿sabe?

Kathrin Fachinger aguzó los oídos.

—¿Recuerda a qué hora fue eso más o menos?

—Por supuesto. Tengo párkinson, ¿verdad?, pero no alzhéimer.

Pretendía ser un chiste, pero, como lo dijo sin inmutarse siquiera, al principio la agente no lo captó.

—Verá, yo soy del Berlín oriental —explicó el hombre—. Fui profesor de Física Aplicada en la Universidad Humboldt. Durante el Tercer Reich no me permitieron ejercer mi profesión porque simpatizaba con los comunistas, por eso estuve muchos años en el extranjero, pero después, cuando la RDA, a mí y a mi familia nos fue muy bien.

—Comprendo —dijo Kathrin Fachinger con educación. No sabía muy bien adónde quería ir a parar el hombre.

—Como es natural, conocía en persona a toda la cúpula del Partido Socialista Unificado de Alemania, aunque tampoco puedo afirmar que me resultaran especialmente simpáticos. Pero por fin me permitieron investigar, y todo lo demás carecía de importancia para mí. El marido de Anita, Alexander, trabajaba en el Ministerio para la Seguridad del Estado; fue oficial de misiones especiales y responsable de negocios encubiertos para la captación de divisas…

Kathrin Fachinger se irguió en su silla y miró al hombre de frente.

—¿Conocía usted a la señora Frings ya de antes?

—Sí, ¿no se lo había dicho? —El anciano lo pensó unos instantes y luego hizo un gesto para restarle importancia—. En realidad, a quien conocía era a su marido. Durante la guerra, Alexander Frings había sido oficial de Defensa, de la División de Ejércitos Extranjeros del Este, y un estrecho colaborador del general Reinhard Gehlen. Quizá ese nombre le diga algo.

Kathrin Fachinger negó con la cabeza. Iba anotando todo lo que podía y lamentó haberse dejado el dictáfono en su escritorio.

—En calidad de oficial de Defensa, Frings fue un íntimo conocedor de los rusos, ¿verdad? Y después de que Gehlen y toda su división, ya en mayo de 1945, se entregaran a los norteamericanos, todos ellos pasaron a formar parte de la organización que precedió a la CIA. Más adelante, Gehlen fundó con consentimiento expreso de Estados Unidos la Organización Gehlen, que acabaría por convertirse en el servicio secreto de la República Federal de Alemania. —El anciano rio con ganas, pero su risa se convirtió en un ataque de tos. Tardó un rato en poder seguir hablando—. En un abrir y cerrar de ojos, convirtieron a nazis convencidos en demócratas convencidos. Frings no se marchó con ellos a Estados Unidos, sino que prefirió quedarse en la zona de ocupación rusa. También con el conocimiento y el consentimiento de los norteamericanos, entró en el Ministerio para la Seguridad del Estado de la antigua RDA, pero siempre mantuvo el contacto con el Cuerpo de Contraespionaje, más tarde la CIA, y con Gehlen en Alemania.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Fachinger, asombrada.

—Tengo ochenta y nueve años —contestó él con simpatía—. A lo largo de mi vida he visto muchas cosas, y casi otras tantas las he olvidado. Pero Alexander Frings me impresionó, ¿sabe? Hablaba seis o siete idiomas con fluidez, era inteligentísimo y cultivado, y les seguía el juego a ambos bandos. Era oficial supervisor de muchísimos espías del Este, podía viajar al Oeste cuando quería, conocía a altos cargos de la política occidental y a todos los empresarios importantes, y sobre todo tenía amigos en los grupos de presión armamentísticos, ¿verdad?

El anciano hizo una pausa y se frotó pensativo la muñeca huesuda.

—Lo que me cuesta comprender hasta el día de hoy es qué le vería Frings a Anita, aparte de su físico…

—¿Por qué lo dice?

