Frank Behnke estaba de mal humor. La euforia del día anterior por haber conseguido una extraordinaria undécima posición en la categoría de aficionados de la Vuelta a la Torre Henninger ya se había disipado por completo. La gris rutina lo había atrapado de nuevo, y nada menos que con otra investigación de asesinato. Él, en realidad, había esperado que aquella temporadita sin incidentes durara un poco más para, así, poder seguir saliendo puntualmente a su hora todas las tardes. Sus compañeros, en cambio, se habían lanzado al trabajo con gran entusiasmo, como si se alegraran de poder hacer horas extras por fin y trabajar los fines de semana. Fachinger y Ostermann no tenían familia, el jefe contaba con una mujer que se encargaba de todo. La de Hasse estaba contenta cuando no tenía a su marido en casa, y Kirchhoff parecía haber superado ya la primera fase de enamoramiento ardoroso con su nuevo ligue y volvía a invertir toda su energía en intentar destacar dentro de la K 11. ¡Ninguno de ellos tenía ni puñetera idea de los problemas que lo agobiaban a él! Y, cada vez que se marchaba del despacho a su hora, tenía que soportar esas miraditas de soslayo.
Behnke se sentó al volante de su destartalado coche de servicio y esperó con el motor en marcha a que Kirchhoff saliera por fin y subiera. Podría haberse encargado él solo del asunto, pero el jefe había insistido en que ella lo acompañara. Habían encontrado las huellas dactilares de Robert Watkowiak en una de las copas del sótano de Herrmann Schneider, la última víctima, y el móvil tirado junto a la puerta de la casa de Goldberg también era suyo. No podía ser casualidad, y por eso Bodenstein quería hablar con aquel tipo. Ostermann había investigado un poco y había descubierto que, desde hacía algunos meses, Watkowiak solía dejarse caer por casa de una mujer que vivía en un bloque de pisos de Niederhöchstadt.
Behnke se escondió tras sus gafas de sol y apenas soltó palabra mientras dejaban atrás varios pueblos hasta llegar a Niederhöchstadt. Los espantosos bloques de pisos parecían cuerpos extraños en medio de aquella urbanización de casas unifamiliares y adosadas con cuidados jardines. A esas horas, casi todas las plazas de aparcamiento del bloque estaban libres porque los vecinos se habían ido a trabajar. O al Departamento de Asistencia Social, pensó Behnke con amargura. Seguro que la mayor parte de esa gente vivía de Papá Estado, sobre todo los que tenían un pasado emigrante, que constituían una parte desproporcionadamente elevada de los inquilinos. No había más que leer los nombres de los cartelitos de los timbres para darse cuenta.
—M. Kramer —dijo Pia señalando uno de los carteles—, ahí es donde se supone que vive.
Robert Watkowiak estaba echando una cabezada. La noche anterior le había ido bastante bien. Moni no le había recriminado nada y, a eso de la una y media, habían vuelto los dos tambaleándose a casa de ella. De hecho, se había pulido ya todo el dinero y el tipo de la pistola no había dado señales de vida, pero enseguida se pondría en marcha para cobrar en metálico los tres cheques del tío Herrmann.
—¡Eh, mira esto! —Moni entró en el dormitorio y le enseñó su móvil—. Ayer recibí un mensaje flipante. ¿Tú entiendes lo que quiere decir?
Robert, medio dormido, parpadeó y se esforzó por leer algo en la pantalla: «CIELO, ¡SMOS RICOS! ME HE CARGADO TB AL OTRO VIEJO. ¡Q PAGUE SUS PECADOS!».
Tampoco Robert podía explicarse de qué iba ese mensaje. Se encogió de hombros y cerró los ojos otra vez, pero Moni seguía dándole vueltas en voz alta a quién podría habérselo enviado y por qué. Robert notaba un sabor asqueroso en la boca y le zumbaba la cabeza, así que la voz chillona de Moni enseguida lo puso fuera de sí.
—Pues, si quieres saber de quién es, llama —murmuró—. A mí déjame en paz, que estoy descansando.
—Ni hablar. —Tiró del edredón—. Antes de las diez tienes que haber desaparecido.
—¿Es que vas a recibir visita o qué? —En realidad le daba lo mismo cómo se ganara Moni la vida, pero le molestaba tener que buscarse siempre algún lugar donde esperar sentado hasta que la «visita» se hubiese ido. Esa mañana no tenía ninguna gana de levantarse.
—Necesito la pasta —repuso ella—. Y a ti no te puedo sacar nada.
Sonó el interfono y los perros se pusieron a ladrar. Moni subió las persianas sin compasión.
—Venga, levanta de una vez —siseó con insistencia, y salió del dormitorio.
Behnke volvió a tocar el timbre y se sobresaltó al oír la voz distorsionada que contestaba «¿Quién es?» por el interfono. De fondo resonaban ladridos.
—La Policía —dijo el inspector—. Queremos hablar con Robert Watkowiak.
—No está aquí —repuso la voz de mujer.
—Déjenos pasar de todas formas, por favor.
Tardó un rato en oírse el zumbido de la puerta, pero al final se abrió. El olor era diferente en cada piso, y en ninguno de ellos demasiado bueno. El apartamento de Monika Kramer estaba en el quinto, al final de un pasillo oscuro. La luz del techo estaba estropeada, por lo visto. Behnke llamó al timbre de una puerta delgada y llena de arañazos. Les abrió una mujer de pelo oscuro que los miró con desconfianza. Llevaba en brazos a dos perritos minúsculos, en la mano que le quedaba libre humeaba un cigarrillo y, tras ella, el televisor estaba encendido.
—Robert no está aquí —dijo tras mirar un momento la placa de Behnke—. Hace siglos que no lo veo.
El inspector se abrió paso junto a ella y recorrió el apartamento con la mirada. Era un piso barato de dos habitaciones, pero amueblado con bastante gusto. Un bonito sofá blanco, un arcón de madera indio como mesita de café. En las paredes colgaban cuadros con motivos mediterráneos, de esos que vendían en Bauhaus por unos pocos euros, en un rincón había una gran palmera y el laminado del suelo estaba cubierto por una alfombra de colores.
—¿Es usted la compañera sentimental del señor Watkowiak? —le preguntó Pia a la mujer, que como mucho debía de estar a punto de cumplir los treinta.
Llevaba las cejas depiladas y pintadas con lápiz oscuro, y exageradamente curvas, lo cual le confería una expresión de constante incredulidad. Sus piernas y brazos apenas eran más gruesos que los de una niña de doce años, en cambio contaba con una delantera considerable, de la que presumía sin ningún asomo de falsa modestia gracias a una blusa bien escotada.
—¿Compañera sentimental? Qué va —respondió—. De vez en cuando se deja caer por aquí, pero nada más.
—¿Y dónde está ahora?
La mujer alzó los hombros. Otro cigarrillo mentolado. Dejó a los perritos temblorosos en el inmaculado sofá blanco y vio cómo Behnke entraba en la habitación contigua. Una cama doble, un armario con puertas de espejo y una cómoda con numerosos cajones. La cama estaba deshecha por ambos lados. Behnke puso una mano en la sábana. Todavía estaba caliente.
—¿Cuándo se ha levantado? —preguntó volviéndose hacia Monika Kramer, que estaba plantada en el marco de la puerta con los brazos cruzados y no le quitaba ojo de encima.
—¿Y eso a qué viene ahora? —espetó, reaccionando con la agresividad del culpable.
—Limítese a contestar mi pregunta. —Behnke sintió que estaba a punto de perder la paciencia. Esa mujer le ponía de los nervios.
