Sábado, 5 de mayo de 2007

Bodenstein miró las tiras de papel pegadas con celo que Pia Kirchhoff le había puesto en la mano y escuchó con incredulidad la explicación de cómo había conseguido esa prueba. Estaban ante la puerta de la casa del inspector, tras la que reinaba una actividad frenética. Lo cierto era que, en esa fase de las investigaciones, Bodenstein no podía permitirse un día libre, pero si hubiera ido a la comisaría el día del bautizo de su hija pequeña habría acabado provocando una crisis familiar de dimensiones considerables.

—Tenemos que hablar enseguida con Vera Kaltensee —lo urgió Pia—. Tiene que explicarnos más cosas sobre las tres víctimas. ¿Y si esto sigue?

Bodenstein hizo un gesto de asentimiento. Recordaba bien lo que había dicho Elard Kaltensee: «Mi madre cree que podría ser la siguiente».

—Además, estoy convencida de que fue ella quien ordenó vaciar el apartamento de Anita Frings. Me gustaría mucho saber por qué.

—Seguramente la señora Frings tenía un secreto parecido a los de Goldberg y Schneider —aventuró Bodenstein—, pero, por desgracia, de momento podemos olvidarnos de entrevistarnos con Vera Kaltensee. Acabo de hablar por teléfono con su hija y me ha dicho que ayer el médico la envió al hospital. Está ingresada, aislada en el ala de psiquiatría, con una crisis nerviosa.

—No me lo creo. No es de las que sufren ataques de nervios. —Pia sacudió la cabeza—. Se esconde porque empieza a verse acorralada.

—Yo no estoy tan seguro de que sea Vera Kaltensee quien está detrás de todo esto. —Bodenstein se rascó la cabeza, pensativo.

—¿Y quién si no? —preguntó Pia—. En el caso de Goldberg podría haber sido su hijo, o incluso los servicios secretos estadounidenses, quienes no querían que se hiciera público algo sobre el hombre. Pero ¿con esta anciana? ¿Qué podía tener ella que ocultar?

—Tal vez lo estemos planteando mal —objetó él—. Puede que la respuesta sea mucho más trivial de lo que suponemos. Ese número, por ejemplo, podría ser también una pista falsa que el asesino ha dejado para confundirnos. Ostermann, en todo caso, tiene que indagar más sobre KMF. Jutta Kaltensee mencionó ayer algo de unas participaciones que su padre le dejó en herencia a Anita Frings.

El día anterior, Bodenstein había llamado a Pia después de su visita a la finca El Molino y le había hecho un breve resumen de las opiniones contradictorias que los tres hermanos Kaltensee tenían sobre Goldberg y Schneider. Sin embargo, no le había mencionado que Jutta había vuelto a llamarle por teléfono ya entrada la noche. Ni él mismo sabía muy bien qué pensar de esa llamada.

—¿Te refieres a que podría ser por dinero?

—En un sentido amplio. Tal vez. —Bodenstein se encogió de hombros sin demasiado convencimiento—. Al final del encuentro, Jutta Kaltensee me aconsejó que hablara también con el antiguo ayudante de su madre. Eso sí que deberíamos hacerlo, aunque solo sea por ver a la familia Kaltensee desde otra perspectiva.

—De acuerdo. —Pia asintió—. Ahora voy a ocuparme de los efectos personales de Schneider. A lo mejor encuentro alguna pista.

Estaba a punto de marcharse cuando por lo visto recordó algo. Se sacó un paquetito del bolsillo y se lo entregó a Bodenstein.

—Para Sophia —dijo, y sonrió—. Con los mejores deseos de la K 11.

Pia se pasó toda la mañana trabajando entre las montañas de informes y documentos de los que se habían incautado en casa de Schneider, mientras Ostermann recopilaba información sobre KMF con todos los medios que tenía a su disposición, tal como había ordenado Bodenstein.

Ya era mediodía cuando Pia, bastante frustrada, se dio por vencida.

—Ese tipo tenía la mitad de la documentación de la Delegación de Hacienda archivada en su sótano —se lamentó—. Pero ¿por qué? De verdad que me lo pregunto.

—Seguramente esos documentos le granjearon la leal amistad de los Kaltensee y de algún otro —aventuró Ostermann.

—¿En qué sentido lo dices? ¿Para hacerles chantaje?

—Por ejemplo. —Ostermann se quitó las gafas y se frotó los ojos con el pulgar y el índice—. Quizá eran un medio para extorsionarlos. No tienes más que pensar en las transferencias de KMF a la cuenta suiza de Schneider.

—No sé —dijo Pia, dubitativa—. En cualquier caso, no creo que estos documentos hayan sido el motivo del asesinato.

Cerró de un golpe un archivador y lo lanzó al suelo, donde ya había un montón de carpetas de anillas.

—¿Tú has podido averiguar algo?

—Ya lo creo. —Ostermann sujetó la patilla de sus gafas entre los dientes y hurgó en una montaña de papeles hasta que encontró la hoja que buscaba—. KMF es un grupo empresarial con más de tres mil trabajadores en todo el mundo, tiene filiales en ciento noventa y seis países y engloba a unas treinta sociedades. El presidente de la junta directiva es Sigbert Kaltensee. Un cuarenta por ciento del consorcio corresponde a capital propio.

—¿Qué hacen exactamente?

—Fabrican prensas de extrusión para el procesamiento del aluminio. El fundador de la empresa inventó el prototipo de esas prensas con las que se pueden fabricar diferentes perfiles de ese material. KMF conserva a día de hoy la patente de esas prensas y todas las variantes modernas creadas a partir de ellas. Más de cien, en total. Parece que es algo rentable.

Se levantó de su silla de escritorio.

—Tengo hambre. ¿Salgo a buscar kebabs para los dos?

—Vale, estaría genial.

Pia se puso con la siguiente caja. Los compañeros de la Científica la habían marcado como «Contenido armario inferior izquierda», y en ella había varias cajas de zapatos que estaban bien atadas con cordel. En la primera encontró recuerdos de viajes, tarjetas de embarque de un crucero, postales con imágenes de países exóticos, un carné de baile, menús, invitaciones a bautizos, bodas, cumpleaños, recordatorios de entierros y otras conmemoraciones que no tenían ningún valor para nadie que no fuera Schneider. La segunda caja contenía cartas escritas a mano y muy bien empaquetadas. Pia cortó la cinta que las ataba y abrió una. Estaba datada el 14 de marzo de 1941. «Querido hijo», leyó, descifrando con trabajo la anticuada caligrafía desvanecida. «Todos los días esperamos y rezamos por que te vaya bien y regreses sano y salvo a casa. Aquí todo está tranquilo, como siempre, todo sigue su curso habitual. ¡Nadie diría que estamos en guerra!». Después de eso, seguían noticias sobre conocidos y vecinos, asuntos cotidianos que quizá habían interesado al destinatario de la carta. Iba firmada con un «Tu madre». Pia sacó varias cartas del montón, al azar. Por lo visto, a la madre de Schneider le había gustado mucho escribir. Una de ellas estaba incluso en su sobre todavía. «Käthe Kallweit, Steinort, Distrito de Angerburg», decía el remite. La inspectora se quedó mirando el sobre, que iba dirigido a un tal Hans Kallweit. ¡Esas cartas no eran de la madre de Schneider! Pero, en ese caso, ¿por qué las había conservado? Entonces creyó recordar algo, pero enseguida se le fue de la cabeza y siguió leyendo. Ostermann regresó con dos kebabs extra de carne y queso de cabra. Pia dejó el suyo en la mesa sin tocarlo mientras su compañero empezaba a comer y la sala de reuniones no tardó en oler a garito de comida rápida.