—Esa mujer era un témpano de hielo —respondió el hombre—. Decían de ella que había sido vigilante del campo de concentración de Ravensbrück, ¿sabe? No tenía ninguna intención de trasladarse al Oeste, porque seguramente allí podrían identificarla antiguas internas del campo. En 1945 conoció a Frings en Dresde y, como por aquel entonces él ya tenía contactos con los norteamericanos y los rusos, pudo protegerla de toda persecución penal casándose con ella. Al recibir su nuevo nombre, se olvidó de sus convicciones pardas y también hizo carrera en el Ministerio para la Seguridad del Estado. Aunque… —el anciano soltó una risilla maliciosa— su afición a los bienes de consumo occidentales le valió el mote de Miss América, cosa que a ella le fastidiaba enormemente.

—¿Qué puede decirme acerca del hombre que fue a verla esa tarde? —preguntó Kathrin Fachinger.

—Anita recibía visitas bastante a menudo. Vera, una amiga suya de juventud, venía muchas veces, y en ocasiones también el profesor.

Kathrin Fachinger se armó de paciencia mientras el anciano rebuscaba entre sus recuerdos y se llevaba el vaso de agua a la boca con mano temblorosa.

—Se habían puesto el nombre de «los cuatro mosqueteros». —Volvió a reír, divertido y burlón—. Dos veces al año se reunían en Zúrich, incluso después de que Anita y Vera hubiesen enterrado a sus maridos.

—¿Quiénes se habían puesto el nombre de «los cuatro mosqueteros»? —preguntó la agente, confusa.

—Los cuatro viejos amigos de antes. Se conocían desde que eran niños, ¿sabe? Anita, Vera, Oskar y Hans.

—¿Oskar y Hans?

—El traficante de armas y su edecán de Hacienda.

—¿Goldberg y Schneider? —Kathrin Fachinger se inclinó hacia delante, nerviosa—. ¿También los conocía a ellos?

Los vivarachos ojos de su interlocutor refulgían.

—No se hace usted una idea de lo largos que pueden hacerse los días en una residencia de ancianos, por muy lujosa y acogedora que sea, como esta. A Anita le gustaba contar su vida. No le quedaba ningún pariente, y conmigo tenía confianza. A fin de cuentas, también yo soy del otro lado del Muro. Ella era lista, pero ni de lejos tan astuta como su amiga Vera. Esa sí que es más lista que el hambre. Y lo cierto es que ha llegado muy lejos, para no ser más que una sencilla muchacha de la Prusia Oriental, ¿sabe?

Volvió a frotarse la muñeca mientras pensaba.

—Anita estaba muy agitada la semana pasada. ¿Por qué? Eso no me lo dijo, pero no paró de recibir visitas. El hijo de Vera vino varias veces, el calvo, y también su hermana, la política. Se pasaron horas enteras con Anita ahí abajo, en la cafetería. Y Gatito, ese venía cada cierto tiempo. La sacaba en la silla de ruedas a dar una vuelta por los alrededores…

—¿Gatito?

—Así llamaba ella al joven.

Kathrin Fachinger se preguntó qué querría decir «joven» desde la perspectiva de un señor de ochenta y nueve años.

—¿Podría describírmelo?

—Hmmm. Ojos castaños. Delgado. De estatura media, una cara muy corriente. El espía ideal, ¿verdad? —El hombre sonrió—. O un banquero suizo.

—¿Y también estuvo con ella el jueves por la noche? —preguntó la agente con paciencia, aunque por dentro estaba muy agitada. Bodenstein quedaría contento.

—Sí. —El anciano asintió con la cabeza.

Fachinger sacó el móvil del bolso y buscó en la memoria la fotografía de Marcus Nowak que Ostermann le había enviado media hora antes.

—¿Podría ser este el hombre? —preguntó, acercándole al anciano su teléfono.

Él se levantó las gafas sobre la frente y se acercó mucho la pantalla a los ojos.

—No, no es este —respondió—. Pero también a él lo he visto. Creo que fue incluso esa misma noche. —El hombre arrugó la frente, pensativo—. Sí, ahora me acuerdo —dijo al cabo de un rato—. Fue el jueves, sobre las diez y media. La función de teatro ya se había terminado y yo me fui hacia el ascensor. Él estaba en el vestíbulo, como si esperara a alguien. Me llamó la atención lo nervioso que estaba. No hacía más que mirar el reloj.