—Hará una hora o así. No sé.
—¿Y quién estaba acostado en el otro lado? Las sábanas aún están calientes.
Pia se puso los guantes en un momento y abrió una puerta de cristal del armario.
—¡Eh! —gritó Monika Kramer—. ¡Eso no pueden hacerlo sin una orden de registro!
—Vaya, veo que tiene cierta experiencia en esto. —Behnke le dio un repaso de arriba abajo con la mirada.
Con su estrecha faldita vaquera y esas botas baratas de charol que tenían los tacones torcidos de tanto pisar, no habría desentonado en cualquier esquina del barrio de la estación.
—¡Ni se le ocurra tocar este armario! —le chilló la mujer a Pia, interponiéndose entre el mueble y la inspectora.
En ese momento, Behnke percibió un movimiento en la otra habitación: por una fracción de segundo vio la silueta de un hombre y luego oyó el portazo de la puerta de entrada.
—¡Mierda! —soltó el inspector, y quiso salir corriendo tras el fugitivo, pero Monika Kramer le puso la zancadilla.
Behnke tropezó, se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y tiró al suelo una pila de botellas de espumoso vacías que había junto al umbral. Una de ellas se rompió y una esquirla se le clavó en el antebrazo. El inspector volvió a ponerse en pie enseguida, pero la mujer se le tiró encima hecha una furia. Ahí fue cuando la cólera que Behnke llevaba acumulando durante toda la mañana se desbordó. La violencia de su bofetada lanzó a la esquelética joven contra la pared, y aún la golpeó una vez más. Después la agarró y le retorció un brazo a la espalda. Ella se resistió con todas sus fuerzas, le dio una patada en la espinilla y le escupió en la cara, y todo eso sin dejar de insultarlo diciéndole unas barbaridades que Behnke no había oído desde su época como agente de Antivicio en el barrio rojo de Frankfurt. Le habría dado una buena paliza a esa fulana si Pia no se hubiera metido entre ambos para separarlos.
Todo aquel jaleo estuvo acompañado por los ladridos histéricos de los pequeños chuchos. Behnke se enderezó, respirando con dificultad, y contempló el corte que tenía en el antebrazo derecho y que no dejaba de sangrar.
—¿Quién era ese hombre que ha salido huyendo? —le preguntó Pia a la mujer, que se había quedado sentada con la espalda contra la pared. Le sangraba la nariz—. ¿Era Robert Watkowiak?
—¡No pienso deciros nada, polis de mierda! —bramó ella, y apartó a los perros que, presa del pánico, no hacían más que intentar subirse a su regazo—. ¡Os voy a denunciar! ¡Conozco a un par de abogados!
—Escuche, señora Kramer —la voz de Pia sonó asombrosamente calmada—, estamos buscando a Robert Watkowiak en relación con un asesinato. No le está haciendo ningún favor, ni a usted misma tampoco, si nos sigue mintiendo. Además, lo cierto es que ha agredido usted a mi compañero, y eso no queda nada bien ante un tribunal. Cualquiera de sus abogados se lo confirmará.
La mujer reflexionó un momento y pareció comprender la gravedad de su situación, porque al final reconoció que sí era Watkowiak el que había salido huyendo del piso.
—Estaba en el balcón, pero él no tiene nada que ver con ningún asesinato.
—Ya. Y, entonces, ¿por qué se ha largado? —preguntó Behnke.
—Porque no le apetece estar de palique con la pasma.
—¿Sabe usted dónde estuvo el señor Watkowiak la noche del lunes?
—Ni idea. Aquí no se presentó hasta anoche.
—¿Y la semana pasada, el viernes por la noche? ¿Dónde estuvo entonces?
—Y yo qué sé. No soy su niñera, joder.
—Bueno. —Pia asintió con la cabeza—. Le agradecemos su colaboración. Por su propio bien, lo mejor será que nos llame si aparece por aquí otra vez. —Y le dio a Monika Kramer una tarjeta de visita que esta se guardó en el escote, sin mirarla siquiera.
Pia llevó a Behnke al hospital y esperó mientras en urgencias le cosían con un par de puntos el corte del brazo y la herida abierta de la cabeza. Estaba apoyada contra el guardabarros del coche de servicio, fumándose un cigarrillo, cuando su compañero salió por la puerta giratoria con cara de mala sombra, una tirita en la cabeza y una resplandeciente venda blanca cubriéndole el brazo.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Me han dado la baja —respondió él sin mirarla. Se sentó en el lado del acompañante y se parapetó tras sus gafas de sol.
Pia puso los ojos en blanco y apagó el cigarrillo. Desde hacía un par de semanas, Behnke volvía a estar absolutamente insoportable. En el corto trayecto hasta la comisaría no dijo ni una palabra, y Pia se estuvo planteando si informar a Bodenstein de su arrebato. No le apetecía hacer de chivata, pero, aunque conocía la predisposición de Behnke a calentarse, su pérdida de control en casa de Monika Kramer la había sorprendido. Un agente de la Policía tenía que soportar provocaciones y, aun así, ser capaz de dominarse. En el aparcamiento de la comisaría, Behnke bajó del coche sin darle las gracias siquiera.
—Me voy a casa —se limitó a decir. Recogió del asiento de atrás su cazadora de cuero y la pistolera con el arma reglamentaria, se sacó el justificante del hospital del bolsillo trasero de los vaqueros y se lo tendió a Pia—. ¿Puedes dárselo a Bodenstein?
—Yo que tú subiría un momento a explicárselo al jefe. —Pia levantó el papel—. Y tal vez fuera mejor que redactaras el informe.
—Eso puedes hacerlo tú —masculló él—. También estabas allí. —Dio media vuelta y se marchó hacia su coche, que estaba en el aparcamiento público.
Pia, molesta, lo siguió con la mirada. En realidad, debería darle igual lo que hiciera Behnke. Estaba bastante harta de su mal humor y de la naturalidad con la que últimamente les endosaba trabajo a los compañeros. Pero no le apetecía que hubiera mal ambiente en el equipo. Bodenstein era un jefe tolerante que rara vez ejercía su autoridad, pero seguro que le habría gustado enterarse por boca del propio Behnke de cómo se había hecho esas heridas.
—¡Frank! —gritó Pia, y bajó del coche—. ¡Espera!
Él se volvió con desgana y se detuvo.
—Oye, ¿qué mosca te ha picado? —le preguntó a su compañero.
—Tú misma estabas allí —contestó él.
—No, no me refiero a eso. —Pia sacudió la cabeza—. A ti te está pasando algo. Hace unos días que te comportas como un miserable. ¿Puedo ayudarte de alguna forma?
—A mí no me pasa nada —replicó Behnke con rudeza—. Todo va bien.
—No me lo creo. ¿Te pasa algo en casa?
En ese momento fue como si Behnke echara la persiana en su interior. Hasta aquí y nada más, decía su expresión.
—Mi vida privada no es asunto tuyo —espetó.
Pia sintió que ya había cumplido con su obligación de buena compañera y se encogió de hombros. Behnke era y seguiría siendo terco como una mula.
—Si alguna vez te apetece hablar… ya sabes dónde me tienes —dijo mientras lo veía alejarse.
En ese momento, él se quitó las gafas de sol, dio media vuelta y se acercó a Pia. La inspectora creyó por un instante que iba a emprenderla contra ella, igual que había hecho antes contra Monika Kramer.
