Poco antes de las ocho, Bodenstein subía destrozado y medio a rastras la escalera hasta el primer piso, donde estaban los despachos de la K 11. La niña se había pasado la mitad de la noche llorando. Cosima había tenido el detalle de irse con ella a la habitación de invitados, pero aun así él apenas había pegado ojo. Después, un accidente en la carretera, poco antes de la entrada a Hofheim, lo había retenido una buena media hora y, para colmo de desgracias, el comisario Nierhoff salía por la puerta de su despacho justamente cuando el inspector jefe llegaba al último escalón.
—Buenos días, buenos días. —Nierhoff lo saludó frotándose las manos, campechano—. ¡Enhorabuena! ¡Sí que ha ido rápido! Un trabajo estupendo, Bodenstein.
Este miró molesto a su jefe y comprendió que Nierhoff había estado esperando a que llegara. Bodenstein no podía soportar que lo asaltaran de esa forma antes de haber podido dar por lo menos un sorbo a una taza de café.
—Buenos días —contestó—. ¿De qué me está hablando?
—Vamos a informar ahora mismo a la prensa —prosiguió Nierhoff, imperturbable—. Ya le he dado instrucciones a nuestro portavoz y a todas…
—Pero ¿de qué quiere informar a la prensa? —preguntó Bodenstein, interrumpiendo la perorata del comisario—. ¿Me he perdido algo?
—Los asesinatos ya están resueltos —celebró Nierhoff—. Ha dado usted con el criminal, así que el caso está cerrado.
—¿Quién ha dicho eso? —Bodenstein saludó con la cabeza a dos compañeros que pasaron junto a él.
—La agente Fachinger me ha dicho que…
—Un momento. —A Bodenstein le daba igual ser educado o no—. Ayer encontramos el cadáver de una conocida de un hombre que en algún momento estuvo en el escenario de ambos crímenes, pero por el momento nos faltan tanto el arma homicida como una prueba concluyente que certifique que, efectivamente, fue él quien cometió los asesinatos. Todavía no hemos resuelto los casos, ni mucho menos.
—¿Por qué quiere hacerlo más complicado de lo que es, Bodenstein? Ese hombre ha matado por pura codicia, todas las pruebas apuntan en esa dirección. Y después ha asesinado también a su confidente. Tarde o temprano le echaremos el guante, y entonces conseguiremos una confesión. —Para Nierhoff estaba más claro que el agua—. He convocado la rueda de prensa a las once. Me gustaría que estuviera usted allí.
Bodenstein no se lo podía creer. El día parecía estar resultando aún peor de lo que había empezado.
—A las once en punto abajo, en la sala de reuniones grande —dijo el comisario sin darle pie a objetar nada—. Después quiero hablar con usted en mi despacho.
Dicho eso, desapareció con una sonrisa de satisfacción.
Bodenstein, cabreado, abrió de golpe la puerta del despacho de Hasse y Fachinger. Ambos estaban ya allí, sentados a sus escritorios. Hasse escribía deprisa en el teclado de su ordenador, pero en ese momento a Bodenstein le daba igual si estaba otra vez navegando en Internet por asuntos privados o si estaba buscando un lugar agradable para pasar los años de la jubilación en el sur.
—Fachinger. —El inspector jefe llamó a su colaboradora más joven sin molestarse siquiera en saludar—. Acompáñame a mi despacho.
Por muy enfadado que estuviera, no quería echarle la bronca delante de otro compañero.
Poco después, la chica entró en el despacho con cara de miedo y cerró la puerta sin hacer ruido. Bodenstein se sentó a su escritorio, sin ofrecer asiento a la agente.
—¿Cómo se te ha ocurrido decirle al comisario que habíamos solucionado los dos casos de asesinato? —preguntó con brusquedad y sin dejar de mirar a su subordinada.
Era bastante joven y muy eficiente, pero le faltaba algo de seguridad en sí misma, y a veces tendía a cometer errores por puro celo profesional.
—¿Yo? —Kathrin Fachinger se puso colorada—. Pero ¿qué le he dicho yo?
—¡Sí, eso es lo que me gustaría saber a mí también!
—Él… se pasó ayer por la tarde por… por la sala de reuniones —balbuceó Kathrin Fachinger, nerviosa—. Te estaba buscando porque quería saber cómo iban las investigaciones. Yo le dije que Pia y tú habíais encontrado el cadáver de la novia del hombre que había dejado sus huellas en sendos escenarios de los crímenes.
Bodenstein miró fijamente a su subordinada. Su cólera desapareció tan deprisa como había estallado.
—No le dije nada más —reiteró la agente—. De verdad que no, jefe. Te lo juro.
Bodenstein la creyó. El comisario tenía tanta prisa por ver ese caso resuelto que había encajado los resultados de las investigaciones como mejor le había parecido. Aquello era escandaloso, y muy raro.
