Viernes, 4 de mayo de 2007

Tendríamos que dar parte a la Policía. —La encargada, Parveen Multani, estaba preocupada de verdad—. Debe de haberle pasado algo. Todos sus medicamentos están aquí. En serio, señora Kohlhaas, tengo un mal presentimiento.

A las siete y media de la mañana habían descubierto que les faltaba una residente, y no había para ello ninguna explicación. Renate Kohlhaas, la directora de la distinguida residencia para la tercera edad Vistas del Taunus, estaba molesta. ¡Justo en un día como ese tenía que suceder algo así! A las once llegaría una delegación estadounidense de la empresa madre de la residencia para llevar a cabo un control de calidad. Ni en sueños pensaba llamar a la Policía, porque sabía perfectamente la desastrosa impresión que causaría en sus superiores el hecho de que una residente que estaba bajo su responsabilidad hubiese desaparecido sin que nadie se diera cuenta.

—Ya me ocupo yo —le dijo con una sonrisa a la encargada—. Usted vuelva al trabajo y, de momento, no hable con nadie de esto. Seguro que enseguida encontramos a la señora Frings.

—Pero ¿no sería mejor que…? —empezó a preguntar la encargada.

La directora la hizo callar con un gesto de la mano.

—Yo personalmente me hago cargo del asunto. —Acompañó a la inquieta encargada hasta la puerta, se sentó a su ordenador y abrió el expediente de la residente desaparecida.

Anita Frings vivía en Vistas del Taunus desde hacía casi quince años. Tenía ochenta y ocho y hacía algún tiempo que estaba más o menos postrada en su silla de ruedas a causa de una artritis aguda. A pesar de que no tenía familiares que pudieran poner el grito en el cielo, todas las alarmas de la cabeza de la directora empezaron a sonar en cuanto leyó el nombre de la persona a la que había que avisar en caso de enfermedad o defunción. Tendría graves problemas si la abuela no estaba pronto de vuelta, sana y salva, en su habitación del tercer piso.

—Lo que me faltaba —murmuró, y contestó al teléfono.

Tenía dos horas justas para encontrar a Anita Frings. La Policía, en esos momentos, era sin lugar a dudas la opción equivocada.

Bodenstein estaba con los brazos cruzados frente a la gran pizarra de la sala de reuniones de la K 11. David Goldberg. Herrmann Schneider. Monika Kramer. Y de momento, a pesar de los llamamientos a través de la radio regional que él mismo había decidido aprobar el día anterior, ni rastro de Robert Watkowiak. Sus ojos seguían las flechas y los círculos que Fachinger había dibujado con el rotulador. Sí que había algunas similitudes. Tanto Goldberg como Schneider tenían una estrecha relación con la familia Kaltensee; habían sido asesinados con la misma arma y habían pertenecido a las SS en su juventud. Sin embargo, eso no lo conducía a ninguna parte. Bodenstein soltó un suspiro. Era para volverse loco. ¿Por dónde debía empezar? ¿Qué excusa podía poner para presentarse de nuevo a hablar con Vera Kaltensee? Puesto que oficialmente lo habían apartado del caso Goldberg, era evidente que no podía mencionarle los resultados del laboratorio ni los restos de ADN de la copa de vino. La novia de Watkowiak no tenía por qué haber muerto necesariamente a manos del mismo asesino que había disparado a Goldberg y a Schneider, no había ningún testigo, no había huellas dactilares, no había restos… salvo los del propio Robert Watkowiak. Ese hombre parecía el culpable ideal: había dejado rastros en todos los escenarios, conocía a las víctimas y parecía necesitar dinero a toda costa. Puede que hubiera matado a Goldberg porque no había conseguido sacarle nada, a Schneider porque había amenazado con denunciarlo, y a Monika Kramer porque representaba un riesgo para él. A primera vista, todo encajaba a la perfección. Solo faltaba el arma homicida.

Se abrió la puerta y Bodenstein no se sorprendió demasiado al ver allí a su futura jefa.

—Señora Engel —dijo con educación.

—Sospechaba que preferirías la formalidad. —Ella lo miró y levantó las cejas—. Está bien. Hola, señor Von Bodenstein.

—El «von» puede ahorrárselo. ¿En qué puedo ayudarla?

La subcomisaria Nicola Engel miró más allá de él, hacia la pizarra, y se extrañó.

—Pensaba que los casos Goldberg y Schneider ya estaban resueltos.

—Me temo que no.

—El comisario Nierhoff ha dicho que las pruebas contra el hombre que ha matado a su compañera sentimental son más que contundentes.

—Watkowiak dejó rastros tras de sí, nada más —matizó Bodenstein—. El mero hecho de que en algún momento estuviera en los escenarios, según yo lo veo, no lo convierte automáticamente en el asesino.

—Pero eso decían los periódicos esta mañana.

—Los periódicos dicen muchas cosas.

Bodenstein y Nicola Engel se miraron, pero fue ella la primera en apartar sus ojos. Cruzó los brazos en el torso y se apoyó en una de las mesas.

—De manera que ayer dejasteis que vuestro superior fuese a una rueda de prensa con una información inexacta —afirmó—. ¿Hay alguna razón especial para ello, o es costumbre aquí?

Bodenstein no reaccionó ante esa provocación.

—La información no era inexacta —repuso—, pero por desgracia el señor comisario no suele dejarse disuadir, y menos aún cuando cree necesaria una rápida conclusión de las investigaciones.

—¡Oliver! Como futura jefa quiero saber cómo se hacen las cosas en esta casa. Así que, dime, ¿por qué hubo ayer una rueda de prensa si los casos aún no están resueltos? —Su voz sonó severa y evocó en Bodenstein el desagradable recuerdo de otro caso y otra ciudad.

Aun así, por mucho que fuera cien veces su jefa, no pensaba someterse a ella sin rechistar.

—Porque Nierhoff así lo quería y no me hizo caso —respondió, con la misma acritud aunque con una expresión tranquila, casi indiferente.

Durante varios segundos se estuvieron mirando uno al otro, y entonces ella aflojó y se esforzó por hablar en un tono más distendido:

—¿O sea que tú no crees que a esas tres personas las matara el mismo asesino?

Bodenstein no se dejó engañar por esa aparente camaradería. Como agente experimentado, estaba perfectamente familiarizado con las tácticas de interrogatorio y no se dejaba desconcertar por esos cambios de tono que iban del ataque directo a un espíritu conciliador.

—Goldberg y Schneider sí fueron asesinados por la misma persona. Mi teoría es que alguien no desea que sigamos investigando y por eso ha querido dirigir nuestras sospechas hacia Watkowiak, a quien todavía no hemos encontrado. Pero, de momento, todo es pura especulación.

Nicola Engel se acercó a la pizarra.

—¿Cómo es que os han apartado del caso de Goldberg?

Era delicada y de baja estatura, pero de todas formas sabía intimidar a los demás cuando se lo proponía. Bodenstein se preguntó cómo se entenderían sus compañeros con esa nueva jefa, y Behnke en especial. Tenía claro que Engel no se contentaría con simples informes por escrito, como hacía Nierhoff. La conocía demasiado bien. Desde siempre había sido una perfeccionista con una marcada necesidad de controlarlo todo, que quería ser informada con la mayor exactitud posible y enseguida veía intrigas por todas partes.

—Alguien con mucha influencia en los lugares adecuados teme que pueda salir a la luz algo que sería mejor que siguiera oculto.

—¿Qué, exactamente?

—El hecho de que Goldberg, en realidad, no era un judío que había sobrevivido al Holocausto, sino un antiguo miembro de las SS, tal como demuestra sin lugar a dudas el tatuaje con su grupo sanguíneo que llevaba en el brazo. Antes de que pudieran quitarnos el cadáver, pedí que le hicieran la autopsia.

Nicola Engel no hizo ningún comentario a esa declaración. Rodeó la mesa y se detuvo en la cabecera.

—¿Le has explicado a Cosima que voy a ser tu jefa? —preguntó como de pasada.

A Bodenstein no le sorprendía aquel repentino cambio de tema. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse al pasado.

—Sí —respondió.

—¿Y qué? ¿Qué te ha dicho?

Por un momento se sintió tentado de decirle la verdad, por mucho que no fuera a gustarle, pero habría sido poco inteligente por su parte convertir a Nicola en una enemiga. Ella malinterpretó su titubeo.

—Todavía no le has dicho nada —dedujo con un brillo triunfal en los ojos—. ¡Tendría que haberlo imaginado! La cobardía siempre fue tu peor defecto. No has cambiado absolutamente nada.

Las fuertes emociones que se escondían tras esas palabras lo dejaron perplejo y lo alarmaron a partes iguales. No resultaría fácil trabajar junto a Nicola Engel. Antes de que Bodenstein pudiera sacarla de su error, Ostermann apareció en la puerta y le dirigió una rápida mirada a la mujer, pero, como Bodenstein no parecía tener intención de presentársela, se contentó con un educado gesto de cabeza.

—Es urgente —le dijo a su jefe.

—Enseguida voy —repuso este.

—No se entretenga por mí, señor Bodenstein. —Nicola Engel sonrió satisfecha como una gata—. Seguro que pronto volveremos a vernos.

La anciana estaba bañada en sangre y completamente desnuda. La habían maniatado y le habían metido una media en la boca para amordazarla.