—¿Cómo es que las mujeres siempre tenéis que haceros la madre Teresa y meter las narices en todas partes? ¿Os sentís mejor así o qué? —le soltó con rabia.
Eso molestó a Pia.
—Oye, ¿tú estás mal de la cabeza? Quiero ayudarte porque eres mi compañero y porque me doy cuenta de que te pasa algo. Pero, si no necesitas mi ayuda, ¡haz lo que te dé la gana!
Cerró la puerta del coche de un portazo y lo dejó ahí plantado. Frank Behnke y ella nunca serían amigos.
Thomas Ritter estaba tumbado con los ojos cerrados en el agua caliente de la bañera y sentía cómo se iban relajando sus músculos doloridos. Ya no estaba acostumbrado a esa clase de ejercicios gimnásticos y, siendo sincero, tenía que reconocer que tampoco le apetecían tanto como antes. La sexualidad agresiva de Katharina, que una vez le había hecho perder el sentido, había acabado por hartarlo. Lo que más le sorprendía era la mala conciencia que lo había asaltado por la noche, cuando regresó a casa con Marleen. Al verse frente a la afable candidez de su mujer, se había sentido profundamente avergonzado de sus andanzas de la tarde y al mismo tiempo se había enfadado consigo mismo. Marleen era una Kaltensee y, por tanto, una enemiga. Él se había interesado por ella con la única finalidad de torturar y humillar a Vera, y su enamoramiento era solo ficticio, parte del plan. Cuando por fin lograra su objetivo, pensaba darles la patada a Marleen y al crío. Así lo había imaginado durante las numerosas noches de insomnio en el desvencijado sofá cama de su minúsculo apartamento. Pero de pronto habían entrado en juego los sentimientos, unos sentimientos que él no había calculado.
Cuando la que por aquel entonces era su esposa le pidió el divorcio nada más hacerse público su descenso social, Ritter se juró no volver a confiar jamás en ninguna mujer. Lo de Katharina Ehrmann eran solo negocios. Ella era la editora que le pagaba —y bastante bien, además— por la historia de la vida de Vera Kaltensee; él era su amante preferido cuando estaba en Frankfurt. Lo que hiciera ella cuando él no estaba cerca le traía sin cuidado. Pero sus maniobras lo habían colocado en una situación bastante peliaguda. Ritter soltó un suspiro. Si Katharina se enteraba de lo de Marleen, podía quedarse sin mecenas. Si Marleen se enteraba de su engaño y de las patrañas que le había explicado, seguro que nunca lo perdonaría, y él los perdería sin remedio al niño y a ella. Tal como lo veía, estaba entre la espada y la pared. Sonó el teléfono. Ritter abrió los ojos y buscó el aparato con la mano.
—Soy yo —le dijo la voz de Katharina—. ¿Ya te has enterado? También han asesinado al viejo Schneider.
—¿Qué? ¿Cuándo? —Ritter se incorporó de golpe. Con el impulso, el agua rebasó el borde de la bañera y se derramó sobre el suelo de madera.
—La noche del lunes. De un tiro, como a Goldberg.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Lo sé y punto.
—¿Quién se dedicará a disparar a esos viejos decrépitos? —Ritter se esforzó por hablar con indiferencia, salió de la bañera y contempló el estropicio que había organizado.
—Ni idea —dijo Katharina al otro lado de la línea—. Mi primer sospechoso eras tú, si te soy sincera. Hace poco habías ido a verle, y también a Goldberg, ¿o no?
Eso dejó a Ritter sin habla unos segundos. Se quedó helado. ¿Cómo sabía todo eso Katharina?
—Qué tonterías dices —consiguió contestar con esfuerzo, esperando que su tono sonara despreocupado—. ¿Qué habría sacado yo de eso?
—¿Su silencio? —sugirió Katharina—. Al fin y al cabo, a ambos los habías presionado bastante.
Ritter sentía palpitar el corazón hasta en las venas del cuello. No había hablado con nadie sobre esas visitas, absolutamente con nadie. Era difícil descubrir el juego de Katharina, que nunca enseñaba sus cartas. Ritter no habría sabido decir de qué lado estaba en realidad, y en ocasiones se apoderaba de él la desagradable sensación de que para ella no era más que una herramienta con la que conseguir su propia venganza contra la familia Kaltensee.
—Yo no he presionado a nadie —dijo, esta vez con frialdad—. Al contrario que tú, querida. Tú sí que fuiste a ver a Goldberg, y nada menos que por esa locura de las participaciones empresariales que os tienen a todos peleados desde siempre. A lo mejor también le hiciste una visita a Herrmann, visteis un par de películas y os pulisteis una botellita de burdeos juntos. Serías capaz de cualquier cosa con tal de jugársela a los Kaltensee.
—Dejémoslo aquí —repuso Katharina con calma tras una breve pausa—. Por cierto, la Policía tiene a Robert en el punto de mira. No me extrañaría que hubiera sido él, al fin y al cabo siempre necesita pasta. Pero tú sigue escribiendo, que a lo mejor incluso conseguimos un último capítulo de rabiosa actualidad sobre nuestro querido clan Kaltensee.
Ritter dejó el móvil junto a la bañera, agarró un par de toallas y secó el agua del baño antes de que el suelo de madera pudiera dañarse. Por su cabeza daban vueltas y más vueltas aquellos retazos de nueva información. Goldberg, el asqueroso carcamal, muerto de un tiro; Schneider, del mismo modo. Él sabía que Elard odiaba profundamente a los dos viejos por diferentes motivos. Robert siempre iba corto de dinero y Sigbert sin duda perseguía esas malditas participaciones empresariales. Pero ¿era alguno de ellos capaz de cometer, no un asesinato, sino dos? La respuesta era clara: sí. Ritter no pudo evitar sonreír. Lo cierto era que podía sentarse a esperar con toda la tranquilidad del mundo.
—Time is on my side —canturreó, aunque no tenía ni la menor idea de lo mucho que se equivocaba.
Monika Kramer intentaba detener la hemorragia de su nariz con una toalla mojada y un cubito de hielo. Todavía le temblaba todo el cuerpo. Ese poli arrogante y asqueroso le había hecho daño de verdad. ¡Qué lástima que no se hubiera clavado el cristal de la botella en el cuello! Se miró la cara en el espejo del cuarto de baño y se tocó la nariz con cuidado, pero no parecía que estuviera rota. ¡Y todo por culpa de Robert! Ese imbécil debía de haberla cagado otra vez pero bien, y no le había explicado nada. Le había visto esa pistola en la mochila y él le había contado que se la había encontrado por ahí. ¡Pero la poli había hablado de asesinato! ¡Eso ya no tenía ninguna gracia! A Monika Kramer no le apetecía tener a la Policía encima, así que aprovecharía ese pretexto para echar a Robert de una vez por todas. La verdadera razón era que la sacaba de quicio. Cada vez resultaba más complicado librarse de él. ¿Por qué le costaría tanto decirle «no»? Siempre le daba lástima y acababa llevándoselo a casa, por mucho que se hubiera jurado un montón de veces no volver a hacerlo. Robert nunca tenía dinero y, además, era celoso.