—Te creo —dijo el inspector jefe—, disculpa mi tono, pero es que estoy algo enfadado. ¿Behnke ha llegado ya?
—No. —Kathrin parecía sentirse incómoda—. Creo… que le han dado la baja.
—Ah, sí. ¿Y Kirchhoff?
—Esta mañana tenía que acompañar a su novio al aeropuerto y después se iba directamente al Anatómico Forense. La autopsia de Monika Kramer empieza a las ocho.
—Menuda pinta traes… —fue el saludo que le dedicó el doctor Henning Kirchhoff a su exmujer a las ocho de la mañana en la Sala de Disección 2 del Instituto Anatómico Forense.
Pia se miró un segundo en el espejo que había sobre el lavamanos. Ella no se veía tan horrible, teniendo en cuenta que no había dormido ni la mitad de la noche y que diez minutos antes había estado llorando en el coche. En medio del caos del aeropuerto, la despedida de Christoph se le había hecho muy corta. A la entrada de la Terminal B lo estaban esperando dos colegas que también iban al congreso de Sudáfrica, y Pia había comprobado, con una punzada de celos, que el colega de Berlín era en realidad «una» colega, y bastante atractiva, además. Un último abrazo, un fugaz beso de despedida y Christoph desapareció con sus compañeros en el edificio de la terminal. Pia, que no estaba preparada para esa abrumadora sensación de vacío, se había quedado allí plantada hasta que había dejado de verlo.
—¿Te acuerdas de mi amiga Miriam? —le preguntó a Henning.
—La señorita Horowitz y yo, por fortuna, nos vimos una única vez y de eso hace ya muchos años.
La frase sonó algo avinagrada, y Pia recordó entonces que Miriam había llamado una vez a Henning «doctor Frankenstein sin gracia», a partir de lo cual él siempre se había referido a ella despectivamente como «la boba de las fiestas».
Por un momento consideró explicarle a su exmarido la evolución profesional de Miriam, pero lo dejó estar.
—Da igual —dijo—. Me la he encontrado por casualidad, trabaja en el Instituto Fritz Bauer.
—Seguro que le buscó el puesto su papá.
Henning volvía a demostrar que era rencoroso, pero Pia no hizo caso.
—Le he pedido que investigue un poco sobre Goldberg. Al principio no quería creer que hubiera sido un nazi, claro, pero después dio con unos documentos sobre Goldberg y su familia en el archivo del instituto. Los nazis lo documentaron todo hasta la saciedad.
Ronnie, el ayudante del forense, se acercó a Pia y se colocó junto a la mesa en la que ya habían dispuesto el cadáver desnudo y limpio de Monika Kramer, que allí, en aquel entorno clínico, había perdido todo su horror. Pia informó de que Goldberg, su familia y todos los habitantes judíos de Angerburg fueron enviados al campo de concentración de Plaszow en marzo de 1942. Mientras que la familia de Goldberg había muerto allí, él había logrado sobrevivir en ese campo hasta 1945, cuando fue clausurado. Trasladaron entonces a todos los presos a Auschwitz, donde Goldberg fue asesinado en las cámaras de gas ese mismo enero. En la sala de disección se hizo un silencio total. Pia miró a los dos hombres con expectación.
—Sí, ¿y qué? —preguntó Henning con desdén—. ¿Qué tiene eso de espectacular?
—¿No lo entiendes? —A Pia le molestó su reacción—. Es la prueba indiscutible de que el hombre al que tuviste en tu mesa no era David Josua Goldberg.
—¡Pues muy bien! —Henning se encogió de hombros sin dejarse impresionar—. Por cierto, ¿dónde se ha metido ese fiscal? ¡Detesto la falta de puntualidad más que la peste!
—El fiscal ya está aquí —dijo una voz femenina—. Buenos días a todos.
Valerie Löblich, la fiscal, entró con la cabeza muy alta, saludó al ayudante del forense y pasó sin decir nada por delante de Pia, que por su parte constató con interés la repentina incomodidad de Henning.
—Buenos días, señora Löblich —se limitó a decir el forense.
—Buenos días, doctor Kirchhoff —repuso la fiscal con frialdad.
La corrección con la que se saludaron hizo sonreír a Pia, que pensó en la última vez que había visto a la fiscal, en el salón del piso de Henning, en una posición que solo podía describirse como altamente comprometedora. En aquella ocasión, tanto la fiscal como Henning llevaban encima mucha menos ropa.
—Pues ya podemos empezar. —Kirchhoff evitó todo contacto visual con la fiscal Löblich y con Pia, y se sumergió en su trabajo.
En su momento, Kirchhoff le había asegurado a Pia que, a pesar de todos los esfuerzos de la fiscal, su aventura había quedado en ese único encuentro, y Pia sabía que Löblich la culpaba a ella, así que se mantuvo en un discreto segundo plano mientras Henning realizaba el examen exterior del cuerpo y le iba dictando sus comentarios al micrófono que llevaba al cuello.
