Los dedos de Bodenstein tamborileaban impacientes sobre el volante. En Eppenhain habían encontrado el cadáver de un hombre, pero la única carretera que llevaba a esa apartada barriada de Kelkheim estaba cerrada por la Policía. Los participantes de la Vuelta a la Torre Henninger, el gran premio ciclista de Frankfurt, competían por subir la empinada pendiente hasta Ruppertshain por segunda vez esa mañana. Cientos de personas se habían situado a uno y otro lado de la carretera y aguardaban también ante las pantallas de lona de la estrecha curva de Zauberberg. Por fin empezaron a verse a los primeros ciclistas. La cabeza de la carrera pasó volando como una nube de color magenta, y después siguió el pelotón, en todos los colores del arco iris. Entre los ciclistas, a su lado y también detrás, los vehículos de avituallamiento iban pegados a ellos, y en el cielo se veía volar en círculos el helicóptero de la televisión de Hesse, que retransmitía en directo todo el evento.
—No me creo que esto sea un deporte sano —comentó Pia Kirchhoff desde el asiento del acompañante—. Pero si se están tragando el humo del tubo de escape de los coches de avituallamiento.
—El deporte mata —sentenció Bodenstein, para quien los deportistas de competición eran individuos casi tan sospechosos como los fanáticos religiosos.
—El ciclismo, por lo menos, sí. Y más aún en el caso de los hombres. Hace poco leí en alguna parte que los que montan mucho en bicicleta acaban impotentes —dijo Pia, y sin pausa alguna añadió—: Behnke corre en la categoría de aficionados, por cierto. Al menos los cien kilómetros de montaña.
—¿Cómo tengo que entender eso? ¿Tienes alguna información privilegiada sobre «el estado de salud» de Behnke que me estés ocultando? —Bodenstein no pudo reprimir una sonrisa divertida.
La relación entre los inspectores Kirchhoff y Behnke seguía sin ser del todo armoniosa, aunque, desde el verano anterior, la hostilidad abierta entre ellos se había ido convirtiendo poco a poco en aceptación y cierto compañerismo. Justo entonces Pia se dio cuenta de lo que acababa de decir.
—Por el amor de Dios, ¡no! —Rio, avergonzada—. Ya han abierto la carretera.
Nadie que conociera al inspector jefe Oliver von Bodenstein habría sospechado lo aficionado que era a toda clase de chismes y cotilleos. Por fuera, siempre con traje y corbata, el jefe de Pia daba la impresión de ser un hombre que estaba por encima del bien y del mal y que, con cortesía aristocrática, hacía oídos sordos a las vidas privadas de los demás. Pero esa impresión era engañosa. En realidad, su curiosidad era del todo insaciable y tenía una memoria asombrosamente buena. Tal vez era la combinación de esas dos características lo que hacía de Bodenstein el brillante investigador que sin lugar a dudas era.
—No vayas a decírselo a Behnke, por favor —pidió Pia—. Podría tomárselo a mal.
—Tendré que pensarlo —repuso Bodenstein con una sonrisa, y giró el volante de su BMW en dirección a Eppenhain.
Marcus Nowak esperó dentro del coche hasta que su familia salió de casa y cada cual subió a su vehículo; primero sus padres, después su hermano con sus hijos y, por último, también Tina con los niños. Los conocía bien y sabía que irían a ver la carrera ciclista, así que estarían un buen rato fuera, cosa que a él le venía de miedo. Aunque hubieran estado de fiesta hasta altas horas de la madrugada, nunca se perdían el acontecimiento: había que guardar las apariencias. Esa mañana, él ya había corrido doce kilómetros por su trayecto habitual, campo a través hasta el castillo de Bodenstein y luego subiendo hacia Ruppertshain y cruzando el bosque en un gran arco para regresar a Fischbach. Correr siempre le relajaba y le despejaba la cabeza, pero ese día no había conseguido librarse de los remordimientos de conciencia ni del pesado sentimiento de culpa. Había vuelto a hacerlo, aunque sabía perfectamente que por ello acabaría ardiendo en el más terrible de los infiernos. Bajó del coche, cerró la puerta de la casa y subió corriendo la escalera hasta su apartamento, en el segundo piso. Se quedó un momento de pie en el salón y dejó caer los brazos a los costados. Todo estaba como siempre a primera hora de la mañana: la mesa del desayuno sin recoger, juguetes tirados por ahí. Al contemplar esa normalidad cotidiana se le saltaron las lágrimas. Aquello ya no era su mundo. ¡Nunca más lo sería! ¿De dónde había salido de repente ese impulso oscuro, ese deseo de lo prohibido? Tina, los niños, los amigos y la familia… ¿Por qué lo estaba arriesgando todo? ¿De verdad ya no significaban nada para él?