Se fue al dormitorio y metió todas las sábanas usadas en el armario. De la caja que tenía bajo la cama sacó las sábanas de seda que utilizaba cuando esperaba «visita». Hacía dos años que había empezado a poner anuncios en el periódico. El texto —«Manu, 19, muy discreta… apetitosa y desinhibida»— gustaba a muchos hombres y, una vez que estaban allí, ya poco les importaba que no se llamara Manu ni que no tuviera diecinueve años. Algunos eran clientes fijos: un conductor de autobuses, un par de jubilados, el cartero y el cajero del banco, que aprovechaba la hora de la comida para ir a verla. Ella cobraba treinta euros por el servicio normal, cincuenta por un francés y cien por algo extra, aunque nadie se lo había pedido nunca. Eso, sumado al dinero del paro, le permitía vivir bastante bien, ahorrar algo todos los meses e incluso permitirse algún capricho de vez en cuando. Dos, tres años más, y podría cumplir su sueño: una pequeña casita junto a un lago en Canadá. Por eso también estaba aprendiendo inglés.
Sonó el timbre. Monika miró un momento el reloj de la cocina. Las diez menos cuarto. Su cliente de los miércoles por la mañana era puntual. Trabajaba en el servicio de recogida de basuras y pasaba la pausa del desayuno con ella una vez a la semana. Como ese día. Cincuenta euros ganados en un abrir y cerrar de ojos, porque un cuarto de hora después el hombre ya se había marchado. No habían pasado ni cinco minutos cuando volvieron a llamar a la puerta. Ese solo podía ser Robert, porque Monika no esperaba otra visita hasta las doce, más o menos. ¿Cómo se le ocurría a ese auténtico gilipollas volver por allí? ¡Seguro que la pasma estaba abajo, esperando en el coche a verlo aparecer! Se fue directa hacia la puerta, furiosa, y la abrió de golpe.
—¿Tú qué te has…? —empezó a decir, pero enseguida se quedó callada, porque ante sí vio a un hombre de pelo gris al que no conocía.
—Hola —dijo el desconocido.
Llevaba bigote, unas gafas anticuadas con cristales tintados, y entraba sin lugar a dudas en la categoría de «pasable». No era un saco de sebo sudoroso con pelos en la espalda, ni un guarro que no se duchaba desde hacía semanas, y tampoco tenía pinta de uno de esos que regateaban con el dinero.
—Adelante —dijo Monika y, al volverse, se miró en el espejo de la entrada para comprobar si estaba guapa. Ya no aparentaba diecinueve años, cierto, pero a lo mejor sí unos veintitrés. En cualquier caso, hasta el momento ninguno había dado media vuelta y se había largado—. Es por aquí. —Señaló en dirección al dormitorio.
El hombre seguía todavía en la puerta del apartamento, y entonces ella se fijó en que llevaba guantes. Se le aceleró el corazón. ¿Sería un pervertido?
—En las manos no necesitas goma —dijo, intentando bromear. De repente tuvo un mal presentimiento.
—¿Dónde está Robert? —preguntó él sin más.
¡Mierda! ¿También ese era poli?
—Ni idea —contestó Monika—. ¡Acabo de decírselo a tus compañeros, tío!
Sin apartar la mirada de ella, el hombre alargó la mano hacia atrás y cerró el apartamento con llave. De repente Monika tuvo miedo. ¡No era de la Policía! ¿Con quién se había metido Robert esta vez? ¿Le debía dinero a alguien?
—Seguramente sabrás por dónde anda cuando no está contigo —dijo el desconocido.
Monika Kramer lo pensó un momento y llegó a la conclusión de que Robert no se merecía que acabara metida en algo así por él.
—A veces va a matar el rato a no sé qué casa desocupada de Königstein —contestó, pues—. En el casco antiguo, donde termina la zona peatonal. Quizá haya ido allí a esconderse de la poli. Lo están buscando.
—Muy bien. —El hombre asintió con la cabeza sin dejar de mirarla—. Gracias.
De algún modo, con su bigote y las gafas gruesas, tenía un aspecto algo triste. Un poco como el empleado del banco. Monika Kramer se relajó y sonrió. Tal vez aún podría sacarse otro billete.
—Dime una cosa. —Sonrió con coquetería—. ¿Qué te parece si te hago una mamada por veinte euros? Es una ganga.
El hombre se le acercó hasta quedar justo frente a ella. Tenía una expresión tranquila, casi indiferente. Hizo un gesto rápido con la mano derecha y Monika sintió un dolor ardiente en el cuello. Se llevó la mano a la garganta en un acto reflejo y luego miró con incredulidad la sangre que le manchaba las manos. Tardó un par de segundos en comprender que era suya. Su boca se llenó de un líquido caliente que sabía a cobre, sintió punzadas de auténtico pánico en la nuca. ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho ese hombre? Se apartó de él, tropezó con uno de los perros y perdió el equilibrio. Por todas partes había sangre. Su sangre.
—Por favor. Por favor, no —pidió sin apenas voz, y, al ver la navaja en la mano del hombre, levantó los brazos ante su cuerpo para protegerse.
Los perros ladraban como locos. Ella se volvió y tropezó consigo misma, pero aun así se defendió desesperadamente, con toda la fuerza que le confería el miedo a morir.
Para nadie de la K11 resultó una sorpresa que el doctor Kirchhoff se topara durante la autopsia del cadáver de Schneider con el mismo tatuaje del grupo sanguíneo que le habían encontrado a Goldberg. Más sorprendente fue que Schneider, el mismo día de su muerte, hubiera emitido un cheque al portador por más de diez mil euros que, sobre las doce del día siguiente, alguien había intentado hacer efectivo en una oficina de la Caja de Ahorros del Taunus. Los empleados del banco se habían negado a pagar una cantidad tan llamativa, por lo elevada, y habían informado a la Policía. En las cintas de la cámara de seguridad de la sala de ventanillas se reconocía al hombre sobre el que, desde su fuga de esa mañana, pendía una orden de detención. Robert Watkowiak, al darse cuenta de que le ponían pegas, había salido huyendo del banco sin el cheque, para poco después reaparecer en una segunda oficina de la Caja de Ahorros de Nassau y probar suerte allí con otro cheque al portador de más de cinco mil euros, con el mismo resultado. Bodenstein tenía delante los dos cheques. Un peritaje grafológico aclararía si la firma era verdaderamente la de Schneider. Los elementos para sospechar de Watkowiak eran en todo caso contundentes, sus huellas dactilares se habían encontrado en el escenario de ambos crímenes.
Llamaron a la puerta y Pia Kirchhoff entró en el despacho.
—Un vecino de Schneider se ha puesto en contacto con nosotros —informó—. Dice que el lunes por la noche, sobre las doce y media, vio un coche sospechoso en la entrada de la propiedad de Schneider cuando salió a pasear al perro por última vez en el día. Un vehículo de transporte claro con una inscripción publicitaria. Al volver, un cuarto de hora después, el coche ya no estaba y en la casa no se veía ninguna luz.
—¿Se fijó en la matrícula?
—Era una matrícula del Meno-Taunus. Estaba oscuro, el coche le quedaba a unos veinte metros. Al principio creyó que a lo mejor era el vehículo de los de la prestación social, pero luego vio el logo.
—Watkowiak no fue solo a casa de Schneider, según demuestran las diferentes huellas dactilares de las copas y el testimonio de la vecina. Es posible que el otro tipo condujera una furgoneta de empresa y volviera a pasarse por allí más tarde.
—Por desgracia, el banco de datos de huellas dactilares no nos ha dado ningún nombre más que el de Watkowiak. Y el estudio de ADN todavía se está realizando.
—Entonces, tenemos que dar con Watkowiak. Que Behnke vaya otra vez a ese apartamento y pregunte a la mujer qué bares suele frecuentar su inquilino.
El inspector jefe percibió un breve titubeo en su compañera y la miró con curiosidad.
—Hmmm, es que Frank se ha ido a casa —dijo Pia—. Le han dado la baja.