—Ahora se ha ligado a un juez —le susurró Ronnie a Pia, y señaló con un leve gesto de cabeza a la fiscal, que estaba con los brazos cruzados justo delante de la mesa de autopsias.
La inspectora se encogió de hombros. A ella le daba absolutamente igual. Las leves agujetas que sentía en los muslos y la espalda le recordaron su noche de pasión, y se puso a calcular cuánto tardaría Christoph en aterrizar en Ciudad del Cabo. Le había prometido que le enviaría un mensaje de texto en cuanto llegara. ¿Se acordaría de hacerlo? Esos pensamientos la distrajeron tanto que apenas se enteró de lo que hacía Henning.
El forense agrandó el brutal corte que el asesino le había infligido a la chica, fue extrayendo los órganos uno a uno y diseccionó el corazón. Ronnie llevó muestras del contenido del estómago al laboratorio, un piso más arriba. Durante todo ese rato, nadie dijo una sola palabra, salvo el forense, que iba comentando su trabajo a media voz para dejar grabada el acta de la autopsia.
—¡Pia! —espetó Henning de pronto—. ¿Estás dormida?
El sobresalto la sacó de sus pensamientos. Pia dio un paso al frente al mismo tiempo que la fiscal se acercaba también a la mesa.
—Tenéis que buscar una navaja con hoja Hawkbill de unos diez centímetros de largo —le dijo Kirchhoff a su exmujer—. El asesino realizó la incisión con mucha fuerza y sin vacilaciones. La hoja llegó a causar daños en los órganos internos y dejó marcas de corte en las costillas.
—¿Qué es una hoja Hawkbill? —preguntó la fiscal.
—Yo no soy su profesor de repaso. Haga los deberes —le soltó Kirchhoff.
Pia sintió entonces lástima por ella.
—Las navajas Hawkbill tienen la hoja curva, con forma de media luna —explicó—. Son originarias de Indonesia, donde se utilizaban para la pesca. Esas hojas no están pensadas para cortar, se utilizan exclusivamente como navajas de pelea.
—Gracias. —La fiscal le dirigió un gesto con la cabeza.
—Una navaja así no se compra en el supermercado. —El mal humor del forense había empeorado de pronto por motivos incomprensibles—. La última vez que vi este tipo de heridas fue en víctimas del Ejército de Liberación de Kosovo.
—¿Qué le ha pasado en los ojos? —Pia se esforzaba por ser lo más objetiva posible, pero se estremeció solo con pensar en lo que habría tenido que soportar la mujer antes de morir.
—¿Qué quieres que le haya pasado? —contestó su exmarido, crispado—. Todavía no he llegado ahí.
Pia y la fiscal cruzaron una mirada de comprensión que no le pasó por alto a Kirchhoff. El forense empezó a examinar el abdomen de la mujer, extrajo muestras y masculló algo casi ininteligible. Pia se compadeció de la secretaria que tuviera que transcribir el acta de la autopsia. Veinte minutos después, Kirchhoff contemplaba los labios azulados del cadáver con una lupa y luego examinó el orificio de la boca con detenimiento.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó la fiscal, impaciente—. No nos tenga innecesariamente en vilo.
—Un poco de paciencia, por favor, señora fiscal —repuso Kirchhoff con aspereza.
Agarró un escalpelo y seccionó el esófago y la laringe. Entonces, con cara de total concentración, extrajo varias muestras más con bastoncillos de algodón y se las fue pasando una tras otra a su ayudante. Por fin acercó una lámpara ultravioleta e iluminó con ella la boca y el esófago abierto de la víctima.
—¡Madre mía! —exclamó a la vez que se erguía—. ¿Quiere ver esto, señora fiscal?
Valerie Löblich asintió enseguida y se acercó.
—Tiene que ponerse más cerca —dijo Kirchhoff.
Pia, que ya sospechaba lo que podía verse ahí, sacudió la cabeza. ¡Henning se estaba pasando de la raya! También Ronnie sabía de qué iba la cosa y tuvo que esforzarse por contener la risa.
—Yo no veo nada —dijo la fiscal.
—¿No le llaman la atención esas manchas azules que brillan?
—Pues sí. —La mujer levantó la cabeza y arrugó la frente—. ¿La envenenaron?
—Sí, claro… Si el esperma estaba envenenado o no, es algo que no puedo afirmar en estos momentos. —Kirchhoff sonrió con burla—. Pero ya lo veremos en el laboratorio.
La fiscal se puso roja al comprender que acababa de ser víctima de una broma de mal gusto.
—¿Sabes una cosa, Henning? ¡Eres un cabrón! —masculló, enfadada—. Si sigues así, el día en que tú mismo estés tumbado en esta mesa llegará antes de lo que piensas. —Giró sobre sus talones y salió de la sala.