Entró en el baño y se sobresaltó al ver en el espejo su cara enjuta y sus ojos enrojecidos. Si nadie se enteraba de lo que había hecho, ¿tendría todavía vuelta atrás? Pero ¿quería él volver atrás? Se metió en la ducha y abrió el grifo. Agua fría. Helada. Tenía que castigarse. Jadeó apretando los dientes cuando el chorro congelado cayó sobre su piel sudorosa. No podía evitar que las imágenes de la noche anterior volvieran a invadirlo. Cómo se había visto delante del otro, cómo lo había mirado, sorprendido…, no, ¡horrorizado! Y entonces, sin apartar la mirada, se había arrodillado lentamente, le había dado la espalda y, temblando, había esperado a que… Se llevó las manos a la cara con un sollozo.
—¿Marcus?
Se estremeció, sobresaltado, al reconocer a través del cristal mojado la silueta borrosa de su abuela. Enseguida cerró el grifo y se envolvió las caderas con la toalla que había dejado colgando sobre la mampara.
—¿Qué te pasa? —preguntó Auguste Nowak, preocupada—. ¿No te encuentras bien?
Su nieto salió de la ducha y se encontró con la mirada escrutadora de la abuela.
—Yo no quería volver a hacerlo —soltó en un gemido de desesperación—. De verdad, abuela, pero… pero es que…
Se quedó callado, buscando una explicación sin encontrarla. La anciana lo abrazó. Al principio él se resistió, pero después se dejó caer contra ella e inspiró su familiar aroma.
—¿Por qué hago esto? —susurró, desesperado—. ¡De verdad que no sé lo que me está pasando! ¿Es que no soy normal?
Ella le levantó el rostro entre sus manos callosas y lo miró, inquieta, con unos ojos sorprendentemente jóvenes.
—No te tortures así, mi vida —dijo en voz baja.
—Pero es que ya no me entiendo ni a mí mismo —repuso él con voz de angustia—. Y si alguien llegara a enterarse, yo…
—¿Cómo van a enterarse? Allí no te ha visto nadie, ¿verdad? —Hablaba como si fuera su cómplice.
—Pues… creo que no. —Sacudió la cabeza. ¿Cómo podía su abuela demostrar tanta comprensión por sus actos?
—Entonces, nada. —Zanjó la mujer—. Ahora ponte algo de ropa y luego baja a verme, que te prepararé un chocolate y un buen desayuno. Seguro que todavía no has comido nada.
A su pesar, Marcus Nowak no pudo evitar sonreír. Esa era la fórmula magistral de su abuela: comer siempre lo arreglaba todo. Al verla salir por la puerta sintió que, al menos un poco, sí que lo había consolado.
La casa de Herrmann Schneider era una construcción de planta baja con tejado a cuatro aguas, aparente aunque venida a menos, que quedaba justo en la linde del bosque y estaba rodeada por un gran jardín bastante descuidado. El cadáver lo había encontrado uno de los objetores de conciencia que cumplían su prestación social sustitutoria en la Orden de la Cruz de Malta y pasaban cada mañana a ver cómo se encontraba el anciano. Bodenstein y Pia Kirchhoff vivieron un espantoso déjà-vu. El hombre estaba arrodillado en el suelo de baldosas del recibidor de su casa y la bala mortal le había entrado por la parte posterior de la cabeza. Parecía una ejecución, igual que en el caso de David Goldberg.
—La víctima es Herrmann Schneider, nacido el 2 de marzo de 1921 en Wuppertal. —La joven agente de policía con pecas que, con sus compañeros, había sido la primera en llegar al lugar de los hechos ya se había informado a fondo de los datos principales—. Vivía aquí solo desde que murió su mujer, hará un par de años, y recibía la visita del servicio asistencial tres veces al día. Le traían las comidas a casa.
—¿Ha ido a preguntar ya a los vecinos?
—Por supuesto que sí. —La eficiente policía le lanzó a Bodenstein una mirada algo molesta.
También dentro de la Policía existían animosidades, como en todas partes. Los policías de patrulla consideraban que los de la Judicial se creían superiores y los miraban por encima del hombro, y en realidad no estaban del todo equivocados.