—Un tiro en la nuca —explicó el médico de urgencias al que habían avisado los municipales, que habían llegado en primer lugar—. La muerte tuvo lugar hará unas diez horas. —Señaló las piernas desnudas de la mujer—. Además, también le han disparado en ambas rótulas.

—Gracias. —Bodenstein torció el gesto.

El asesino de Goldberg y Schneider había atacado por tercera vez, de eso no cabía duda, ya que había escrito el número 16145 con sangre en la espalda desnuda de la propia víctima. Tampoco se había tomado la molestia de enterrar el cadáver. Al parecer, para él era importante que lo encontraran enseguida.

—Esta vez sacó a su víctima al aire libre. —Pia se puso los guantes de látex, se acuclilló y miró el cadáver con atención—. ¿Por qué?

—La mujer vivía en la residencia Vistas del Taunus —terció el jefe de operaciones de los municipales—. Seguro que no quería exponerse a que alguien oyera los disparos.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Pia, sorprendida.

—Lo pone ahí. —Señaló una silla de ruedas que había a unos metros, entre la maleza.

Bodenstein contempló el cadáver, que había sido encontrado por el perro de un paseante, y sintió una mezcla de profunda compasión y de ira inútil. ¿Cuánto habría sufrido esa anciana en los últimos minutos de su larga vida? ¿Cuánto miedo y cuántas humillaciones habría tenido que soportar? La idea de que andaba suelto un asesino que cada vez actuaba con más sadismo era inquietante. En esta ocasión, incluso se había arriesgado a que alguien lo viera. A Bodenstein le invadió una vez más la sensación de impotencia. No tenía ni la más remota idea de por dónde agarrar aquel caso, y mientras tanto ya se habían producido cuatro muertes en una sola semana.

—Casi parece que nos enfrentamos a un asesino en serie —dijo Pia en ese momento, para colmo—. La prensa nos hará picadillo como esto siga así.

Un agente se agachó para pasar por debajo del cordón policial y saludó a Bodenstein con un gesto de la mano.

—No ha entrado ningún aviso de desaparición —informó—. Los de rastros ya están de camino.

—Gracias. —Bodenstein asintió—. Nos acercaremos a esa residencia y preguntaremos allí. A lo mejor todavía no se han dado cuenta de que la mujer no está.

Poco después entraron en el amplio vestíbulo. Pia se quedó bastante asombrada al ver los relucientes suelos de mármol y las alfombras rojo burdeos. La única residencia de ancianos que conocía por dentro era el asilo en el que su abuela había pasado los últimos años de vida. Recordaba suelos sintéticos, pasamanos de madera en las paredes y el olor a orines y desinfectante. La residencia Vistas del Taunus, por el contrario, parecía un gran hotel con su largo mostrador de recepción hecho de madera de caoba pulida, la opulenta decoración floral que había por todas partes, tablones de anuncios con letras doradas y una suave música de fondo. La joven recepcionista les sonrió con alegría y les preguntó en qué podía ayudarlos.

—Nos gustaría hablar con el director —dijo Bodenstein, y le enseñó su placa.

La joven dejó de sonreír y descolgó el teléfono.

—Enseguida aviso a la señora Kohlhaas. Un momento, por favor.

—Todo esto no lo cubre ningún seguro médico ni en broma, ¿a que no? —le susurró Pia a su jefe—. ¡Es una locura!

—Vistas del Taunus es carísimo —le confirmó Bodenstein—. Hay personas que empiezan a pagar hasta veinte años antes de entrar aquí. Un apartamento cuesta sus buenos tres mil euros al mes.

Pia pensó en su abuela y sintió cargo de conciencia. El asilo en el que había tenido que pasar los últimos tres años de una larga vida dedicada al trabajo, en plenas facultades mentales, rodeada de enfermos de demencia senil y otros que requerían cuidados continuos, había sido lo único que se había podido permitir la familia. Pia se avergonzaba de haberla visitado tan pocas veces, pero la visión de esos ancianos en bata, sentados en cualquier rincón y con la mirada vacía, la deprimía muchísimo. La comida preparada sin ningún cariño, la pérdida de intimidad, una asistencia insuficiente por parte de unos empleados antipáticos y siempre tan desbordados que carecían de tiempo para conversaciones personales… No era así como debía terminar una vida. Las personas que podían permitirse un final en Vistas del Taunus seguramente habían sido privilegiadas toda su vida. Otra injusticia más.

Antes de que Pia pudiera comentar algo de todo eso con su jefe, la directora apareció en el vestíbulo. Renate Kohlhaas era una mujer seca que debía de rondar la cincuentena, llevaba unas modernas gafas de líneas rectas, un elegante traje pantalón y una melena entrecana y corta. Su ropa desprendía olor a tabaco y su sonrisa resultaba nerviosa.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó con educación.

—Hará más o menos una hora, un hombre que paseaba por Eichwald ha encontrado el cadáver de una anciana —respondió Bodenstein—. Muy cerca de ella había una silla de ruedas de Vistas del Taunus. Nos gustaría saber si la víctima podría ser una de las residentes de su centro.

Pia percibió un centelleo de espanto en los ojos de la directora.

—Lo cierto es que hemos echado en falta a una residente —repuso esta tras un breve titubeo—. Acabo de avisar a la Policía, porque hemos buscado por todo el edificio y no hemos dado con ella.

—¿Cómo se llama la mujer a la que han perdido? —preguntó Pia.

—Anita Frings. ¿Qué ha sucedido?

—Suponemos que ha sido víctima de un crimen violento —explicó Bodenstein con vaguedad—. ¿Podría usted ayudarnos en la identificación?

—Lo siento mucho, pero… —La directora pareció darse cuenta de lo extraño que resultaba que pusiera reparos en algo así y se interrumpió. Su mirada iba de un lado a otro, cada vez estaba más inquieta—. ¡Ah, señora Multani! —exclamó de repente y con visible alivio mientras le hacía señas a una mujer que salía del ascensor justo en ese momento—. La señora Multani es nuestra encargada y, por tanto, habla a menudo con todos los residentes. Ella podrá ayudarlos.

A Pia no se le escapó la dura mirada que le dirigió la directora a su empleada antes de escabullirse con unos pasos que resonaron por todo el vestíbulo. Se presentó a sí misma y a su jefe y le tendió la mano a la mujer. La señora Multani era una belleza oriental con una melena negra, lisa y brillante, dientes blanquísimos y una mirada de preocupación en sus ojos aterciopelados, que solo con su aspecto seguramente endulzaba el ocaso de la vida de todos los residentes masculinos del centro. Llevaba un sencillo traje azul oscuro y una blusa blanca que la hacían parecer una azafata de Cathay Pacific.

—¿Han encontrado a la señora Frings? —preguntó en un alemán que apenas tenía acento extranjero—. La hemos echado en falta esta mañana a primera hora.

—¿Ah, sí? Y, entonces, ¿cómo es que no han avisado a la Policía? —quiso saber la inspectora Kirchhoff.

La encargada la miró sin comprender nada y luego se volvió hacia donde había desaparecido la directora.

—Pues… la señora Kohlhaas me había dicho que… Quiero decir que debería haber informado a la Policía a las siete y media.

—Seguramente se le pasaría. Por lo visto tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

La señora Multani titubeó, pero se mostró leal.

—Es que hoy recibimos una visita importante de la dirección de la empresa —dijo, intentando disculpar el comportamiento de su superior—. Pero yo estaré a su disposición para ayudarles en lo que haga falta.

Dios mío. —La encargada se tapó la boca y la nariz con ambas manos, horrorizada al ver el cadáver—. Sí que es la señora Frings. ¡Qué horror!

—Acompáñeme. —Bodenstein le puso una mano en el hombro a la mujer, que estaba conmocionada, y se la llevó con cuidado otra vez hasta el camino del bosque.

El jefe de los municipales había acertado en su apreciación: el asesino había matado en el bosque porque, en la residencia, mucha gente habría podido oír los disparos. Bodenstein y Pia siguieron a la señora Multani hasta Vistas del Taunus y subieron en ascensor al tercer piso, donde se encontraba el apartamento de Anita Frings. Intentaban deducir cómo había actuado el asesino en ese caso. ¿Cómo había conseguido sacar del edificio a la débil anciana?

—¿No hay ningún sistema de vigilancia? —preguntó Pia—. ¿Cámaras?

—No —respondió la señora Multani tras dudar un momento—. Muchos residentes lo habrían querido, pero la dirección no se ha decidido todavía a montarlo. —Y les informó de que, la noche anterior, en Vistas del Taunus se había celebrado un gran acto, una representación teatral al aire libre en el jardín del centro, que había terminado con fuegos artificiales y al que habían asistido muchos invitados y visitantes del exterior.

—¿A qué hora fueron los fuegos artificiales? —preguntó Pia.

—A eso de las once y cuarto —contestó la señora Multani.

Bodenstein y Pia cruzaron una mirada. Las horas cuadraban. El asesino había aprovechado la oportunidad para llevarse a la anciana al bosque al amparo de la oscuridad y allí, durante los fuegos artificiales, le había disparado los tres tiros.

—¿Cuándo se ha dado cuenta de que la señora Frings había desaparecido? —quiso saber Pia.

La señora Multani se detuvo ante la puerta de uno de los apartamentos.

—En el desayuno —dijo—. La señora Frings siempre era una de las primeras en llegar. Aunque dependía de la silla de ruedas, valoraba mucho su independencia. La he llamado por teléfono y, al ver que no contestaba, he venido a ver.

