Lunes, 7 de mayo de 2007

Robert Watkowiak fue asesinado —anunció Pia ante sus compañeros en la reunión matutina de la K 11—. La ingesta de alcohol y pastillas no fue voluntaria.

Delante tenía los resultados provisionales de la autopsia, que el día anterior la habían sorprendido bastante, y no solo a ella. Los primeros análisis de la sangre y la orina de la víctima indicaban un alto grado de intoxicación. La elevada concentración de antidepresivos tricíclicos, combinada con un nivel de alcohol en sangre de 3,9 por mil, había sido inevitablemente mortal y había producido la parada cardiorrespiratoria que había provocado la muerte. Henning había encontrado, además, hematomas y hemorragias subcutáneas en la cabeza, los hombros y las muñecas del cadáver, por lo que presumía que habían maniatado e inmovilizado a Watkowiak. Las desgarraduras alargadas en la región del esófago y los restos de vaselina habían confirmado sus sospechas de que le habían administrado el cóctel mortífero por la fuerza, mediante un tubo. Todavía se estaban realizando más pruebas en el laboratorio de criminalística, pero Henning había dictaminado que la muerte había sido claramente provocada por una segunda persona.

—Además, el lugar donde lo encontramos no fue el escenario del crimen. —Pia pasó varias fotografías que habían tomado los compañeros de la Científica—. Alguien fue lo bastante listo como para limpiar el suelo y no dejar marcas, pero no lo suficiente, porque debió de ocurrírsele una vez que ya había colocado allí a Watkowiak. Tenía toda la ropa llena de polvo.

—Con este, ya tenemos cinco asesinatos —afirmó Bodenstein.

—Y volvemos a empezar de cero —añadió Pia, desanimada. Estaba exhausta. Todavía sentía en los huesos las pesadillas de la noche anterior, en las que Elard Kaltensee y una P08 habían tenido un papel bastante inquietante—. Si es que en algún momento habíamos avanzado algo.

Todos estaban de acuerdo en que el asesino de Goldberg, Schneider y Frings no era el mismo que había matado a Monika Kramer. Pero, para decepción de Pia, nadie del equipo había querido sumarse a su sospecha de que Elard Kaltensee podría ser el triple asesino. Tenía que reconocer que esas motivaciones que tan concluyentes le habían parecido el sábado sonaban bastante rebuscadas.

—Está muy claro —dijo Behnke. Se había presentado en comisaría puntual, a las siete, y estaba sentado a la mesa de la sala de reuniones de mala gana y con los ojos hinchados—. Watkowiak se cargó a los tres ancianos para conseguir dinero. Luego se lo explicó a Kramer y, cuando ella amenazó con contarlo todo, la mató.

—¿Y después? —preguntó Pia—. ¿Quién lo mató a él?

—Ni idea —reconoció el inspector con gesto huraño.

Bodenstein se levantó y se acercó a la pizarra, que ya estaba escrita de arriba abajo y tenía pegadas fotografías de los escenarios de cada uno de los crímenes. Cruzó las manos tras la espalda y examinó con detenimiento aquel enredo de líneas y círculos.

—Bórralo todo —le dijo a Kathrin Fachinger—. Tenemos que empezar desde el principio. Algo se nos ha pasado por alto en alguna parte.

Llamaron a la puerta y entró una agente de la comisaría.

—Tenéis trabajo. Anoche se produjo una agresión grave en Fischbach. —Le pasó a Bodenstein una carpeta delgada—. La víctima tiene varias heridas de arma blanca en el torso. Está en el hospital de Hofheim.

—Lo que faltaba —masculló Behnke—. Como si con cinco muertos no tuviéramos suficiente.

De nada le sirvió protestar. Daba igual cuántos asesinatos esperasen a ser resueltos; era responsabilidad de la K 11.

—Lo siento mucho —dijo la agente en un tono que era de todo menos compasivo, y se fue.

Pia alargó la mano para alcanzar la carpeta. En ninguno de los cinco casos de asesinato podían avanzar más, tenían que esperar los resultados del laboratorio y eso podía tardar días, o incluso semanas. La estrategia de Bodenstein de mantener por el momento a la prensa al margen de las investigaciones tenía un grave inconveniente: no recibirían por parte de la población ningún indicio que poder seguir, ni útil ni absurdo. Pia hojeó el acta de la patrulla que había acudido a la llamada anónima de las 2.48 de la madrugada y se había encontrado a un hombre llamado Marcus Nowak muy malherido en su despacho, que había quedado destrozado.

—Si nadie tiene nada en contra, me ocupo yo.

No estaba especialmente ansiosa por pasarse el día entero sentada a su escritorio sin hacer nada, esperando los resultados del laboratorio y dejándose contaminar por las malas vibraciones de Behnke. Para lidiar con sus propios fantasmas, prefería la actividad.

Una hora después, Pia hablaba con la médico jefe de Cirugía Plástica del hospital de Hofheim. La doctora Van Dijk parecía no haber dormido esa noche y tenía unas ojeras enormes. Pia sabía que los médicos que estaban de guardia el fin de semana muchas veces tenían que hacer turnos inhumanos de setenta y dos horas.

—Por desgracia, no puedo darle más detalles. —La doctora buscó el informe médico de Nowak—. Solo que no fue una pelea de bar. Los individuos que lo han dejado en ese estado sabían muy bien lo que hacían.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que no le han dado una simple paliza. Le han destrozado la mano derecha. La operamos anoche de urgencia, pero aún no puedo afirmar que no haya que amputarla.

—¿Un acto de venganza? —Pia arrugó la frente.

—Más bien tortura. —La doctora alzó los hombros—. Ha sido cosa de profesionales.

—¿Corre peligro su vida?

—Ahora mismo está estable. Ha sobrevivido al quirófano.

Caminaron por el pasillo hasta que la doctora Van Dijk se detuvo frente a una puerta tras la que se oía una voz femenina muy alterada.

—¿… en el despacho a esas horas? ¿Dónde habías estado? ¡Dime algo de una vez!

La voz calló cuando la doctora abrió la puerta y entró. En la habitación, grande y luminosa, solo había una cama. Sentada en una silla de espaldas a la ventana había una mujer mayor, y otra mujer, al menos cincuenta años más joven, estaba de pie delante de ella. Pia se presentó.

—Christina Nowak —dijo la más joven.

La inspectora le echó unos treinta y tantos años. En otras circunstancias habría sido muy guapa, con sus rasgos muy definidos, el pelo castaño y brillante y una figura atlética. En ese momento, sin embargo, estaba pálida y tenía los ojos rojos de haber llorado.

—Tengo que hablar con su marido —dijo Pia—. A solas.

—Adelante. Y que tenga mucha suerte. —Christina Nowak luchó por contener nuevas lágrimas—. A mí no quiere decirme ni una palabra.

—¿Podrían esperar fuera un momento, por favor?

Christina Nowak miró su reloj de pulsera.

—La verdad es que debería irme a trabajar —dijo, vacilante—. Soy monitora de guardería y hoy teníamos una excursión al Opel Zoo que los niños llevan esperando con ilusión toda la semana.

La mención del Opel Zoo fue como una puñalada para Pia. Sin querer, se preguntó qué haría ella si Christoph estuviera gravemente herido en una cama de hospital y se negara a hablarle.

—Podemos vernos después, si quiere.

Rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta de visita para dársela a Christina Nowak. La mujer le echó un vistazo.

—¿Es agente inmobiliaria? —preguntó con recelo—. Creía que había dicho que era de la Policía Judicial.

Pia le quitó la tarjeta de las manos y comprobó que se trataba de la que le había dado el agente el sábado.

—Disculpe. —Esta vez sacó la tarjeta correcta—. ¿Podría venir a comisaría hoy hacia las tres de la tarde?

—Por supuesto.

La señora Nowak consiguió ofrecerle una sonrisa temblorosa. Miró una vez más hacia su callado marido, se mordió los labios y salió. La mujer mayor, que tampoco había dicho una palabra en todo el rato, la siguió. No fue hasta entonces cuando Pia se volvió hacia el herido. Marcus Nowak estaba tumbado boca arriba, tenía un tubo que le salía de la nariz y una vía en la curva del codo. Su rostro hinchado estaba deformado por los hematomas. Sobre su ojo izquierdo se veía una sutura, y otra se extendía desde la oreja izquierda hasta casi la barbilla. Llevaba el brazo derecho entablillado, y todo el torso y la mano herida estaban fuertemente vendados. Pia se sentó en la silla que poco antes había ocupado la anciana y la acercó a la cama del herido.

—Hola, señor Nowak —dijo—. Me llamo Pia Kirchhoff y soy de la Policía Judicial de Hofheim. No lo molestaré mucho rato, pero tengo que saber qué sucedió anoche. ¿Recuerda usted el ataque?

El hombre abrió los ojos con esfuerzo, le temblaban los párpados, y dijo que no con la cabeza.

—Le han dado una buena paliza. —Pia se inclinó hacia delante—. Con un poco menos de suerte no estaría usted ahora aquí, en esta cama, sino en una cámara de la morgue.

Silencio.

—¿Reconoció a alguien? ¿Por qué lo atacaron?

—Yo… no me acuerdo de nada —masculló Nowak, casi ininteligiblemente.

Ese era siempre un buen pretexto. Pia sospechaba que el hombre sabía muy bien quién y por qué lo había enviado al hospital de una paliza. ¿Tenía miedo? Era difícil imaginar otro motivo para su silencio.

—No voy a poner ninguna denuncia —dijo él en voz baja.

—Tampoco es necesario —repuso Pia—. Las agresiones graves son un delito de acción pública y la Fiscalía las persigue automáticamente. Por eso, para nosotros sería de gran ayuda que recordara usted cualquier cosa.

El hombre no dijo nada y volvió la cabeza hacia un lado.

—Piénselo con tranquilidad. —Pia se levantó—. Volveré más tarde a verlo. Que se mejore.

Eran las nueve cuando el comisario Nierhoff irrumpió en el despacho de Bodenstein con una cara que no auguraba nada bueno y seguido de cerca por Nicola Engel.