El 26 de junio de 1941, Käthe Kallweit le escribía a su hijo: «A tu padre le ha explicado Schlageter, el del castillo, que han requisado toda un ala para Ribbentrop y su gente. Le ha dicho que tiene algo que ver con las obras del solar de Askania, en Görlitz…». Después había un fragmento tachado por la censura, y la carta continuaba: «… nos visitó tu amigo Oskar, que nos dio recuerdos para ti. Dice que ahora tiene más asuntos que atender aquí, en la zona, y que intentará visitarnos más a menudo…».

Pia se detuvo. Vera Kaltensee había afirmado que Schneider era un viejo amigo de su difunto marido, pero Elard Kaltensee había añadido un «Si mi madre lo dice» y la había mirado con una expresión extraña. La abuela de Miriam, además, creía recordar que el falso Goldberg se había llamado antes Otto u Oskar.

—¿Qué cartas son esas? —preguntó Ostermann sin dejar de masticar.

Pia repasó de nuevo la última.

«… nos visitó tu amigo Oskar», leyó. El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Se estaba acercando al secreto?

—Herrmann Schneider tenía guardadas unas doscientas cartas de una tal Käthe Kallweit de la Prusia Oriental, y me pregunto por qué —informó, y se rascó la punta de la nariz, pensativa—. Supuestamente nació en Wuppertal y fue allí a la escuela, pero estas cartas son de la Prusia Oriental.

—¿Qué piensas? —Ostermann se limpió la boca con el dorso de la mano, y buscó un rollo de papel de cocina en sus cajones.

—Que también Schneider falsificó su identidad. Que el falso Goldberg se llamaba en realidad Oskar y fue a la escuela militar de las SS. —Pia levantó la mirada—. Y que era a su vez amigo de Hans Kallweit, de la Prusia Oriental, cuya correspondencia hemos encontrado en el armario de Herrmann Schneider.

Se acercó el teclado y el ratón del ordenador e introdujo en Google las palabras clave que había encontrado en las cartas. «Prusia Oriental» y «Steinort», «Ribbentrop» y «Askania», y encontró una página muy informativa sobre la antigua Prusia Oriental. Se pasó casi una hora entera sumergida en la historia y la geografía de un país perdido, y comprobó, con vergüenza, lo rudimentarios que eran sus conocimientos sobre el pasado reciente de Alemania. El recinto de la Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en el Este, había recibido el falso nombre de «Empresas Químicas Askania», de modo que nadie de la población cercana había sospechado lo que ocurría en los espesos bosques de Masuria, no muy lejos del pequeño pueblo de Görlitz. A partir del verano de 1941, cuando Hitler ocupó la Guarida del Lobo, el ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, había llegado a requisar toda un ala del castillo de Steinort, que pertenecía a la familia Lehndorff, para sí mismo y su Estado Mayor. Käthe Kallweit, de Steinort, había tenido algún tipo de relación con el castillo —quizá había trabajado allí como criada— e informaba a su hijo de los chismes y las novedades del día a día. Pia se estremeció involuntariamente al imaginar a esa mujer sentándose a la mesa de su cocina hacía unos buenos sesenta y cinco años para escribirle esas cartas a su hijo, que estaba en el frente. Anotó un par de palabras clave y las direcciones de Internet, luego se acercó al teléfono y marcó el número del móvil de Miriam.

—¿Cómo puedo obtener información sobre soldados alemanes caídos en la guerra? —preguntó después de saludar con celeridad a su amiga.

—En el Servicio de Conservación de Cementerios de los Caídos, por ejemplo —repuso Miriam—. ¿Qué buscas en concreto? Ah, sí, tengo que advertirte de que esta conversación podría salirte cara. Llegué a Polonia ayer por la noche.

—¿Qué me dices? Y ¿qué haces ahí?

—Este asunto de Goldberg me ha despertado la curiosidad —confesó Miriam—. He pensado seguir un poco con las investigaciones sobre el terreno.

Pia se quedó sin habla unos instantes.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó después.

—Que estoy en Wegorzewo —explicó su amiga—, el antiguo Angerburg, junto al lago Mamry. El auténtico Goldberg nació aquí. Si hablas polaco, tienes ciertas ventajas. El alcalde en persona me ha abierto el archivo de la ciudad.

—Estás como una cabra. —Pia no pudo evitar sonreír—. Te deseo mucha suerte. Y gracias por el consejo.

La inspectora siguió navegando por Internet hasta que llegó a una página titulada «Víctimas de la Guerra Mundial». Allí había un vínculo a un servicio de localización de tumbas en línea e introdujo el nombre completo de Herrmann Schneider, así como su fecha y su lugar de nacimiento. Pia esperó sin apartar la vista del monitor. Unos segundos después leía, perpleja, que Herrmann Ludwig Schneider, nacido el 2 de marzo de 1921 en Wuppertal, condecorado con la Gran Cruz, teniente y jefe del 6.º Escuadrón de Cazabombarderos 400, había caído el 24 de diciembre de 1944 en un ataque aéreo. Pilotaba un Focke-Wulf FW 190A-8 y sus restos mortales fueron enterrados en el cementerio mayor de Wuppertal.

—¡No puede ser! —exclamó, y le explicó a Ostermann lo que acababa de descubrir—. ¡El verdadero Herrmann Schneider está muerto desde hace sesenta y tres años!

—Herrmann Schneider es un pseudónimo ideal. Un nombre muy común. —Ostermann arrugó la frente—. Si yo quisiera falsear mi identidad, seguro que me buscaría un nombre que llamara la atención lo menos posible.

—Cierto. —Pia asintió con la cabeza—. Pero ¿cómo consiguió nuestro Schneider los datos del verdadero Schneider?

—Puede que los dos se conocieran, que estuvieran en la misma unidad. Después de la guerra, cuando nuestro Schneider necesitó una nueva identidad, se acordó de su amigo caído y se apropió de la suya.

—Pero ¿y la familia del verdadero Schneider?

—Hacía ya mucho que habían enterrado a su Schneider, de modo que para ellos el tema ya estaba zanjado.

—Pero algo así es muy sencillo de destapar. —Pia tenía dudas—. Yo lo he descubierto en cuestión de segundos.

—Tienes que retrotraerte en el tiempo —repuso Ostermann—. La guerra ha terminado, reina el caos. Un hombre vestido de civil se presenta sin papeles ante los oficiales de las autoridades de la ocupación y afirma llamarse Herrmann Schneider. Quizá ha conseguido incluso la cartilla militar del auténtico Herrmann. ¿Quién sabe? Hace sesenta años, nadie podía prever que un día, gracias a un ordenador, podrían encontrarse en un par de segundos cosas para las que antes habría hecho falta un detective, muchísima suerte y una barbaridad de dinero, tiempo y casualidades. Yo mismo habría adoptado también la identidad de un conocido sobre el que sabía cuatro datos. Solo por si acaso. Y, además, habría intentado no exponerme demasiado a la luz pública. Eso fue lo que hizo nuestro Schneider. Fue la discreción personificada durante toda su vida.