—¿A qué hora ha sido eso más o menos? —preguntó Pia.

—Si le soy sincera, ya no lo sé muy bien. —La encargada se había quedado sin color en la cara—. Debían de ser las siete y media o las ocho. La he buscado por todas partes y luego he informado a la directora.

Pia consultó un momento su reloj. Ya eran las once. Hacia las diez les había llegado el aviso de que habían encontrado el cadáver, pero ¿qué había sucedido en las tres horas que habían pasado desde las ocho? No tenía ningún sentido preguntárselo a la señora Multani. La mujer estaba completamente destrozada. Abrió la puerta del apartamento y dejó que Bodenstein y Pia la precedieran. La inspectora se detuvo en la puerta del salón y miró a su alrededor. Suelos de moqueta clara, una alfombra persa en el centro, un sofá de felpa con cojines de encaje, un sillón para ver la tele, un enorme mueble de salón, un aparador con tallas decorativas.

—Aquí hay algo extraño —indicó la encargada detrás de ella, señalando el aparador—. Ahí encima tenía fotos, y también faltan los cuadros enmarcados de la pared, y en la estantería había álbumes y archivadores. Han desaparecido todos. ¡No puede ser! Yo misma he estado aquí esta mañana y todo estaba como siempre.

Pia recordó lo deprisa que les habían quitado de las manos el caso Goldberg. ¿También esta vez había alguien que deseaba ocultar algo? Pero ¿quién podía haberse enterado tan deprisa de la muerte de la anciana?

—¿Por qué cree usted que la directora no ha llamado inmediatamente a la Policía cuando la ha informado de la desaparición de una residente? —preguntó.

La encargada alzó los hombros.

—Yo he dado por hecho que iba a hacerlo. Me ha dicho que… —Se interrumpió y sacudió la cabeza sin comprender anda.

—¿Se dan a menudo robos en la residencia?

La pregunta de Pia le resultó evidentemente desagradable a la señora Multani.

—Vistas del Taunus es un centro abierto —contestó, eludiendo una respuesta clara—. Los residentes pueden entrar y salir cuando quieren. No tenemos nada en contra de las visitas, y tanto nuestros restaurantes como los actos que celebramos están abiertos al público. Así, se hace difícil llevar un control estricto.

La inspectora comprendió. El lujo de la libertad tenía su precio. Allí nadie intentaba conseguir una atmósfera de seguridad, y ese ambiente de hotel que se respiraba en el centro le abría las puertas de par en par a cualquier criminal. Pia se propuso informarse sobre todas las denuncias de hurtos y robos sucedidos en Vistas del Taunus.

Bodenstein llamó con el móvil a los de rastros y los envió al apartamento. Después, Pia y él bajaron otra vez en el ascensor hasta la planta baja acompañados por la señora Multani. La encargada les explicó que Anita Frings vivía en la residencia desde hacía quince años.

—Antes salía de vez en cuando a visitar a amistades y pasaba alguna noche fuera —les comentó—, pero hacía ya tiempo que no podía.

—¿Tenía amigos aquí, en la residencia? —preguntó Pia.

—No, la verdad es que no —contestó la señora Multani tras pensarlo un poco—. Era muy reservada y prefería estar sola.

El ascensor se detuvo con una suave sacudida. En el vestíbulo encontraron a la directora hablando con un grupo de hombres de negocios. Renate Kohlhaas no parecía muy contenta de volver a coincidir con la Policía Judicial, pero se disculpó ante sus visitantes y atendió a Bodenstein y a Pia.

—Siento mucho no poder dedicarles demasiado tiempo —dijo—. Hoy recibimos la visita de un equipo de evaluación externa. Una vez al año, nuestro servicio de atención a los residentes pasa un examen para que podamos renovar nuestro certificado de gestión de calidad.

—No la entretendremos mucho —le aseguró Pia—. La víctima que hemos encontrado sin vida se trata de su residente, Anita Frings.

—Sí, ya me he enterado. Es horrible.

La directora se esforzó por transmitir una adecuada expresión de consternación, pero era evidente que le sobraban las molestias que traía consigo el asesinato de una residente. Seguramente temía que la imagen de su elegante residencia pudiera verse perjudicada si llegaban a hacerse públicos según qué detalles. Llevó a Bodenstein y a Pia a una pequeña sala que había detrás de la recepción.

—¿En qué más puedo ayudarles? —preguntó.

—¿Por qué ha esperado tanto para avisarnos? —preguntó Pia.

La señora Kohlhaas la miró molesta.

—Yo no he esperado —repuso—. Cuando la señora Multani me ha informado de lo sucedido, enseguida he dado parte a la Policía.

—Su encargada nos ha dicho que le ha informado a usted de la ausencia de la señora Frings más o menos entre las siete y media y las ocho —intervino Bodenstein esta vez—. Pero a nosotros no nos ha llegado el aviso hasta las diez.

—No eran las siete y media ni las ocho —rectificó la directora—. La señora Multani me ha puesto al corriente a eso de las nueve y cuarto.

—¿Está segura? —Pia desconfiaba, pero de todas formas no se explicaba qué interés podía tener la directora en esperar dos horas para hacer una llamada a la Policía.

—Claro que lo estoy —contestó la señora Kohlhaas.

—¿Ha informado ya a los familiares de la señora Frings? —preguntó Bodenstein.

La señora Kohlhaas dudó unos segundos.

—La señora Frings no tenía familia —dijo entonces.

—¿Nadie? —insistió Pia—. Debe de haber alguien a quien avisar en caso de defunción. Un abogado o algún conocido.

—Evidentemente, de inmediato le he pedido a mi secretaria que me buscara el número de teléfono correspondiente —repuso la directora—, pero no había nadie. Lo siento.

Pia dejó el tema por el momento.

—Según su encargada, en el apartamento de la señora Frings faltan algunos objetos —prosiguió—. ¿Quién podría habérselos llevado?

—¡Eso es imposible! —exclamó la directora Kohlhaas, indignada—. En esta casa no hay robos.

—¿Quién tiene llave de los apartamentos de los residentes? —preguntó Pia.

—Los residentes mismos, la encargada, algunos familiares —enumeró la directora con patente malestar—. Espero que no quieran acusar de nada a la señora Multani, porque era la única que sabía que la señora Frings había desaparecido.

—También lo sabía usted —puntualizó Pia sin inmutarse.

Renate Kohlhaas se puso primero roja y luego palideció.

—Haré como si no hubiera oído eso —repuso con frialdad—. Y ahora, discúlpenme, por favor. Tengo que atender a mi visita.

En el apartamento de Anita Frings no quedaba ya el menor rastro de la mujer que había pasado los últimos quince años de su vida entre esas cuatro paredes: ni una fotografía, ni una carta, ni una agenda. Bodenstein y Pia no se lo explicaban. ¿Quién podía estar interesado en los objetos personales de una mujer de ochenta y ocho años?

—Deberíamos partir de la base de que la señora Frings conocía a Goldberg y a Schneider —dijo Bodenstein—. Ese número tiene un significado que todavía no alcanzamos a entender. Y también podemos suponer que conocía a Vera Kaltensee.

—¿Cómo es que la directora ha tardado tanto en llamar a la Policía cuando Anita Frings llevaba desaparecida desde primera hora de la mañana? —reflexionó Pia en voz alta—. Su comportamiento es algo extraño, y me parece a mí que no tiene que ver solo con esa importante visita.

—¿Qué interés podría tener ella en la muerte de la señora Frings?

—¿Una considerable herencia para el centro? —especuló Pia—. A lo mejor ha hecho vaciar la habitación precisamente para que no encontremos ningún indicio de una posible herencia.

—Pero en ese momento todavía no podía saber que la señora Frings había muerto —objetó Bodenstein.

Fueron de nuevo al despacho de la directora y allí, en la antesala, se encontraron con una secretaria rellenita de cincuenta y muchos años. Su melena teñida de rubio y sus bucles acartonados a base de laca la convertían en una alegre aparición de los años sesenta, pero en realidad resultó ser una auténtica cancerbera.

—Lo siento mucho —dijo, muy digna—. La directora no está en su despacho y yo no estoy autorizada a facilitarles información sobre una residente.

—¡Pues llame a la señora Kohlhaas y pídale autorización! —espetó Pia con brusquedad. Se le estaba agotando la paciencia—. ¡No tenemos todo el día!

La secretaria, lejos de dejarse impresionar, miró a Pia por encima de la montura de sus gafas de cerca, que llevaba sujetas con una anticuada cadenita de oro.

—Hoy tenemos visita de la central de la empresa —repuso con frialdad—. La señora Kohlhaas está en algún lugar del edificio. No puedo llamarla por teléfono.

—¿Cuándo volverá a su despacho?

—A eso de las tres de la tarde. —La secretaria seguía mostrándose intransigente.

Bodenstein intervino, intentando desarmarla con su sonrisa.

—Ya sé que venimos en el peor momento, justo cuando tienen una visita tan importante en el centro —le dijo en tono zalamero a la guardiana del despacho—, pero anoche secuestraron a una residente, que luego fue brutalmente asesinada. Necesitamos una dirección o un número de teléfono para informar a la familia. Si fuera usted tan amable de ayudarnos, no tendríamos que seguir molestando a la señora Kohlhaas.

Los buenos modales de Bodenstein surtieron efecto allí donde la rudeza de Pia había fracasado. La veterana de guerra se derritió como la mantequilla.