—¿Cómo es eso? —Bodenstein parecía sorprendido por el comportamiento de su subordinado.
Behnke, con quien llevaba trabajando más de diez años, había sido el único de su equipo de Frankfurt que lo había seguido a Hofheim cuando Bodenstein aceptó la dirección de la recién fundada sección de Homicidios, la K 11, de la comisaría local de la Policía Judicial.
—Creía que ya habría hablado contigo por teléfono —añadió Pia con cautela—. Monika Kramer ha querido impedir que Behnke siguiera a Watkowiak, él ha tropezado con una botella y se ha herido en el brazo y en la cabeza.
—Vaya —se limitó a decir Bodenstein—. Pues, entonces, que los compañeros de Eschborn se recorran todos los bares de la zona y hablen con los camareros.
Pia esperó a que le hiciera alguna pregunta más, pero su jefe no volvió a mencionar la ausencia de Behnke. En lugar de eso, se levantó y alcanzó su americana.
—Tú y yo nos acercaremos un momento a El Molino para hablar con Vera Kaltensee. Quiero saber qué puede decirnos ella acerca de Watkowiak. A lo mejor incluso sabe dónde podría estar.
La gran verja de la propiedad estaba abierta, pero un hombre vestido de uniforme oscuro y con un intercomunicador en el oído le indicó a Pia que se detuviera y bajara la ventanilla. Por allí cerca había otro guarda uniformado. La inspectora le enseñó la placa y dijo que querían hablar con Vera Kaltensee.
—Un momento.
El guarda de seguridad se colocó delante del capó y habló por un micrófono que seguramente llevaba sujeto a la solapa de la chaqueta. Al cabo de un momento asintió, se hizo a un lado y le indicó a Pia que podía pasar. Frente a la casa señorial, donde había aparcados tres coches, los detuvo un clon del primer guarda de la puerta. De nuevo un control de identidad, de nuevo preguntas.
—Pero ¿qué está pasando aquí? —masculló Pia—. Son ganas de tocar las narices.
Se había propuesto no demostrar ninguna clase de emoción en su próxima conversación con Vera Kaltensee, por mucho que la anciana se retorciera en el suelo entre sollozos convulsivos. El siguiente control se efectuó en la puerta de entrada; Pia se iba cabreando cada vez más.
—Pero ¿qué circo es este? —le soltó al hombre de pelo cano que los escoltó hasta el interior de la casa.
Era el mismo con el que se habían encontrado unos días antes. Moormann, si a Pia no le fallaba la memoria. Esta vez llevaba un jersey oscuro de cuello alto y unos vaqueros negros.
—Han intentado entrar en la casa. Fue ayer por la noche —explicó con cara de preocupación—. Por eso han reforzado las medidas de seguridad. La señora suele quedarse muchas veces sola, aquí, en la casa.
Pia recordaba bien el miedo que había sentido ella misma en su casa después de que alguien le entrara el verano anterior. Comprendía perfectamente el temor de Vera Kaltensee. La anciana, además, era multimillonaria y bastante conocida. Seguro que guardaba en la finca familiar obras artísticas y joyas de valor incalculable, lo cual sin duda representaba una tentación para ladrones de arte y toda clase de cacos.
—Esperen aquí, por favor.
Moormann se detuvo ante una sala diferente a la del día anterior y de cuyo interior salían las voces amortiguadas de una discusión que se acalló en cuanto Moormann llamó a la puerta. El hombre entró y cerró tras de sí. Bodenstein se sentó con cara de indiferencia en un sillón con tapicería de brocado. Pia examinó con curiosidad el gran vestíbulo. La luz del sol, que entraba por tres ventanas apuntadas con vidrieras y caía sobre la barandilla de la escalinata, dibujaba un colorido estampado sobre los suelos de mármoles blancos y negros. En la pared, junto a retratos con oscuros marcos dorados, colgaban también insólitos trofeos de caza: una imponente cabeza de alce disecada, la calavera de un oso y una impresionante cornamenta de ciervo. Al detenerse en los detalles, la inspectora se fijó otra vez en que la casa no estaba especialmente bien conservada. El suelo estaba desgastado; las alfombras, ajadas; las cabezas de animales, coronadas por telarañas. A la barandilla de madera de la escalera le faltaban travesaños. Todo parecía algo deteriorado, con lo que el caserón adquiría una especie de encanto decadente, como si el tiempo se hubiese detenido sesenta años atrás.
De pronto se abrió la puerta tras la que había desaparecido Moormann y de allí salió un hombre de unos cuarenta años vestido de traje y corbata. Parecía cualquier cosa menos de buen humor, pero les dirigió a Pia y a Bodenstein una cabezada cortés antes de marcharse por la puerta principal. Pasaron otros tres minutos, y entonces salieron dos hombres más, a uno de los cuales Pia reconoció al instante. Manuel Rosenblatt era un conocido abogado de Frankfurt que trabajaba sobre todo para grandes magnates empresariales cuando se veían en apuros. Moormann apareció entonces también en la puerta abierta. Bodenstein se levantó.
—La doctora Kaltensee los invita a pasar ahora —dijo el hombre.
—Gracias —contestó Pia, y entró detrás de su jefe a una sala grande, cuyo impresionante revestimiento de madera oscura llegaba hasta una altura de unos cinco metros, donde se encontraba con el techo estucado.
Al fondo había una chimenea de mármol, grande como una puerta de garaje; el centro lo ocupaba una imponente mesa de la misma madera oscura de las paredes, con diez sillas que no parecían nada cómodas. Vera Kaltensee estaba sentada, muy erguida, a la cabecera de la mesa, que estaba cubierta de pilas y pilas de papeles y carpetas abiertas. Aunque estaba pálida y visiblemente cansada, mantenía la serenidad.
—¡Señora Kirchhoff! ¡Querido señor Bodenstein! ¿Qué puedo hacer por ustedes?
El inspector jefe actuó con cortesía y la exquisita educación de la nobleza antigua. Solo le faltó besarle la mano.
—El señor Moormann acaba de decirnos que ayer intentaron entrar en la casa. —Su voz sonaba cargada de preocupación—. ¿Cómo es que no me llamó usted, señora Kaltensee?
—Ay, Dios mío, no quería importunarlo con semejante pequeñez. —Vera Kaltensee sacudió ligeramente la cabeza. En su voz se percibía un titubeo—. Seguro que ya tiene bastante que hacer.
—Pero ¿qué ha sucedido?
—Nada que merezca la pena explicar. Mi hijo me ha enviado a una gente del servicio de seguridad de la empresa. —Sonrió, temblorosa—. Ahora me siento un poco más segura.
Un hombre rollizo, de unos sesenta años, entró en la sala. Vera Kaltensee lo presentó como su hijo mediano, Sigbert, el director de KMF. Sigbert Kaltensee, con su cara de cerdito rosado, sus mofletes y su calva, inspiraba simpatía y afabilidad en comparación con su hermano Elard, aristocrático y esbelto. Le ofreció la mano primero a Pia y después a Bodenstein, sonriendo, y luego se colocó detrás de la silla de su madre. El traje gris, la camisa de un blanco nuclear y la corbata de estampado discreto le quedaban tan perfectos que solo podían ser hechos a medida. Sigbert Kaltensee parecía concederle mucho valor a la discreción, tanto en su conducta como en su vestimenta.
—No querríamos entretenerlos demasiado —dijo Bodenstein—, pero estamos buscando a Robert Watkowiak. Tenemos indicios que nos hacen pensar que estuvo en el escenario de ambos crímenes.