—Cuesta creerlo. —Pia anotó un par de cosas—. Entonces, estamos buscando a Hans Kallweit, de Steinort, en la Prusia Oriental. Steinort queda muy cerca de Angerburg, de donde procedía el verdadero Goldberg. Y, si tu teoría es cierta, puede que el falso Goldberg, Oskar, hubiese sido efectivamente alguien que conoció al verdadero.

—Exacto. —Ostermann dirigió una mirada ansiosa al kebab de Pia, que se había quedado frío sobre el escritorio—. ¿Te lo vas a comer?

—No. —Ella negó con la cabeza, distraída—. Ataca.

No tuvo que decírselo dos veces.

Pia ya había vuelto a quedar abducida por Internet. Anita y Vera habían sido amigas, el falso Schneider (Hans Kallweit) y el falso Goldberg (Oskar), también. Ni tres minutos después, ya tenía una breve biografía de Vera Kaltensee en la pantalla.

«Nacida el 28 de abril de 1922 en Lauenburg, junto al lago Doben, distrito de Angerburg», leyó. «Padres: Heinrich Elard, barón de Zeydlitz-Lauenburg, y Hertha, baronesa de Zeydlitz-Lauenburg, de soltera Von Pape. Hermanos: Heinrich (*1898 †1917), Meinhard (*1899 †1917), Elard (*1917, desaparecido desde enero de 1945). En enero de 1945 huyó al Oeste, pero el resto de su familia murió durante un ataque ruso a la caravana de evacuados de Lauenburg».

Pia regresó a la informativa página web sobre la Prusia Oriental, introdujo «Lauenburg» y encontró una mención a un lugar diminuto llamado Doba, junto al lago Doben, en cuyos alrededores se encontraban las ruinas del antiguo castillo de la familia Zeydlitz-Lauenburg.

—Vera Kaltensee y Anita Frings eran de la misma parte de la Prusia Oriental que el falso Goldberg y el falso Schneider —le dijo a su compañero—. Si quieres saber mi opinión, esos cuatro se conocían de antes.

—Es muy posible. —Ostermann apoyó los codos en la mesa y se la quedó mirando—. Pero ¿por qué lo mantuvieron tan en secreto?

—Buena pregunta. —Pia mordió un boli. Reflexionó un momento y luego echó mano del móvil y volvió a llamar a Miriam.

Su amiga contestó pocos segundos después.

—¿Tienes algo para escribir? —preguntó Pia—. Si todavía te apetece investigar, intenta descubrir algo sobre un tal Hans Kallweit y una tal Anita Maria Willumat.

La Galería de Arte de Frankfurt, uno de los principales referentes del arte contemporáneo alemán e internacional, se encontraba en un edificio histórico de la plaza del ayuntamiento. Pia comprobó lo poco práctico que resultaba su todoterreno un sábado por la tarde en la ciudad. Los aparcamientos cercanos estaban completos, e intentar encontrar un hueco en la calle para el aparatoso Nissan resultó ser una pérdida de tiempo. Al final, ya no pudo más y se fue directa a dejar el coche en la gran plaza del antiguo Ayuntamiento de Frankfurt. No pasó ni un minuto antes de que aparecieran dos atentas agentes y le indicaran que tenía que sacarlo de allí enseguida. Pia bajó y les enseñó el carné y su placa.

—¿Y es auténtica? —preguntó una de ellas con desconfianza.

Pia casi la imaginó mordiendo la placa para comprobar que en realidad no fuera de chocolate.

—Claro que es auténtica —contestó, impaciente.

—¡No se creería la de cosas que nos enseña la gente! —La policía le devolvió su identificación—. Si lo recogiéramos todo, hasta podríamos inaugurar un museo.

—No estaré mucho rato —les aseguró Pia, y se dirigió a la Galería de Arte, que, siendo sábado por la tarde, estaba abierta.

A ella personalmente no le hacía demasiada gracia el arte contemporáneo, y le asombró ver la cantidad de personas que abarrotaban el vestíbulo, las salas de exposición y las escaleras para contemplar la obra de un pintor y escultor chileno cuyo nombre Pia no había oído jamás. La cafetería de la planta baja de la galería también estaba hasta la bandera. La inspectora miró a su alrededor y tuvo la sensación de ser una auténtica analfabeta del arte. Ninguno de los nombres de artistas que aparecían en los prospectos y folletos le sonaban ni por casualidad, y se preguntó qué le veía toda esa gente a aquellos borrones y garabatos.

Le pidió a una joven del mostrador de información que le anunciara su visita al profesor Kaltensee, y aligeró la espera hojeando un folleto con el programa de la galería. Además de fomentar el «arte contemporáneo» en todas sus variantes, la Fundación Eugen Kaltensee, a la que por cierto también pertenecía el inmueble, financiaba y apoyaba a jóvenes músicos y actores de talento. En uno de los pisos superiores tenían incluso su propia sala de conciertos, así como apartamentos y salas de trabajo que ponían a disposición de los artistas, tanto alemanes como extranjeros, por un período de tiempo determinado. Conociendo la reputación del profesor Kaltensee, seguro que casi siempre se trataba de jóvenes pintoras cuyo físico contaba con el beneplácito del director de la Galería de Arte de Frankfurt. En el preciso momento en que Pia estaba pensando eso, vio a Elard Kaltensee bajar la escalera. El otro día, en El Molino, el hombre no le había causado especial impresión, pero esta vez parecía totalmente cambiado. Iba vestido de elegante negro de la cabeza a los pies, como un sacerdote o un mago, y resultaba una aparición imponente ante la cual la muchedumbre se abría con respeto.

—Qué tal, señora Kirchhoff. —Se detuvo ante ella y le tendió la mano sin sonreír—. Por favor, disculpe que la haya hecho esperar.

—No tiene importancia. Gracias por encontrar tiempo para atenderme sin previo aviso —repuso Pia.

Visto de cerca, Elard Kaltensee seguía pareciendo exhausto. Tenía sombras oscuras bajo los ojos enrojecidos, y su barba de varios días ocultaba unas mejillas enjutas. Pia tuvo la sensación de que se había disfrazado para un papel que ya no le satisfacía.

—Acompáñeme —dijo el profesor—, subiremos a mi apartamento.

Ella lo siguió con curiosidad hasta el cuarto piso por una vieja escalera que crujía. Hacía años que ese apartamento del ático era objeto de los rumores más descabellados entre la alta sociedad de Frankfurt. Allí, por lo visto, se habían celebrado fiestas desenfrenadas: a media voz se hablaba de orgías de alcohol y coca con grandes figuras del mundo del arte o la política de la ciudad como invitados. Kaltensee abrió la puerta y cedió el paso a Pia con educación. Justo entonces le sonó el móvil.

—Discúlpeme. —Se quedó en el descansillo—. Enseguida entro.

El apartamento estaba sumido en una penumbra crepuscular. Pia contempló las vigas vistas y los desgastados suelos de madera del gran espacio. Frente a los ventanales, que llegaban hasta el suelo, había un repleto escritorio de caoba oscura en el que libros y catálogos se apilaban sin dejar ni un centímetro libre. Una chimenea abierta y con las fauces llenas de hollín bostezaba en un rincón, y ante ella se agrupaba un tresillo de piel alrededor de una mesita baja de madera. Las paredes parecían recién pintadas, eran de un blanco deslumbrante y estaban vacías salvo por dos descomunales fotografías enmarcadas, una de las cuales mostraba una vista bastante apetecible de la espalda desnuda de un hombre. En la otra se veían unos ojos y una boca, mientras que nariz y barbilla quedaban ocultas por los dedos de una mano abierta.