El forense la siguió con la mirada, después hizo un gesto de indiferencia y miró a Pia.
—Ya lo has oído —dijo, con cara de inocente—. Una amenaza de muerte en toda regla. En fin. Qué poco sentido del humor tienen estas fiscales.
—Eso no me gusta nada —repuso Pia—. ¿La violaron?
—¿A quién? ¿A Löblich?
—No tiene ni pizca de gracia, Henning —lo cortó Pia—. ¿Y bien?
—¡Por Dios! —exclamó el forense con inusual vehemencia tras asegurarse de que su ayudante había salido también—. ¡Es que me pone de los nervios! ¡No hay forma de que me deje en paz, no hace más que llamarme para soltarme bobadas!
—A lo mejor le has dado pie a que se haga falsas ilusiones.
—Eres tú quien le ha dado pie a falsas ilusiones —le reprochó—. ¡Insistiéndome para que nos divorciemos!
—Me parece que se te ha ido la cabeza. —Pia estaba atónita—. Pero tranquilo, seguramente después de la actuación estelar de hoy te habrás librado de ella.
—No tendré tanta suerte. Dentro de una hora, a más tardar, volverá a aparecer por aquí.
Pia miró a su exmarido con dureza.
—Me juego lo que sea a que me mentiste —dijo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él con especial ingenuidad.
—Que el numerito del verano pasado en la mesa del salón no fue la única vez, como has querido hacerme creer. ¿Tengo razón?
Kirchhoff puso cara de culpable descubierto, pero, antes de que pudiera decir nada, Ronnie Böhme volvió a entrar a la sala de disección y el forense recuperó al instante toda su profesionalidad.
—No, no la violaron, pero sí practicó sexo oral antes de morir —explicó—. Después le infligieron las otras heridas, que sin duda le causaron la muerte. Murió desangrada.
—Monika Kramer se desangró a causa de las graves heridas que le infligieron con una navaja de hoja Hawkbill —informó Pia a sus compañeros una hora después, en la sala de reuniones—. En la cavidad bucal y el esófago se han encontrado restos de semen. Tenemos el ADN de Watkowiak en el ordenador, así que tardaremos como mucho un par de días en comprobar si es suyo. También habrá que esperar para saber si entre las muestras que se han extraído del cadáver, fibras, cabellos y demás, hay ADN de una tercera persona. Los compañeros de criminalística están trabajando a toda máquina.
Bodenstein le lanzó una rápida mirada al comisario Nierhoff con la esperanza de que se diera cuenta de lo poco consistentes que eran las pruebas. Abajo esperaba el nutrido grupo de periodistas a quienes Nierhoff había invitado para colgarse la medalla por la rapidísima resolución de los asesinatos de Goldberg y Schneider.
—Ese hombre se ha deshecho de su confidente después de haberle contado lo de los dos asesinatos —dijo Nierhoff poniéndose en pie—. Una clara prueba de su predisposición a cometer actos violentos. Buen trabajo, compañeros. Bodenstein, no lo olvide: a las doce en mi despacho.
Ya había salido de la sala y se dirigía a grandes pasos hacia la rueda de prensa sin repetirle a Bodenstein que lo acompañara. Durante un momento, se quedaron todos callados.
—¿Qué irá a explicarles allí abajo? —preguntó Ostermann.
—Ni idea. —Bodenstein ya se había resignado—. En cualquier caso, una información errónea no hará ningún daño a estas alturas.
—¿O sea que no crees que Watkowiak sea el asesino de Goldberg y Schneider? —preguntó Kathrin Fachinger con timidez.
—No —contestó el inspector jefe—. Es un delincuente habitual, pero no un asesino. Como tampoco creo que haya matado a Monika Kramer.
Fachinger y Ostermann miraron a su jefe con sorpresa.
—Tengo la sospecha de que hay una tercera persona de por medio, pero, para evitar que siguiéramos husmeando por ahí, tenía que aparecer un culpable al que poder endosarle las muertes de Goldberg y Schneider.
—¿Crees que la muerte de Monika Kramer puede ser un asesinato por encargo? —Ostermann levantó las cejas.
—Algo así me temo —confirmó Bodenstein—. Eso hacen pensar la profesionalidad y la aparición de una navaja de pelea. La pregunta es: ¿llegaría tan lejos la familia de Goldberg? Al fin y al cabo, movilizaron a la Dirección Federal de la Policía Judicial, al Ministerio del Interior, al cónsul general de Estados Unidos, al jefe superior de Policía de Frankfurt y a la CIA en menos de veinticuatro horas para evitar que saliera a la luz lo que nosotros ya habíamos descubierto: que el Goldberg al que han asesinado no era ni mucho menos un superviviente judío del Holocausto. —Miró a sus subordinados con insistencia—. Una cosa está clara: aquí hay alguien que tiene mucho que perder y que no se detiene ante nada. Por eso tendremos que ser muy, pero que muy cautelosos durante nuestras siguientes investigaciones para no poner en peligro a ningún inocente más.