—¿Robert? —De pronto, Vera Kaltensee abrió los ojos con asombro—. No estarán pensando que ha tenido algo que ver con… con todo eso…
—Bueno, sí —reconoció Bodenstein—. Es una primera pista. Nos gustaría mucho hablar con él. Ayer estuvimos en el apartamento donde vive a veces, pero huyó de mis agentes.
—Sigue constando que reside aquí, en El Molino, a efectos oficiales —añadió Pia.
—No quería cerrarle la puerta en las narices —dijo Vera Kaltensee—. Ese joven no me ha traído más que quebraderos de cabeza desde el momento en que entró en esta casa.
Bodenstein asintió.
—Conozco sus antecedentes.
Sigbert Kaltensee no decía nada. Su mirada atenta iba continuamente de Bodenstein a Pia.
—En fin. —Vera Kaltensee soltó un profundo suspiro—. Eugen, mi difunto esposo, me ocultó la existencia de Robert durante muchísimos años. El pobre chico creció junto a su madre, en unas condiciones bastante precarias, hasta que ella murió a causa del alcohol. Él ya tenía doce años cuando Eugen me confesó toda la verdad sobre su hijo ilegítimo. Después de superar la conmoción al enterarme de su infidelidad, yo misma insistí en que Robert se criara con nosotros. El chico no tenía culpa de nada, pero me temo que era demasiado tarde para él.
Sigbert Kaltensee puso una mano sobre el hombro de su madre y ella la alcanzó con la suya. Un gesto de total confianza y cariño.
—Robert era muy obstinado ya de niño —siguió explicando la mujer—. Jamás conseguí acercarme a él, aunque lo intenté todo, de veras. La primera vez que lo pillaron robando en una tienda tenía catorce años, y así comenzó su nada gloriosa carrera. —Vera Kaltensee levantó la mirada con semblante afligido—. Mis hijos afirman que lo protegí demasiado, y que quizá se habría espabilado más si hubiera acabado antes en la cárcel. Pero a mí, en el fondo de mi corazón, el chico me inspiraba lástima.
—¿Lo creería capaz de matar a una persona? —preguntó Pia.
Vera Kaltensee reflexionó un momento, mientras su hijo seguía manteniéndose en un discreto segundo plano, sin decir nada.
—Me gustaría poder decirles que no, estando plenamente convencida —repuso al final la mujer—. Robert nos ha decepcionado un sinfín de veces. La última ocasión que estuvo aquí fue hará unos dos años. Quería dinero, como de costumbre, pero Sigbert lo echó sin contemplaciones.
Pia vio que Vera Kaltensee tenía lágrimas en los ojos, pero se había mentalizado y logró mirar a la anciana con sobria objetividad.
—Lo cierto es que le dimos a Robert todas las oportunidades posibles y él nunca hizo nada con ellas —dijo esta vez Sigbert Kaltensee. Su voz aguda suponía un extraño contraste con su robusta figura—. No hacía más que mendigarle dinero a mi madre, además de robarnos todo lo que podía y más. Mi madre era demasiado benevolente para pararle los pies, pero llegó un momento en que consideré que se había pasado de la raya. Lo amenacé con denunciarlo por allanamiento de morada si algún día volvía a poner un pie dentro de esta casa.
—¿Conocía él al señor Goldberg y al señor Schneider? —quiso saber Pia.
—Desde luego. —Sigbert Kaltensee asintió con la cabeza—. Los conocía bien a ambos.
—¿Cree que es posible que fuese a pedirles dinero?
Vera Kaltensee torció el gesto, como si esa idea le resultara absolutamente desagradable.
—Sé que en el pasado les dio buenos sablazos —dijo Sigbert Kaltensee soltando una breve carcajada que carecía de humor—. No tiene ninguna clase de escrúpulos.
—Ay, Sigbert, no seas injusto. —Vera Kaltensee sacudió la cabeza—. Muchas veces me reprocho el haberte hecho caso. Tendría que haber asumido yo misma la responsabilidad y haber mantenido a Robert cerca de mí. Así no se le habrían ocurrido todas esas tonterías.
—Ya hemos hablado de esto mil veces, mamá —repuso Sigbert Kaltensee con paciencia—. Robert tiene cuarenta y cuatro años. ¿Durante cuánto tiempo podrías haberlo protegido de sí mismo? Él no quería tu ayuda para nada, solo tu dinero.
—¿Qué tonterías son esas que se le ocurrían a Robert? —se interesó Bodenstein antes de que hijo y madre ahondaran más en esa discusión que sin duda habían tenido muchas otras veces antes.
Vera Kaltensee sonrió con rigidez.
—Ya conocen ustedes su historial —dijo—. Pero Robert no es mala persona. Simplemente es demasiado confiado y siempre acaba arrimándose a quien no debe.
Pia vio cómo Sigbert Kaltensee levantaba las cejas con muda resignación al oír esas palabras. Debía de pensar lo mismo que ella. Esa era la frase que se oía siempre de boca de los familiares: cuando un hijo, una hija, un marido o una pareja cometían actos delictivos, la culpa siempre la tenían los demás. Qué fácil era responsabilizar a las malas influencias para justificar el propio fracaso. Vera Kaltensee no constituía ninguna excepción. Bodenstein le pidió que lo llamara en caso de que tuviera noticias de Robert Watkowiak.
Robert se dirigía de Kelkheim a Fischbach por el camino peatonal asfaltado y estaba de mal humor. Iba soltando tacos en voz baja y le dedicaba a Herrmann Schneider todos los insultos que conocía. Lo que más le cabreaba era haberse dejado engañar por ese viejo hijoputa. Que los cheques valían tanto como el dinero en metálico, le había dicho, y luego le había enseñado su billetera vacía, sintiéndolo mucho. ¡Y qué más! Esos chupatintas del banco le habían montado un escándalo de aúpa y se habían puesto a llamar por teléfono, seguramente a la pasma. Así que lo mejor sería largarse de allí. Pero, como no tenía móvil ni bastante pasta para tomar el autobús, ¡había tenido que huir a pie! Hacía una hora y media que había echado a andar sin pensar muy bien hacia dónde. El susto de esa mañana cuando la pasma se había presentado en casa de Moni lo había dejado hecho polvo, y la caminata al aire libre le había abierto los ojos a su situación: estaba acabado. Tenía hambre, sed y no sabía dónde caerse muerto. En casa de Kurti no tenía ni que molestarse en probar suerte —su abuela ya le había insultado bastantes veces y lo había echado de allí a patadas—, y ya no le quedaban más amigos. La única posibilidad que tenía era Vera. Más le valía encontrar una oportunidad para hablar con ella a solas. Sabía cómo entrar en la propiedad de los Kaltensee sin que nadie lo viera, conocía hasta el último centímetro de la casa. Cuando la tuviera delante, le explicaría claramente cómo le iban las cosas. A lo mejor se ofrecía a darle algo. Y, si no, sacaría la pistola y la encañonaría con ella. De todas formas, seguro que no tendría que llegar tan lejos. En realidad no era Vera quien le había prohibido la entrada en la casa, sino Sigbert, ese cerdo gordo y arrogante. Nunca había podido tragarlo, y menos aún después de aquel accidente del que todo el mundo le había echado la culpa a él, aunque había sido Marleen la que conducía. Pero, claro, nadie quiso creérselo porque, a fin de cuentas, ella no tenía más que catorce años y, ¡ay, era una chiquilla tan dulce y obediente! La idea de usar el Porsche del tío Elard para hacer una escapada se le había ocurrido a Marleen, ella había robado la llave a escondidas y lo había sacado del garaje. Él solo la había acompañado para intentar impedirle que hiciera aquella tontería. ¡Pero, claro, como era de esperar, toda la familia había dado por hecho que él había pretendido impresionar a la chica! Robert Watkowiak pasó corriendo junto a la gasolinera Aral y cruzó la calle. Si seguía a ese ritmo, llegaría a El Molino al cabo de una hora. Un fuerte bocinazo lo sacó de pronto de sus oscuras cavilaciones y un Mercedes negro se detuvo junto a él. El conductor bajó la ventanilla del lado del acompañante y se inclinó hacia la acera.