Pia se paseó por el apartamento. El suelo, de una madera de roble llena de cicatrices, crujía bajo sus pasos. La cocina tenía una puerta de cristal por la que se salía a una azotea arreglada. En las baldosas del cuarto de baño, acabado todo en blanco, aún había huellas de pies húmedas. Una toalla usada junto a la ducha, unos vaqueros tirados de cualquier manera, el olor a loción para después del afeitado. Pia se preguntó si no habría interrumpido a Elard Kaltensee en pleno interludio amoroso con una de sus artistas, porque esos vaqueros no parecían ir para nada con él.

No pudo resistir la tentación y lanzó una mirada curiosa a la habitación contigua, que solo estaba separada del resto por una gruesa cortina de terciopelo. Vio una gran cama revuelta, un burro en el que solo colgaban prendas negras. Una figura dorada de Buda hacía las veces de pie de una mesita de cristal sobre la que había una cubitera plateada con un ramo de rosas medio secas; su denso aroma dulzón llenaba el aire. En el suelo, junto a la cama, había una vieja caja postal de madera y un enorme candelabro de bronce con varios brazos. Las velas se habían consumido y habían creado sobre la madera del suelo estrambóticas formaciones de cera. No era exactamente el nido de amor que había esperado Pia. Su nivel de adrenalina se disparó sin querer al recaer su mirada sobre la pistola que había en la mesita de noche. Conteniendo la respiración, se atrevió a acercarse un paso más e inclinarse sobre la cama. Justo cuando iba a agarrar la pistola, notó un movimiento a su espalda. El susto le hizo perder el equilibrio y de pronto se encontró tumbada en el colchón. Ante ella estaba Elard Kaltensee, que la miraba con una curiosa expresión en los ojos.

El olfato le dijo que había bebido, y no poco. Sin embargo, antes de que pudiera decirle algo, él tomó su rostro y le cerró la boca con un beso tan apasionado que a ella se le aflojaron las rodillas. Después deslizó las manos bajo la blusa de Marleen, le abrió el sujetador y aprisionó sus pechos.

—Dios mío, estoy loco por ti —susurró Thomas Ritter con la voz rota, y la empujó hacia la cama.

Ella sentía el corazón a punto de estallar. Thomas, sin apartar la mirada de sus ojos, se abrió la cremallera del pantalón, se lo bajó y un segundo después estaba sobre Marleen, hundiéndola en la cama con todo su peso. Apretó su sexo contra el de ella, y el cuerpo de su mujer reaccionó al instante a su deseo. Corrientes de excitación la recorrieron por dentro y, aunque ella había imaginado pasar la tarde de otra forma, aquello también empezaba a gustarle. Marleen Ritter se descalzó y consiguió quitarse los vaqueros con una impaciencia febril, sin interrumpir el beso. Justo entonces cayó en la cuenta de que ese día se había puesto una de esas horribles braguitas matapasiones, pero su marido ni siquiera pareció darse cuenta. Marleen gimió y cerró los ojos cuando él la penetró sin ninguna ternura. No siempre tenía que hacerse en plan romántico, a la luz de las velas y con una botella de vino…

—¿Decepcionada?

Elard Kaltensee se acercó a un pequeño bar que había en un rincón del salón y sacó dos vasos de un estante. Pia se volvió hacia él. Se alegraba de que hubiera dejado pasar sin ningún comentario la bochornosa situación de antes y de que no pareciera haberse tomado a mal encontrarla fisgoneando por el apartamento. La antigua pistola de duelos, que él mismo le había puesto en la mano, era un arma realmente hermosa y sin duda tenía mucho valor en el mercado coleccionista. De todas formas, casi con total seguridad, no podía tratarse del arma con la que hacía poco habían asesinado a tres personas.

—¿Por qué iba a estar decepcionada? —contestó Pia.

—Sé lo que cuentan por ahí sobre este apartamento —repuso Elard, y la invitó a sentarse en el sofá de piel con un gesto de la mano—. ¿Le apetece beber algo?

—¿Qué va a tomar usted?

—Una cola light.

—También a mí me va bien.

El profesor abrió una pequeña nevera, sacó una botella de cola y llenó hasta arriba los dos vasos, que luego dejó en la mesita de café. Se sentó en el sofá que quedaba frente a Pia.

—¿Existieron de verdad esas fiestas legendarias? —quiso saber la inspectora.

—Hubo muchísimas fiestas, pero ni mucho menos las orgías de las que se hablaba por ahí. La última se celebró más o menos a finales de los ochenta —respondió él—. Después, todo eso empezó a cargarme mucho. La verdad es que soy un burgués al que le gusta pasar la noche delante de la tele con una copa de vino tinto y acostarse a las diez.

—Yo pensaba que vivía en El Molino —dijo Pia.

—Aquí ya no podía seguir viviendo. —Elard Kaltensee, absorto, se miró las manos—. Todo el mundo del arte de Frankfurt se creía en su derecho de acosarme constantemente. En algún momento me cansé de todo ese circo, de las personas que me asediaban. De la noche a la mañana se volvieron en mi contra; esos presuntuosos coleccionistas de arte que no tienen ni idea, autoproclamados expertos que compran como posesos cualquier cosa que de pronto se pone de moda y están dispuestos a pagar por ello unas cantidades exorbitantes. Pero lo que llevaba aún peor era a esos fantasmas sin talento incapaces de tomar las riendas de su vida que se creían artistas, con sus egos hinchados, sus ideologías descabelladas y una visión tergiversada de lo que es el arte, que se pasaban horas, no, noches enteras soltándome peroratas para convencerme de que ellos y nadie más que ellos eran dignos de las becas y el dinero de la fundación. De cada mil, solo a uno vale la pena apoyarlo.

Profirió un sonido que más pareció un resuello que una risa.

—Seguramente suponían que a mí me interesaba muchísimo discutir con ellos hasta la madrugada, pero, al contrario que toda esa gente, yo tenía que dar clase en la universidad a las ocho de la mañana. Por eso hace tres años que me retiré a El Molino.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Kaltensee carraspeó entonces.

—Pero usted había venido a preguntarme algo —dijo con educación—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Se trata de Herrmann Schneider. —Pia abrió su bolso y sacó una libretita—. Estamos echándoles un vistazo a sus efectos personales y nos hemos encontrado con algunas incongruencias. Parece que no solo Goldberg, también él, se buscó una falsa identidad después de la guerra. En realidad Schneider no era de Wuppertal, sino de Steinort, en la Prusia Oriental.

—Vaya. —Si Kaltensee estaba sorprendido, no dejó que se notara.

—Cuando su madre nos explicó que Schneider había sido amigo de su difunto esposo, usted reaccionó con las palabras «Si mi madre lo dice». Pero tuve la impresión de que quería añadir algo más.

Elard Kaltensee levantó las cejas.

—Es muy observadora.

—Un requisito imprescindible en mi trabajo —corroboró Pia.

Kaltensee dio otro trago a su refresco.

—En mi familia hay muchos secretos —dijo, evasivo—. Mi madre guarda bastantes. Por ejemplo, hasta el día de hoy se ha negado a desvelarme el nombre de mi padre biológico, y sospecho que también mi verdadera fecha de nacimiento.