—¡¿Qué… es… esto?! —Nierhoff lanzó la última edición del Bild sobre el escritorio del inspector jefe y dio unos golpecitos con el dedo índice sobre el artículo de media plana de la página tres, como si quisiera agujerear el papel—. ¡Exijo una explicación, Bodenstein!

«UNA ANCIANA MUERE HORRIBLEMENTE ASESINADA», decía el gran titular. Bodenstein alcanzó el periódico sin decir palabra y leyó por encima el resto del artículo, escrito en un estilo muy sensacionalista. Cuatro cadáveres en una semana, la Policía desorientada y sin una sola pista que seguir y, además, con una gran mentira entre manos. «Robert W., sobrino de la conocida empresaria Vera Kaltensee y presunto asesino de los ancianos David G. (92) y Herrmann S. (86), así como de su compañera sentimental, Monika K. (26), sigue desaparecido. El pasado jueves, el asesino en serie volvió a atacar de nuevo y mató a Anita F. (88), una jubilada inválida, de un tiro en la nuca. La Policía da palos de ciego y no hace pública ninguna información. El único punto en común de las víctimas: todas estaban estrechamente relacionadas con Vera Kaltensee, la millonaria de Hofheim, que ahora también debe de temer por su vida…».

Las letras se desvanecían ante sus ojos, pero Bodenstein se obligó a leer el artículo hasta el final. La sangre le latía con tanta fuerza en las sienes que no lograba formar ningún pensamiento con claridad. ¿Quién le había filtrado esa historia a la prensa? Levantó la mirada y se encontró de frente con los ojos grises de Nicola Engel, que le dedicaba una expresión de burla y desprecio. ¿Había avisado ella a los periodistas para aumentar más aún la presión que Bodenstein soportaba ya?

—¡Quiero saber cómo ha llegado esta historia a los periódicos! —El comisario Nierhoff enfatizó cada palabra con un signo de exclamación.

Bodenstein jamás lo había visto tan furioso. ¿Acaso temía que su imagen pública se resintiera ante su sucesora? ¿O más bien otras consecuencias procedentes de una dirección distinta? El inspector jefe no olvidaba que el comisario había estado más que dispuesto a aceptar la intromisión y el ocultamiento del caso Goldberg, sin imaginar que a esa muerte le seguirían otras dos muy similares.

—Eso no lo sé —contestó Bodenstein—. Fue usted quien habló con la prensa.

El comisario tomó aire para arremeter contra él.

—Pero la información que yo di fue una muy diferente —siseó—. ¡Y además era falsa! ¡Confié en usted!

Bodenstein le lanzó una mirada de soslayo a la subcomisaria Engel y se extrañó al ver que estaba incluso satisfecha. Debía de haber sido ella quien había movido los hilos.

—Usted no quiso escucharme —adujo Bodenstein, contradiciendo a su jefe—. Yo estaba en contra de convocar esa rueda de prensa, ¡pero usted se moría de ganas por ver el caso resuelto!

Nierhoff agarró el periódico con rabia. Tenía la cara completamente congestionada.

—Jamás lo habría creído capaz de esto, Bodenstein —espetó, y agitó el periódico delante de sus narices—. Pienso llamar a la redacción y descubriré de dónde han sacado esta historia. Y, como haya sido cosa suya o de su gente, Bodenstein, ¡prepárese para enfrentarse a un procedimiento disciplinario y a su suspensión!

Dejó allí plantada a su sucesora en el cargo y desapareció junto con el periódico. A Bodenstein le temblaba todo el cuerpo de rabia. Mucho más que el artículo del Bild, lo que le exasperaba era esa injusta acusación del comisario, diciendo que lo había engañado para dejarlo en evidencia públicamente.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Nicola Engel.

Bodenstein se tomó esa pregunta, formulada con compañerismo, como el colmo de la hipocresía. Por un momento estuvo tentado de echarla de su despacho.

—Si piensas que así entorpecerás mis investigaciones —dijo, haciendo un esfuerzo enorme por no levantar la voz—, te aseguro que te va a salir el tiro por la culata.

—¿Qué insinúas con eso? —Nicola Engel sonrió con ingenuidad.

—Que has sido tú la que ha filtrado esa información a la prensa —repuso él—. Todavía recuerdo muy bien otro caso en el que una comunicación precipitada con la prensa provocó el desenmascaramiento de uno de nuestros agentes, que acabó asesinado.

Lamentó esa acusación nada más haberla pronunciado. En aquel entonces no se llevó a cabo ningún procedimiento disciplinario, no hubo investigación interna, ni siquiera se abrió un expediente. Sin embargo, Nicola fue retirada del caso de la noche a la mañana, lo cual supuso una confirmación suficiente para Bodenstein. La sonrisa de la cara de su nueva jefa se tornó glacial.

—Ten cuidado con lo que dices —repuso en voz baja.

Bodenstein era consciente de que se movía por un terreno peligroso, pero estaba demasiado enfadado, demasiado furioso como para actuar con sensatez. Además, aquel asunto llevaba demasiado tiempo consumiéndolo por dentro.

—No pienso dejarme intimidar por ti, Nicola. —La miró bien erguido desde su metro ochenta y ocho de altura—. Y tampoco voy a permitir que supervises el trabajo de mis subordinados sin consultarlo conmigo. Yo mejor que nadie sé de lo que eres capaz cuando vas detrás de algo. No olvides que hace mucho que nos conocemos.

Nicola se apartó de él inesperadamente. De pronto Bodenstein sintió que la balanza de poder se inclinaba hacia su lado. Por lo visto, también ella se había dado cuenta. La subcomisaria dio media vuelta con brusquedad y salió del despacho sin decir nada.

La abuela de Nowak se levantó de la silla de plástico del rincón habilitado como sala de espera cuando Pia cruzó la puerta de cristal esmerilado. Debía de tener la misma edad que Vera Kaltensee…, pero qué diferencia había entre la cuidada y distinguida dama y esa mujer vulgar, de pelo corto y gris y con unas manos de trabajadora que mostraban claros signos de artritis. Sin duda, Auguste Nowak había vivido y sufrido no pocas cosas en su larga existencia.

—Sentémonos un momento. —Pia señaló el grupo de sillas que había junto a la ventana—. Gracias por haberme esperado.

—No pienso dejar solo al chico —repuso la anciana. Su cara, llena de arrugas, expresaba preocupación.

Pia le pidió algunos datos sobre su persona e hizo varias anotaciones. Había sido Auguste Nowak la que había llamado a la Policía la noche anterior. Su dormitorio daba al patio donde se encontraban el taller y el despacho de la empresa de su nieto. Alrededor de las dos de la madrugada había oído unos ruidos, se había levantado y había mirado por la ventana.

—Hace ya años que no duermo bien —explicó la mujer—. Al mirar fuera, he visto luz en el despacho de Marcus, y la puerta del patio estaba abierta. Frente a la puerta había un coche oscuro, una furgoneta. He tenido un mal presentimiento y he salido a ver.

—Eso ha sido un poco imprudente por su parte —comentó Pia—. ¿No tenía miedo?

La anciana hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—He encendido la luz de fuera desde el vestíbulo —siguió explicando— y, al salir por la puerta de casa, ellos ya estaban subiendo al coche. Eran tres. Han acelerado directos hacia mí, como si quisieran atropellarme, y en el intento han chocado con uno de los cubos de hormigón que tenemos delante de la valla del jardín como protección. He querido fijarme en la matrícula del coche, pero no la llevaba. Los muy delincuentes…

—¿Iban sin matrícula? —Pia, que estaba anotándolo todo, levantó la mirada con sorpresa.

La mujer asintió con la cabeza.

—¿A qué se dedica profesionalmente su nieto?

—Es arquitecto restaurador —contestó Auguste Nowak—. Restaura y rehabilita edificios antiguos. Su empresa tiene muy buena fama, le han hecho muchos encargos. Pero, desde que tiene éxito, la gente no lo quiere demasiado.

—¿Cómo es eso?

—Ya sabe lo que dicen —espetó la mujer con desdén—: De envidiosos está lleno el mundo.

—¿Cree que su nieto conocía a las personas que lo atacaron anoche?

—No —Auguste Nowak negó con la cabeza y su tono se hizo más amargo—, no lo creo. Ninguno de sus conocidos se atrevería a hacer algo así.

Pia asintió.

—La médico ha dictaminado que sus heridas son el resultado de una especie de tortura —dijo—. ¿Por qué iba nadie a torturar a su nieto? ¿Tenía algo que ocultar? ¿Lo habían amenazado últimamente?

Auguste Nowak la miró, alerta. Puede que fuera una mujer sencilla, pero no le faltaba inteligencia.

—Yo de eso no sé nada —respondió, eludiendo el tema.

—¿Quién podría saber algo? ¿Su mujer?

—Me extrañaría. —La anciana soltó una risotada amarga—. Pero puede preguntárselo usted misma esta tarde, cuando vuelva del trabajo. Eso es más importante para ella que su marido.

Pia percibió el ligero sarcasmo de su voz y notó, no por primera vez, que tras esa fachada de normalidad se escondía una familia con profundas desavenencias.

—¿Y de verdad no sabe usted si su nieto tiene algún tipo de dificultad ahora mismo?

—No, lo siento mucho. —La anciana sacudió la cabeza con pesar—. Si tuviera problemas con la empresa, seguro que me habría hablado de ello.

Pia le dio las gracias y le pidió que se pasara algo más tarde por comisaría a prestar declaración. Después llamó para solicitar que un equipo de la Policía Científica fuera a Fischbach, a la empresa de Marcus Nowak, y se dirigió al lugar de los hechos.

La empresa de Marcus Nowak, situada en el límite del término municipal de Fischbach, daba a una calle que estaba cerrada al tráfico general y que los vecinos solían utilizar para volver caminando a casa cuando habían bebido demasiado. Al entrar en el recinto, Pia se encontró a los trabajadores de Nowak discutiendo enérgicamente delante de la puerta cerrada de un edificio anexo que debía de albergar los despachos.

La inspectora sacó su placa.

—Buenos días. Pia Kirchhoff, de la Policía Judicial.

El griterío se acalló.

—¿Qué está pasando aquí? —quiso saber—. ¿Hay algún problema?

—Más de lo que nos convendría —dijo un joven con una camisa de franela a cuadros y pantalones de trabajo azules—. ¡No podemos entrar y ya vamos demasiado retrasados! El padre del jefe nos ha dicho que teníamos que esperar a que viniera la Policía.