—La vecina que vive justo al lado vio a dos hombres que visitaron a Schneider sobre las ocho y media. Poco después de las once se marcharon otra vez, y por lo visto armaron bastante escándalo.
—Parece que alguien tiene fijación por los pensionistas —comentó su compañero—. Ya es el segundo en una semana.
Bodenstein hizo como que no había oído el inoportuno comentario.
—¿Hay señales de que forzaran la entrada?
—A primera vista, no. Da la impresión de que le abrió la puerta a su asesino. En la casa tampoco se ve nada revuelto —contestó la agente.
—Gracias —dijo Bodenstein—. Buen trabajo.
Pia y él se pusieron los guantes de látex y se inclinaron sobre el cadáver del anciano. En la débil luz que daba la bombilla de cuarenta vatios del rincón, los dos comprendieron a la vez que la aparente similitud entre ambos casos no era ninguna casualidad. En el papel de flores de la pared, alguien había escrito cinco cifras con las salpicaduras de sangre: 16145. Bodenstein miró a su compañera.
—Este —dijo el inspector jefe, decidido— no pienso dejar que nos lo quiten.
En ese momento llegó el médico y Pia lo reconoció. Era el enano que hacía un año y medio había realizado la autopsia al cadáver de Isabel Kerstner. El enano, por lo visto, también recordaba el primer caso de homicidio que Pia y Bodenstein habían investigado juntos, y torció brevemente el gesto en una sonrisa avinagrada.
—Con permiso —murmuró sin ninguna amabilidad. O esa era su forma de ser, o les guardaba rencor por la brusquedad con que Bodenstein, en aquel entonces, le había hecho saber su opinión.
—Tenga cuidado de no destruir ninguna prueba —soltó el inspector jefe, igual de grosero, y con ello se ganó una mirada furiosa.
Con un gesto de cabeza, Bodenstein le indicó a Pia que lo siguiera a la cocina.
—¿Y a este quién lo ha llamado? —preguntó en voz baja.
—Supongo que la primera patrulla —respondió la inspectora. Sus ojos se quedaron clavados en uno de los tablones de notas que colgaban junto a la mesa.
Se acercó y sacó del corcho una tarjeta de elegante papel artesanal que había entre recibos, recetas y un par de postales. «Invitación», decía. Pia la abrió y soltó un silbido de asombro.
—¡Mira esto! —Y le alcanzó a su jefe la tarjeta.
La casa era de principios de los setenta y, tal como Pia pudo comprobar mientras la registraban, reunía todas las características del mal gusto de la época en su anticuada decoración. Contrachapado de roble rústico en el salón, cuadros de paisajes anodinos en las paredes… Nada que permitiera sacar conclusiones sobre las inclinaciones del habitante de la casa. Las florecillas de los azulejos de la cocina hacían daño a la vista, el baño de invitados estaba todo acabado en rosa palo. Pia entró en el espartano dormitorio. Junto a la cama, sobre la mesita de noche que usaba Schneider, había un par de frascos con medicamentos. A su lado, un libro abierto. Un ejemplar muy manoseado de Nombres que ya nadie pronuncia, el entrañable volumen de los recuerdos de la condesa Marion Dönhoff sobre la antigua Prusia Oriental.
—¿Y bien? —preguntó Bodenstein—. ¿Has encontrado algo?
—Nada. —Pia se encogió de hombros—. No hay ningún despacho, ni siquiera una mesa de escritorio.
Mientras transportaban el cadáver de Herrmann Schneider al Anatómico Forense, los agentes de la Científica recogieron su equipo. También el forense había desaparecido ya, después de haberle tomado la temperatura rectal a la víctima y, con la ayuda de ese valor, haber establecido la hora de la muerte aproximadamente sobre la una de la madrugada.
—A lo mejor tenía un despacho en el sótano —aventuró Bodenstein—. Bajemos a ver.
Pia siguió a su jefe por la escalera. Tras la primera puerta estaba la sala de la caldera, un moderno aparato de fuel. En la habitación contigua había estanterías llenas de cajas de cartón bien etiquetadas y, en una de las paredes, botellas de vino almacenadas en cajas de madera. Bodenstein se detuvo a mirarlas mejor y profirió un silbido de admiración.
—Esta bodega vale una fortuna.
Pia estaba ya en la siguiente puerta. Encendió la luz y se quedó de piedra.
—¡Jefe! —llamó—. ¡Tienes que venir a ver esto!
—¿Qué has encontrado? —Bodenstein apareció tras ella en el marco de la puerta.