—Puedo buscarles todos los datos necesarios en el expediente de la señora Frings —accedió con voz cantarina.

—Nos sería de gran ayuda. —Bodenstein le guiñó un ojo—. Y si encontrara también una foto actual de la mujer, se librará de nosotros en el acto.

—Pelota —masculló Pia, y Bodenstein sonrió con disimulo.

La secretaria se puso a teclear en su ordenador y, unos segundos después, dos hojas salieron disparadas de la impresora láser.

—Aquí tiene. —Le dedicó a Bodenstein una gran sonrisa y le alcanzó una de las hojas—. Con esto tendrán suficiente para continuar su trabajo.

—¿Y la otra hoja? —preguntó Pia.

—Es información interna —dijo la secretaria con aires de superioridad. Cuando Pia alargó la mano, ella realizó un elegante giro hacia la izquierda en su silla e hizo pasar la hoja por la trituradora de papel con una sonrisa forzada—. Tengo que seguir instrucciones.

—Y yo tendré una orden de registro dentro de una hora —contestó Pia, encendida de rabia.

Puede que pasar los últimos años de la vida en una residencia de lujo tampoco fuese tan envidiable como parecía a primera vista.

El material ya está de camino —informó Elard—. A las doce y pocos minutos, delante de la antigua casa de tus padres. ¿Te parece bien?

Katharina lanzó una mirada a su reloj de pulsera.

—Sí, fantástico. Muchas gracias —contestó—. Ahora mismo llamo a Thomas para que vaya también. ¿Crees que encontraremos algo aprovechable?

—Estoy seguro. Entre otras cosas, hay nueve diarios de Vera.

—¿Lo dices en serio? Entonces es lo que esperábamos.

—Me alegraré de poder deshacerme de todo. En fin, que tengas un buen…

—Un momento —lo interrumpió Katharina antes de que pudiera poner fin a la conversación—. ¿Quién crees que ha asesinado a los dos viejos?

—Ahora ya son tres —la corrigió Elard.

—¿Tres? —Katharina se irguió.

—Vaya, veo que todavía no te has enterado. —La voz de Elard casi denotaba satisfacción, como si estuviera a punto de contar una anécdota divertida—. Ayer por la noche asesinaron a la buena de Anita. Un tiro en la nuca. Igual que los otros dos.

—No parece que se te haya partido precisamente el corazón.

—Es cierto. No soportaba a ninguno de los tres.

—Tampoco yo. Pero eso ya lo sabes.

—Goldberg, Schneider y la buena de Anita —repitió Elard en tono soñador—. Ya solo falta Vera.

A Katharina le llamó la atención su tono. ¿No podía haber sido el mismo Elard quien había matado de un tiro a los mejores amigos de su madre, los tres que la conocían desde hacía más tiempo? Motivos, por lo menos, tenía de sobra. Para ellos, Elard siempre había sido un marginado en el seno de la familia; hasta su propia madre lo había tolerado más que querido.

—¿Tienes alguna sospecha sobre quién puede haber sido? —dijo, repitiendo la pregunta.

—Por desgracia, no —contestó Elard sin pararse a pensar—. Y, además, me da lo mismo. Pero quien lo haya hecho tendría que haberse decidido treinta años antes.

A primera hora de la tarde, Pia ya había hablado con unos veinte residentes de Vistas del Taunus que, según le había informado la señora Multani, habían tenido cierto contacto con la señora Frings, además de con varios trabajadores del personal sanitario. Todo ello había dado unos resultados bastante poco satisfactorios, igual que el extracto del expediente que el inspector jefe había conseguido de la secretaria. Anita Frings no tenía hijos ni nietos, y parecía haber abandonado una vida en la que no había dejado demasiada huella. La idea de que nadie la echara en falta y que ningún familiar fuese a llorar su muerte resultaba muy impresionante. Una vida humana se había extinguido de pronto y ya había quedado olvidada, su apartamento de Vistas del Taunus se reformaría y acto seguido se alquilaría a la siguiente persona de la lista de espera. Pero Pia estaba firmemente decidida a descubrir algo más sobre la anciana y no pensaba dejar que una secretaria presuntuosa y una directora nada colaboradora se lo impidieran. Se apostó en el vestíbulo de entrada, con visión directa de la puerta del despacho de la directora, y se armó de paciencia. Tres cuartos de hora después obtuvo su recompensa: la cancerbera por lo visto sintió una necesidad fisiológica y abandonó su puesto sin cerrar con llave.

Pia sabía que incautarse de una prueba sin la debida orden violaba todas las reglas de la Policía, pero le daba igual. Se aseguró de que nadie la viera, cruzó el vestíbulo y entró en la antesala. Con un par de pasos se colocó detrás del escritorio y abrió la trituradora de papel. La vieja bruja no había destruido demasiados documentos esa mañana. Pia sacó la bola de tiras de papel del contenedor y la escondió bajo su camiseta. En menos de sesenta segundos había vuelto a salir del despacho. Con el corazón acelerado, cruzó a grandes pasos el vestíbulo de entrada hasta salir al aire libre, y luego recorrió la linde del bosque hasta su coche, que había dejado aparcado cerca de donde habían encontrado el cadáver.

Cuando abrió la puerta del conductor y sacó de debajo de la camiseta las tiras de papel, que ya le picaban, se dio cuenta de que la casa de Christoph quedaba a solo unos cientos de metros de allí. No hacía más de cuarenta y ocho horas que se había ido, pero ya lo echaba tanto de menos que casi le dolía. Pia se alegró de la distracción que le ofrecía en esos momentos el trabajo, porque así evitaba darle muchas vueltas a cómo pasaría las noches Christoph en Sudáfrica. El zumbido de su móvil la sobresaltó. Aunque Bodenstein le insistía a menudo en que no hablara por teléfono mientras conducía, descolgó.

—Pia, soy yo, Miriam. —Su amiga parecía bastante exaltada—. ¿Tienes un momento?

—Sí, claro. ¿Ha pasado algo?

—Todavía no lo sé. Escucha. Le he explicado a mi abuela lo que descubrí en el instituto, y que tenía la sospecha de que Goldberg había cambiado la historia de su vida. Ella me ha mirado de una forma extraña, al principio he pensado que se había enfadado conmigo, pero luego me ha preguntado por qué estaba yo revolviendo en el pasado de Goldberg. Espero que no te siente mal que se lo haya dicho.

—Si de ahí sacamos algo, de ninguna manera. —Pia sujetó el móvil entre el hombro y la barbilla para así tener las manos libres y seguir conduciendo.

—Bueno, mi abuela me ha explicado que ella y Sarah, la mujer de Goldberg, fueron juntas al colegio en Berlín. Eran muy buenas amigas. La familia de Sarah emigró a Estados Unidos en 1936, después de que Sarah viviera una mala experiencia con tres tipos borrachos. La abuela me ha dicho que Sarah no tenía el típico aspecto de una chica judía, era alta y rubia, y que todos los chicos estaban locos por ella. Una noche que había ido al cine, tres tipos la molestaron en el camino de vuelta a casa. La cosa habría podido ponerse seria si no hubiese aparecido un joven de las SS. Él la acompañó a su casa y Sarah, para agradecerle que la salvara, le dio el medallón que llevaba colgado de una cadena. Los dos se vieron un par de veces más a escondidas, pero entonces la familia decidió marcharse de Berlín. Once años después, Sarah volvió a ver ese medallón. ¡Lo llevaba un judío llamado David Josua Goldberg con el que se encontró en Nueva York, en el banco de su padre! Ella reconoció enseguida a su salvador y poco después se casaron. Aparte de a mi abuela, nunca le explicó a nadie que estaba enterada de la verdadera identidad de su marido.

Pia escuchó la historia en silencio y cada vez con mayor incredulidad. Era la prueba definitiva de la gran mentira que había sido la vida de David Goldberg, una mentira que con el paso de las décadas había adquirido dimensiones gigantescas.

—¿Se acuerda tu abuela todavía de cuál era su verdadero nombre? —preguntó, nerviosa.

—Ya no muy bien —dijo Miriam—. Otto, o quizá Oskar, dice. Pero sí recuerda que fue a una escuela militar y que fue miembro de la Guardia de Corps de Adolf Hitler. Estoy segura de que a partir de ahí se podrán descubrir más detalles.

—Caray, Miri, estás hecha un as. —Pia sonrió—. ¿Qué más te ha contado tu abuela?

—Que ella, en realidad, nunca pudo tragar a Goldberg —siguió explicando Miriam con voz temblorosa—, pero que tuvo que jurarle a Sarah por todo lo que para ella era sagrado que nunca diría nada. Sarah no quería que sus hijos llegaran a saber jamás del pasado de su padre.

—Pues parece que sí lo sabían —comentó Pia—. Si no, ¿cómo se explica que su hijo se presentara aquí solo un día después de su muerte con semejante escolta?

—Quizá sí fuera por motivos religiosos —adujo Miriam—. O porque Goldberg estaba muy bien relacionado. Mi abuela recuerda que tenía varios pasaportes y que, hasta en las épocas más crudas de la Guerra Fría, podía viajar al Este sin ningún tipo de impedimento.

Hizo una pausa.