Con un gesto de la cabeza señaló a un hombre que cruzaba el patio a grandes pasos.

—Pues la Policía ya está aquí. —A Pia le parecía estupendo que aquellas decenas de personas no se hubieran estado paseando por el lugar de los hechos antes de que los de rastros pudieran hacer su trabajo—. Ayer atacaron a su jefe. Está en el hospital y seguramente seguirá ingresado unos días.

Al oír eso, los hombres se quedaron unos momentos sin habla.

—¡Dejadme pasar! —bramó una voz, y los trabajadores obedecieron al instante—. ¿Usted? ¿Usted es la Policía? —El hombre miró a Pia de arriba abajo con desprecio. Era alto e imponente, con un color de tez saludable y un bigote muy bien recortado bajo su prominente nariz. Un patriarca acostumbrado a dar órdenes que no llevaba demasiado bien la autoridad femenina.

—Eso mismo. —Pia le enseñó la placa—. ¿Y usted quién es?

—Nowak, Manfred. Mi hijo es el jefe de esto.

—¿Quién se ocupa del negocio cuando su hijo no puede hacerse cargo? —preguntó la inspectora.

Nowak padre hizo un gesto de indiferencia.

—Nosotros ya sabemos lo que tenemos que hacer —intervino el joven de antes—. Solo necesitamos las herramientas y la llave del coche.

—¡Tú quédate donde estás! —bramó Nowak padre.

—¡No pienso hacerlo! —contestó el joven, colérico—. ¿Qué se ha creído? ¿Que por fin va a poder jugársela a Marcus? ¡Usted aquí no tiene derecho a darnos ninguna orden!

Nowak padre se puso rojo. Clavó las manos en las caderas y abrió la boca para soltar una contestación enérgica.

—¡Tranquilícense! —exclamó Pia—. Cierren esa puerta, por favor. Me gustaría hablar con usted y con su familia sobre anoche.

Nowak padre le lanzó una mirada hostil, pero accedió a las peticiones de la inspectora.

—Y usted acompáñenos también —le dijo Pia al joven.

El despacho había quedado completamente destrozado. Habían tirado todas las carpetas de las estanterías, había cajones con todo su contenido esparcido por el suelo, la pantalla del ordenador, la impresora, el fax y la fotocopiadora estaban hechos pedazos, los armarios estaban abiertos y revueltos de arriba abajo.

—Me cago en todo… —se le escapó al capataz.

—¿Dónde están las llaves de los coches? —preguntó Pia.

Él señaló un cajetín que colgaba a la izquierda de la puerta del despacho, y la inspectora le indicó con un gesto que podía cruzar la sala. Cuando el chico tuvo todas las llaves necesarias, Pia lo siguió por un pasillo que atravesaba varias puertas de seguridad hasta llegar a los talleres. A primera vista allí todo parecía estar en orden, pero el joven soltó un taco a media voz.

—¿Qué ocurre?

—El almacén. —El capataz señaló una puerta que quedaba al otro lado del taller y que estaba abierta de par en par.

Segundos después, también allí encontraron un caos absoluto de estanterías volcadas y material destrozado.

—¿Qué ha querido decir exactamente cuando le ha preguntado a Manfred Nowak si quería jugársela a su hijo? —le preguntó Pia al capataz.

—El viejo le tiene una manía brutal a Marcus —explicó el joven con abierta antipatía—. Se tomó muy a pecho que Marcus, en su día, no se hiciera cargo de la constructora de la familia y sus deudas. Yo puedo entenderlo muy bien. Esa empresa estaba en quiebra porque todo el mundo metía mano en la caja y nadie tenía ni idea de llevar los libros. Marcus está hecho de una pasta diferente a la de todos ellos. Es listo de verdad y sabe lo que se hace. Da gusto trabajar con él.

—¿Trabaja el señor Nowak en la empresa de su hijo?

—Qué va, no quiso. —El joven resopló, desdeñoso—. Igual que sus dos hermanos mayores, que tampoco. Prefieren cobrar el paro.

—Qué raro que anoche nadie de la familia dijera haber oído nada —comentó Pia entonces—. Aquí debió de haber un ruido de mil demonios.

—Quizá no quisieron oírlo. —El joven no parecía sentir mucho aprecio por la familia de su jefe.

Cerraron el almacén y cruzaron de nuevo los talleres. De pronto, el capataz se detuvo.

—Oiga, ¿cómo está el jefe? —preguntó—. Ha dicho usted hace un momento que pasaría unos días ingresado en el hospital. ¿Es cierto?

—Yo no soy médico —respondió Pia—, pero, si no lo he entendido mal, está grave. Se lo han llevado al hospital de Hofheim. ¿Podrán arreglárselas sin él por el momento?

—Sí, durante algunos días sí. —El joven alzó los hombros—. Pero Marcus está intentando conseguir un gran encargo, solo él sabe de qué va la cosa, y a finales de semana tenía una cita importante.

Los familiares de Marcus Nowak se mostraron desde reservados hasta desinteresados. Nadie tuvo la amabilidad de invitar a Pia a su casa, de manera que el interrogatorio se hizo a la entrada del gran edificio, que lindaba con el recinto de la empresa. No muy lejos de allí había una pequeña casita en el centro de un jardincillo bien cuidado. Pia se enteró de que en ella vivía la abuela de Nowak. El padre, por supuesto, respondió a todas las preguntas de la inspectora, estuvieran o no dirigidas a él. Los demás se limitaban a corroborar todas sus afirmaciones con una cabezada unánime, aunque también indiferente. Su mujer parecía acongojada, y se la veía bastante envejecida. Evitaba a toda costa el contacto visual y mantenía cerrada su boca de labios finos. Los hermanos de Marcus tenían cuarenta y tantos años; los dos eran lentos, algo torpes y la viva imagen de su padre, aunque sin esa aplastante seguridad en sí mismo. El mayor, que tenía ojos acuosos de bebedor, vivía con el resto de su familia en el edificio colindante con la empresa; el otro, dos casas más allá. Pia ya sabía por qué estaban en casa a esa hora de un lunes por la mañana, y no trabajando. Ninguno de ellos dijo haberse enterado de lo sucedido por la noche; por lo visto, todos los dormitorios daban a la parte de atrás, al bosque. Solo pensaron que algo debía de haber ocurrido cuando llegaron la ambulancia y los coches de la Policía. Al contrario que Auguste Nowak, su hijo ya tenía varios sospechosos en mente, así que la inspectora anotó el nombre del agraviado dueño de un bar y el de un trabajador despedido, aunque le pareció innecesario hacer comprobaciones al respecto. Tal como había apuntado la médico del hospital, el ataque a Marcus Nowak había sido trabajo de profesionales. Pia le dio las gracias a la familia por su colaboración y volvió de nuevo al despacho de Nowak, donde los de rastros acababan de empezar su trabajo. Las palabras de la abuela de Marcus le vinieron entonces a la mente: «De envidiosos está lleno el mundo». Cuánta verdad.

Dos horas después, al regresar a comisaría, Pia se dio cuenta enseguida de que algo había sucedido. Sus compañeros estaban sentados a sus escritorios con expresión tensa y apenas levantaron la mirada al verla entrar.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó la inspectora.

Ostermann le narró en pocas palabras lo del artículo del periódico y la reacción de Bodenstein. Al jefe, después de un tenso altercado con el comisario, le había dado un arrebato de cólera a puerta cerrada nada típico de él y había empezado a sospechar de todos y cada uno de haber filtrado informaciones a la prensa.

—De nosotros no ha sido nadie, eso seguro —dijo Ostermann—. Por cierto, tienes en la mesa la declaración de una tal señora Nowak. Ha estado aquí hace un momento.

—Gracias.

Pia dejó el bolso en su mesa y le echó un vistazo a la declaración que le había tomado el agente de guardia. También vio una nota amarilla pegada en su teléfono que decía «¡Llamar urgentemente!». Era un número con prefijo 0048, de Polonia. Miriam. Ambas cosas tendrían que esperar por el momento. Fue al despacho de Bodenstein y, justo cuando iba a llamar, la puerta se abrió de golpe y Behnke salió a toda prisa y con la cara pálida como la cera. Pia entró en el despacho de su jefe.

—¿Y a ese qué le pasa? —preguntó.

Bodenstein no respondió. Tampoco él parecía de muy buen humor.

—¿Qué te has encontrado en el hospital? —quiso saber.

—Marcus Nowak, un arquitecto de Fischbach —contestó Pia—. Anoche fue atacado en su despacho por tres hombres que lo torturaron. Por desgracia, no quiere abrir la boca, y en su familia nadie parece tener ni la más remota idea de qué podría haber motivado el ataque.

—Pásales el caso a los compañeros de la K 10. —Bodenstein rebuscó en un cajón de su escritorio—. Nosotros ya tenemos bastante encima.

—Un momento —dijo Pia—. Todavía no he terminado. En el despacho de Nowak hemos encontrado una citación de la comisaría de Kelkheim. Ha sido acusado de lesiones por imprudencia sobre la persona de Vera Kaltensee.

Bodenstein se detuvo en seco y levantó la mirada. De pronto había despertado su interés.

—Estos últimos días, desde el teléfono de Nowak se ha llamado por lo menos treinta veces al fijo de los Kaltensee en El Molino. Anoche estuvo hablando casi media hora por teléfono con nuestro amigo Elard. Puede que sea una coincidencia, pero hasta cierto punto me parece bastante extraño que el apellido Kaltensee vuelva a aparecer otra vez.

—Ya lo creo. —Bodenstein se frotó la barbilla, pensativo.

—¿Te acuerdas de que justificaron la presencia de los guardas de seguridad porque alguien había intentado entrar en la casa? —preguntó Pia—. Puede que fuera cosa de Nowak.

—Llegaremos al fondo de este asunto. —Bodenstein descolgó el teléfono y marcó un número—. Tengo una idea.