—Parece un cine.
La inspectora contempló las paredes recubiertas de terciopelo rojo oscuro, las tres filas de cinco cómodas butacas de felpa y el telón negro, cerrado, que había al otro extremo de una sala cuyo tamaño sorprendía. En la pared de la puerta había un antiguo proyector cinematográfico.
—Bueno, pues tendremos que comprobar qué clase de películas veía el viejo en la intimidad. —Bodenstein se acercó al proyector, que tenía un rollo de película colocado, y apretó un par de botones al azar.
Pia lo intentó con los interruptores de la pared y, de pronto, el telón se desplazó hacia un lado. Ambos se sobresaltaron cuando por unos altavoces invisibles empezaron a sonar disparos de fusil y una marcha militar. Se quedaron atónitos mirando la pantalla. Tanques que avanzaban sobre un territorio nevado en parpadeante blanco y negro, rostros sonrientes de jóvenes soldados apostados en cañones antiaéreos y ametralladoras. Aviones contra un cielo gris.
—El noticiario —dijo Pia, sorprendida—. ¿El noticiario de la guerra es lo que veía aquí, en su cine privado? ¿No hay que estar muy enfermo para eso?
—En aquella época era joven. —Bodenstein, que ya había temido encontrarse con un archivo de películas pornográficas, se encogió de hombros—. A lo mejor simplemente le gustaba recordar viejos tiempos.
El inspector jefe fue recorriendo la estantería que albergaba la enorme cantidad de bobinas cinematográficas escrupulosamente catalogadas y descubrió, entre ellas, innumerables capítulos del noticiario alemán de los años 1933 a 1945, tomas del discurso de Goebbels en el Palacio de los Deportes, filmaciones de los días del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán en Núremberg, las propagandísticas El triunfo de la voluntad y Tormentas sobre el Mont Blanc, de la directora filonazi Leni Riefenstahl, y otras rarezas por las que los coleccionistas habrían pagado una fortuna. Bodenstein apagó el proyector.
—Todo indica que estuvo viendo estas peliculitas con sus amigos. —Pia señaló tres copas usadas, dos botellas de vino vacías y un cenicero rebosante de colillas que había en una pequeña mesa entre las filas de butacas.
Levantó con cuidado una de las copas, la examinó con atención y confirmó una sospecha: el resto del fondo no estaba seco todavía. Bodenstein salió al pasillo y llamó a la gente de rastros para que bajaran al sótano, después siguió a Pia hasta la siguiente habitación. La decoración los dejó un par de segundos sin habla.
—Santo cielo —espetó Pia, asqueada—. ¿Esto es un plató de cine o qué?
La sala, sin ventanas, con falsas vigas de madera y unos suelos de moqueta rojo oscuro que la hacían parecer más baja todavía de lo que ya era, estaba dominada por un macizo escritorio de caoba oscura. Estanterías de libros hasta el techo, archivadores, una sólida caja fuerte, una pared decorada por un estandarte de la cruz gamada y varias fotografías enmarcadas de Adolf Hitler y otras personalidades nazis. Al contrario que la parte superior de la casa, que resultaba impersonal y casi deshabitada, ahí abajo se amontonaban los recuerdos y las pruebas de una larga vida. Pia contempló mejor uno de los retratos y se estremeció.
—Esta foto lleva una dedicatoria personal de Hitler. Me siento como si estuviera en el búnker de la Cancillería del Reich.
—Ve a ver qué hay en el escritorio. Si en algún sitio podemos encontrar pistas, es aquí.
—Jawohl, mein Führer! —Pia se puso firme.
—Déjate de bromas.
Bodenstein recorrió con la mirada aquella sala tenebrosa y abarrotada, que le provocaba una sensación claustrofóbica. La comparación con un búnker que había hecho Pia no era ni mucho menos descabellada. Mientras ella se sentaba al escritorio e iba abriendo un cajón tras otro con las puntas de los dedos, Bodenstein empezó a revisar carpetas y álbumes de fotos de las estanterías y se puso a hojearlos sin ningún orden en particular.
—Dios mío, pero ¿qué es esto? —El jefe de la Policía Científica acababa de entrar en la habitación.
—Espeluznante, ¿verdad? —Pia levantó un momento la mirada—. ¿Podríais empaquetar toda esta porquería cuando la hayáis fotografiado, por favor? No me apetece quedarme en este agujero más de lo necesario.