—¿Por qué habría de hacer algo así? ¿Y por qué tiene usted esa sospecha? —Pia estaba atónita.

Kaltensee se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

—Recuerdo cosas, lugares y personas de los que en realidad no debería acordarme. Y no porque tenga poderes, sino porque seguramente tenía más de dieciséis meses cuando nos fuimos de la Prusia Oriental. —Se frotó pensativo las mejillas sin afeitar, mirando al vacío.

Pia guardó silencio y esperó a que siguiera hablando.

—Durante cincuenta años no pensé demasiado en mi ascendencia —dijo Kaltensee al cabo de un rato—. Me había hecho a la idea de que no tenía padre ni hogar. A muchas personas de mi generación les ha ocurrido lo mismo. Los padres no volvían de la guerra, las familias quedaban rotas y se veían obligadas a huir. Mi destino no era tan extraño. Pero un día recibí una invitación de una universidad de Cracovia con la que estamos asociados para asistir a un seminario. No le di demasiadas vueltas y acepté. El fin de semana fui con unos colegas a hacer una excursión a Olsztyn para visitar una universidad que acababa de abrirse allí. Hasta ese momento me había sentido como un simple turista en Polonia, pero de repente… De repente tuve la certera sensación de haber visto antes aquel puente del ferrocarril y aquella iglesia. Incluso recordaba que debía de haber estado allí en invierno. No dudé en pedir prestado un coche y conducir desde Olsztyn hacia el Este. Fue…

Se interrumpió, sacudió la cabeza y respiró hondo.

—¡Ojalá lo hubiera dejado ahí!

—¿Por qué?

Elard Kaltensee se puso de pie y se acercó a la ventana. Cuando siguió hablando, su voz desprendía acritud.

—Hasta ese momento había sido un hombre más o menos satisfecho, con dos hijos que se portaban bien, alguna que otra aventura y una profesión que me llenaba. Creía saber quién era y cuál era mi lugar en el mundo. Pero ese viaje lo cambió todo. Desde entonces, tengo la sensación de que desconozco por completo partes importantes de mi vida y, a pesar de eso, nunca me he atrevido a investigar en serio. Hoy creo que tuve miedo de enterarme de algo que pudiera destruirme más aún.

—¿Como qué, por ejemplo? —preguntó Pia.

Kaltensee se volvió hacia ella. La expresión de evidente tormento que vio en su rostro la pilló por sorpresa. Era más frágil de lo que parecía desde fuera.

—Imagino que usted sí conoce a sus padres y a sus abuelos —dijo el profesor—. Seguro que a menudo le decían algo como «Eso lo has sacado de tu padre», o de tu madre, tu abuela o tu abuelo. ¿Tengo razón?

Pia asintió, desconcertada ante esa repentina intimidad entre ambos.

—Pues a mí no me lo han dicho nunca. ¿Y por qué? Mi primera suposición fue que quizá habían violado a mi madre, igual que a muchas mujeres de aquel entonces. Pero eso no habría sido razón para no hablarme de mi procedencia. Después tuve una sospecha mucho más terrible: que mi padre era un nazi sobre cuya conciencia pesaba alguna horrible atrocidad. ¿Se habría acostado mi madre quizá con un tipo de uniforme negro de las SS que una hora antes había estado torturando y ejecutando a inocentes?

Elard Kaltensee hablaba con rabia, casi a gritos, y una sensación desagradable se apoderó de Pia al verlo de pie justo delante de ella. Ya una vez se había encontrado sola frente a un hombre que había resultado ser un psicópata. La fachada de distante cortesía de Kaltensee se desmoronó, sus ojos tenían un brillo febril y había cerrado los puños con fuerza.

—¡Yo creo que no puede haber ninguna otra explicación para su silencio! ¿Comprende usted, puede imaginar siquiera, cómo me atormentan día y noche esos pensamientos, esa incertidumbre sobre mi ascendencia? Cuanto más lo pienso, más claramente siento esa… ¡esa oscuridad en mi interior! ¡Ese impulso de hacer cosas que una persona normal y equilibrada no hace! Y me pregunto: ¿por qué es así? ¿De dónde procede ese anhelo, ese deseo? ¿Qué genes llevo dentro de mí? ¿Los de un asesino de masas, los de un violador? ¿Sería diferente si hubiera crecido en una familia de verdad, con un padre y una madre que me hubieran querido con todos mis defectos y mis virtudes? ¡Es ahora cuando me doy cuenta de lo que me ha faltado! ¡Siento una sima funesta y gris que se extiende a lo largo de toda mi vida! ¡Me arrebataron mis raíces y me convirtieron en un cobarde que jamás se ha atrevido a hacer preguntas!

Se pasó el dorso de la mano por la boca, regresó a la ventana, clavó las palmas en el alféizar y apoyó la frente contra el cristal. Pia seguía sentada, absolutamente rígida y sin decir nada. ¡Cuánto rechazo hacia su propia persona, cuánta desesperación se escondía en sus palabras!

—Odio a quienes me han hecho esto —siguió diciendo Kaltensee sin apenas voz—. ¡Sí, a veces los he odiado tanto que me hubiera gustado matarlos!

Sus últimas palabras hicieron saltar todas las alarmas de Pia. El comportamiento de Kaltensee era más que extraño. ¿Tendría alguna enfermedad mental? ¿Qué otra cosa podía llevar a alguien a hablar tan abiertamente sobre sus intenciones homicidas delante de una inspectora de la Policía?

—¿A quiénes se refiere? —preguntó entonces. Le había llamado la atención que hubiera utilizado el plural.

Kaltensee se volvió de golpe y se la quedó mirando como si la viera por primera vez. La mirada intensa de sus ojos inyectados en sangre tenía algo de enajenación. ¿Qué haría Pia si de pronto el hombre se abalanzaba sobre ella para estrangularla? Había sido una irresponsable al dejarse el arma reglamentaria en casa, en el armario. Además, nadie sabía que había ido allí.

—A quienes lo saben —contestó él con voz ronca.

—¿Y quiénes son?

El profesor caminó hasta el sofá y se sentó. De pronto parecía haber recuperado la cordura, porque sonrió como si no hubiera pasado nada.

—No se ha bebido usted el refresco —constató, y cruzó las piernas—. ¿Quiere unos cubitos de hielo?

Pia no le siguió el juego.

—¿Quiénes lo saben? —insistió, aunque el corazón le latía con fuerza por la certeza de estar sentada frente al asesino de tres personas.

—Eso ya no tiene importancia —contestó él, tranquilo, casi alegre, y se terminó su cola light—. Ahora ya están todos muertos. Menos mi madre.

Pia no cayó en la cuenta de que se había vuelto a olvidar de preguntarle a Kaltensee por el significado de ese número funesto y por Robert Watkowiak hasta que estuvo otra vez sentada en su coche. Siempre se había enorgullecido de ser una buena conocedora de la naturaleza humana, pero con Elard Kaltensee se había equivocado de medio a medio. Lo había tomado por un hombre encantador, tranquilo y cultivado, que estaba en paz consigo mismo y con el universo. No había estado preparada para la inesperada visión de los oscuros abismos de su desgarrado interior. Pia no sabía qué la había asustado más, si su impetuoso arrebato, el odio que escondían sus palabras o el abrupto cambio a una alegre normalidad.