—¿Y está usted completamente seguro de que se trataba de este hombre de aquí? —quiso asegurarse Fachinger, y señaló su móvil.

—Al cien por cien. Tengo buena memoria para las caras.

Como no encontraron al profesor Kaltensee en la Galería de Arte, Bodenstein y Pia regresaron a comisaría. Ostermann los recibió con la noticia de que el fiscal había considerado que no existían motivos relevantes para autorizar un examen criminalístico de los vehículos de Nowak.

—¡Pero si Nowak estuvo en el lugar de los hechos en el momento de un crimen! —se indignó Pia—. ¡Y, además, también vieron uno de sus coches delante de la casa de Schneider!

Bodenstein se sirvió una taza de café.

—¿Tenemos novedades del hospital? —preguntó.

Desde primera hora de la mañana, un agente apostado en la puerta de la habitación de Nowak apuntaba todas las visitas que recibía, y cuándo.

—Esta mañana ha ido a verlo su mujer —contestó Ostermann—. A mediodía han estado allí su abuela y uno de sus trabajadores.

—¿Y ya está? —Pia estaba decepcionada. No había forma de avanzar.

—Bueno, yo he descubierto un montón de cosas sobre KMF. —Ostermann buscó entre sus documentos hasta que encontró la carpeta correspondiente y los puso al día.

En los años treinta, Eugen Kaltensee se había apoderado de la empresa de su jefe, un judío, de una forma algo burda aunque no inusual en aquella época, cuando este intuyó lo que se avecinaba y huyó de Alemania con su familia. Kaltensee supo sacar provecho del invento del antiguo propietario para aplicarlo a la industria armamentística, se expandió en el Este del país y ganó una fortuna. Como proveedor de la Wehrmacht, había sido miembro del Partido Nazi y uno de los mayores usureros de la guerra.

—¿Cómo has averiguado eso? —lo interrumpió Pia, asombrada.

—Hubo un juicio —contestó Ostermann—. Cuando terminó la guerra, Josef Stein, el antiguo propietario judío, exigió recuperar su empresa. Por lo visto, Kaltensee había firmado una declaración en la que se comprometía a devolverle el negocio a Stein en caso de que este regresara. Evidentemente, ese documento había desaparecido, de modo que llegaron a un acuerdo y Stein obtuvo participaciones de la empresa. La prensa se hizo eco de todo ello en la época, porque, aunque se pudo demostrar que Kaltensee había explotado a internos de los campos de concentración en sus fábricas del Este, quedó exculpado y no recibió condena.

Ostermann sonrió con satisfacción.

—He logrado encontrar al antiguo apoderado de KMF —anunció—. Hace cinco años que se jubiló y no habla demasiado bien de Vera y Sigbert Kaltensee, quienes lo pusieron de patitas en la calle de mala manera. El hombre conoce hasta el menor detalle de la empresa y me lo ha explicado todo con pelos y señales.

A mediados de los años ochenta, en KMF se había producido una crisis de graves consecuencias. Vera y Sigbert querían más influencia e intrigaron en contra de Eugen Kaltensee, que a raíz de eso modificó la estructura del negocio. Redactó un nuevo contrato para la sociedad y repartió participaciones a discreción entre diferentes miembros de la familia y amigos. Una decisión funesta, que hasta el presente había provocado muchas discusiones en el entorno familiar. Sigbert y Vera recibieron un veinte por ciento cada uno; Elard, Jutta, Schneider y Anita Frings, un diez por ciento; Goldberg, el once por ciento; Robert Watkowiak, el cinco; y una mujer llamada Katharina Schmunck, el cuatro. Antes de que Kaltensee pudiera volver a modificar el contrato social, se cayó por la escalera del sótano y se partió la nuca.

Justo en ese momento sonó el móvil de Bodenstein. Era Kathrin Fachinger.

—¡Jefe, hemos dado en el blanco! —exclamó.

Bodenstein le hizo una señal a Ostermann para que esperara un momento y escuchó la voz exaltada de su subordinada más joven.