—Entonces, incluso es buena idea que Nierhoff esté anunciando que ya tenemos al culpable —comentó Ostermann.
Bodenstein asintió con la cabeza.
—Exacto. Por eso tampoco he intentado impedírselo. El que haya podido encargar el asesinato de Monika Kramer se creerá a salvo.
—Por cierto, en su teléfono móvil hemos encontrados varios mensajes de texto antiguos de Watkowiak —dijo Pia entonces—. Todos escritos usando minúsculas además de mayúsculas, y en ninguno de ellos la llamaba «cielo». El mensaje que vimos no era de él. Alguien compró un móvil con un nombre falso, seguramente uno de prepago, y le envió el mensaje a Monika Kramer para hacer recaer las sospechas sobre Watkowiak.
Todos comprendieron la trascendencia de esas conclusiones, y durante un minuto reinó entre ellos el silencio. Watkowiak, con su larguísima lista de antecedentes delictivos, era un sospechoso de asesinato más que verosímil.
—¿Quién estaba al corriente de que teníamos a Watkowiak en el punto de mira como posible asesino? —preguntó Kathrin.
Bodenstein y Pia cruzaron una mirada rauda. Era una buena pregunta; no, era «la» pregunta que había que responder en caso de que, en efecto, no hubiera sido Watkowiak el que primero había dejado ciega y luego había sacrificado brutalmente a Monika Kramer.
—Vera Kaltensee y su hijo Sigbert sin lugar a dudas —dijo Pia mientras todos guardaban silencio, y pensó en los hombres de uniforme negro y marcial que se habían encontrado en El Molino—. Y quizá también el resto de los Kaltensee.
—No creo que Vera Kaltensee haya tenido nada que ver —la contradijo Bodenstein—. Algo así no me encaja con ella.
—Solo porque sea una gran benefactora no tenemos que dar por hecho que sea un angelito —objetó Pia, que era la única que sospechaba por qué el jefe quería ver con tan buenos ojos a la anciana dama.
Bodenstein, que por su trabajo conocía todos los escalafones de la sociedad, desde los más bajos fondos hasta la flor y nata, seguía siendo prisionero de la mentalidad de clases que le habían inculcado. Toda su familia pertenecía a la nobleza, igual que la que fuera baronesa de Zeydlitz-Lauenburg.
—¿A alguien le interesan los resultados del laboratorio? —Ostermann dio unos golpecitos sobre la carpeta que tenía delante.
—Por supuesto. —Bodenstein se inclinó hacia él—. ¿Tenemos algo sobre el arma del crimen?
—Sí. —Ostermann abrió la carpeta—. No hay ninguna duda de que se trata de la misma arma. La munición es algo muy excepcional, en ambos casos un cartucho Parabellum de 9 por 19 milímetros, fabricado entre los años 1939 y 1942. En el laboratorio han podido determinarlo gracias a la aleación de metal, que desde entonces ya no se utiliza en su producción.
—De modo que nuestro asesino utiliza un arma de 9 milímetros y munición de la Segunda Guerra Mundial —resumió Pia—. ¿Dónde se consigue algo así?
—Esos cacharros pueden comprarse por Internet —afirmó Hasse—. Y, si no es ahí, seguro que se encuentran en armerías. A mí no me resulta tan extraño como puede parecer en un principio.
—Vale, vale —dijo Bodenstein para zanjar la discusión—. ¿Qué más tenemos, Ostermann?
—Las firmas de Schneider en los cheques son auténticas. Y el número misterioso que encontramos en ambos escenarios fue escrito por la misma persona, según el grafólogo. El ADN de la copa de vino de casa de Goldberg es de una mujer, la comparación con bases de datos de ADN y huellas dactilares no ha producido ningún resultado. El pintalabios no es nada especial: un producto habitual en muchos comercios, de la marca Maybelline Jade. Pero, además del pintalabios, se encontraron también restos de aciclovir.
—¿Y eso qué es? —quiso saber Kathrin Fachinger.
—Un principio activo contra el herpes labial, entre otros. Lo contiene, por ejemplo, el Zovirax.
—Bueno, eso sí que es noticia —masculló Hasse—. Atrapan al asesino por su herpes labial. Ya estoy viendo los titulares.
El inspector jefe no pudo evitar sonreír, pero la sonrisa se le borró de la cara al oír las siguientes palabras de Pia.
—Vera Kaltensee llevaba un apósito en el labio. Aunque se había puesto pintalabios por encima, lo vi claramente. ¿Te acuerdas, jefe?
Bodenstein arrugó la frente y miró a Pia con una expresión vacilante.
—Es posible, pero no podría jurarlo.
En ese momento llamaron a la puerta y la secretaria de Nierhoff asomó la cabeza.