—«¿Quiere unos cubitos de hielo?» —murmuró—. ¡Venga ya!

Le molestó comprobar que le temblaba la pierna al pisar el embrague. Se encendió un cigarrillo y torció por el viejo puente que cruzaba el Meno hacia Sachsenhausen. Poco a poco se fue tranquilizando. Pensándolo con objetividad, era muy posible que Elard Kaltensee hubiera asesinado a los tres amigos de su madre porque no habían querido desvelarle la verdad acerca de su ascendencia y él los culpaba de su desgracia. Después de la escena que acababa de presenciar, lo creía perfectamente capaz de ello. Puede que primero les hubiera hecho la pregunta con tranquilidad y calma, pero que luego, al comprender que no le dirían nada, se hubiera encolerizado. Anita Frings lo conocía bien y seguro que no se habría opuesto a que la sacara del edificio. También Goldberg y Schneider lo habrían dejado entrar sin sospechar nada. El número 16145 tenía un significado para Elard Kaltensee, igual que para las tres víctimas. ¡Seguro que era la fecha de su huida! Cuantas más vueltas le daba Pia, más evidente le resultaba.

Recorrió Oppenheimer Landstrasse a velocidad de transeúnte mientras miraba por la ventanilla, pensativa. Se había puesto a llover, los limpiaparabrisas arañaban el cristal. Su móvil, en el asiento del acompañante, vibró.

—Kirchhoff —contestó, escueta.

—Hemos encontrado a Robert Watkowiak —oyó decir a Ostermann—. Bueno, por lo menos su cadáver.

Marleen Ritter estaba tumbada de lado y con la cabeza apoyada en la mano, contemplando absorta la cara de su marido, que dormía. En realidad debería haberse enfadado con él: primero no daba señales de vida en casi veinticuatro horas, después aparecía apestando a alcohol y se abalanzaba sobre ella sin darle ni una explicación. Pero le resultaba imposible enfadarse, y mucho menos ahora que volvía a tenerlo a su lado, roncando plácidamente en la cama.

Observó con cariño los marcados contornos de su perfil, su espeso pelo rizado, y una vez más se admiró de que ese hombre tan guapo, inteligente y maravilloso se hubiera enamorado de ella, nada menos. A Thomas no le habrían faltado oportunidades con muchas otras mujeres, estaba segura, pero aun así se había decidido por ella, y eso la llenaba de un profundo y cálido sentimiento de felicidad. Al cabo de un par de meses, cuando tuvieran al niño, serían una auténtica familia, y como muy tarde por entonces, estaba convencida, su abuela se lo perdonaría todo a Thomas. Lo que hubiera sucedido entre él y Vera era la única sombra que empañaba su felicidad, pero sin duda él haría todo lo posible por volver a arreglar las cosas, porque no le guardaba a Vera ningún rencor. Thomas se movió, y Marleen se inclinó hacia delante para tapar su desnudez con el edredón.

—No te vayas. —Su marido alargó la mano hacia ella con los ojos cerrados.

Marleen sonrió. Se acurrucó contra él y le acarició la mejilla sin afeitar. Él se volvió de lado con un gemido y dejó caer un brazo sobre ella.

—Siento no haberte llamado —masculló, arrastrando las palabras—, pero en las últimas veinticuatro horas me he enterado de cosas tan increíbles que seguramente tendré que rehacer por completo mi manuscrito.

—¿De qué manuscrito hablas? —preguntó Marleen, sorprendida.

Thomas estuvo callado unos momentos, después abrió los ojos y la miró.

—No he sido del todo sincero contigo —reconoció, y sonrió compungido—. Quizá porque me daba vergüenza. Cuando Vera me echó a la calle, me resultó muy difícil conseguir otro trabajo. Así que, para ganar dinero de alguna manera, empecé a escribir novelas.

Marleen percibió su tenue aliento a alcohol.

—Pero si eso no tiene nada de deshonroso —repuso ella. Cuando lo veía sonreír así, le daban ganas de comérselo a besos.

—Bueno… —Thomas suspiró y se rascó una oreja, distraído—, por lo que yo escribo no me darán el Nobel de Literatura, pero al menos son seiscientos euros por original. Me dedico a las novelas baratas. De médicos. De amoríos. Ya sabes.

Eso dejó a Marleen un momento sin palabras, pero luego soltó una carcajada.

—Te ríes de mí —dijo Thomas, ofendido.

—¡Pero qué dices…! —Lo abrazó por el torso sin poder contener una risilla—. ¡Te quiero, doctor Amor! A lo mejor hasta he leído algo tuyo.

—Es posible. —Thomas sonrió—. De todas formas, firmo con pseudónimo.

—¿Me dices cuál es?

—Solo si me preparas algo rico para comer. Estoy muerto de hambre.

—¿Puedes ocuparte tú, Pia? —preguntó Ostermann—. El jefe tiene hoy el bautizo.

—Sí, claro. ¿Adónde tengo que ir? ¿Quién lo ha encontrado?

Pia había puesto el intermitente derecho hacía un buen rato, pero esos imbéciles testarudos no la dejaban incorporarse al carril. Por fin se abrió un pequeño hueco, ella apretó a fondo el acelerador y obligó al que iba detrás a frenar. Unos bocinazos inmediatos fueron la respuesta a su temeraria maniobra.

—No te lo vas a creer: ¡un agente inmobiliario! Iba a enseñarle la casa a un matrimonio y ahí estaba Watkowiak, tirado en un rincón. Seguro que no ha animado la venta.

—Muy gracioso. —Después de su experiencia con Elard Kaltensee, Pia no estaba de humor para chistes.

—El agente dice que la casa llevaba años vacía. Watkowiak debía de colarse dentro para utilizarla de vez en cuando como guarida. Está en el casco antiguo de Königstein. Hauptstrasse, 75.

—Ahora mismo voy para allá.

Al dejar atrás la estación central, el tráfico empezó a descongestionarse. Pia puso el CD de Robbie Williams por el que sus compañeros tanto se habían reído de ella y pasó por delante de la feria de la ciudad disfrutando de Feel. Sus inclinaciones musicales dependían mucho de su estado de ánimo. Excepto el jazz y el rap, le gustaba prácticamente todo, y su colección de compactos iba desde Abba, los Beatles, Madonna, Meat Loaf o Shania Twain hasta U2 y ZZ Top. Ese día le apetecía Robbie. A la altura del centro comercial del Meno-Taunus torció por la B-8 y llegó a Königstein un cuarto de hora después. Todavía recordaba las intrincadas callejuelas del casco antiguo de la época en que iba al colegio, así que no tuvo que preguntar a nadie por la dirección. Nada más meterse por una de las calles adyacentes, vio allí delante dos coches patrulla y una ambulancia. La casa con el número 75 se encontraba entre una tienda de moda femenina y una administración de lotería. Hacía años que estaba desocupada. Con las ventanas y las puertas tapiadas, la pintura exterior desconchada y un tejado deteriorado, se había convertido en una espantosa deshonra para el corazón de Königstein. Todavía estaba allí el agente inmobiliario, un hombre de treinta y tantos, muy bronceado, con el pelo engominado y zapatos de charol, que personificaba de una forma casi ridícula el cliché de su profesión. No paraba de llover, así que Pia se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera gris.