Una buena hora después, Bodenstein frenó el coche ante la verja de la propiedad de la condesa Von Rothkirch, en Hardtwald, Bad Homburg, seguramente el barrio residencial más distinguido de la ciudad. Allí, tras altos muros y espesos setos, la verdadera alta sociedad vivía en majestuosas villas con parcelas de varios miles de metros cuadrados de jardín. Desde que Cosima y sus hermanos, uno a uno, se habían ido de casa y su marido había muerto, la condesa ocupaba ella sola la magnífica villa de dieciocho habitaciones. Un viejo matrimonio de mayordomos vivía en la casita de invitados contigua, ya más en calidad de amigos que de empleados. A Bodenstein le caía muy bien su suegra. Llevaba una vida sorprendentemente espartana, invertía grandes cantidades de dinero en varias fundaciones de la familia y, al contrario que Vera Kaltensee, lo hacía con total discreción y sin levantar revuelo. Bodenstein condujo a Pia alrededor de la casa para llegar al amplísimo jardín. Encontraron a la condesa en uno de sus tres invernaderos, ocupada en trasplantar pequeñas tomateras.

—Ah, ya estáis aquí —dijo, sonriéndoles.

Bodenstein sonrió también al ver a la mujer con unos vaqueros desgastados, una rebeca de punto dada de sí y un sombrero de ala ancha.

—Dios mío, Gabriela. —Le dio un beso en cada mejilla a su suegra antes de presentarle a Pia—. No sabía yo que tu gusto por las hortalizas hubiese alcanzado estas proporciones. ¿Cómo has montado todo este tinglado? ¡No te lo vas a poder comer tu sola!

—Lo que no me como yo se lo lleva el banco de alimentos de Bad Homburg —repuso la condesa—. Así, mi afición también le sirve de algo a alguien. Pero, bueno, decidme de qué queríais hablar.

—¿Ha oído alguna vez el nombre de Marcus Nowak? —preguntó Pia.

—Nowak, Nowak…

La condesa clavó un cuchillo en uno de los sacos que tenía sobre la superficie de trabajo y lo abrió cortando el plástico de un tirón. Una tierra húmeda y negra se vertió sobre la mesa, lo cual hizo que Pia pensara sin querer en Monika Kramer. La inspectora se encontró con la mirada de su jefe y supo que él había hecho esa misma asociación.

—¡Sí, por supuesto! Es el joven restaurador que hace dos años se encargó de rehabilitar la finca de los Kaltensee, después de que Vera recibiera los requisitos de la Oficina de Protección del Patrimonio Nacional.

—Eso sí que es interesante —comentó Bodenstein—. Algo debió de suceder, porque ella lo acusó de lesiones por imprudencia.

—Sí, me suena haber oído algo así —afirmó la condesa—. Que se produjo un accidente en el que Vera resultó herida.

—¿Qué sucedió? —Bodenstein se abrió la americana y se aflojó la corbata. En el invernadero había por lo menos veintiocho grados y un noventa por ciento de humedad.

Pia había sacado ya su libreta para apuntarlo todo.

—Por desgracia, no lo sé con exactitud. —La condesa colocó las tomateras ya trasplantadas sobre una tabla—. A Vera le cuesta bastante hablar de sus derrotas. En cualquier caso, después de aquel asunto despidió a su querido señor Ritter y se metió en varios juicios con Nowak.

—¿Quién es el señor Ritter? —se interesó Pia.

—Thomas Ritter fue durante muchos años el ayudante personal de Vera, su chica para todo —explicó la condesa—. Un hombre inteligente y apuesto. Después de despedirlo sin previo aviso, Vera se dedicó a dejarlo en tan mal lugar que el pobre no logró encontrar trabajo en ninguna parte. —La condesa se detuvo y soltó una risita—. Yo siempre tuve la sospecha de que estaba loquita por él. Pero, Dios mío, ¡si no era más que un chiquillo listo! ¡Y Vera, un vejestorio! Ese Nowak, por cierto, también es un muchacho bastante guapo. Lo he visto dos o tres veces.

—Era… un muchacho guapo —corrigió Pia—. Anoche fue víctima de un ataque y ha quedado bastante desfigurado. Los médicos que lo tratan creen que incluso lo torturaron. Tiene la mano derecha tan destrozada que es probable que tengan que amputársela.

—¡Madre de Dios! —La condesa interrumpió su actividad, horrorizada—. ¡Pobre hombre!

—Tenemos que descubrir por qué lo denunció Vera Kaltensee.

—Entonces, lo mejor será que habléis con el señor Ritter. Y con Elard. Por lo que yo sé, ambos estuvieron presentes durante el incidente.

—No es muy probable que Elard Kaltensee nos diga algo negativo de su madre —comentó Bodenstein, y se quitó la americana. Le caían gotas de sudor por la cara.

—Yo no estaría tan segura de eso —objetó la condesa—. Elard y Vera no están demasiado unidos.

—Pero, entonces, ¿cómo es que viven los dos bajo el mismo techo?

—Probablemente porque les resulta cómodo —aventuró la condesa—. Elard no es de los que toman la iniciativa. Es un brillante especialista en historia del arte, y su opinión es muy respetada en el mundo artístico, pero en la vida real es más bien torpe; no es un hombre de acción, como Sigbert. Elard prefiere tomar el camino más cómodo y estar a buenas con todo el mundo. Cuando eso no puede ser, se retira.

Pia se había formado una impresión muy similar de Elard Kaltensee, que todavía seguía siendo su principal sospechoso.

—¿Cree usted posible que Elard asesinara a los amigos de su madre? —preguntó en consecuencia, aunque Bodenstein enseguida la miró con ojos de censura.

La condesa, no obstante, observó a Pia con detenimiento.

—Es difícil descifrar a Elard —dijo—. Estoy segura de que tras esa fachada cortés se oculta algo más. Debe pensar usted que nunca conoció a un padre, que carece de raíces. Eso lo tiene destrozado, sobre todo ahora, a una edad avanzada, cuando uno comprende que no llegará a conseguir mucho más. Y está claro que nunca pudo soportar ni a Goldberg ni a Schneider.

Marcus Nowak tenía visita cuando Bodenstein y Pia, una hora después, entraron en su habitación del hospital. Pia reconoció al capataz de esa mañana. Estaba sentado en una silla junto a la cama de su jefe, lo escuchaba y anotaba todo lo que podía. Cuando el joven hubo desaparecido con la promesa de volver otra vez esa misma tarde, Bodenstein se presentó a Nowak.

—¿Qué sucedió anoche? —preguntó sin grandes introducciones—. Y no me venga con que no se acuerda. Eso no me lo creo.

Nowak no parecía especialmente entusiasmado de volver a ver allí a la Policía Judicial e hizo lo único que podía hacer: callar. El inspector jefe se había sentado en la silla, Pia se apoyó en el alféizar de la ventana, abrió su libreta y miró la cara destrozada de Nowak. La vez anterior no se había fijado en la boca tan bonita que tenía. Labios gruesos, unos dientes blancos e iguales, unos rasgos delicados. La suegra de Bodenstein tenía razón. En circunstancias normales seguro que habría sido un hombre bastante guapo.

—Señor Nowak —Bodenstein se inclinó hacia delante—, ¿cree que hemos venido para divertirnos? ¿O es que le da lo mismo que los hombres a quienes quizá acabe debiendo la pérdida de la mano derecha salgan de esta como si nada?

Nowak cerró los ojos, obstinado en su silencio.

—¿Cómo es que la señora Kaltensee le puso una denuncia acusándolo de lesiones por imprudencia? —preguntó Pia—. ¿Por qué ha llamado usted a su casa unas treinta veces estos últimos días?

Silencio.

—¿Es posible que el ataque que sufrió estuviera de algún modo relacionado con la familia Kaltensee?

Pia se dio cuenta de que Nowak cerraba la mano ilesa en un puño al oír esa pregunta. ¡Bingo! Acercó una segunda silla, la colocó al otro lado de la cama y se sentó. Casi le pareció un poco injusto poner de esa forma contra las cuerdas a un hombre que apenas dieciocho horas antes había vivido algo tan espantoso. Ella misma sabía bien lo terrible que era verse atacado dentro de la casa de uno. Aun así, tenían cinco asesinatos por resolver, y Marcus Nowak fácilmente podría haber sido el sexto cadáver.

—Señor Nowak. —Intentó que su voz sonase amable—. Queremos ayudarlo, de verdad. Esto forma parte de algo mucho más grande que el ataque sufrido por usted. Por favor, míreme.

Nowak obedeció. La expresión de vulnerabilidad de sus ojos oscuros conmovió a Pia. Aunque no lo conocía de nada, el hombre le resultaba simpático, no sabía por qué. En ocasiones le sucedía que sentía más comprensión y empatía con algunas de las personas en cuya vida se veía involucrada durante el transcurso de una investigación de lo que podía ser bueno para su objetividad. Mientras seguía pensando en por qué le caía bien ese hombre que con tanta obstinación se negaba a colaborar, volvió a recordar lo que le había pasado por la cabeza esa mañana al ver el coche de Nowak. Un testigo recordaba un vehículo con el logo de una empresa aparcado frente a la entrada de la casa de Schneider la noche de su asesinato.

—¿Dónde estuvo usted la noche del 30 de abril al 1 de mayo? —preguntó sin preámbulos.

Nowak se sorprendió tanto como Bodenstein al oír esa pregunta.

—Estuve en el Baile de Mayo. En el polideportivo de Fischbach. —Su voz sonó algo imprecisa, quizá a causa de los hematomas y de que tenía el labio inferior partido, pero al menos había dicho algo.

—¿Y no haría después una visita a Eppenhain, por casualidad?

—No. ¿Qué iba a hacer allí?

—¿Cuánto tiempo estuvo en ese baile? ¿Adónde fue después?

—No lo sé muy bien. Hasta la una o la una y media. Después me fui a casa —respondió Nowak.

—¿Y la noche del 1 de mayo? ¿No se pasaría por la finca El Molino a ver a la señora Kaltensee?

—No —dijo Nowak—. ¿Por qué iba a hacer eso?

—Para hablar con Vera Kaltensee. Porque lo había denunciado. O tal vez porque quería intimidarla.

Nowak olvidó al fin sus reservas.

—¡No! —exclamó, airado—. ¡No estuve en El Molino! ¿Para qué iba a querer yo intimidar a la señora Kaltensee?