—Me parece que para eso vamos a necesitar un camión. —El agente miró a su alrededor sin demasiado entusiasmo y torció el gesto.
En el segundo cajón superior, Pia se topó con extractos bancarios de diferentes cuentas cuidadosamente archivados. Herrmann Schneider cobraba una pensión respetable, pero además de eso también había extractos de una cuenta suiza en la que recibía una transferencia de cinco mil euros todos los meses. El saldo actual de esa cuenta ascendía a la cantidad de 172 000 euros.
—Jefe —dijo Pia—. Alguien le ingresaba cinco mil euros todos los meses. KMF. ¿Qué significará? —Le alcanzó uno de los extractos a Bodenstein.
—¿Kriegsministerium Frankfurt, el antiguo Ministerio de la Guerra? —aventuró el jefe de la Científica.
Bodenstein sintió que su malestar interior crecía por momentos; ya no podía seguir negando la vinculación entre ambos casos. La invitación de la cocina, pagos de KMF, el funesto número que el asesino había dejado escrito en los dos escenarios. Ya iba siendo hora de hacerle una visita a una muy respetable dama, aunque todo aquello resultara no ser más que una enorme casualidad.
—KMF son las siglas de la empresa familiar de maquinaria Kaltensee Maschinen Fabrik —le dijo a Pia, bajando la voz—. Schneider conocía a Vera Kaltensee. Igual que Goldberg.
—Está visto que la señora tenía amistades selectas —repuso la inspectora.
—En realidad no sabemos si eran amigos —reflexionó Bodenstein—. Vera Kaltensee cuenta con una reputación intachable, no existe ninguna duda acerca de su integridad.
—También la fama de Goldberg era intachable —dijo Pia, impasible.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que nada tiene por qué ser como parece a primera vista.
Bodenstein miró pensativo los extractos de cuenta.
—Me temo que en Alemania quedan todavía miles de personas que simpatizaron con los nazis en su juventud, o que incluso lo fueron —dijo—. Pero hace ya sesenta años.
—Eso no justifica nada —rebatió Pia, y se levantó—. Y este tal Schneider no era un simple simpatizante. Era un nazi de pura cepa. Solo tienes que ver todo esto.
—Aun así, no podemos dar automáticamente por sentado que Vera Kaltensee supiera del pasado nazi de dos de sus conocidos —insistió Bodenstein, y suspiró.
Tenía un mal presentimiento. Por muy intachable que fuera la reputación de Vera Kaltensee, en cuanto la prensa la relacionara con todo ese turbio asunto sería irremediable que algo le salpicara.
Bajó del autobús en el aparcamiento de Königstein y se paseó por la zona peatonal. Sentaba bien tener dinero. Mientras contemplaba con satisfacción su reflejo en los escaparates, Robert Watkowiak decidió que lo primero que haría con la pasta del tío Herrmann sería arreglarse los dientes. Con el nuevo corte de pelo y el traje ya no llamaba tanto la atención; ninguno de los demás paseantes se volvía hacia él sacudiendo la cabeza. Esa era una sensación aún mejor. Siendo sincero, estaba hasta el gorro de la vida que prácticamente le habían obligado a llevar. Necesitaba una cama, una ducha y las comodidades a las que antes estaba acostumbrado. Además, detestaba aparcarse en casa de Moni, que seguro que el día anterior ya había temido encontrárselo otra vez ante su puerta, suplicándole un lugar donde dormir. Pero en eso estaba equivocada. Moni se creía superior, pero no era más que una cutre y una mentirosa que se dejaba follar por cualquiera a cambio de dinero. Había que reconocer que no era fea, pero en cuanto abría la boca quedaba demostrado que era una ordinaria, sobre todo cuando había bebido. Hacía un par de semanas lo había provocado tanto delante de sus colegas, en el bar de siempre, que Robert le había soltado un bofetón. Así por fin había cerrado la boca. Después de eso, había ido pegándole cada vez que le venía en gana, a veces incluso sin ningún motivo. Le gustaba la sensación de tener poder sobre alguien.
Robert Watkowiak torció en dirección al parque del balneario y se encaminó hacia el ayuntamiento. Hacía una buena temporada que utilizaba la casa desocupada que había junto a la administración de lotería como refugio improvisado. El propietario toleraba su presencia sin decir nada. Lo cierto era que todo estaba lleno de polvo y porquería, pero había electricidad, y el váter y la ducha funcionaban. Por lo menos era mejor que dormir debajo de un puente.