—¿Sabes qué es lo que más me ha chocado de todo esto? —preguntó, y respondió ella misma de inmediato—: No el hecho de que no fuera judío, sino que hubiera sido nazi. Quién sabe qué habría hecho yo misma en su situación. El instinto de supervivencia es algo humano, pero lo que me ha dejado más afectada es que alguien pueda vivir durante sesenta años con una mentira de esa naturaleza.

Hasta que acaba en la mesa de Henning Kirchhoff, pensó Pia, pero no lo dijo en voz alta.

—… y que ya solo quede una persona en todo el mundo que sepa la verdad.

Eso, sin embargo, era algo que Pia dudaba. Por lo menos había otras dos personas que conocían esa verdad: el asesino de Goldberg, Schneider y Anita Frings, por un lado, y el que quería evitar que todo saliera a la luz.

Thomas Ritter le dio una calada al cigarrillo y lanzó una mirada hosca a su reloj. Las doce y cuarto. Katharina le había llamado y le había dicho que estuviera a las once en Königstein, en el aparcamiento del castillo de Luxemburgo. Alguien aparecería y le entregaría algo. Él había llegado puntual y hacía una hora larga que esperaba con creciente disgusto. El propio Ritter era muy consciente de que el manuscrito tenía puntos débiles, pero le dolía que Katharina hubiese descalificado tanto su trabajo. Que no contenía revelaciones escandalosas, que ni olía siquiera a best seller. ¡Mierda! Katharina había prometido conseguirle nuevo material, pero no imaginaba qué podría sacarse de pronto de la chistera. ¿Tendría pruebas de que el accidente mortal de Eugen Kaltensee había sido en realidad un asesinato? En todo caso, el jefe de distribución de Katharina había previsto una primera edición de ciento cincuenta mil ejemplares, el departamento de marketing de la editorial planificaba ya una ambiciosa campaña de lanzamiento, concertaba entrevistas con los grandes diarios alemanes y negociaba con el popular periódico Bild la publicación de un adelanto en exclusiva. Todo aquello ponía a Ritter bajo una enorme presión.

Lanzó el cigarrillo por la ventanilla abierta, junto a las demás colillas de los cigarrillos que ya se había fumado, y se encontró con la mirada censuradora de una abuela que arrastraba un chucho decrépito tras de sí. Una camioneta Mercedes con plataforma entró en el aparcamiento y se detuvo. El conductor bajó y miró a su alrededor como buscando algo. Ritter, asombrado, reconoció a Marcus Nowak, el restaurador que dos años antes había recuperado el viejo molino de sus queridos Kaltensee y al que, en agradecimiento, ellos habían engañado y calumniado a más no poder. Sin olvidar que, gracias a él, Ritter había acabado discutiendo con Vera, una discusión que había arruinado su existencia de la noche a la mañana y lo había convertido en un proscrito. Nowak también lo vio entonces y se acercó a él.

—Hola —dijo, y se quedó de pie junto al coche de Ritter.

—¿Qué quieres? —Thomas Ritter lo miró con desconfianza. No parecía dispuesto a bajar del coche, no le apetecía que Nowak volviera a arrastrarlo consigo.

—Tengo que entregarte algo —respondió Nowak, visiblemente nervioso—. Además, conozco a alguien que puede explicarte más cosas sobre Vera Kaltensee. Sígueme con el coche.

Ritter no lo tenía claro. Sabía que Nowak era una víctima de la familia Kaltensee, igual que él, pero de todas formas no se fiaba. ¿Qué tenía que ver ese hombre con la información que le había prometido Katharina? No podía permitirse cometer ningún error, y mucho menos durante esa última fase de su plan, la más delicada. Aun así, sentía curiosidad. Inspiró hondo y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Daba igual, necesitaba ese material porque Katharina le había asegurado que era sensacional. Marleen tardaría todavía un par de horas en volver a casa y él no tenía nada mejor que hacer, así que una conversación con ese alguien al que conocía Nowak no podía hacerle daño.

La cuñada de Bodenstein, Marie-Louise, entornó los ojos y fijó la mirada en la borrosa fotografía en blanco y negro que la secretaria de la directora Kohlhaas había entregado a la Policía.

—¿Quién dices que es? —preguntó.

—¿Es posible que esta mujer estuviera el sábado pasado en la fiesta de cumpleaños de Vera Kaltensee? —preguntó Bodenstein.

Pia le había dado la idea de preguntar al personal del hotel del castillo. Estaba firmemente convencida de que el asesino no mataba al azar y de que existía una relación entre Anita Frings y Vera Kaltensee.

—No estoy segura —dijo Marie-Louise—. ¿Para qué quieres saberlo?

—Esta mañana la han encontrado muerta. —Su cuñada no lo dejaría en paz hasta descubrir de qué se trataba.

—Entonces seguro que no es nada relacionado con nuestra comida.

—Seguro que no. Bueno, ¿qué me dices?

Marie-Louise contempló una vez más la foto y alzó los hombros.

—Si me dejas, preguntaré al personal de sala —dijo—. Ven conmigo. ¿Te apetece picar algo?

Era una oferta tentadora, y Bodenstein, que sufría de recurrentes y graves ataques de indisciplina cuando se trataba de su alimentación, no se pudo resistir. Siguió a su cuñada sin rechistar hasta la amplia cocina del restaurante, en la que ya reinaba una actividad frenética. Para preparar las extravagantes creaciones culinarias del maestro cocinero Jean-Yves St. Clair se requerían varias horas al día, pero el resultado era siempre espectacular.

—Hola, papá.

En opinión de Bodenstein, Rosalie estaba quizá demasiado cerca del gran chef —que, por otra parte, no se creía demasiado para cortar él mismo las verduras—, y con las mejillas demasiado sonrosadas. St. Clair levantó la mirada y sonrió.

—¡Ah, Oliver! ¿Controla la Policía Judicial ahora también la gastronomía?

Más bien a cocineros de estrella de treinta y cinco años que les hacen perder la cabeza a las aprendizas de diecinueve, pensó Bodenstein, pero no dijo nada. Que él supiera, St. Clair se comportaba con absoluta corrección con Rosalie, por mucho que su hija lo lamentara. El inspector jefe estuvo hablando un rato con el francés y se interesó por los progresos de Rosalie. Marie-Louise, mientras tanto, le preparó un plato con toda clase de exquisiteces y, mientras él probaba diferentes creaciones de langosta, mollejas y morcilla con nombres increíbles, ella fue a enseñarle la fotografía al personal.

—Sí, estuvo aquí el sábado —recordó una joven del servicio de sala—. Era la de la silla de ruedas.

Rosalie también miró la fotografía con curiosidad.

—Es verdad —corroboró—. Por cierto, te habría bastado con preguntarle a la abuela, porque estaba sentada a su lado.

—¿Ah, sí? —Bodenstein recuperó la hoja.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó su hija, intrigada.

—¡Rosalie! ¿Tengo que limpiar yo solo toda la verdura? —vociferó St. Clair desde el fondo de la cocina, y la chica desapareció como el rayo.

Bodenstein y su cuñada intercambiaron una mirada.

—Ya sabes, hay que empezar desde abajo… —Marie-Louise se permitió sonreír divertida antes de volver a arrugar la frente al recordar algo que tenía que hacer antes de la hora que quedaba para abrir el restaurante.

Bodenstein le dio las gracias por el tentempié y salió del castillo sintiéndose como nuevo.

El profesor Elard Kaltensee disculpó a su madre cuando Bodenstein se presentó en El Molino por la tarde. La noticia de la muerte violenta de su amiga la había afectado tanto que su médico había tenido que darle un tranquilizante y ya estaba durmiendo.

—Pase, por favor. —Daba la sensación de que Elard Kaltensee estaba a punto de salir de casa, pero aun así no parecía tener prisa—. ¿Puedo ofrecerle algo para beber?

Bodenstein lo siguió hasta el salón, pero rechazó el ofrecimiento con educación. La mirada se le fue hacia las ventanas, por donde se veían parejas de guardas de seguridad armados, patrullando de un lado a otro.

—Han reforzado ustedes considerablemente las medidas de seguridad —comentó—. ¿Hay algún motivo para ello?

Elard Kaltensee se sirvió un coñac y se quedó de pie con cara de ausente tras uno de los sillones. Era evidente que la muerte de Anita Frings lo había afectado tan poco como las de Goldberg y Schneider, pero había algo que lo preocupaba. La mano con la que sostenía el coñac le temblaba, y parecía que no había dormido bien.

—Mi madre sufre ya de manía persecutoria. Ahora cree que podría ser la siguiente en morir de un tiro en la nuca en la puerta de casa —dijo—. Por eso mi hermano ha enviado a sus tropas.

Bodenstein se quedó perplejo ante el cinismo que desprendían las palabras de Kaltensee.

—¿Qué puede decirme usted de Anita Frings? —preguntó.

—No demasiado. —Lo miró pensativamente con sus ojos enrojecidos—. Era una amiga de juventud de mi madre, de la Prusia Oriental, que luego vivió en la RDA. Tras la muerte de su marido, poco después de la reunificación de Alemania, se trasladó a Vistas del Taunus.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—El sábado, en la fiesta de cumpleaños de mi madre. No hablé mucho con ella, sería exagerado decir que la conocía bien.

Elard Kaltensee dio un trago de coñac.

—Por desgracia, todavía no tenemos muy claro hacia dónde dirigir las investigaciones en los casos de los asesinatos de Schneider y Anita Frings —reconoció Bodenstein con franqueza—. Me sería de mucha ayuda que pudiera explicarme más cosas sobre las amistades de su madre. ¿Quién podría estar interesado en la muerte de los tres?