—¡Eh, Robert! ¿Te llevo a alguna parte? —preguntó—. ¡Va, venga, sube!
Robert dudó un momento, pero luego alzó los hombros. Cualquier cosa era mejor que caminar.
—Esos chuchos llevan todo el día ladrando. Hoy he tenido un montón de quejas —protestó el conserje del edificio de viviendas mientras subía con Bodenstein y Pia en el estrecho ascensor hasta el piso más alto—. Muchas veces dejan a los perros solos durante horas enteras y no les importa que ladren y se caguen por todo el apartamento.
Ostermann había aducido ante el juez responsable que existía el peligro de que se produjeran más muertes y había conseguido la orden de registro del apartamento de Monika Kramer en un tiempo récord. El ascensor se detuvo con una sacudida, el conserje abrió la puerta, pintarrajeada y llena de arañazos, y siguió hablando por los codos.
—… no quedan personas decentes en el edificio. ¡La mayoría ni siquiera hablan alemán! Pero los servicios sociales siempre acaban pagándoles el alquiler. Y, por si fuera poco, son unos sinvergüenzas. En realidad tendrían que pagarme el doble, con todo el peligro al que estoy expuesto el día entero.
Pia miró hacia el techo, exasperada. Ante el apartamento del final del pasillo oscuro esperaban dos agentes uniformados, tres de rastros y un cerrajero de urgencias. Bodenstein llamó a la puerta.
—¡Policía! —gritó—. ¡Abran!
No hubo respuesta. El conserje lo apartó a un lado y empezó a aporrear la madera.
—¡Abrid la puerta! ¡Abrid de una vez! —bramó—. ¡Sé que estáis ahí dentro, pedazo de vagos!
—Bueno, bueno, no exagere —lo frenó Bodenstein.
—Es que no entienden otro idioma —masculló el conserje.
La puerta del apartamento de enfrente se abrió, solo un resquicio, y se cerró enseguida otra vez. Por lo visto, la Policía no era una visita desacostumbrada en el vecindario.
—Abra la puerta —le dijo Bodenstein al conserje, que asintió con ganas.
Lo intentó con la copia de la llave, pero no lo consiguió. El cerrajero de urgencias forzó en pocos segundos el bombín de la cerradura, pero ni aun así se abrió la puerta.
—Deben de haber colocado algo por dentro —supuso el cerrajero, y dio un paso atrás.
Dos agentes se abalanzaron con todo su peso contra la puerta cerrada y por fin consiguieron acceder al apartamento. Los perros ladraban como locos.
—Mierda —murmuró uno de los dos al ver qué les estaba impidiendo la entrada.
Justo detrás de la puerta yacía el cuerpo sin vida de la inquilina, Monika Kramer, lleno de manchas azuladas.
—Creo que voy a vomitar —soltó el agente, y apartó a Pia para salir corriendo al pasillo.
La inspectora, sin decir palabra, se puso unos guantes y se inclinó sobre el cadáver de la joven, que estaba tumbada con la cara hacia la puerta y las piernas estiradas. Todavía no había aparecido el rígor mortis. Pia Kirchhoff empujó a la mujer por un hombro y la tumbó boca arriba. En sus años de servicio en la Policía Judicial había visto muchas imágenes espantosas, pero la brutalidad con la que habían mutilado el cuerpo de esa joven la golpeó con una crudeza inesperada. Alguien había abierto en canal a Monika Kramer: el tajo iba desde la garganta hasta el pubis, e incluso le habían cortado las bragas. Los intestinos se salían de la pared abdominal rajada.
—Dios mío —oyó Pia que decía su jefe, detrás de ella, con voz ahogada.
Lo miró un instante. Bodenstein era capaz de soportar muchas cosas, pero esta vez se había quedado blanco como la pared. Pia se volvió de nuevo hacia el cadáver y vio entonces lo que tanto había conmocionado a Bodenstein. Se le encogió el estómago y luchó contra las náuseas que le subían por la garganta. El asesino no se había contentado con matar a la chica, también le había sacado los dos ojos.
—Déjame que conduzca yo, jefe. —Pia extendió una mano y Oliver le alcanzó las llaves del coche sin llevarle la contraria.
Ya habían terminado su trabajo en el apartamento y habían interrogado a fondo a todos los vecinos de ese piso y del de abajo. Varios de ellos habían oído una fuerte pelea y golpes sordos que procedían del apartamento, hacia las once, pero todos coincidieron en declarar que las discusiones violentas y escandalosas eran el pan de cada día en el apartamento de Monika Kramer. ¿Había vuelto Watkowiak allí después de que Pia y Behnke se marcharan? La chica no había muerto enseguida, sino que parecía haberse arrastrado hasta la puerta, a pesar de sus heridas, para intentar salir al pasillo. Bodenstein se frotó la cara con ambas manos. Pia nunca lo había visto tan afectado.
—A veces desearía haberme hecho guarda forestal, o vendedor de aspiradoras —dijo Bodenstein, sin inflexión en la voz, cuando llevaban un rato en el coche—. Esa chica no era mucho mayor que Rosalie. En la vida conseguiré acostumbrarme a esto.
Pia le lanzó una breve mirada de reojo y se sintió tentada de estrecharle una mano o dedicarle algún otro gesto de consuelo, pero no lo hizo. Aunque trabajaban juntos casi todos los días desde hacía dos años, entre ellos existía una distancia que le impedía algo así. Bodenstein era cualquier cosa menos un tipo dado a la camaradería. Solía ocultar muy bien sus emociones. A veces Pia se preguntaba cómo lo aguantaba: las terribles imágenes, la presión que soportaba y de la que nunca parecía desahogarse, ni soltando tacos ni con arrebatos de ira. Ella intuía que ese sobrehumano dominio de sí mismo era el resultado de una educación estricta. Seguramente era lo que se entendía por «circunspección». Mantener la calma. A cualquier precio y en cualquier situación.
—Yo tampoco —dijo entonces.
Por fuera, siempre quería dar la impresión de que todo aquello la dejaba impasible, pero en su interior no era ni mucho menos así. Tampoco a ella la habían endurecido las innumerables horas en el Instituto Anatómico Forense, ni habían hecho que contemplara con indiferencia los destinos y las tragedias de esas personas a quienes solo conocía como cadáveres. Por algo recibía atención psicológica el personal de primeros auxilios cuando había una catástrofe, porque la visión de muertos mutilados se quedaba grabada en el cerebro y no había nada que consiguiera borrarla. Igual que Pia, también Bodenstein buscaba la salvación en la rutina.
—Ese mensaje de su móvil —dijo el inspector jefe en tono profesional— podría ser una prueba de que, efectivamente, es Watkowiak quien está tras los asesinatos de Goldberg y Schneider.