—El comisario ha vuelto de la rueda de prensa y lo está esperando, inspector jefe —le transmitió—. Es urgente.
El encargo estaba muy claro. Había que encontrar «como fuera» la caja con todo su contenido. El porqué a él le era indiferente. No le pagaban por cuestionar los motivos de nadie y nunca había tenido ningún escrúpulo a la hora de cumplir una orden. Era su trabajo. Ritter tardó una hora y media en salir del espantoso edificio amarillo de pisos de alquiler en el que se alojaba desde su catastrófica caída en desgracia. El hombre lo contempló con malvada satisfacción mientras, con un maletín de portátil colgado al hombro y el móvil pegado a la oreja, cruzaba la calle en dirección a la parada del tranvía. Los días en que ese arrogante se paseaba por ahí en un coche con chofer eran cosa del pasado.
Esperó hasta haber perdido de vista a Ritter para bajar del vehículo y entrar en el edificio. Su apartamento estaba en el tercer piso. Para superar las ridículas medidas de seguridad del portal, el hombre necesitó exactamente veintidós segundos. Un juego de niños. Se puso los guantes y miró a su alrededor. ¿Cómo debía de sentirse alguien como Thomas Ritter, acostumbrado a vivir rodeado de lujos, en un agujero como aquel? Una habitación con vistas al edificio de al lado, un cuarto de baño con ducha y váter, sin luz exterior, un pasillo diminuto y una cocina que no merecía ese nombre. Abrió las puertas del único armario que había y buscó sistemáticamente entre montones de ropa limpia y no tan limpia, ropa interior, calcetines y zapatos. Nada. Ni rastro de una caja ni de nada que perteneciera a la familia. Por lo visto no usaba la cama desde hacía una temporada, porque ni siquiera tenía sábanas puestas. A continuación se dirigió hacia el escritorio. No había ningún teléfono fijo, así que tampoco contestador automático del que pudiera extraer información. También le decepcionó ver que en la mesa solo había objetos sin interés, periódicos viejos y revistas porno de las más baratas. Una se la quedó. No le vendría mal un poco de lectura inspiradora para las aburridas horas de espera en el coche.
Hojeó una a una el montón de notas manuscritas y comprobó que la calidad de Ritter había empeorado considerablemente. «Sábanas susurrantes, putitas que gimen y jadeantes gritos de orgasmo», descifró sin poder reprimir una sonrisa. El señorito que antes redactaba discursos de tan alto contenido intelectual había caído tan bajo que escribía vulgares relatos pornográficos. El hombre siguió pasando páginas y se detuvo en seco al encontrarse con una nota adhesiva amarilla en la que había un nombre garabateado a toda prisa, un número de móvil y una palabra que lo dejó electrizado. Le hizo una foto a la nota con su cámara digital y después volvió a colocar los demás documentos encima. La visita al apartamento de Ritter no había sido una pérdida de tiempo, ni mucho menos.
Katharina Ehrmann estaba en bragas y sujetador dentro de su vestidor, pensando qué ponerse. Nunca se había considerado demasiado vanidosa, hasta que había empezado a interpretar el papel de viuda afligida tras la muerte de su marido y había renunciado al maquillaje durante una temporada: mirarse al espejo había empezado a suponerle un sobresalto. Y era un sobresalto que estaba contenta de poder ahorrarse, sobre todo porque ya no tenía que vivir con un escaso sueldo de empleada. Poco antes de su cuadragésimo cumpleaños, hacía un par de años, había empezado a contrarrestar los efectos de la edad. Se había apuntado a un gimnasio, se había hecho drenajes linfáticos y limpiezas intestinales. A eso le habían seguido inyecciones trimestrales de Botox y unas infiltraciones pecaminosamente caras de colágeno y ácido hialurónico para las arrugas. Pero valía la pena. Comparada con otras mujeres de su edad, ella parecía diez años más joven. Katharina le sonrió a su imagen del espejo. En Königstein vivían muchas personas adineradas; las discretas clínicas privadas dedicadas a toda clase de tratamientos antiedad habían crecido como setas.
Sin embargo, no había regresado por eso a la pequeña población del Taunus. El motivo de su vuelta era muchísimo más pragmático. No quería vivir en Frankfurt, pero necesitaba una casa cerca del aeropuerto porque pasaba mucho tiempo en Zúrich o en su finca de Mallorca. La compra de la gran casa en el centro del casco antiguo de Königstein, a apenas unos cientos de metros de la casucha en la que había crecido siendo la hija de un modesto dueño de fonda, había sido un triunfo para ella. Allí había vivido el hombre que en su día llevara a su padre a la bancarrota. Él mismo había terminado en la quiebra, así que Katharina había conseguido su casa por un precio ridículo. Sonrió. El que ríe último ríe mejor, pensó.