—Dígamelo usted. Sabemos que restauró el antiguo molino de la propiedad, que hubo un accidente y que la señora Kaltensee, por lo visto, le echa a usted la culpa. ¿Qué problema tiene con la señora Kaltensee? ¿Qué sucedió? ¿Por qué hubo juicios?

Pasó un rato hasta que Nowak se decidió a dar una respuesta.

—Se presentó en la obra y pisó un suelo de arcilla que aún estaba húmedo, aunque yo la había avisado. Resbaló —explicó al final—. Me responsabilizó a mí de su accidente y por eso no quiso pagarme la factura.

—¿Vera Kaltensee sigue sin pagarle su trabajo a día de hoy? —preguntó Pia.

Nowak se encogió de hombros y se miró la mano sana.

—¿Cuánto le debe? —quiso saber la inspectora.

—No lo sé.

—¡Venga ya, señor Nowak! Seguro que recuerda la cantidad hasta con decimales. ¡No nos cuente cuentos! Bueno, ¿cuánto dinero le debe la señora Kaltensee por su trabajo en el molino?

Marcus Nowak volvió a encerrarse en su concha y guardó silencio.

—Nos bastará con una llamada a la comisaría de Kelkheim para que nos dejen ver la denuncia —dijo Pia—. ¿Y bien?

Nowak lo pensó un momento, después suspiró.

—Ciento sesenta mil euros —dijo a regañadientes—. Brutos.

—Eso es mucho dinero. ¿Puede permitirse prescindir de semejante cantidad?

—No, claro que no. Pero conseguiré ese dinero.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—Demandándola.

La habitación de hospital quedó en silencio.

—Me pregunto —dijo Pia, rompiéndolo al cabo de un rato— hasta dónde llegaría usted por conseguir lo que le deben.

Silencio de nuevo. La mirada de Bodenstein le indicó que siguiera por ahí.

—¿Qué querían de usted los hombres de anoche? —preguntó la inspectora—. ¿Por qué dejaron su despacho y el almacén patas arriba? ¿Por qué lo torturaron? ¿Qué buscaban?

Nowak apretó los labios y miró hacia otro lado.

—Esos hombres se dieron a la fuga cuando su abuela encendió la luz exterior —dijo Pia—. Con las prisas, chocaron contra un cubo de hormigón. Nuestros compañeros han encontrado restos de pintura y en estos momentos los están analizando en el laboratorio. Encontraremos a esos tipos, pero iríamos más deprisa si usted nos ayudara.

—No reconocí a nadie —insistió Nowak—. Llevaban la cara tapada y me vendaron los ojos.

—¿Qué querían de usted?

—Dinero —respondió por fin, tras dudarlo unos instantes más—. Buscaban una caja fuerte, pero no tengo ninguna.

Aquello era una burda mentira, y Marcus Nowak sabía que Pia se había dado perfecta cuenta.

—Está bien. —La inspectora se levantó—. Si no quiere explicarnos nada más, es asunto suyo. Nosotros hemos intentado ayudarlo. A lo mejor su mujer puede decirme algo más. Dentro de un rato irá a comisaría.

—¿Qué tiene que ver mi mujer con todo esto? —Nowak se incorporó con gran dificultad. La perspectiva de que ella hablara con la Policía Judicial parecía causarle malestar.

—Eso ya lo veremos. —Pia sonrió unos instantes—. Le deseo lo mejor. Y, por si recuerda algo más, aquí tiene mi tarjeta.

—¿De verdad no sabe nada, o es que tiene miedo? —comentó Bodenstein, dándole vueltas mientras se dirigían a la planta baja del hospital.

—Ni lo uno ni lo otro —repuso Pia con seguridad—. Nos está ocultando algo, lo presiento. Yo había esperado poder…

Se interrumpió de pronto, agarró a su jefe del brazo y tiró de él para llevarlo tras una columna.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Bodenstein.

—Ese hombre de ahí, el del ramo de flores —susurró Pia—. ¿No es Elard Kaltensee?

Bodenstein entornó los ojos y miró al otro lado del vestíbulo.

—Sí, es él. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿No irá a ver a Nowak? —aventuró Pia—. Y en tal caso… ¿por qué?

—¿Cómo iba a saber que Nowak está aquí, en el hospital?

—Si los Kaltensee están detrás del ataque, entonces por supuesto que lo sabe —repuso ella—. Anoche mismo habló con Nowak por teléfono, quizá para entretenerlo allí hasta que llegaran los atacantes.

—Se lo preguntaremos.

Bodenstein se puso en marcha y se dirigió hacia el hombre.

Elard Kaltensee estaba absorto leyendo los letreros indicadores y se volvió sobresaltado cuando Bodenstein le habló. Se quedó más blanco de lo que ya estaba.

—Veo que le lleva flores a su madre. —El inspector jefe sonrió con cortesía—. Seguro que se alegra mucho. ¿Cómo se encuentra?

—¿Mi madre? —Kaltensee parecía aturdido.

—Su hermano me ha explicado que su madre está ingresada en el hospital —dijo Bodenstein—. Debe de ir usted a verla, ¿no?

—N… no, yo… iba a visitar a… un conocido.

—¿Al señor Nowak? —preguntó Pia.

Kaltensee dudó un momento, pero después asintió.

—¿Cómo se ha enterado de que está en el hospital? —siguió preguntando con desconfianza la inspectora.

En presencia de Bodenstein, Kaltensee ya no le resultaba ni mucho menos tan inquietante como el sábado por la tarde.

—Por su contable —respondió esta vez Kaltensee—. Esta mañana me ha llamado y me ha explicado lo sucedido. Deben ustedes saber que he negociado para Nowak un gran contrato en Frankfurt, el proyecto de rehabilitación del casco antiguo de la ciudad. Dentro de tres días se celebrará una reunión importante, y la gente de Nowak teme que su jefe siga ingresado para esa fecha.

Sonaba verosímil. Elard Kaltensee parecía irse rehaciendo poco a poco del susto; su rostro había recuperado algo de color. Daba la impresión de no haber dormido nada desde el sábado.

—¿Han hablado con él? —quiso saber.

Bodenstein asintió con la cabeza.

—Sí, ya lo hemos visto.

—¿Y? ¿Cómo se encuentra?

Pia lo miró con recelo. ¿De verdad no era más que educada preocupación por el bienestar de un conocido?

—Lo han torturado —respondió—. Le han dejado la mano derecha tan destrozada que tal vez tengan que amputarla.

—¿Torturado? —Kaltensee volvió a palidecer—. ¡Dios mío!

—Sí, ese hombre tiene graves problemas —siguió diciendo la inspectora—. Seguro que sabe usted que su madre le debe todavía una cantidad de seis cifras por el trabajo del molino.

—¿Cómo dice? —La sorpresa de Kaltensee parecía auténtica—. ¡Eso no puede ser!

—El mismo señor Nowak nos lo acaba de explicar —confirmó Bodenstein.

—Pero… pero eso es imposible. —Kaltensee sacudía la cabeza sin dar crédito—. ¿Por qué no me ha dicho nada? ¡Dios mío, lo que pensará de mí!

—¿Conoce usted bien al señor Nowak? —preguntó Pia.

Kaltensee no respondió enseguida.

—Solo por encima —dijo después, algo reservado—. Cuando estuvo trabajando en El Molino hablamos alguna que otra vez.

Pia esperó a que siguiera hablando, pero no dijo más.

—Pues ayer estuvo hablando treinta y dos minutos con él —afirmó entonces—. A la una de la madrugada, para ser exactos. Una hora algo extraña para charlar con alguien a quien solo se conoce por encima, ¿no le parece?

El espanto se asomó un momento a la expresión del profesor. Ese hombre tenía algo que ocultar, era evidente. Estaba muy nervioso. Pia no dudaba de que en un interrogatorio al uso se vendría abajo.

—Estuvimos comentando el proyecto de rehabilitación —repuso Kaltensee con rigidez—. Se trata de un asunto importante.

—¿A la una de la madrugada? ¡Y qué más! —Pia negó con la cabeza.

—Su madre, por cierto, ha denunciado al señor Nowak acusándolo de lesiones por imprudencia —añadió Bodenstein—. Y ha puesto tres pleitos en su contra.

Elard Kaltensee miró al inspector sin entender nada.

—Sí, ¿y qué? —Parecía sentirse incómodo, pero seguía sin entender adónde querían ir a parar—. ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?

—¿No le parece a usted que el señor Nowak tenía buenos motivos para odiar profundamente a su familia?

Kaltensee se quedó mudo. En su frente aparecieron gotas de sudor. No daba la sensación de que tuviera la conciencia tranquila.

—Por eso nos preguntamos —siguió explicando Bodensteinhasta dónde estaba dispuesto a llegar el señor Nowak para conseguir su dinero.

—¿Qué… qué quieren decir? —El profesor, acostumbrado a evitar las confrontaciones, estaba desbordado por la situación.

—¿Conocía el señor Nowak al señor Goldberg o al señor Schneider? ¿Y quizá también a la señora Frings? Un coche con un logo de empresa como el que tiene Nowak en su plaza de aparcamiento fue visto en la entrada de la casa de Schneider sobre las doce y media la noche en que lo asesinaron. El señor Nowak no tiene ninguna coartada creíble para esa noche, puesto que afirma haber estado en casa. Solo.

—¿Sobre las doce y media? —repitió Elard Kaltensee.

—Nowak trabajó mucho tiempo en El Molino —intervino Pia—. Los conocía a los tres y sabía que eran los amigos más íntimos de su madre. Puede que para usted ciento sesenta mil euros no sean mucho dinero, pero para el señor Nowak es una fortuna. Quizá se le ocurrió que podría presionar a su madre si mataba a sus amigos. Uno detrás del otro, para darle énfasis a su demanda.

Kaltensee se la quedó mirando como si la inspectora hubiera perdido el juicio. Sacudió la cabeza con vehemencia.

—¡Pero eso es completamente absurdo! ¿Qué idea se ha formado usted de ese hombre? ¡Marcus Nowak no es un asesino! ¡Todo eso no es motivo para matar a nadie!

—La venganza y la angustia existencial son motivos muy fuertes para cometer un crimen —dijo Bodenstein—. Muy pocos asesinatos son perpetrados por lo que llamaríamos «asesinos». La mayoría de las veces son personas muy normales que, sin embargo, no ven otra salida.