Los agentes de la Científica habían encontrado un mensaje de Robert Watkowiak recibido en el móvil de Monika Kramer a las 13.34 del día anterior que decía: «CIELO, ¡SMOS RICOS! ME HE CARGADO TB AL OTRO VIEJO. ¡Q PAGUE SUS PECADOS!».
—Entonces, ya tenemos resueltos los asesinatos —concluyó Pia, aunque no demasiado convencida—. Watkowiak mató por codicia a Goldberg y a Schneider, que lo conocían puesto que era hijastro de Vera Kaltensee y, por tanto, lo dejaron pasar sin sospechar nada. Después acabó con Monika Kramer porque estaba al corriente de todo.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Bodenstein.
Pia lo pensó un momento. Nada deseaba más que encontrar una explicación así de sencilla para los tres asesinatos, pero en el fondo lo dudaba mucho.
—No sé —repuso tras una breve reflexión—. El instinto me dice que detrás de todo esto hay algo más.
Los excrementos húmedos del establo de los caballos pesaban como el plomo, el olor a amoníaco la dejaba sin respiración, pero Pia le prestaba tan poca atención como a su dolor de espalda y a las agujetas que sentía en los brazos. De alguna forma tenía que conseguir pensar en otra cosa, y para eso no había mejor remedio que el trabajo físico. En esa situación, muchos de sus compañeros buscaban el olvido en el alcohol, y Pia podía incluso entenderlo. Ella, sin embargo, prefirió palear obstinadamente una horca tras otra sobre el esparcidor de estiércol que había aparcado justo delante del establo, hasta que las púas empezaron a arañar el suelo de hormigón desnudo. Los últimos restos los sacó con una pala, luego se detuvo, sin aliento, y se secó el sudor de la frente con la manga.
Bodenstein y ella habían pasado ya por comisaría para informar a sus compañeros. La búsqueda de Robert Watkowiak se había intensificado, durante un rato habían considerado la posibilidad de involucrar a la población civil haciendo un llamamiento mediante la radio local. Pia acababa de terminar el trabajo cuando sus perros, que habían seguido con atención hasta el último de sus movimientos, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr ladrando con alegría. Apenas unos segundos después, la furgoneta verde del Opel Zoo se detuvo junto al tractor, y Christoph bajó del vehículo. Se acercó a Pia con pasos rápidos y cara de preocupado.
—Hola, cariño —dijo en voz baja, y la abrazó con fuerza.
Pia se inclinó contra él y sintió cómo se le saltaban las lágrimas y le caían por las mejillas. Era un alivio enorme tener la posibilidad de mostrarse débil por un momento. Con Henning nunca se lo había permitido.
—Me alegro de que estés aquí —murmuró.
—¿Tan horrible ha sido?
Pia notó los labios de él en su pelo y asintió sin decir nada. Durante un buen rato, Christoph la tuvo abrazada y le acarició la espalda para ofrecerle consuelo.
—Ahora mismo te vas a la bañera —dijo con decisión—. Yo encerraré a los caballos y les echaré de comer. Además, he traído algo para cenar. Tu pizza preferida.
—¿Con extra de atún y anchoas? —Pia levantó la cabeza y sonrió con timidez—. Eres un cielo.
—Ya lo sé. —Christoph le guiñó un ojo y la besó—. Y ahora, directa a la bañera.
Cuando, una media hora después, salió del cuarto de baño envuelta en un albornoz de rizo, seguía sintiéndose sucia por dentro a pesar del largo rato que había pasado en el agua. La brutalidad de ese asesinato había sido espantosa. Haber hablado con la joven apenas un par de horas antes, además, hacía que toda la situación fuese tanto más horrible. ¿Había tenido que morir Monika Kramer porque la Policía se había presentado en su casa?
Christoph, mientras tanto, había dado de comer a los perros, había puesto la mesa de la cocina y había abierto una botella de vino. El tentador aroma de la pizza le recordó a Pia que no había probado bocado en todo el día.
—¿Te apetece hablar de ello? —preguntó él cuando se sentaron a la mesa a comer pizza al tonno tibia con las manos—. A lo mejor te hace bien.
Pia se lo quedó mirando. Tenía una sensibilidad increíble. Desde luego que le haría bien hablar. Librarse de ello, compartirlo, era la única forma de digerir lo que había vivido, en realidad.
—Es que nunca había visto algo tan espantoso —dijo, y suspiró.
Christoph le sirvió un poco más de vino y escuchó con atención mientras Pia explicaba lo que había sucedido ese día. Le habló de su visita al apartamento de Monika Kramer por la mañana, de la huida de Watkowiak y del arrebato de Behnke.
—¿Sabes? —dijo al final, y bebió un trago—, todo se puede comprender hasta cierto punto, aunque suene horroroso. Pero esa brutalidad tan bestial, la crueldad con que han asesinado a esa chica, me ha dejado completamente hecha polvo.
Pia se comió el último trozo de pizza y se limpió los dedos con un trozo de papel de cocina. Se sentía más que agotada y, al mismo tiempo, tan tensa como si estuviera a punto de explotar. Christoph se levantó y llevó la caja de pizza vacía a la basura. Después se colocó detrás de Pia, puso las manos sobre sus hombros y empezó a masajear con suavidad la tirante musculatura de su cuello.
—Lo único bueno de algo así es que después veo con total claridad el sentido de mi trabajo. —Pia cerró los ojos—. Al cerdo que haya hecho eso lo encontraré y lo meteré entre rejas el resto de su vida.
Christoph se inclinó sobre ella y le dio un beso en la mejilla.
—Parece que estás deshecha de verdad —dijo en voz baja—. Siento muchísimo tener que dejarte sola precisamente ahora.
Pia se volvió hacia él. Al día siguiente, Christoph tenía que tomar un avión hacia Sudáfrica. Llevaba meses planeando ese viaje de una semana a Ciudad del Cabo para asistir al congreso de la «World Association of Zoos and Aquariums», la WAZA. Ella ya lo echaba de menos con toda su alma.
—Bueno, serán solo ocho días. —Habló con más ligereza de la que sentía en realidad—. Y, además, siempre puedo llamarte.
—Me llamarás si te pasa algo, ¿verdad? —Christoph la acercó hacia sí—. ¿Me lo prometes?
—Palabra de honor. —Pia le rodeó el cuello con los brazos—. Pero, de momento, todavía estás aquí, así que tendríamos que aprovecharlo.
—¿Tú crees?
En lugar de responder, Pia le dio un beso. Le habría gustado no tener que volver a separarse de él jamás. En el pasado, también Henning había salido de viaje a menudo, y a veces Pia no había podido hablar con él durante días, pero eso nunca la había inquietado ni la había molestado. Con Christoph era diferente. Desde que se conocían, apenas habían pasado más de veinticuatro horas separados, y solo con pensar que no tendría un momento para acercarse al zoo y verlo sentía una dolorosa sensación de abandono.
Él pareció percibir su apremiante deseo como un aura que irradiaba de todo su cuerpo. Aunque evidentemente no era la primera vez que se acostaba con él, Pia sintió que casi le estallaba el corazón cuando lo siguió hasta el dormitorio y lo vio desnudarse a toda prisa. Nunca había estado con un hombre como Christoph: un hombre que lo reclamaba y lo daba todo, que no le permitía ninguna vacilación, ninguna situación incómoda y ningún orgasmo fingido. Pia estaba enganchada a la impetuosidad con que su cuerpo reaccionaba ante el de él. Ya habría tiempo para la ternura más adelante, en ese momento no había nada que deseara con más ardor que olvidar en sus brazos el día atroz que había tenido.