Un escalofrío cosquilleante le recorrió la espalda al pensar en el día en que Thomas Ritter le había hablado de su intención de escribir la biografía de Vera Kaltensee. La irremediable prepotencia del hombre le había hecho creer que Vera estaría encantada con la idea, pero había ocurrido todo lo contrario. La anciana no había titubeado ni un segundo y lo había puesto inmediatamente en la calle después de dieciocho años de servicios. En un encuentro casual, Ritter, lloroso, se le había quejado de esa injusticia, y Katharina, que había sabido ver su oportunidad para vengarse de Vera y de toda la estirpe Kaltensee, le había hecho una oferta sobre la que él se había lanzado con ansia.
Pasado ya un año y medio desde entonces, Ritter había recibido un anticipo de cinco cifras, pero de momento no había puesto sobre el papel nada que oliera a best seller. Aunque Katharina se acostaba con él de vez en cuando, no se dejaba impresionar lo más mínimo por sus palabras grandilocuentes y sus promesas. Tras un análisis realista de lo que Ritter había entregado por el momento, sabía que su bodrio estaba a años luz de ser el escandaloso relato revelación con cuya promesa se había llenado la boca meses antes. Había llegado el momento de intervenir.
Ella, como siempre, seguía estando bien informada de todo lo referente a la familia Kaltensee porque había mantenido un contacto amistoso con Jutta, como si nunca hubiese pasado nada, y la vanidosa de Jutta nunca había dudado de su sinceridad. También a través de Ritter se había enterado de las circunstancias que habían provocado su despido inmediato. Y al final, gracias a una conversación de lo más instructiva con el ama de llaves de Vera, que no era especialmente leal, había conseguido ponerse en contacto con Elard. Lo cierto era que no sabía con seguridad hasta qué punto podría serle útil el hermano mayor de Jutta, pero por lo menos había estado presente durante el incidente del verano anterior. Mientras Katharina seguía pensando en todo ello, le sonó el móvil.
—Hola, Elard —dijo—. Ha debido de ser telepatía.
Elard Kaltensee prescindió esta vez de formalidades y fue directo al grano.
—¿Cómo habías pensado que hagamos la entrega?
—Por tus palabras deduzco que tienes algo para mí —repuso Katharina. Sentía curiosidad por saber todo lo que le pasaría Elard.
—Tengo montones de cosas. Y quiero deshacerme de ellas cuanto antes, así que ¿cómo lo hacemos?
—Nos vemos en mi casa —propuso Katharina.
—No. Te lo haré llegar. Mañana a mediodía.
—De acuerdo. ¿Dónde?
—Eso ya te lo diré. Adiós. —Y colgó.
Katharina sonrió con satisfacción. Todo estaba saliendo a pedir de boca.
Bodenstein se abotonó la americana y llamó a la puerta del despacho de su jefe antes de entrar. Se sorprendió al ver que Nierhoff estaba acompañado por una mujer pelirroja, y ya iba a disculparse cuando el comisario se puso en pie de un salto y se acercó a él. Parecía estar aún bajo el embriagador efecto de una de sus ruedas de prensa, siempre exitosas a sus ojos.
—¡Pase, pase, Bodenstein! —exclamó, campechano de nuevo—. ¡Acompáñenos! ¡Esto le resultará un poco inesperado, pero quiero presentarle a mi sucesora en el cargo!
En ese momento la mujer se volvió y Bodenstein se quedó helado; un día negro que se precipitaba hacia su punto de negrura absoluta como un tren de alta velocidad.
—Hola, Oliver. —Su voz áspera era inconfundible, igual que el malestar que provocaba en él la mirada fría y calculadora de esos ojos claros.
—Hola, Nicola. —Esperaba que ella no hubiera notado cómo se le había desencajado la cara por una fracción de segundo.
—¿Perdón? —el comisario parecía decepcionado—. ¿Ya se conocían?
—Desde luego. —Nicola Engel se levantó y le tendió la mano a Bodenstein, que se la estrechó un instante.
El inspector jefe vio pasar mentalmente una película de recuerdos oscuros, y una sola mirada de los ojos de Nicola le dejó claro que tampoco ella había olvidado nada.
—Fuimos juntos a la Academia de Policía —le explicó ella al atónico comisario.
—Vaya —se limitó a decir este—. Siéntese, Bodenstein.
Bodenstein obedeció e intentó recordar la última vez que había visto a la mujer que en el futuro sería su jefa.
—… que su nombre había salido más de una vez a colación —iba diciendo la voz del comisario, que resonaba en sus oídos—, pero por lo visto desde el Ministerio del Interior llegó la propuesta de nombrar a alguien de fuera de la dirección de la comisaría local. Además, por lo que yo sé, usted tampoco estaba demasiado ansioso por dar el salto a escalafones más altos. No es que la política sea lo suyo.