—Eso no puedo saberlo, por más que quiera —repuso Kaltensee con educado desinterés.

—Goldberg y Schneider fueron asesinados con la misma arma —dijo Bodenstein—. La munición era de la Segunda Guerra Mundial. Y en los tres escenarios hemos encontrado el número 16145. Partimos de la base de que se trata de una fecha sobre la que, sin embargo, no sabemos nada. ¿Qué le dice a usted el 16 de enero de 1945?

El inspector jefe observó el semblante impertérrito de su interlocutor y esperó en vano a que exteriorizara algún tipo de sentimiento.

—El 16 de enero de 1945, Magdeburgo fue bombardeado por los Aliados —dijo Kaltensee, como buen historiador—. Hitler abandonó ese día su cuartel general secreto de Wetterau y se trasladó junto con su Estado Mayor al búnker de la Cancillería del Reich, del cual ya no volvió a salir. —Hizo una pausa para reflexionar—. En enero de 1945, mi madre y yo huimos de la Prusia Oriental. Si fue el 16 en concreto, lo ignoro.

—¿Se acuerda usted de eso?

—Muy vagamente. No se trata de recuerdos gráficos, era demasiado pequeño. A veces creo que todo aquello que yo considero un recuerdo se ha ido formando en mi cabeza con el paso de los años a través de películas y reportajes de televisión.

—¿Cuántos años tenía usted entonces, si puedo preguntar?

—Desde luego. —Kaltensee dio vueltas a su vaso, vacío una vez más, entre sus manos—. Nací el 23 de agosto de 1943.

—Entonces es difícil que recuerde nada de todo eso —repuso Bodenstein—. Ni siquiera tenía dos años.

—Extraño, ¿verdad? Aun así, más adelante estuve varias veces en mi antiguo hogar. Tal vez he acabado imaginándolo todo.

Bodenstein se preguntó si Elard Kaltensee conocería el secreto de Goldberg. Le resultaba difícil sondear a ese hombre. De pronto se le ocurrió algo.

—¿Llegó a conocer a su padre biológico? —preguntó, y no le pasó por alto la sorpresa que asomó un momento a la expresión del profesor.

—¿Qué le ha hecho pensar eso?

—No puede ser hijo de Eugen Kaltensee.

—Cierto, pero mi madre nunca ha considerado necesario comunicarme la identidad de mi verdadero padre. Mi padrastro me adoptó cuando tenía cinco años.

—¿Cómo se apellidaba hasta entonces?

—Zeydlitz-Lauenburg. Igual que mi madre. No estaba casada.

En algún rincón de la casa, un reloj dio la hora con siete melódicas campanadas.

—¿Podría Goldberg haber sido su padre? —aventuró el inspector jefe.

Kaltensee torció el gesto y forzó una sonrisa.

—¡Por el amor de Dios! Solo imaginarlo me parece espantoso.

—¿Y eso por qué?

Elard Kaltensee se volvió hacia el aparador y se sirvió otro coñac.

—Goldberg no me soportaba —explicó entonces—. Y yo tampoco a él.

Bodenstein esperó a que siguiera hablando, pero no dijo más.

—¿De qué lo conocía su madre? —preguntó.

—Seguramente eran de pueblos vecinos. Estudió el bachillerato con el hermano de mi madre, por el que me pusieron mi nombre.

—Qué raro —comentó Bodenstein—. Entonces, su madre sí que debía de saberlo.

—¿A qué se refiere?

—A que Goldberg, en realidad, no era judío.

—¿Cómo dice? —La perplejidad de Kaltensee parecía auténtica.

—En la autopsia le encontraron un tatuaje en el brazo izquierdo con su grupo sanguíneo, como los que solo llevaban los miembros de las SS.

Kaltensee se quedó mirando fijamente a Bodenstein; una vena le palpitaba en la sien.

—Peor aún que hubiese sido mi padre —dijo, sin rastro de humor.

—Suponemos que nos apartaron de la investigación del caso Goldberg por ese motivo —siguió explicando Bodenstein—. Alguien está interesado en que la verdadera identidad de Goldberg continúe oculta, pero ¿quién?

Elard Kaltensee no respondió. Las sombras que se veían bajo sus ojos enrojecidos parecían haberse oscurecido más aún. Tenía muy mal aspecto. Se dejó caer con pesadez en el sillón y se pasó una mano por la cara.

—¿Cree que su madre conocía el secreto de Goldberg?

Durante unos instantes, Kaltensee le dio vueltas a esa posibilidad.

—Quién sabe —dijo entonces con amargura—. Una mujer que es capaz de no decirle a su hijo quién es su querido padre, también es perfectamente capaz de fingir ante el mundo entero durante sesenta años.

Elard Kaltensee no quería a su madre, pero ¿por qué vivía entonces bajo el mismo techo que ella? ¿Albergaba quizá la esperanza de que algún día le desvelara su verdadera ascendencia? ¿O había alguna otra razón? Y, en tal caso, ¿cuál?

—También Schneider había pertenecido a las SS —dijo Bodenstein—. El sótano de su casa es un auténtico museo del nazismo. Y también tenía ese tatuaje.

Elard Kaltensee miraba al vacío sin decir nada, y Bodenstein habría dado muchísimo más que un penique por poder leerle el pensamiento.

Pia extendió sobre la mesa de su cocina la maraña de papel que había sacado de la trituradora de la secretaría y se puso manos a la obra. Fue alisando las finas bandas con meticulosidad y las puso unas junto a otras, pero las dichosas tiras se rizaban bajo sus dedos y se negaban, obstinadamente, a desvelar su secreto. Pia sintió que empezaba a sudar. La paciencia nunca había sido su fuerte y, al cabo de un rato, tuvo que reconocer que lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido. Se rascó la cabeza, pensativa, y buscó la forma de aligerar el trabajo. Su mirada recayó entonces en sus cuatro perros y luego sobre el reloj. Mejor sería ocuparse primero de los animales, antes de caer víctima de un arrebato de ira y acabar tirando todo el montón de papel a la basura. En realidad, esa tarde había tenido la intención de recoger el caos de zapatos sucios, chaquetas, cubos y bridas que había invadido el zaguán, pero eso tendría que esperar.

La inspectora marchó hacia el establo, limpió el estiércol y esparció paja limpia. Después salió a buscar los caballos a los pastos. Pronto sería el momento de recoger el heno, si el tiempo no le fastidiaba los planes. También hacía días que debería haber segado otra vez los márgenes de hierba que había a izquierda y derecha de la entrada. Cuando abrió la puerta de los pesebres, se encontró allí plantados a los dos gatos que hacía un par de meses habían decidido trasladarse a vivir a la propiedad. El negro saltó sobre la estantería que quedaba por encima de la superficie de trabajo. Antes de poder impedírselo, ya había tirado al suelo una hilera de botellas y latas, y corrió a ponerse a cubierto.

—¡Serás cabrito! —le gritó Pia al gato.

Se inclinó y, al recoger el pulverizador del acondicionador para crin y cola, tuvo una idea. Dio de comer a toda prisa a los perros, los gatos, la volatería y los caballos, y regresó corriendo a la casa. Vació lo que quedaba del acondicionador en el fregadero y rellenó el pulverizador con agua clara. Después dispuso las tiras de papel sobre un paño de cocina, y las fue peinando con los dedos mientras las rociaba con agua. Luego colocó un segundo paño encima. Tal vez su esfuerzo fuera en vano, pero quizá no. Tanto secretismo de la secretaria la había hecho sospechar. ¿Se habría dado cuenta la mujer de que había vaciado la trituradora de papel? Pia rio entre dientes al pensarlo y se puso a buscar la plancha.

Antes, con Henning, cada aparato tenía su sitio y los armarios estaban siempre ordenados hasta el último rincón. En la casa actual, por el contrario, reinaba el principio de la aleatoriedad. Más de dos años después de la mudanza, había algunas cajas que Pia seguía sin abrir. Por una cosa o por otra, siempre había algo que se lo impedía. Por fin encontró la plancha en el armario del dormitorio y se dispuso a alisar las tiras de papel húmedas. Entretanto, se comió una lasaña vegetal de microondas y una ensalada preparada. Ambos platos no eran más que la ilusión de una alimentación sana y rica en vitaminas, aunque siempre era mejor eso que un kebab o la comida basura. Para unir las tiras de papel, Pia se cargó de paciencia y puso en práctica todas las habilidades de coordinación manual que poseía. Renegó una y otra vez por su torpeza y sus dedos temblorosos, pero al fin lo consiguió.

—Muchas gracias, gato negro gordinflón —murmuró, y sonrió.

La hoja contenía información confidencial sobre la salud de Anita Maria Frings, de soltera Willumat. También figuraba su última dirección en Potsdam, antes de entrar en Vistas del Taunus. Al principio, Pia no acababa de entender por qué la secretaria no les había entregado la hoja sin más, pero entonces vio un nombre que llamó su atención. Miró el reloj de la cocina. Faltaba poco para las nueve. Todavía no era demasiado tarde para llamar a Bodenstein.

El móvil del inspector jefe estaba silenciado y vibró en el bolsillo interior de su americana. Al sacarlo, Bodenstein vio en la pantalla el nombre de su compañera. Elard Kaltensee seguía aún sentado sin decir nada, con el vaso de coñac vacío en una mano y la mirada perdida.