—¡Marcus no ha disparado a nadie en su vida! —contestó Kaltensee con una pasión sorprendente—. ¡De verdad que me pregunto cómo han llegado a una conclusión tan estúpida!

«¿Marcus?». La relación entre ambos debía de ser algo menos superficial de lo que Kaltensee había querido hacerles creer. A Pia se le ocurrió algo. Recordó con qué indiferencia se había tomado el profesor la noticia de la muerte de Herrmann Schneider un par de días antes. ¿Quizá porque no había sido una novedad para él? ¿Era muy descabellado pensar que Kaltensee, un hombre distinguido, influyente, hubiese utilizado a Nowak? ¿Que lo hubiese engatusado con un encargo millonario y le hubiese exigido tres asesinatos como contrapartida?

—Comprobaremos la coartada de Nowak para la noche del asesinato de Schneider —dijo Pia—, y también le preguntaremos dónde estuvo cuando murieron Goldberg y la señora Frings.

—Se equivocan por completo. —A Kaltensee le temblaba la voz.

Pia observó al hombre con atención. Aunque había conseguido controlarse muy bien, no era difícil darse cuenta de lo turbado que estaba. ¿Había comprendido que iba a por él?

El móvil de Pia vibró apenas hubieron salido del hospital.

—Hace una hora que intento dar contigo. —En la voz de Ostermann se oía un reproche.

—Estábamos en el hospital. —Pia se detuvo mientras su jefe seguía andando—. Dentro no había buena cobertura. ¿Qué pasa?

—Escucha: a Marcus Nowak lo paró un control policial en Fischbach a las 23.45 del 30 de abril. No llevaba encima el carné de conducir ni ninguna documentación, así que al día siguiente tendría que haberlos presentado en la comisaría del Kelkheim, pero de momento sigue sin hacerlo.

—Qué interesante. ¿Dónde se produjo exactamente ese control? —Pia oyó cómo su compañero golpeteaba el teclado del ordenador.

—En la entrada del pueblo, en el cruce con Kelkheimer Strasse. Conducía un Volkswagen Passat que está a nombre de su empresa.

—A Schneider lo mataron sobre la una de la madrugada —reflexionó Pia en voz alta—. Desde Fischbach hasta Eppenhain se tardan unos quince minutos en coche. Gracias, Kai.

Guardó el móvil y alcanzó a su jefe, que ya había llegado al coche y miraba a lo lejos con expresión perdida. Pia le explicó lo que acababa de comunicarle Ostermann.

—O sea que nos ha mentido sobre su coartada —concluyó la inspectora—. Pero ¿por qué?

—¿Por qué iba a matar él a Schneider? —preguntó Bodenstein a su vez.

—A lo mejor a petición del profesor Kaltensee. Él le facilita a Nowak un gran contrato y, a cambio, le exige un servicio. O a lo mejor Nowak quería presionar a Vera Kaltensee matando a sus mejores amigos. Y ese número podía ser una mención a la cantidad que le debe. ¿No ha dicho algo así como ciento sesenta mil?

—Pero, entonces, faltaría por lo menos un cero —objetó Bodenstein.

—Sí, bueno… —Pia se encogió de hombros—. Es solo una idea que se me ha ocurrido.

—Olvídate de Elard Kaltensee como asesino o instigador —dijo Bodenstein.

Su tono paternalista hizo que Pia estallara de rabia.

—¡No, no pienso olvidarme! —contestó con vehemencia—. ¡Ese hombre es el que tiene mayor motivo de todas las personas con quienes hemos hablado! ¡Tendrías que haberlo visto el otro día en su apartamento! Me dijo que odiaba, ¡odiaba!, a los que le habían impedido saber más sobre su ascendencia. Y, cuando le pregunté a quiénes se refería, dijo «a quienes lo saben», y que le habría gustado matarlos. No aflojé y seguí preguntando, y entonces me dijo que ya estaban muertos los tres.

Bodenstein la miró pensativo por encima del techo del coche.

—Kaltensee pasa ya de los sesenta —siguió diciendo Pia, más tranquila—. ¡No es que le quede mucho tiempo para descubrir quién fue su padre biológico! Mató de un tiro a los tres amigos de su madre porque se negaron a decirle nada. ¡O instigó a Nowak para que lo hiciera! Y estoy segura de que lo próximo que hará será matar a su madre. ¡A ella también la odia!

—No tienes ni una sola prueba para tu teoría —repuso Bodenstein.

—¡Mierda! —Pia dio un puñetazo en el techo del coche, aunque en realidad le habría gustado agarrar a su jefe de los hombros y zarandearlo, porque estaba claro que no quería abrir los ojos—. ¡Tengo el fuerte presentimiento de que Kaltensee tiene algo que ver en esto! ¿Por qué no vuelves al hospital y le preguntas por sus coartadas para las horas de los crímenes? Apuesto a que te dice que estuvo en casa. Solo.

En lugar de responder, Bodenstein le lanzó las llaves del vehículo.

—Envíame un coche patrulla para que me recoja dentro de media hora —dijo, y regresó al hospital.

Christina Nowak esperaba en el vestíbulo de la comisaría y se puso de pie nada más ver entrar a la inspectora Kirchhoff. Estaba muy pálida y a todas luces nerviosa.

—Hola, señora Nowak. Venga conmigo. —Pia alargó la mano y le hizo una señal al agente que estaba detrás del cristal para que la dejara pasar.

Justo cuando se oía el zumbido del portero automático, le sonó también el móvil. Era Miriam.

—¿Estás en el despacho? —La voz de su amiga sonaba algo exaltada.

—Sí, acabo de llegar.

—Pues comprueba tus correos electrónicos. Acabo de escanear unas cosas y te las he enviado como adjunto. Además, la archivera me ha dado un par de pistas. Voy a entrevistarme con algunas personas y luego te informo.

—Vale. Ahora mismo miro lo que has enviado. Y gracias, antes que nada.

La inspectora se detuvo delante de su despacho, en el primer piso.

—¿Le importaría esperarme aquí un momento? Enseguida vuelvo.

Christina Nowak asintió sin decir nada y se sentó en una de las sillas de plástico del pasillo. De todos los compañeros, solo Ostermann estaba en su puesto. Hasse se había acercado a Vistas del Taunus para hablar con los residentes, Fachinger buscaba posibles testigos en el edificio donde vivía Monika Kramer, y Behnke hacía lo propio en la casa donde habían encontrado el cadáver de Robert Watkowiak, en Königstein. Pia se sentó a su escritorio y abrió el gestor de correo. Junto a los habituales mensajes de correo basura, contra los cuales ni siquiera el firewall del servidor de la Policía podía hacer nada, encontró uno con remitente polaco. Abrió los documentos adjuntos y los fue contemplando uno tras otro.

—Caray —murmuró, sonriendo.

Miriam había hecho un trabajo estupendo. Había encontrado en el archivo municipal de Wegorzewo fotografías escolares del año 1933 en las que se veía a la promoción del instituto, así como un artículo de periódico sobre la ceremonia de entrega de premios de una regata de veleros, puesto que Angerburg, junto al lago Mamry, era ya por entonces un bastión de los deportes acuáticos. En ambas fotos salía David Goldberg, y en el periódico incluso lo nombraban varias veces: como uno de los vencedores de la regata y como hijo del comerciante de Angerburg, Samuel, que era quien financiaba el premio. Aquel era el verdadero David Goldberg, el que debió de morir en Auschwitz en enero de 1945. Tenía el pelo oscuro y rizado, unos ojos profundos, era delgado y no muy alto, de un metro setenta como mucho. El hombre que había muerto de un tiro en la nuca en su casa de Kelkheim debía de haber medido más o menos un metro ochenta y cinco en su juventud. Pia se concentró en el artículo del periódico de Angerburg del 22 de julio de 1933. La tripulación vencedora del velero que llevaba el orgulloso nombre de Honor de Prusia la formaban cuatro jóvenes que sonreían alegres a la cámara: David Goldberg, Walter Endrikat, Elard von Zeydlitz-Lauenburg y Theodor von Mannstein.

—Elard von Zeydlitz-Lauenburg —murmuró Pia, y amplió la imagen haciendo clic con el ratón.

Aquel debía de ser el hermano de Vera Kaltensee, el que constaba como desaparecido desde enero de 1945. El parecido entre el chico de la fotografía de 1933, de apenas dieciocho años, y su sobrino de sesenta y tres, que llevaba su mismo nombre, era asombroso. Pia imprimió los archivos, se levantó e invitó a Christina Nowak a entrar en su despacho.

—Disculpe que la haya hecho esperar. —Cerró la puerta cuando estuvieron las dos dentro—. ¿Puedo ofrecerle un café?

—No, gracias. —Christina Nowak se sentó en el borde de la silla y se colocó el bolso sobre el regazo.

—Por desgracia, su marido tampoco ha querido hablar demasiado conmigo, por eso me gustaría que me explicara algo más sobre él y su entorno.

Christina Nowak asintió, contenida.

—¿Tiene enemigos su marido?

La mujer, pálida, negó con la cabeza.

—No, que yo sepa.

—¿Cómo están las cosas en la familia? La relación entre su suegro y él no parece ser demasiado buena.

—En una familia siempre hay tensiones. —La señora Nowak se apartó un mechón de la cara con un gesto inquieto—. Pero seguro que mi suegro nunca haría nada que pudiera perjudicar a Marcus, y con ello también a los niños y a mí.

—Sin embargo, le molestó que su marido no se hiciera cargo de la empresa familiar, ¿no es así?

—Para mi suegro, esa empresa era la obra de su vida. Toda la familia trabajaba en ella. Es evidente que tanto él como mi cuñado esperaban que Marcus arrimara el hombro para sacarla de la delicada situación en la que se encontraba.

—¿Y a usted, qué le pareció que su marido no lo hiciera y, en lugar de eso, se montara una empresa por su cuenta?

Christina Nowak se removió en su asiento.

—Si le soy sincera, a mí también me habría gustado que hubiese seguido adelante con la antigua empresa. Visto en retrospectiva, lo admiro por no haberlo hecho. Toda la familia, yo incluida, lo presionamos muchísimo. Por desgracia, no soy una persona valiente y temía que Marcus no saliera adelante y lo perdiéramos todo.