Se tumbó con un suspiro en el colchón que tenía en la habitación del primer piso, se quitó los zapatos con los pies y rescató de su mochila una lata de cerveza que vació en un par de tragos. Soltó un fuerte eructo. Después volvió a por la mochila y sonrió cuando sus dedos tocaron el frío metal. El viejo no se había dado cuenta de que se la había birlado. Seguro que esa pistola valía una fortuna. Las armas auténticas de la Segunda Guerra Mundial se vendían por sumas astronómicas, y había tarados que estaban dispuestos a aflojar hasta el doble, o incluso el triple, por una que se hubiera usado para cargarse a alguien. Robert sacó la pistola y la contempló, ensimismado. No había podido resistirse, sencillamente. No sabía muy bien por qué, pero estaba convencido de que todo había empezado a cambiar para bien en su vida. Al día siguiente podría cobrar los cheques. También iría al dentista. O al cabo de dos días. Esa noche se pasaría otra vez por el bar Bremslicht, a ver si estaba por allí el tipo aquel que movía material militar.
Bodenstein torció a la derecha y enfiló la B-455 en dirección a Eppstein. Había decidido hablar con Vera Kaltensee enseguida, antes de que su jefe pudiera impedírselo a causa de cualquier consideración táctica. Durante el trayecto pensó en la gran dama, que sin duda era una de las personalidades más destacadas de la zona y cuya mera presencia hacía subir de categoría cualquier acto. De soltera, Vera Kaltensee había sido baronesa de Zeydlitz-Lauenburg y, en tiempos, había tenido que huir de la Prusia Oriental hacia el Oeste con solo una maleta en la mano y un bebé en brazos. Allí se había casado poco después con Eugen Kaltensee, el empresario de Hofheim, y con él había levantado la empresa familiar y la había convertido en una multinacional. Tras la muerte de su marido, ella se había hecho cargo de la dirección del negocio y al mismo tiempo se había convertido en colaboradora incansable de diferentes organizaciones benéficas. Como generosa mecenas y recaudadora de fondos se había ganado muchísimo respeto, y no solo en Alemania. Su Fundación Eugen Kaltensee patrocinaba el arte, la cultura, el medio ambiente y la conservación de monumentos nacionales, además de ayudar económicamente a los necesitados mediante numerosos proyectos sociales a los que en gran parte había dado vida ella misma.
A la finca de los Kaltensee la llamaban Mühlenhof, «El Molino». La señorial mansión familiar se ocultaba en el valle que había entre Eppstein y Lorsbach, tras unos setos que la protegían de las miradas curiosas y una alta verja de hierro negro coronada por puntas doradas. El gran portón doble estaba abierto, así que Bodenstein entró con el coche. Al fondo del jardín, que era más bien un parque, se levantaba la casa señorial, y a su izquierda se encontraba el edificio histórico del molino.
—¡Oh! Me voy a poner celosa —exclamó Pia al ver esas extensiones de césped de un verde esplendoroso, los arbustos bien podados y los arriates de flores dispuestos con sumo cuidado—. ¿Cómo consiguen tenerlo así?
—Con un ejército de jardineros —sentenció Bodenstein—. Y diría que tampoco dejan que cualquier bicho se pasee libremente por la hierba.
Pia sonrió ante esa alusión. En su casa siempre andaba suelto algún animal por donde no debería haberlo: los perros rondaban por el estanque de los patos, los caballos trotaban por el jardín, patos y gansos exploraban el interior de la casa. La última incursión de sus aves de corral la había obligado a pasarse una tarde entera limpiando sus verdosos regalitos por todas las habitaciones. Menos mal que Christoph estaba insensibilizado en ese sentido.
Bodenstein detuvo el BMW ante la escalinata que subía a la casa señorial. Cuando se apearon del coche y miraron a su alrededor, un hombre apareció por la esquina. Tenía el pelo gris y una cara alargada y delgada. Lo que primero le llamó la atención a Pia fueron sus melancólicos ojos de san bernardo. Debía de tratarse del jardinero, porque iba vestido con un pantalón de peto de color verde y llevaba una podadora de rosas en la mano.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó, mirándolos con recelo.
Bodenstein le enseñó la placa.
—Somos de la Policía Judicial de Hofheim, nos gustaría ver a la señora Kaltensee.
—Ah. —El hombre, con mucha parsimonia, sacó unas gafas del bolsillo de su peto y estudió a conciencia la identificación de Bodenstein. Después le sonrió con educación—. Si no cierro la verja enseguida, aquí me encuentro de todo. Muchas personas creen que esto es un hotel o un club de golf.