—Muy bien, Fachinger —dijo cuando la agente acabó de hablar, y colgó. Levantó la mirada y sonrió con satisfacción—. Con esto conseguiremos una orden de detención contra Nowak y una orden de registro de su empresa y su residencia.

«23 de agosto de 1942. ¡Un día que no olvidaré en toda mi vida! ¡He sido tía! ¡Qué emoción! A las diez y cuarto de esta noche, Vicky ha dado a luz a un niño sano… ¡y yo estaba con ella! Ha sucedido muy deprisa, ¡y yo que pensaba que estas cosas se alargaban horas y horas! La guerra queda muy lejos y a la vez muy cerca. A Elard no le han dado permiso en el frente, está en Rusia, y mamá se ha pasado el día entero rezando por que no le suceda nada malo, ¡y menos aún en el día de hoy! Vicky ha empezado a sentir los dolores por la tarde. Papá le ha dicho a Schwinderke que se acercara a Doben a buscar a la comadrona, pero la mujer no podía venir. La esposa del campesino Krupski está con contracciones desde hace dos días, ¡y tiene casi cuarenta años! Vicky ha sido muy valiente. ¡La admiro! Mamá, Edda, la señora Endrikat y yo lo hemos logrado aun sin la comadrona. Papá ha abierto una botella de champán y se la ha bebido entera con Endrikat… ¡Los dos abuelos! Estaban bastante achispados cuando mamá les ha enseñado al niño. A mí también me han dejado tenerlo en brazos. ¡Es increíble pensar que ese pequeño ser con manitas y piececitos diminutos se convertirá un día en un hombre fuerte! Vicky le ha puesto Heinrich Arno Elard por nuestro padre (aunque Edda ha dicho que tendría que llamarse Adolf, por lo menos de segundo), y entonces los dos abuelos han soltado unas lágrimas de emoción y han descorchado otra botella de champán. Cuando por fin ha llegado la comadrona, Vicky ya había dado de mamar al niño, y la señora Endrikat lo había lavado y arropado. ¡Yo seré la madrina! Ay, qué emocionante es la vida. El pequeño Elard no se ha inmutado siquiera cuando papá le ha explicado, muy serio, que un día sería el señor de la heredad de Lauenburg, y luego le ha vomitado en el hombro. ¡Cómo nos hemos reído! ¡Un día estupendo, casi como los de antes! En cuanto le den permiso a Elard, habrá bautizo. ¡Y, pronto, también boda! Entonces Vicky será mi hermana de verdad, aunque ahora ya somos las mejores amigas que nadie se pueda imaginar…».

Thomas Ritter pegó una nota adhesiva amarilla en la página del diario y se frotó los ojos, que le escocían. ¡Era increíble! Mientras leía, se había sumergido en un mundo desaparecido hacía mucho, en el de una joven que había crecido en Masuria, protegida en la gran heredad de sus padres. Solo con esos diarios tenía material para una gran novela, una elegía por la caída Prusia Oriental, no mucho peor que las de Arno Surminski o Siegfried Lenz. La joven Vera había descrito con gran expresividad y mirada atenta el país y sus gentes, pero también la situación política desde el punto de vista de una hija de terrateniente cuyos padres habían perdido a dos varones en la Gran Guerra, y desde entonces se habían retirado a su propiedad de la Prusia Oriental. Su posición frente a Hitler y los nazis había sido muy crítica, pero aun así habían permitido que Vera y sus amigas Edda y Vicky se inscribieran en la Liga de Muchachas Alemanas. Igualmente fascinantes resultaban las descripciones del viaje a Berlín de las jóvenes con su grupo de la liga para asistir a los juegos olímpicos, y las estancias de Vera en un internado para señoritas en Suiza, donde echaba muchísimo de menos a su amiga Vicky. Al estallar la guerra, el hermano mayor de Vera, Elard, se había alistado en la fuerza aérea alemana y enseguida había hecho carrera gracias a su excelente servicio. Uno de los puntos más emocionantes era el desarrollo de la relación amorosa entre Elard y Vicky, la hija de Endrikat, administrador de la heredad.