—Ahora que por fin tenía a alguien interesado en la casa, ¡y pasa esto! —le protestó el agente inmobiliario a la inspectora, como si fuera culpa suya—. ¡A la compradora casi le ha dado un ataque de nervios cuando ha visto el cadáver!

—Quizá debiera haber pasado revista antes usted solo —lo atajó Pia, impasible—. ¿De quién es la casa?

—De una clienta de aquí, de Königstein.

—Me gustaría saber su nombre y su dirección —insistió Pia—. Aunque a lo mejor prefiere informarle usted personalmente de que la visita a la casa no ha ido bien.

El agente percibió el sarcasmo de su voz y le lanzó una mirada funesta. Sacó de su americana una Blackberry, se puso a teclear en ella y anotó el nombre y la dirección de la propietaria de la casa en el reverso de su tarjeta de visita. Pia se la guardó y echó un vistazo al jardín. La propiedad era mayor de lo que parecía a primera vista y limitaba por detrás con el parque del balneario. Una valla medio caída no era un método muy eficaz para impedir la entrada de personas no autorizadas. Junto a la puerta trasera había un agente uniformado. Pia lo saludó con la cabeza y entró después de quitarse de encima al agente inmobiliario. La casa no tenía mejor aspecto por dentro que por fuera.

—Hola, señora Kirchhoff. —El médico de guardia, al que Pia conocía de otros casos, estaba recogiendo ya su material—. A primera vista tiene bastante pinta de haber sido un suicidio por descuido. Debió de tomarse casi media farmacia y por lo menos una botella de vodka.

Señaló hacia atrás con un gesto de la cabeza.

—Gracias. —Pia pasó junto a él y saludó a los municipales que había allí.

La sala de gastados suelos de madera estaba bastante oscura por culpa de las ventanas tapiadas, y completamente vacía. Olía a orines, a vómito y a descomposición. Al ver el cadáver, Pia sintió una vaharada de asco. El hombre estaba sentado con la espalda contra la pared, su cuerpo estaba plagado de moscardas y tenía los ojos y la boca muy abiertos. Una sustancia blancuzca le cubría la barbilla y se le había derramado por la camisa, donde se había secado. Debía de ser vómito. Llevaba unos calcetines de tenis sucios, una camisa blanca manchada de sangre y vaqueros negros. Su calzado, unos zapatos de cuero recién estrenados y aparentemente caros, estaba tirado junto a él. Gracias al agente inmobiliario, habían encontrado el cadáver antes de que algún transeúnte se hubiera quejado del olor a putrefacción y ya no hubieran podido determinar el momento de la muerte más que con la ayuda de un entomólogo. La mirada de Pia abarcó una cantidad nada desdeñable de botellas vacías de cerveza y vodka junto al muerto. A un lado había una mochila abierta, cajas de medicamentos y un fajo de billetes. En aquella estampa había algo que inquietaba a la inspectora.

—¿Cuánto hace que está muerto? —quiso saber, y se puso unos guantes.

—Haciendo un cálculo aproximado, unas veinticuatro horas —contestó el médico.

Pia fue contando hacia atrás. Si eso era correcto, Watkowiak podría haber cometido perfectamente el asesinato de Anita Frings. Los compañeros de rastros entraron, la saludaron con un gesto de la cabeza y esperaron instrucciones.

—Por cierto, es probable que la sangre de la camisa no sea suya —dijo el médico, detrás de ella—. El cuerpo no presenta heridas externas, por lo que he podido ver hasta ahora.

Pia asintió e intentó desentrañar lo que había sucedido allí. Watkowiak se había colado en la casa en algún momento de la tarde anterior, cargado con una mochila, siete botellas de cerveza, tres de vodka y una bolsa de la compra llena de medicamentos. Se había sentado en el suelo, había consumido una cantidad considerable de cerveza y de licor, y además había tomado pastillas. Cuando el alcohol y los antidepresivos le habían hecho efecto, había perdido la consciencia. Pero, entonces, ¿cómo es que tenía los ojos abiertos? ¿Por qué estaba sentado, incorporado contra la pared, y no caído de lado?

Pidió a los compañeros que consiguieran más luz y recorrió las demás estancias de la casa. En el piso de arriba encontró indicios de que alguien utilizaba de vez en cuando una habitación y el baño contiguo: en una esquina, en el suelo, había un colchón con sábanas sucias, y había también un sofá deslucido y una mesita, e incluso un televisor pequeño y una nevera. Sobre una silla colgaba algo de ropa; en el baño encontró utensilios de higiene personal y toallas. La planta baja, sin embargo, tenía una capa de polvo de varios años que lo cubría todo. ¿Por qué se había sentado Watkowiak directamente en el suelo a beber, y no en el sofá de arriba? De pronto Pia comprendió qué le había parecido tan extraño antes: el suelo de madera de la sala donde se encontraba el cadáver… ¡estaba como una patena! Era muy poco probable que Watkowiak se hubiera dedicado a barrer antes de meterse de todo. Cuando volvió al lugar donde habían encontrado el cadáver, vio allí a una delicada pelirroja paseándose con curiosidad. Su elegante traje de lino blanco y los zapatos de tacón alto la hacían parecer completamente fuera de lugar.

—¿Podría usted decirme quién es y qué se le ha perdido aquí? —preguntó Pia sin demasiada amabilidad—. Esto es el escenario de un crimen.

Lo último que le hacía falta era tener a fisgones pesados curioseando por ahí.

—Es difícil no darse cuenta —repuso la mujer—. Me llamo Nicola Engel. Soy la sucesora del comisario Nierhoff.

Pia se la quedó mirando sin salir de su asombro. Nadie le había explicado nada acerca de ninguna sucesora.

—Vaya —soltó, con algo más de aspereza de lo que pretendía—. Y ¿para qué ha venido? ¿Para comunicármelo?

—Para apoyarla en su trabajo. —La pelirroja sonrió con amabilidad—. Por casualidad me he enterado de que estaba usted aquí sola y, como en estos momentos no tengo nada mejor que hacer, me he dicho: Pásate a ver.

—¿Puede identificarse? —Pia seguía sin fiarse. Se preguntó si Bodenstein estaba al corriente de lo de la sucesora del comisario o si esa afirmación no era más que un truco burdo de una ávida reportera para ver el cadáver de primera mano.

La sonrisa de la mujer permaneció impasiblemente amable. Echó mano a su bolso y le enseñó a Pia una placa policial. «Subcomisaria Nicola Engel», leyó Pia. «Jefatura Superior de Policía de Wurzburgo».

—Si quiere echar un vistazo, no tengo nada en contra. —Pia le devolvió la placa y se obligó a sonreír—. Ah, sí, yo soy Pia Kirchhoff, de la K 11 de Hofheim. Llevamos unos cuantos días muy duros, discúlpeme, por favor, si no he sido más amable.

—Ningún problema. —La subcomisaria Engel no perdió su cordialidad—. Usted continúe con su trabajo.