—No me extraña —dijo Pia, admirando los bancales de plantas y rosales en flor, además de los setos de boj podados de una forma tan artística—. La verdad es que lo parece.
—¿Le gusta? —El hombre se sentía a todas luces halagado.
—¡Huy, sí! —La inspectora asintió—. ¿Se encarga usted solo de todo esto?
—En realidad me ayuda mi hijo —reconoció con humildad, aunque estaba disfrutando a más no poder de la admiración de Pia.
—Dígame, ¿dónde podemos encontrar a la señora Kaltensee? —interrumpió Bodenstein antes de que su compañera se pusiera a debatir sobre la fertilización del césped o el cuidado de las rosas.
—Ah, sí, claro. —El hombre sonrió para disculparse—. Enseguida le digo que están ustedes aquí. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Bodenstein le dio una tarjeta de visita y el jardinero desapareció en dirección a la entrada.
—En comparación con el jardín, la casa está bastante descuidada —comentó Pia.
A esa distancia, el edificio ya no se veía ni mucho menos tan señorial y majestuoso como desde lejos. La pintura estaba estropeada y manchada, se desconchaba, y en algunos puntos hasta dejaba ver la mampostería.
—Bueno, la mansión tampoco tiene tanta importancia histórica como el resto de construcciones —explicó Bodenstein—. Esta propiedad es sobre todo famosa por el molino, que aparece mencionado por primera vez en documentos del siglo XIII, si no recuerdo mal. Hasta principios del siglo XX perteneció a la conocida familia Stolberg-Werningerode, que también eran propietarios del castillo de Eppstein, antes de entregárselo a la ciudad en 1929. Un primo de los Werningerode se casó con una hija de la casa de los Zeydlitz, y así es como terminó la propiedad en manos de los Kaltensee.
Pia se quedó mirando a su jefe sin salir de su asombro.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¿Cómo sabes tú todo eso? ¿Y qué tienen que ver los Werninge… lo que sea y los Zeydlitz con los Kaltensee?
—Vera Kaltensee era Zeydlitz-Lauenburg de soltera —informó Bodenstein—. Había olvidado mencionarlo. Todo lo demás son simplemente cosas que se saben en la zona.
—Claro. —Pia asintió—. Seguro que a los de sangre azul os hacen estudiar desde pequeñitos todos esos detalles tan fundamentales a la vez que memorizáis el Almanaque de Gotha sobre las casas reales europeas.
—¿Es sarcasmo eso que oigo en tu voz? —preguntó Bodenstein, y sonrió.
—¡No, por el amor de Dios! —Pia levantó las manos—. Oh, ahí se apresta a venir ya el fiel siervo de la buena señora. ¿Cómo hay que saludarla? ¿Con una reverencia?
—Eres imposible, Kirchhoff.
Marleen Ritter, de soltera Kaltensee, contempló la sencilla alianza de oro que llevaba en el anular de la mano derecha y sonrió. Todavía le daba vértigo pensar lo mucho que había cambiado su vida en las últimas semanas y los últimos meses, aunque en todo caso para mejor. En realidad, tras separarse de Marco ya se había hecho a la idea de pasar sola el resto de su vida. Había heredado la figura fornida de su padre, y su pierna, amputada desde la rodilla, era un elemento disuasorio más para potenciales admiradores. ¡Pero no para Thomas Ritter! Al fin y al cabo, él la conocía desde que era pequeña y había sido testigo de todo el drama: de su relación prohibida con Robert, del accidente y sus graves consecuencias, de la terrible disputa que había estremecido tremendamente a la familia entera. Thomas había ido a verla al hospital, la había acompañado en coche a sus diferentes citas médicas y a fisioterapia cuando sus padres no tenían tiempo. Siempre había encontrado palabras de consuelo y ánimo para la pobre chica gorda y desgraciada que había sido Marleen. Sí, estaba claro que ya entonces se había enamorado de él.
Reencontrarlo por casualidad el diciembre anterior había sido para ella como una señal divina. Thomas tenía mal aspecto y parecía venido a menos, pero estuvo tan solícito y encantador como ella lo recordaba. Además, jamás había tenido ni una sola mala palabra para con su abuela, y eso que motivos para odiarla le habrían sobrado. Marleen no sabía muy bien qué había provocado la ruptura entre Thomas y Vera después de dieciocho años, y en la familia solo se especulaba sobre ello medio a escondidas, pero el pobre le daba mucha lástima. Thomas era un hombre muy especial y, si no había tenido ni la menor posibilidad de encontrar en Frankfurt un trabajo decente que correspondiera a su valía, había sido por culpa de la abuela y sus contactos.