¿Por qué se había negado Vera tan en redondo a dedicar los primeros capítulos de la biografía a su juventud en la Prusia Oriental? Al fin y al cabo, no había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse, excepto, tal vez, apuntarse a la Liga de Muchachas Alemanas. Sin embargo, precisamente en el campo, donde todo el mundo se conocía, en aquel entonces habría sido casi imposible mantenerse al margen del movimiento sin acabar teniendo dificultades. Ritter había seguido leyendo y, poco a poco, había empezado a comprender por qué esos recuerdos, a ojos de Vera, habrían tenido que acabar en el fuego y no en manos de un desconocido. Sumados a la información que le había llegado el viernes anterior, esos diarios eran dinamita pura. Mientras leía, no dejaba de tomar notas e iba reestructurando otra vez desde cero el primer capítulo de la biografía. Y entonces, en el diario de 1942, encontró la prueba definitiva. Tras leer la descripción del 23 de agosto de 1942 —el día en que Hitler ordenó atacar por primera vez Stalingrado con sus bombarderos—, se metió enseguida en Internet y buscó una breve biografía de Elard Kaltensee.

—No puede ser… —murmuró sin apartar la vista de la pantalla de su portátil.

Elard había nacido el 23 de agosto de 1943, decía allí. ¿Era posible que la propia Vera hubiese dado a luz a un niño exactamente un año después del nacimiento de su sobrino? Ritter buscó el diario de 1943 y pasó las páginas hasta llegar al mes de agosto.

«¡Heini ya tiene un año! Es un niñito tan pequeño y encantador… ¡Está para comérselo! Hasta camina ya él solo…». Pasó un par de páginas hacia atrás y luego hacia delante. En julio, Vera había regresado de Suiza a la heredad de sus padres y allí había pasado el verano, un verano que se vio ensombrecido por la muerte de Walter, el hermano mayor de su amiga Vicky Endrikat, caído en Stalingrado. En ninguna parte se mencionaba a ningún hombre en la vida de Vera, ¡y menos aún un embarazo! No cabía duda, Elard Kaltensee era ese mismo niño, Heinrich Arno Elard, que había venido al mundo el 23 de agosto de 1942. Pero ¿por qué figuraba 1943 como año de nacimiento en su biografía? ¿Se había quitado un año Elard por coquetería? Ritter se sobresaltó cuando le sonó el móvil. Era Marleen, que le preguntó, inquieta, dónde se había metido. Ya eran casi las diez de la noche. ¡Miles de ideas bullían en la cabeza de Ritter! ¡No podía parar en ese momento!

—Me temo que aún tardaré bastante, cariño —dijo, y se esforzó por sonar pesaroso—. Ya sabes que mañana termina mi plazo de entrega. Iré lo antes que pueda, pero no me esperes despierta. Vete tranquila a dormir.

Apenas hubo colgado, se acercó el portátil y empezó a teclear las frases que ya había redactado mentalmente mientras leía. No hacía más que sonreír. Si conseguía corroborar su sospecha con pruebas sólidas, Katharina y la gente de la editorial obtendrían sin duda la bomba que deseaban.

O sea que Nowak estuvo en Vistas del Taunus el jueves por la noche —dijo Bodenstein después de informar a Ostermann y a Pia de la conversación que había tenido Kathrin Fachinger con el vecino de Anita Frings.

—Y seguro que no fue allí por la función teatral —comentó Pia.

—Explícanos algo más sobre KMF —le pidió el inspector jefe a Ostermann.

Vera Kaltensee había estallado de ira cuando, tras la muerte de su marido, se leyó el nuevo contrato de la sociedad en la apertura del testamento. Intentó impugnarlo, pero no lo consiguió, y después quiso comprarles su parte a Goldberg, Schneider y Frings, pero el propio contrato impedía esa maniobra.