—¿Sí? —contestó en voz baja.

—Jefe, he descubierto algo. —Pia Kirchhoff estaba exaltada—. ¿Ya has ido a casa de Vera Kaltensee?

—Ahí estoy.

—Pues pregúntale cómo se ha enterado de la muerte de Anita Frings y cuándo lo ha sabido. Me encantará saber qué te contesta. El nombre de Vera estaba en el ordenador de Vistas del Taunus, figuraba como la persona a quien había que avisar en caso de emergencia. Era la tutora legal de Anita Frings y también le pagaba la residencia. ¿Te acuerdas de cómo se ha extrañado la encargada de que no nos hubieran informado aún? Seguro que la directora ha llamado primero a Vera Kaltensee para recibir instrucciones.

Bodenstein la escuchó con atención y se preguntó cómo sabía de pronto todo eso su compañera.

—¡A lo mejor no le han permitido informarnos porque los Kaltensee, por seguridad, querían vaciar primero el apartamento de la señora Frings!

Un coche pasó por delante de las ventanas, y luego otro. Los neumáticos crujían sobre la grava.

—Tengo que dejarte —interrumpió Bodenstein a su compañera, que seguía hablando—. Te llamaré en cuanto pueda.

Segundos después, se abrió la puerta del salón y por ella entró una mujer alta y de pelo oscuro, seguida de Sigbert Kaltensee. Elard, todavía sentado en su sillón, ni siquiera levantó la mirada.

—Buenas noches, inspector jefe. —Sigbert Kaltensee le tendió la mano con una sonrisa sobria—. Permítame que le presente a mi hermana Jutta.

En persona, la mujer causaba una impresión muy diferente a la de la dura política que Bodenstein conocía hasta entonces solo por la televisión: más femenina, más guapa. Sí, inesperadamente atractiva. Aunque no era ni mucho menos su tipo, se sintió fascinado por ella desde el primer momento. Antes de que Jutta Kaltensee pudiera darle la mano, Bodenstein ya la había desnudado con la mirada y se la había imaginado sin ropa. Sus pensamientos obscenos le resultaron bochornosos y casi se ruborizó bajo la mirada inquisitiva de sus ojos azules, que por su parte lo estaban evaluando a él. A la pequeña de los Kaltensee también parecía gustarle lo que veía.

—Mi madre me ha hablado mucho de usted. Me alegro de poder conocerlo al fin en persona. —Sonrió con una seriedad comedida, estrechó la mano de Bodenstein y la retuvo unos instantes más de lo necesario—. Aunque sea en estas tristes circunstancias.

—En realidad yo solo quería hablar un momento con su señora madre. —Bodenstein se esforzó por contener la agitación interior que había provocado en él la mirada de Jutta Kaltensee—. Pero su hermano me estaba diciendo que no se encuentra demasiado bien.

—Anita era su amiga de toda la vida. —La mujer le soltó la mano y suspiró con preocupación—. Los acontecimientos de estos últimos días la han afectado tanto que estoy empezando a preocuparme. Mi madre ya no está tan fuerte como ella cree. ¿Quién habrá hecho algo así?

—Para descubrirlo voy a necesitar su ayuda —dijo Bodenstein—. ¿Podrían dedicarme un momento y contestar un par de preguntas?

—Desde luego —respondieron Sigbert y Jutta Kaltensee al unísono.

De repente, también su hermano Elard despertó de su estado de apática meditación. Se levantó, dejó el vaso vacío en una mesita auxiliar y dirigió la mirada enrojecida hacia sus hermanos, a los cuales superaba en altura por una cabeza.

—¿Vosotros sabíais que Goldberg y Schneider estuvieron en las SS?

Sigbert Kaltensee reaccionó levantando apenas las cejas, pero en la cara de su hermana Bodenstein creyó ver una expresión de horror.

—¿Que el tío Jossi era un nazi? ¡No digas tonterías! —Rio con incredulidad y negó con la cabeza—. Pero ¿qué estás diciendo, Elard? ¿Es que estás borracho?

—Hacía años que no estaba tan sobrio. —Kaltensee miró seria y fijamente a su hermana, y después a su hermano con odio—. A lo mejor por eso lo veo ahora tan claro. ¡En esta familia de embusteros no hay quien aguante si no es estando como una cuba!

Era evidente que a Jutta le avergonzaba el comportamiento de su hermano mayor. Miró a Bodenstein de reojo y le sonrió como para disculparse.

—Ambos llevaban un tatuaje con su grupo sanguíneo, como los que se hacían en las SS —siguió explicando Elard Kaltensee con expresión sombría—. Y, cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que es cierto. Precisamente Goldberg, que…

—¿Es eso cierto? —le preguntó Jutta a Bodenstein, interrumpiendo a su hermano.

—Sí, lo es —corroboró él, y asintió con la cabeza—. Hemos encontrado esos tatuajes en las autopsias.

—¡Esto es increíble! —Se volvió hacia su hermano Sigbert y le dio la mano como si buscara amparo en él—. No sé, de Herrmann tampoco me extrañaría tanto, pero el tío Jossi… ¡No puede ser!

Elard Kaltensee abrió la boca para decir algo, pero su hermano se le adelantó.

—¿Han podido encontrar ya a Robert? —preguntó Sigbert.

—No, todavía no hemos dado con él.

Siguiendo una vaga intuición, Bodenstein no les había dicho a los hermanos nada sobre el brutal asesinato de Monika Kramer, pero se había fijado en que Elard Kaltensee no había mencionado siquiera a Watkowiak.

—Ah, señor Kaltensee —dijo entonces, volviéndose hacia el profesor—. ¿Cuándo y a través de quién se han enterado de la muerte de Anita Frings?

—Mi madre ha recibido una llamada esta mañana —contestó Elard Kaltensee—. A eso de las siete y media. Le han comunicado que Anita había desaparecido de su apartamento. Un par de horas después ha llegado la noticia de que estaba muerta.

Bodenstein se sorprendió ante esa respuesta tan sincera. O bien el profesor no tenía suficiente presencia de ánimo para mentir, o no estaba al corriente de nada. A lo mejor también Pia Kirchhoff se equivocaba y los Kaltensee no habían tenido nada que ver con la desaparición de los objetos personales de la anciana.

—¿Cómo ha reaccionado su madre?

A Kaltensee le sonó el móvil. Miró un momento la pantalla y su semblante inexpresivo se iluminó.

—Discúlpeme —dijo de pronto—. Tengo que ir a la ciudad. Una cita importante.

Y, dicho eso, desapareció sin despedirse ni estrechar la mano al inspector jefe. Jutta lo siguió con la mirada, sacudiendo la cabeza.

—Parece que los líos de faldas con chicas que no tienen ni la mitad de años que él lo van consumiendo poco a poco —comentó con burla—. Hay que pensar que ya no es tan joven…

—Elard pasa en estos momentos por una crisis existencial —explicó Sigbert Kaltensee—. Tiene que perdonarle su comportamiento. Desde que se jubiló, hace medio año, ha caído en una profunda depresión.

Bodenstein contempló a los hermanos, que, a pesar de la diferencia de edad, parecían estar muy unidos. Sigbert Kaltensee era difícil de prever. Siempre alerta, casi exageradamente cortés, no había forma de saber lo que pensaba en realidad de su hermano mayor.

—¿Cuándo han sabido ustedes lo de la muerte de la señora Frings? —preguntó el inspector jefe.

—Elard me ha llamado sobre las diez y media. —Sigbert arrugó la frente al recordarlo—. Estaba en Estocolmo, por negocios, y he tomado enseguida el primer vuelo a casa.

Su hermana se sentó en una silla, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su blazer, encendió uno y dio una fuerte calada.

—Una mala costumbre. —Le dedicó un guiño cómplice a Bodenstein—. Pero no vaya a decírselo a mis votantes. Ni a mi madre.

—Prometido. —Bodenstein asintió, sonriendo.

Sigbert Kaltensee se sirvió un whisky y le ofreció al inspector jefe una bebida que este rechazó.

—A mí, por cierto, Elard me ha enviado un mensaje de texto —dijo entonces Jutta—. Estaba en una reunión plenaria, por eso había silenciado el móvil.

Bodenstein se acercó a un aparador sobre el que había fotos familiares en marcos de plata.

—¿Tienen ya alguna sospecha sobre quién puede haber cometido los tres asesinatos? —quiso saber Sigbert Kaltensee.

Bodenstein negó con la cabeza.

—Por desgracia, no —manifestó—. Ustedes conocían bien a los tres. ¿Quién podría estar interesado en sus muertes?

—Absolutamente nadie —afirmó Jutta Kaltensee, y dio otra calada—. Jamás le hicieron ningún daño a nadie. Al tío Jossi lo conocí cuando era ya muy mayor, pero siempre se portó muy bien conmigo. Nunca se olvidaba de traerme un regalo. —Sonrió, ensimismada—. ¿Te acuerdas de la silla de montar de gaucho, Berti? —le preguntó a su hermano.

Él hizo una mueca al oír que se dirigía a él con ese diminutivo infantil.

—Creo que yo tenía unos ocho o nueve años, apenas podía con el peso de la silla, pero mi poni debió de pensar que…

—Tenías diez años —recalcó Sigbert, corrigiendo a su hermana pequeña con un cariño entrañable—. Y el primero que te llevó de un lado a otro del salón con esa silla fui yo.