El inspector jefe creyó ver un brillo burlón en los ojos de Nicola al oír esas palabras y, justo entonces, todo le vino de nuevo a la memoria. Había ocurrido hacía unos diez años: le asignaron la investigación de una serie de asesinatos brutales en el barrio rojo de Frankfurt, el caso acabó atascándose por completo y aún seguía sin resolver. Toda la K11 había trabajado bajo una presión increíble. Un confidente al que habían podido infiltrar en una de las bandas rivales había sido delatado, supuestamente por otro confidente del barrio, y tras ello había sido abatido a tiros en plena calle.
Hasta la fecha, Bodenstein seguía convencido de que el desenmascaramiento se había producido por un grave error de Nicola, que en aquella época dirigía otra unidad dentro de la K11. Nicola, ambiciosa y despiadada, había querido responsabilizar a la gente de Bodenstein. Al final había sido la intervención directa del jefe superior de Policía la que había puesto fin a la lucha de poder. A Nicola la habían trasladado de Frankfurt a Wurzburgo, donde trabajaba para la Jefatura Superior de Policía, y se la consideraba competente e íntegra. A lo largo de esos años había llegado a ser subcomisaria y, según supo Bodenstein entonces, a partir del 1 de junio de 2007 sería su nueva jefa. No tenía ni la menor idea de cómo reaccionar.
—La señora Engel ya se ha despedido de Wurzburgo y se incorporará a trabajar conmigo desde hoy mismo —dijo Nierhoff, poniendo fin a un discurso del que Bodenstein solo había captado fragmentos sueltos—. El próximo lunes haré el anuncio oficial ante todos los compañeros.
El comisario miró a su jefe de sección con expectación, pero Bodenstein no dijo nada ni hizo ninguna pregunta.
—¿Eso es todo? —se limitó a comentar antes de ponerse de pie—. Tengo que volver a la sala de reuniones.
Nierhoff asintió, decepcionado.
—Nuestra K 11 casi ha cerrado ya las investigaciones de dos casos de asesinato —le explicó a su sucesora con orgullo. Seguramente con la esperanza de que Bodenstein estuviera dispuesto a explayarse sobre el tema.
Nicola Engel se puso también de pie y le tendió la mano a Bodenstein.
—Me alegro de que vayamos a colaborar —dijo, pero la expresión de sus ojos delataba que esa afirmación era falsa.
A partir de entonces soplarían otros aires en la comisaría local de la Policía Judicial de Hofheim, eso Bodenstein lo tenía claro. Solo le quedaba esperar para saber hasta qué punto se entrometería Nicola Engel en su trabajo.
—También yo —repuso, y le estrechó la mano.
La reunión con el arquitecto y los demás obreros había ido bien; después de un año de planificación, las obras de rehabilitación de la Torre de las Brujas de Idstein podrían empezar por fin a principios de la semana siguiente. Marcus Nowak estaba de buen humor al entrar esa tarde en su despacho. Cuando un proyecto llegaba a la fase crítica de construcción y empezaba de verdad, siempre era un momento emocionante. Se sentó a su escritorio, encendió el ordenador y repasó el correo del día. Entre todas las facturas, ofertas, anuncios y catálogos se escondía un sobre de papel reciclado, lo cual no solía augurar nada bueno.
Abrió el sobre, echó una ojeada a su contenido y tomó aire sin poder creerlo. ¡Una citación de la Policía de Kelkheim! Lo acusaban de agresiones graves. ¡Aquello no podía ser cierto! La ira empezó a bullir en su interior y, en un arrebato de rabia, arrugó la carta y la tiró a la papelera. Justo entonces sonó el teléfono que había sobre su escritorio. ¡Tina! Seguro que lo había visto entrar en el despacho desde la ventana de la cocina. Descolgó con desgana. Tal como esperaba, tuvo que darle una excusa para no acompañarla al concierto al aire libre que celebraban en la piscina de Kelkheim. Tina no estaba dispuesta a aceptar que a él no le apeteciera. Estaba muy molesta y, mientras seguía soltándole los acostumbrados reproches en tono lloroso y con un deje de súplica, a Marcus le sonó un tono de mensaje en el móvil.
—La próxima vez te acompañaré —le prometió a su mujer, aunque no pensaba hacerlo, y abrió el móvil—. De verdad. No te enfades…
Mientras leía el mensaje de texto, una sonrisa de alegría le transformó la cara. Tina no hacía más que insultarlo y suplicarle mientras él tecleaba la respuesta con el pulgar de la mano derecha.
«De acuerdo —escribió—. En tu casa a las 12 como muy tarde. Antes tengo que hacer algo. Nos vemos».
El cosquilleo de la impaciencia le corrió por todo el cuerpo. Volvería a hacerlo, esa noche. La mala conciencia y el sentimiento de culpa que tanto lo habían torturado ya no eran más que un eco cada vez más débil en algún rincón de lo más hondo de su ser.