—Además, en aquel momento se sospechaba que Elard Kaltensee, que nunca se había entendido bien con su padrastro, pudo haberlo empujado por la escalera —dijo Ostermann—. Más adelante se determinó que había sido un accidente y el asunto quedó archivado. —Consultó su libreta—. A Vera Kaltensee no le hacía ninguna gracia tener que pedir permiso a sus viejos amigos, a su hijastro Robert y a una amiga de su hija para cada nuevo negocio que pensaran llevar a cabo, pero gracias al respaldo de Goldberg consiguió ser cónsul honorífica de Surinam, asegurarse los derechos a los yacimientos de bauxita del país y, de esta manera, meterse de pleno en el negocio del aluminio. Ya no quería ser únicamente proveedora. Un par de años después vendió esos derechos a la estadounidense Alcoa, y KMF se convirtió en el líder mundial de prensas de extrusión para el procesamiento de aluminio. Las empresas filiales, que son las que en realidad administran el capital, están en Suiza, en Liechtenstein, en las Islas Vírgenes Británicas, Gibraltar, Mónaco y qué sé yo. Casi no pagan impuestos.

—¿Estaba relacionado Herrmann Schneider con esas empresas? —preguntó Pia.

Cada cosa nueva que descubrían parecía ir completando poco a poco la historia como si fuera un puzle. Todo tenía un significado que se revelaría al fin cuando tuvieran la visión de conjunto.

—Sí. —Ostermann asintió con la cabeza—. Era asesor de KMF Suisse.

—¿Quien tiene ahora las participaciones de la empresa? —quiso saber Bodenstein.

—Exacto. —Ostermann se irguió—. Ahora viene lo bueno: según el contrato de la sociedad, todas esas participaciones no se podían legar ni vender y, a la muerte del titular, pasaban al socio que dirigiera la empresa. Así que esa cláusula podría ser el verdadero móvil para cuatro de nuestros asesinatos.

—¿En qué sentido? —preguntó Bodenstein.

—Según estimaciones del interventor, la empresa está valorada en cuatrocientos millones de euros —dijo Ostermann—. Existe una oferta de una empresa depredadora inglesa por más del doble de su valor de mercado actual. Ya podéis calcular lo que implica eso por cada participación.

Bodenstein y Pia cruzaron una breve mirada.

—El director de KMF es Sigbert Kaltensee —dijo Bodenstein—. De modo que él recibirá las participaciones tras la muerte de Goldberg, Schneider, Watkowiak y la señora Frings.

—Eso parece. —Ostermann dejó su libreta en el escritorio y los miró con actitud triunfal—. Y, si ochocientos millones de euros no son motivo para asesinar, a mí ya no se me ocurre ninguna otra cosa.

Todos guardaron silencio un momento.

—En eso te doy la razón —reconoció Bodenstein con sequedad.

—Hasta ahora, Sigbert Kaltensee no podía vender la empresa ni sacarla a Bolsa, para eso le faltaba tener mayoría. Ahora el panorama es muy distinto: dispone, si no he calculado mal, del cincuenta y seis por ciento de las participaciones, contando con su propio veinte por ciento.

—Hasta un simple diez por ciento de ochocientos millones es ya una cantidad nada despreciable —comentó Pia—. A cualquiera de ellos podría haberles interesado que Sigbert obtuviera la mayoría de las participaciones y transformar su parte en dinero contante y sonante con la venta de KMF.

—No soy capaz de imaginar que ese sea el motivo de los asesinatos. —Bodenstein se terminó su café y sacudió la cabeza—. Más bien creo que nuestro asesino, sin quererlo, les ha hecho un gran favor a los Kaltensee.

Pia había recogido los documentos de la mesa de Ostermann y examinaba sus notas.

—¿Y quién es esa tal Katharina Schmunck? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver con los Kaltensee?

—Katharina Schmunck se apellida Ehrmann en la actualidad —explicó Ostermann—. Es la mejor amiga de Jutta Kaltensee.

Bodenstein arrugó la frente y reflexionó, después se le iluminó la cara. Acababa de recordar las fotografías que había visto en El Molino, pero, antes de que pudiera decir nada, Pia se levantó de un salto y se puso a revolver en su bolso hasta encontrar la tarjeta de visita en la que el agente inmobiliario le había escrito un nombre.