—Es verdad. Mi hermano mayor siempre hacía todo lo que yo quería. —El énfasis recayó en ese «todo».

Jutta expulsó el humo del cigarrillo por la nariz y le dedicó a Bodenstein una sonrisa en la que había algo más que mera curiosidad. El inspector jefe empezó a sentir calor.

—A veces —añadió ella sin apartar la mirada un momento— tengo ese poder sobre los hombres.

—Jossi Goldberg era una persona muy atenta y amable —opinó entonces Sigbert Kaltensee, y se colocó al lado de su hermana con su vaso de whisky en la mano.

Entre los dos fueron describiendo a Goldberg y a Schneider de forma muy diferente a como lo había hecho Elard. Todo de una manera muy natural, y aun así Bodenstein se sentía como el espectador de una obra de teatro.

—Herrmann y su mujer eran un matrimonio encantador. —Jutta Kaltensee apagó el cigarrillo en un cenicero—. De verdad. Yo los quería mucho. A Anita no la conocí hasta finales de los años ochenta. Me sorprendió mucho que mi padre le dejara en herencia una parte de la empresa. Por desgracia, sobre ella no puedo explicarle prácticamente nada. —Se puso de pie.

—Anita era la amiga de la infancia de mi madre —añadió Sigbert Kaltensee—. Se conocían casi desde que nacieron y nunca perdieron el contacto, aunque Anita vivió en la RDA hasta la reunificación.

—Ajá. —Bodenstein levantó una de las fotografías enmarcadas y la contempló, pensativo.

—Esa foto es de la boda de mis padres. —Jutta Kaltensee se acercó a él y levantó otro marco—. Y aquí… Ah, sí, Berti, ¿sabías que mamá había enmarcado esta fotografía?

Sonrió, divertida, y también su hermano rio entonces.

—Eso fue después del bachillerato de Elard —explicó él—. Odio esa foto.

Bodenstein podía entender por qué. Elard Kaltensee tenía en ella unos dieciocho años. Era alto, delgado y desprendía una especie de oscuro atractivo. A su lado, su hermano mediano parecía un cerdito rechoncho, con el pelo ralo y desvaído, y unos mofletes enormes.

—Y esa soy yo el día que cumplí los diecisiete. —Jutta dio unos golpecitos a otra fotografía y le lanzó a Bodenstein una mirada de reojo—. Estaba como un palillo. Mi madre incluso me llevó al médico a rastras porque pensaba que estaba anoréxica. Por desgracia, hay cosas que cambian. —Soltó una risilla y se pasó ambas manos por las caderas.

Bodenstein, que no les encontraba ningún defecto, comprobó un tanto desconcertado que la mujer, con ese gesto banal, había conseguido atraer su atención hacia su cuerpo, como si supiera lo que se le había pasado por la cabeza al verla aparecer. Mientras el inspector jefe seguía pensando si lo habría hecho a propósito, ella señaló otra fotografía. Jutta y una chica de pelo negro, las dos de veintitantos años, sonreían a la cámara.

—Mi mejor amiga, Katharina —explicó—. Y esas somos Kati y yo en Roma. Todos nos llamaban «las gemelas» porque éramos inseparables.

Bodenstein examinó la imagen. La amiga de Jutta parecía una modelo de revista. A su lado, la Jutta de aquel entonces era un ratoncillo gris. El inspector jefe señaló otro marco en el que se veía a una joven Jutta con un hombre de más o menos su misma edad.

—¿Quién está con usted en esta otra? —preguntó.

—Robert —respondió Jutta. Estaba tan cerca de él que Bodenstein podía oler su perfume y un leve toque a humo de tabaco—. Tenemos exactamente la misma edad, solo que yo soy un día mayor que él. Eso siempre molestó muchísimo a mi madre.

—¿Por qué?

—Piénselo un poco. —Se lo quedó mirando. Su rostro estaba tan cerca que podía distinguir hasta las motas oscuras que salpicaban sus ojos azules—. Mi padre las dejó embarazadas a ella y a otra mujer casi el mismo día.

La alusión tan franca de esas circunstancias tan íntimas incomodó un poco a Bodenstein. Ella pareció darse cuenta y sonrió con picardía.

—A Robert, por cierto, es a quien creo más capaz de haber hecho algo así —comentó Sigbert Kaltensee desde un segundo plano—. Sé que siempre intentaba sacarles dinero a nuestra madre y a sus amigos, incluso después de que yo mismo le prohibiera la entrada a esta casa.

Jutta volvió a dejar los marcos en su sitio.

—Está completamente acabado —confirmó ella con lástima—. Desde que salió de la cárcel, ya ni siquiera tiene un domicilio permanente. Es triste que haya tocado fondo de esa manera, y eso que ha tenido todas las oportunidades en la vida.

—¿Cuándo hablaron con él por última vez? —preguntó Bodenstein.

Los hermanos se miraron, intentando recordar.

—Hará ya un tiempo —respondió Jutta, un momento después—. Creo que fue durante mi última campaña electoral. Pusimos un stand en la zona peatonal de Bad Soden, y de repente me lo encontré ahí delante. Al principio ni siquiera lo reconocí.

—¿No pretendía incluso que le prestaras dinero? —Sigbert Kaltensee soltó un resoplido de desdén—. A ese nunca le ha importado nada que no sea el dinero, el dinero, siempre el dinero. Yo no lo he vuelto a ver desde que lo eché de aquí. Creo que comprendió que conmigo no tenía nada que hacer.

—Nos han apartado de la investigación del caso Goldberg —anunció Bodenstein entonces—, y hoy han vaciado por completo el apartamento de la señora Frings antes de que pudiéramos llegar.

Los hermanos Kaltensee se lo quedaron mirando, claramente sorprendidos por el brusco cambio de tema.

—¿Por qué iba nadie a vaciar el apartamento? —preguntó Sigbert.

—Tengo la sensación de que quieren impedir que investiguemos.

—¿Y eso por qué?

—Bueno… Supongo que esa es la pregunta del millón. No lo sé.

—Hmmm. —Jutta lo miró, pensativa—. Anita no era rica ni mucho menos, pero sí tenía algunas joyas. A lo mejor ha sido alguien de la residencia. No tenía hijos, y eso seguro que lo sabían.

También a Bodenstein se le había pasado por la cabeza esa posibilidad, pero para eso no habría hecho falta vaciar todos los muebles.

—No puede ser ninguna casualidad que a los tres los mataran de la misma forma —siguió reflexionando Jutta—. El tío Jossi tenía un pasado muy turbulento y seguro que no se granjeó solo amigos. Pero ¿el tío Herrmann? ¿O Anita? Eso sí que no puedo entenderlo.

—Lo que nos tiene intrigados es ese número que el asesino ha dejado en los tres escenarios. 16145. A mí me parece que es una advertencia, pero ¿de qué?

En ese momento se abrió la puerta. Jutta se sobresaltó al ver aparecer a Moormann en el umbral.

—¿Es que no sabes llamar? —lo increpó.

—Le ruego que me disculpe. —Moormann saludó educadamente a Bodenstein con un gesto de la cabeza mientras su cara de caballo seguía impertérrita—. La señora se encuentra peor. Solo quería informar a los señores antes de llamar al médico de guardia.

—Gracias, Moormann —dijo Sigbert—. Enseguida subimos.

El criado esbozó una reverencia y desapareció.

—Discúlpeme, por favor. —Sigbert Kaltensee parecía muy preocupado de repente. Sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior de su americana y se la tendió a Bodenstein—. Si tiene más preguntas, llámeme.

—Por supuesto. Transmítale a su madre mis deseos de que se recupere.

—Gracias. ¿Vienes, Jutta?

—Sí, enseguida.

Jutta esperó a que su hermano se hubiera ido y luego sacó un cigarrillo del paquete con dedos inquietos. Se había quedado pálida.

—¡Es terrible ese Moormann! —Dio una honda calada—. ¡Se cuela por todas partes sin hacer ningún ruido y luego me da unos sustos de muerte, el viejo espía!

Bodenstein se extrañó. Jutta había crecido en esa casa y seguro que estaba acostumbrada desde pequeña a la discreción del personal doméstico. Ambos cruzaron el vestíbulo de entrada hasta la puerta. La mujer miró a su alrededor con recelo.

—Por cierto, existe otra persona con la que debería hablar usted —dijo, bajando la voz—. Thomas Ritter, el antiguo ayudante de mi madre. Lo creo capaz de cualquier cosa.

Bodenstein caminó hasta su coche dándole vueltas a la cabeza. Elard Kaltensee no tenía ningún aprecio ni por su madre ni por sus hermanos, y ellos dos le correspondían su antipatía con desdén. Pero, entonces, ¿por qué vivía en El Molino? Sigbert y Jutta Kaltensee se habían mostrado educados y solícitos, y no habían dudado en contestar cada una de sus preguntas, pero también ellos dos parecían sorprendentemente poco afectados por las brutales muertes de los tres ancianos a los que, en principio, tanto habían querido. Bodenstein se quedó de pie junto al coche. Algo lo había dejado muy desconcertado durante su conversación con los dos hermanos, pero ¿qué era? Estaba cayendo la noche. Se oyó el siseo con que se encendió el riego automático, responsable del suave verde de los extensos céspedes, y entonces lo recordó. Había sido una frase que Jutta no había pronunciado más que de pasada, pero que podía resultar crucial.