—¿Y cómo están las cosas ahora? —preguntó Pia—. Su suegro no parecía muy afectado por lo que le pasó anoche a su marido.

—En eso se equivoca —se apresuró a decir Christina Nowak—. Ahora mi suegro está muy orgulloso de Marcus.

Pia lo dudaba. Manfred Nowak era claramente una persona que no llevaba nada bien la pérdida de influencia y reputación. De todas formas, podía entender que la nuera no quisiera decir nada negativo contra los padres de su marido, porque vivían todos en el mismo edificio. Ella misma conocía a muchas mujeres como Christina Nowak, que cerraban los ojos con todas sus fuerzas a la realidad, temían cualquier cambio en su vida y hacían lo indecible por mantener la apariencia de que todo iba bien.

—¿Puede imaginar usted por qué atacaron y torturaron a su marido? —preguntó la inspectora.

—¿Lo torturaron? —La señora Nowak palideció más aún y miró a Pia con incredulidad.

—Le han destrozado la mano derecha. Los médicos todavía no saben si se la podrán salvar. ¿No lo sabía?

—No… no —reconoció tras un titubeo—. Y tampoco tengo ni idea de por qué querría nadie torturar a mi marido. Es un artesano y no un… un agente secreto ni nada por el estilo.

—Entonces, ¿por qué nos ha mentido?

—¿Les ha mentido? ¿En qué?

Pia mencionó el control policial que había detenido a Nowak la noche del 30 de abril al 1 de mayo. Christina Nowak miró hacia otro lado.

—No tiene por qué fingir nada delante de mí —le aseguró Pia—. Es frecuente que un marido tenga secretos con su mujer.

Christina Nowak se sonrojó, pero se obligó a estar serena.

—Mi marido no tiene secretos conmigo —dijo, tensa—. Eso del control policial ya me lo había explicado.

Pia fingió anotar algo en su libreta, porque sabía que así causaría inseguridad en la mujer.

—¿Dónde estuvo usted la noche del 30 de abril?

—En el Baile de Mayo, en el polideportivo. Mi marido tuvo que quedarse a trabajar y vino a la fiesta más tarde.

—¿Cuándo llegó allí? ¿Antes o después del control policial? —Pia sonrió con inocencia. No había mencionado la hora del control.

—Es que… yo no lo vi. Pero mi suegro y un par de amigos de mi marido me dijeron que sí había estado.

—¿Su marido estuvo en la fiesta y no habló con usted? —siguió presionando la inspectora—. Eso sí que es raro.

Se dio cuenta de que había metido el dedo en la llaga. Durante unos momentos, ninguna de las dos abrió la boca. Pia esperó.

—No es lo que usted cree. —Christina Nowak se inclinó un poco hacia delante—. Sé que mi marido no se lleva demasiado bien con la gente del Club Deportivo, por eso tampoco lo obligué a acompañarme a la fiesta. Estuvo allí un momento, habló con su padre y se volvió a casa.

—La Policía paró esa noche a su marido a las 23.45. ¿Adónde fue después?

—A casa, supongo. Yo no llegué hasta las seis, después de recoger todo el polideportivo, y él ya había salido a correr. Como todas las mañanas.

—Ajá. Bueno. —Pia rebuscó entre los documentos de su escritorio y no dijo nada.

Christina Nowak estaba cada vez más nerviosa. Su mirada iba de un lado a otro y tenía gotas de sudor sobre el labio superior. Al final ya no lo aguantó más.

—¿Por qué no hace más que preguntarme sobre esa noche? —exclamó—. ¿Qué tiene que ver con el ataque de mi marido?

—¿Le suena de algo el apellido Kaltensee? —preguntó Pia, en lugar de responder.

—Sí, por supuesto. —Christina Nowak asintió, insegura—. ¿Por qué lo dice?

—Vera Kaltensee le debe a su marido una gran cantidad de dinero. Además, lo acusa de lesiones por imprudencia. Hemos encontrado una citación de la Policía en su despacho.

Christina Nowak se mordió el labio inferior. Era evidente que había algo de lo que no sabía nada. A partir de ahí, permaneció callada tras todas las preguntas de la inspectora.

—Señora Nowak, por favor. Estoy buscando un motivo para ese ataque.

La mujer levantó la cabeza y miró a Pia. Sus dedos sujetaban con tanta fuerza el asa del bolso que los nudillos se le quedaron blancos. Durante un rato se hizo el silencio.

—¡Sí, mi marido sí tiene secretos conmigo! —exclamó Christina Nowak de pronto—. ¡No sé por qué, pero desde que estuvo en Polonia el año pasado y conoció al profesor Kaltensee está muy cambiado!

—¿Estuvo en Polonia? ¿Cómo es eso?

La mujer volvió a callar, pero de pronto empezaron a salir palabras de su boca, como si fuera un volcán en erupción.

—¡Con los niños y conmigo hace siglos que no va de vacaciones porque, por lo visto, no tiene tiempo! ¡Pero sí que puede irse diez días a Masuria con su abuela! ¡Para eso sí que tiene tiempo! ¡Sí, puede que le parezca una bobada, pero a veces tengo la sensación de que está casado con Auguste y no conmigo! ¡Y, por si fuera poco, luego apareció también ese profesor Kaltensee! ¡Que si el profesor Kaltensee esto, que si el profesor Kaltensee lo otro! No hacen más que hablar por teléfono y traman no sé qué planes de los que no quiere explicarme nada. ¡Mi suegro explotó al enterarse de que Marcus había trabajado precisamente para los Kaltensee!

—¿Y eso por qué?

—Fueron ellos quienes tuvieron la culpa de que mi suegro acabara en aquel entonces en la bancarrota —explicó Christina Nowak.

Pia se quedó atónita.

—Construyó el nuevo edificio de oficinas para la empresa de los Kaltensee en Hofheim y lo acusaron de ser un chapucero. Hubo un montón de exámenes periciales, la cosa acabó en juicio y se alargó durante años. Llegó un momento en que a mi suegro se le acabó el aire: estamos hablando de siete millones de euros, nada menos. Cuando se llegó a un acuerdo, seis años después, la empresa ya no tenía salvación.

—Eso es muy interesante. Y, entonces, ¿por qué volvió a trabajar su marido para los Kaltensee? —quiso saber Pia.

Christina Nowak se encogió de hombros.

—Ninguno de nosotros lo entiende —respondió con acritud—. Mi suegro no hizo más que advertir a Marcus una y otra vez. Y ahora, la historia se repite: no hay dinero y, en lugar de eso, se encuentra con pleitos, exámenes periciales y más exámenes periciales… —La mujer se interrumpió y soltó un suspiro—. Mi marido es prácticamente un esclavo de los Kaltensee. ¡A mí ya ni me hace caso! ¡Ni siquiera se enteraría si me fuera de casa!

Pia, por experiencia propia, podía entender cómo se sentía la mujer, pero no quería oír detalles sobre los problemas matrimoniales de los Nowak.

—Hoy me he encontrado al profesor Kaltensee en el hospital. Iba a visitar a su marido y parecía muy preocupado —dijo, con la intención de desarmar todavía más las defensas de la señora Nowak—. Por lo visto no sabía que su madre le debía aún ese dinero a su marido. ¿Por qué no le había explicado Marcus nada, si eran tan amigos?

—¿Amigos? ¡Yo no lo llamaría así! Ese Kaltensee se aprovecha de Marcus, ¡y mi marido no se da cuenta! —repuso la señora Nowak con vehemencia—. ¡Para él, todo gira alrededor de ese contrato de Frankfurt! ¡Pero es una auténtica locura! ¡Ese proyecto le queda demasiado grande, no podrá hacerse cargo de todo él solo! ¿Cómo va a dar abasto con los cuatro trabajadores que tiene? La rehabilitación de todo el casco antiguo de Frankfurt… ¡Bah! Ese Kaltensee le ha puesto la miel en los labios, y si sale mal ¡todo estará perdido!

Sus palabras rebosaban de amargura y frustración. ¿Estaba celosa de la amistad entre su marido y el profesor Kaltensee? ¿Temía que aquello pudiera terminar en otra bancarrota? ¿O era el miedo de una mujer que sentía que su pequeño mundo, que tan perfecto parecía, podía desmoronarse en cualquier momento y hacerle perder el control? Pia apoyó la barbilla en una mano y contempló a la mujer, pensativa.

—No me está ayudando —afirmó—. Y me pregunto por qué. ¿De verdad sabe usted tan poco sobre su marido? ¿O es que le da lo mismo lo que le han hecho?

Christina Nowak sacudió la cabeza con fuerza.

—¡No, no me da lo mismo! —repuso con voz temblorosa—. Pero ¿qué quiere que haga? ¡Hace meses que Marcus casi ni habla conmigo! ¡No tengo la menor idea de quién le ha hecho eso ni por qué, porque ni siquiera sé con qué gente se relaciona! Pero de una cosa sí estoy segura: esa querella con los Kaltensee no se produjo por ningún error que cometiera Marcus, sino por no sé qué caja que, por lo visto, desapareció durante las obras. Mi marido recibió entonces un par de veces la visita del profesor Kaltensee y el señor Ritter, el secretario de Vera Kaltensee. Se encerraban en su despacho durante horas y actuaban con mucho secretismo. ¡Pero otra cosa no le puedo explicar, por más que quiera!

En sus ojos brillaban las lágrimas.

—Me preocupo por mi marido, de verdad —dijo con una impotencia que despertó involuntariamente la compasión de la inspectora—. ¡Tengo miedo por él y por nuestros hijos, porque no sé en qué se ha metido ni por qué ya no habla conmigo! —Miró hacia otro lado y comenzó a sollozar—. Además, creo que…, ¡que tiene a otra! Muchas veces sale de casa ya de noche y no vuelve hasta la mañana siguiente.

Revolvió en su bolso, evitando mirar a Pia. Las lágrimas le caían por las mejillas. La inspectora le alcanzó un pañuelo de papel y esperó a que la señora Nowak acabara de sonarse la nariz.

—¿Quiere decir eso que también la noche del 30 de abril al 1 de mayo podría no haber estado en casa? —preguntó en voz baja.