—¡Esto sí que no puede ser! —exclamó al leerla—. ¡Katharina Ehrmann es la propietaria de la casa de Königstein en la que se encontró el cadáver de Watkowiak! ¿Cómo encaja en todo lo que tenemos?

—Está clarísimo —afirmó Ostermann, que parecía considerar la codicia de la familia Kaltensee como el motivo más plausible para los asesinatos—. Se deshicieron de Watkowiak y querían hacer recaer las sospechas sobre Katharina Ehrmann. Así mataban dos pájaros de un tiro.

A Ritter le escocían los ojos y le retumbaba la cabeza. Las letras de la pantalla se desvanecían ante él. En las últimas dos horas había escrito veinticinco páginas. Estaba agotado y al mismo tiempo ebrio de pura euforia. Tras un clic del ratón grabó el archivo y abrió el gestor de correo electrónico. Katharina tenía que leer a primera hora de la mañana lo que había sacado de su material. Se levantó con un bostezo y se acercó a la ventana. Todavía tenía que pasar un momento a guardar los diarios en la caja fuerte antes de irse a casa. Marleen era muy confiada, cierto, pero si aquello llegaba a caer en sus manos descubriría su juego. Y, en el peor de los casos, seguro que se pondría de parte de su familia. La mirada de Ritter recayó sobre el aparcamiento casi vacío, donde, junto a su Cabrio, todavía seguía aquella furgoneta oscura. Estaba a punto de apartarse de la ventana cuando, por una fracción de segundo, una luz se encendió en el lado del conductor y le dejó ver la cara de dos hombres. El corazón empezó a latirle con fuerza. Katharina había dicho que aquel material era explosivo, quizá incluso peligroso. Esas palabras no le habían importado a la luz del día, pero ahora que eran las diez y media de la noche y estaba en el solitario patio trasero de un polígono industrial, su recuerdo tenía sin duda algo de amenazador. Sacó el móvil y marcó el número de Katharina, que no contestó hasta el décimo tono.

—Kati —Ritter intentó sonar despreocupado—, me parece que me están vigilando. Sigo aún en el despacho, trabajando en el manuscrito. Ahí abajo, en el aparcamiento, hay una furgoneta con dos tipos sentados. ¿Qué hago yo ahora? ¿Quiénes pueden ser?

—Tranquilízate —repuso Katharina, bajando la voz. De fondo, Ritter oía ruido de voces y un piano—. Seguro que te lo has imaginado. He…

—¡Que no me lo he imaginado, joder! —siseó Ritter—. ¡Están ahí abajo y puede que me estén esperando a mí! ¡Tú misma dijiste que estos documentos podían ser peligrosos!

—Pero no lo dije en ese sentido —le aseguró Katharina, tranquilizándolo—. No pensaba en ningún peligro en concreto. Si nadie sabe nada sobre ellos… Vete a casa y duerme las horas que tocan.

Ritter fue hacia la puerta y apagó la luz. Después volvió a acercarse a la ventana. La furgoneta seguía ahí.

—Vale —dijo—, pero todavía tengo que llevar los diarios a la caja fuerte. ¿Crees que podría pasarme algo?

—Qué va, no digas tonterías —aseguró Katharina.

—Está bien. —Ritter se sentía algo más calmado.

Si de verdad lo amenazara algún peligro, ella habría reaccionado de otra forma. A fin de cuentas, era su gallina de los huevos de oro, así que no estaría dispuesta a arriesgar su vida tan a la ligera. De repente le pareció que se estaba comportando como un idiota. ¡Katharina debía de creer que era un blando!

—Por cierto, te he enviado el manuscrito —dijo.

—Ah, genial —respondió ella—. Mañana temprano me lo leo entero. Ahora tengo que dejarte.

—De acuerdo. Buenas noches.

Ritter cerró el móvil, después metió los diarios en la bolsa del supermercado y el portátil en su mochila. Cuando salió al pasillo le temblaban las rodillas.

—Son imaginaciones mías —murmuró.