Pia asintió y se volvió de nuevo hacia el cadáver. El fotógrafo había captado el cuerpo desde todos los ángulos, así como las botellas, los zapatos y la mochila. Los agentes de la Policía Científica empezaron a guardar en bolsas todo lo que podía resultar interesante por algún motivo. Pia le pidió a un compañero que volviera de lado a Watkowiak, lo cual resultó algo complicado a causa del rígor mortis, que ya estaba presente. Al final lo consiguieron. La inspectora se acuclilló junto al cuerpo y examinó la espalda, la parte posterior de las piernas y las palmas de las manos. Todo lleno de polvo. Eso solo podía indicar que alguien había hecho limpieza, pero después de haber dejado allí a Watkowiak. Cosa que, a su vez, indicaba que lo que tenía delante no había sido un intento de suicidio con éxito, sino un asesinato algo menos exitoso. Pia no le comunicó a la subcomisaria Engel su sospecha, sino que siguió inspeccionando el contenido de la mochila, que parecía corroborar la teoría de Nierhoff de que Watkowiak era el asesino: una navaja de hoja curva y una pistola. ¿Serían las armas con las que habían matado a Monika Kramer y a los tres ancianos? La inspectora siguió rebuscando y encontró una cadena de oro con un medallón anticuado, una colección de monedas de plata y un enorme brazalete de oro. Esos objetos de valor podían haber sido propiedad de Anita Frings.

—Tres mil cuatrocientos sesenta euros —informó Nicola Engel, que acababa de contar el dinero, y pidió a los agentes una bolsita de plástico para guardar los billetes—. ¿Qué es eso?

—Parece la navaja con la que asesinaron a Monika Kramer —contestó Pia, adusta—. Y esto de aquí podría ser el arma con la que dispararon a los tres ancianos. Es una P08.

—Entonces podría ser el asesino que buscamos.

—Por lo menos eso debería parecer. —Pia, pensativa, puso una mueca.

—¿Lo duda? —preguntó la subcomisaria. Había dejado de lado su amable sonrisa y parecía atenta y concentrada—. ¿Por qué?

—Porque me parece demasiado fácil —repuso la inspectora—. Y porque aquí hay algo que no encaja.

Pia sopesó un momento si debía importunar a su jefe yendo a verlo durante la celebración familiar, pero al final se decidió por hacerle una llamada. No estaba de humor para visitas de cortesía. Contestó el hijo de Bodenstein, que le pasó a su padre. Pia le informó brevemente de su conversación con Elard Kaltensee, del hallazgo del cadáver de Watkowiak y de sus dudas sobre el suicidio.

—¿Desde dónde me llamas? —quiso saber su jefe.

Pia ya temía que quisiera invitarla a que se pasara a cenar.

—Desde el coche.

Al otro lado de la línea se percibían fuertes carcajadas que se fueron alejando, luego Pia creyó oír una puerta que se cerraba y el ruido desapareció casi por completo.

—Mi suegra me ha explicado un par de cosas interesantes —dijo Bodenstein—. Conoce a Vera Kaltensee desde hace años porque se mueven en los mismos círculos de la sociedad de Frankfurt. También estuvo en la fiesta de cumpleaños de Vera el sábado pasado. No es que sean amigas íntimas, pero el nombre de mi suegra siempre queda bien en cualquier lista de invitados.

La sangre de Cosima Bodenstein era incluso un poco más azul que la de su marido, y Pia lo sabía. Sus abuelos paternos habían conocido en persona al último káiser, y el padre de la madre de Cosima había sido un príncipe italiano con derecho de sucesión al trono.

—El caso es que tiene una opinión bastante crítica acerca del difunto marido de Vera —siguió diciendo Bodenstein—. Eugen Kaltensee consiguió amasar su fortuna durante el Tercer Reich gracias a que su empresa abastecía al Ejército alemán. Más adelante, los Aliados lo designaron como «colaborador» y, después de 1945, su negocio enseguida volvió a funcionar bien. Durante la guerra transfirió el dinero a Suiza, igual que había hecho también la familia de Vera. Por cierto, cuando murió, a principios de los años ochenta, se sospechó que Elard Kaltensee pudo haber matado a su padrastro. Las investigaciones acabaron en nada y al final se declaró que todo había sido un accidente.

Pia se estremeció sin querer al oír el nombre de Elard Kaltensee.

—En 1964, después de un escándalo que no trascendió más allá del seno de la familia, su hijo Sigbert tuvo que irse a Estados Unidos, donde estudió. No regresó hasta 1973, con mujer e hijos. Es director único de KMF. Y Jutta Kaltensee, por lo visto, tuvo una relación lésbica durante sus estudios, a la que puso fin precisamente con un empleado de su madre.

—¿Has descubierto algo que no sean cotilleos familiares? —preguntó Pia con relativa impaciencia—. Todavía tengo que hablar con el fiscal por lo de la autopsia de Watkowiak.

—Mi suegra no soportaba ni a Goldberg ni a Schneider —siguió explicando Bodenstein sin ofenderse—. Describe a Goldberg como una persona desagradable y despiadada, dice que era un traficante de armas rastrero y un presuntuoso. Parece ser que tenía varios pasaportes y que incluso durante la Guerra Fría podía viajar sin impedimentos a todo el bloque del Este.

—Entonces es de la misma opinión que Elard Kaltensee. —Pia había llegado al aparcamiento de delante de la comisaría y paró el motor. Bajó un poco la ventanilla y se encendió uno de sus cigarrillos para emergencias, de los que ya se había fumado una docena ese día—. Ah, sí, también he dado con el verdadero Schneider. Era piloto del Ejército y cayó en un ataque aéreo en 1944. Nuestro Herrmann Schneider procedía en realidad de la Prusia Oriental y probablemente se llamaba Hans Kallweit.

—Eso es interesante. —Bodenstein parecía poco sorprendido—. Mi suegra, de hecho, está convencida de que los cuatro se conocían de mucho antes. A altas horas, Vera solía llamar «Mia» a su amiga Anita y, además, de vez en cuando hacían comentarios sobre las fiestas populares que habían compartido y cuyo recuerdo les gustaba rememorar.

—Alguien más debía de saber todo eso —reflexionó Pia—. Supongo que Elard Kaltensee también. Podría ser nuestro asesino, porque es evidente que lo atormenta no saber nada acerca de su ascendencia. Quizá ejecutó a los tres amigos de su madre llevado por la rabia al ver que no pensaban decirle nada.

—A mí eso me parece algo enrevesado —opinó Bodenstein—. Anita Frings vivió en la RDA. Según mi suegra, su marido y ella estaban en el Ministerio para la Seguridad del Estado; el señor Frings tenía incluso un cargo de bastante peso. Y, en contra de lo que afirma la directora de Vistas del Taunus, sí tenían un hijo.

—Quizá ya esté muerto —especuló Pia. El móvil le informó de que tenía una llamada en espera. Miró un instante la pantalla: Miriam—. Me están llamando —le dijo a su jefe.

—¿Desde Sudáfrica?

—¿Perdón? —Pia se quedó perpleja unos instantes.

—¿Tu director de zoo no está en Sudáfrica?

—¿Cómo sabes tú eso?

—Está allí, ¿no?

—Sí, pero no es él quien me llama. —Pia no se sorprendió demasiado de que su jefe, una vez más, pareciera estar informado de todo—. Es mi amiga Miriam, desde Polonia. Ha ido al archivo municipal de Wegorzewo buscando pistas del verdadero Goldberg y también del verdadero Schneider. Puede que haya descubierto algo.

—¿Qué tiene que ver tu amiga con Goldberg? —se extrañó Bodenstein.

Pia le explicó la relación. Después le prometió asistir a la autopsia de Robert Watkowiak en caso de que fuera al día siguiente y se despidió de él para llamar a Miriam.