Christina Nowak se encogió de hombros y asintió. Cuando Pia ya creía que no iba a decirle nada más interesante, la mujer dejó caer una bomba.

—Y… hace poco lo vi con una mujer. En Königstein. Yo… yo estaba en la zona peatonal, en la librería, recogiendo unos libros para la guardería donde trabajo. Entonces vi su coche, delante de la heladería. Justo cuando iba a acercarme a él, una mujer salió de esa casa medio en ruinas que hay al lado de la administración de lotería y él bajó del coche. Los estuve mirando mientras hablaban.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Pia, alerta de pronto—. ¿Cómo era esa mujer?

—Alta, con el pelo oscuro, elegante —respondió Christina Nowak, afligida—. Cómo la miraba… Y ella le puso la mano en el brazo… —Soltó otro sollozo y de nuevo se echó a llorar.

—¿Cuándo fue eso? —repitió Pia.

—La semana pasada —susurró la señora Nowak—. El viernes, más o menos a las doce y cuarto. Yo… al principio pensé que sería por algún trabajo, pero entonces… entonces se subió al coche con Marcus y los dos se marcharon juntos.

Cuando Pia entró en la sala de reuniones, tenía la sensación de que se les había abierto un nuevo camino. No le gustaba mucho presionar a la gente hasta el punto de hacerlos llorar, pero a veces el fin justificaba los medios. Bodenstein había convocado una reunión a las cuatro y media, pero antes de que la inspectora pudiera informarle de lo que acababa de saber, Nicola Engel entró en la sala. Dos policías del equipo, Hasse y Fachinger, ya estaban sentados a la mesa; poco después entró Ostermann con dos archivadores en las manos, y tras él apareció Behnke. A las cuatro y media en punto hizo acto de presencia el inspector jefe.

—Veo que tenemos aquí reunida a la K 11 al completo. —Nicola Engel se sentó a la cabecera de la mesa, en el lugar que solía ocupar Bodenstein.

Este no gastó saliva en hacer ningún comentario al respecto y tomó asiento entre Pia y Ostermann.

—De modo que me parece una buena ocasión para presentarme ante ustedes. Me llamo Nicola Engel y a partir del 1 de junio sucederé al comisario Nierhoff en el cargo.

Un silencio sepulcral invadió la sala. Desde luego, en la comisaría local de la Policía Judicial de Hofheim todo el mundo sabía quién era desde hacía tiempo.

—Yo misma trabajé muchos años como investigadora —siguió explicando la subcomisaria sin dejarse impresionar por la falta de reacciones—. El trabajo de la K 11 me resulta especialmente cercano, por eso quisiera, aunque sea de manera extraoficial, colaborar con ustedes en este caso. Me parece que no les vendrá mal un poco más de ayuda.

Pia le lanzó una rauda mirada a su jefe. Bodenstein estaba impertérrito. Parecía haberse abstraído y tener la mente en alguna otra parte. Mientras la subcomisaria les soltaba un discurso sobre su carrera profesional y sus planes de futuro para la comisaría de Hofheim, Pia se inclinó hacia él.

—¿Y bien? —le preguntó, ansiosa por saber.

—Tenías razón —contestó Bodenstein en voz baja—. Kaltensee no tiene coartadas.

—Bueno —Nicola Engel los miró a todos con una gran sonrisa—, al inspector jefe Bodenstein y a la inspectora Kirchhoff ya los conozco. Quisiera proponerles que los demás vayan presentándose sin seguir un orden determinado. Empecemos por usted, compañero.

Miró a Behnke, que estaba repantingado en una silla y fingía no haberla oído.

—Inspector Behnke. —La señora Engel parecía disfrutar de la situación—. Estoy esperando.

La tensión se palpaba en la sala, igual que antes de una tormenta. Pia recordó a Behnke saliendo disparado del despacho de Bodenstein con la cara blanca. ¿Había tenido alguna relación su extraño comportamiento con la subcomisaria Engel? Behnke había trabajado a las órdenes de Bodenstein cuando este dirigía la K 11 de Frankfurt, de modo que también debió de coincidir allí con Nicola Engel. Pero, entonces, ¿por qué fingía la nueva jefa que no lo conocía? Mientras seguía dándole vueltas, Bodenstein tomó la palabra.

—Basta ya de tanta cháchara —dijo—. Tenemos muchísimo trabajo por hacer.

Él mismo presentó a los agentes con pocas palabras e inmediatamente después pasó a comunicarles las últimas novedades. Pia decidió tener paciencia y contener su curiosidad hasta el final. La pistola que habían encontrado en la mochila de Robert Watkowiak no era el arma con la que habían disparado a los tres ancianos, según afirmaban los de criminalística. En Vistas del Taunus no se había avanzado mucho más. Los residentes con quienes había hablado Hasse no habían visto nada que fuera relevante para el caso. Fachinger, por el contrario, había dado con una vecina de Monika Kramer que decía haber visto a un desconocido vestido de negro en la escalera a la hora de los hechos, y algo después junto a los contenedores de basura del patio. Behnke había descubierto varias cosas muy interesantes en Königstein: el jefe de la heladería que quedaba casi enfrente del ruinoso edificio donde se había hallado el cadáver de Watkowiak lo había reconocido en una fotografía y decía que de vez en cuando pasaba la noche en esa casa. El viernes anterior, además, se había fijado en un vehículo de una empresa de restauración con una «N» muy llamativa en el logo que había estado aparcado casi tres cuartos de hora allí delante. Y, un par de semanas antes, Watkowiak se había pasado casi dos horas sentado a una de las mesas del fondo discutiendo con un desconocido que había aparcado su BMW Cabrio con matrícula de Frankfurt justo delante de la heladería.

Mientras los demás especulaban sobre qué hacía un vehículo de Nowak delante de la casa de Königstein y quién podía ser ese desconocido de la heladería, Pia hojeó el expediente del caso Goldberg, que seguía siendo bastante escaso.

—Escuchad esto —dijo, interrumpiendo la conversación—. El jueves antes de morir, Goldberg recibió la visita de un hombre que llegó en un deportivo con matrícula de Frankfurt. No puede ser casualidad.

Bodenstein le dio la razón asintiendo con la cabeza. Pia desembuchó entonces lo que había descubierto media hora antes a través de Christina Nowak.

—¿Qué contendría esa caja? —preguntó Ostermann.

—Tampoco yo lo sé, pero es evidente que su marido conoce al profesor Kaltensee mucho mejor de lo que él nos ha dado a entender. Kaltensee y un hombre que se llama Ritter y que antes trabajaba para Vera Kaltensee estuvieron varias veces en el despacho de Nowak después de ese incidente en el molino.

Pia tomó aire.

—¡Y ahora viene lo más importante! El viernes, más o menos a la hora de la muerte de Watkowiak, exactamente a las doce y cuarto, Nowak estuvo junto a la casa de Königstein donde hallamos el cadáver de Watkowiak. Se encontró allí con una mujer de pelo oscuro y luego se fueron los dos juntos en su coche. Lo sé por su mujer, que lo vio por casualidad.

Se hizo el silencio en la sala. Con eso, Marcus Nowak volvía a colocarse en los primeros puestos de la lista de los más sospechosos. ¿Quién era la mujer de pelo oscuro? ¿Qué había ido a hacer Nowak a la casa? ¿Podía ser el asesino de Watkowiak? Con cada novedad surgían enseguida nuevos enigmas e incongruencias.

—Preguntaremos a Vera Kaltensee por esa caja —dijo Bodenstein entonces—, pero antes hablaremos con el tal Ritter. Parece que debe de saber muchas cosas. Ostermann, averigua dónde podemos encontrarlo. Hasse y Fachinger, vosotros continuaréis con el asesinato de la señora Frings. Mañana seguid interrogando a los residentes de Vistas del Taunus, y también a los empleados, los jardineros, los vecinos y los repartidores. Alguien tiene que haber visto cómo sacaban a la mujer del edificio.

—Siendo solo dos, tardaremos una semana —protestó Andreas Hasse—. En esa lista hay más de trescientos nombres, y hasta ahora solo hemos podido hablar con cincuenta y seis personas.

—Ya me ocuparé yo de que tengáis refuerzos. —Bodenstein hizo una anotación y miró a los presentes—. Frank, mañana tú te encargas de hablar otra vez con los vecinos de Goldberg y Schneider. Enséñales el logotipo de la empresa de Nowak, puedes descargarlo de su página web. También irás a Fischbach, a la sede social del Club Deportivo, a preguntar si alguien de allí lo vio la noche del 30 de abril.

Behnke asintió.

—Entonces, ya lo tenemos todo listo para mañana. Nos reuniremos por la tarde, a la misma hora que hoy. Ah, Kirchhoff. Nosotros dos iremos a ver a Nowak otra vez.

Pia dijo que sí con la cabeza y el grupo se dispersó con un chirriar de patas de silla contra el suelo de linóleo.

—¿Y qué has planeado para mí? —oyó Pia que preguntaba la subcomisaria Engel mientras ella salía.

El tono familiar de su pregunta la desconcertó, así que se quedó en el pasillo, tras la puerta abierta, y aguzó los oídos.

—¿A qué ha venido la escenita de antes? —La voz amortiguada de Bodenstein sonaba enfadada—. ¿Qué pretendías con ese número? Ya te he dicho que, mientras duren estas investigaciones, no quiero jaleo en el equipo.

—Pero si me estaba interesando por los casos…

—¡No me hagas reír! Solo buscas una oportunidad para pillarme cometiendo un error. ¡Te conozco bien!

Pia contuvo la respiración. ¿Qué era todo eso?

—Te crees más importante de lo que eres —siseó Nicola Engel con desprecio—. ¿Por qué no me envías al cuerno y me dices que me mantenga al margen de las investigaciones?

Pia esperó con expectación la respuesta de Bodenstein. Por desgracia, en ese momento pasaron por allí un par de agentes hablando a voces y alguien cerró la puerta de la sala de reuniones desde dentro.

—Mierda —masculló la inspectora. Le habría encantado oír más, así que se propuso encontrar la ocasión adecuada para preguntarle a Bodenstein, como de pasada, de qué conocía a la subcomisaria Engel.