¿Por qué no había decidido él marcharse de la ciudad y empezar de cero en alguna otra parte? En lugar de eso, había hecho un gran esfuerzo para mantenerse a flote trabajando de periodista por cuenta propia, y su pequeño apartamento en el modesto barrio de Niederrad era un agujero deprimente. Marleen le había insistido para que se fuera a vivir con ella, pero él había contestado que no quería ser un mantenido. Eso la conmovió mucho. A ella le daba igual que Thomas no poseyera prácticamente nada más que lo que llevaba encima. No era culpa suya. Lo amaba con toda su alma, le encantaba estar con él, dormir con él. Y se alegraba de que fueran a tener un hijo juntos. Además, estaba convencida de que conseguiría reconciliar a Thomas y a Vera. A fin de cuentas, su abuela nunca le había negado nada. Justo entonces le sonó el móvil, con el tono especial que tenía reservado para su marido. La llamaba por lo menos diez veces al día para saber cómo se encontraba.
—¿Qué tal estás, cariño? —le preguntó—. ¿Qué estáis haciendo los dos?
Marleen sonrió al oír la referencia al bebé que llevaba dentro.
—Aquí, tumbados en el sofá —contestó—. Estoy leyendo un poco. ¿Tú qué haces?
En la redacción de un periódico también se trabajaba los días de fiesta, y Thomas se había presentado voluntario para estar de guardia el uno de mayo en beneficio de alguno de sus compañeros, que tenían familia e hijos. A Marleen le parecía muy propio de su manera de ser. Thomas era considerado y altruista.
—Todavía tengo que esperar a que entren un par de noticias de actualidad —dijo, y suspiró—. De verdad que siento mucho haberte dejado sola hoy, todo el día, pero por lo menos así estaré libre el fin de semana.
—No te preocupes por mí. Me encuentro bien.
Charlaron un rato más, pero entonces Thomas tuvo que colgar. Marleen, feliz, volvió a contemplar la alianza de su dedo. Después se recostó, cerró los ojos y pensó en la suerte que había tenido de encontrar a ese hombre.
Vera Kaltensee los estaba esperando en el vestíbulo. Era una dama refinada, con el pelo blanco como la nieve y unos ojos azul claro, muy despiertos, en un rostro curtido por el sol y cubierto por una red de arrugas profundas, prueba de una larga vida. Tenía un porte muy distinguido, y la única concesión que hacía a su avanzada edad era un bastón con empuñadura de plata.
—Pasen, por favor. —Su sonrisa era amable, su voz grave temblaba un poco—. Mi querido Moormann me ha dicho que deseaban hablar conmigo por un asunto de gran importancia.
—En efecto, así es. —Bodenstein le tendió una mano y correspondió a su sonrisa—. Oliver von Bodenstein, de la Policía Judicial de Hofheim. Mi compañera, Pia Kirchhoff.
—De modo que es usted el eficiente yerno de mi querida amiga Gabriela —afirmó la mujer, y lo examinó con la mirada—. No hace más que hablar maravillas de usted. Espero que el regalo que les hice por el nacimiento de su hija pequeña haya tenido éxito.
—Desde luego que sí. Muchísimas gracias. —Por mucho que lo intentara, Bodenstein no recordaba que Vera Kaltensee les hubiese hecho ningún regalo por el nacimiento de Sophia, pero supuso que Cosima habría correspondido el detalle con una nota de agradecimiento.
—Buenos días, señora Kirchhoff. —Vera Kaltensee se volvió hacia Pia y le estrechó la mano—. Es un placer.
La inspectora se inclinó un poco hacia delante.
—Nunca había conocido a una policía tan guapa. ¡Qué ojos azules más bonitos tiene usted, querida!
Pia, que siempre reaccionaba con desconfianza ante esa clase de cumplidos, se sintió halagada, aun a su pesar, y rio con timidez. Había esperado que esa mujer tan notoria y adinerada la tratara con desprecio, o que ni siquiera le prestara la menor atención, así que quedó gratamente sorprendida por lo normal y lo poco pretenciosa que resultaba Vera Kaltensee.
—¡Pero pasen, pasen, por favor! —La anciana se apoyó en el brazo de Pia como si fueran viejas amigas y los condujo a un salón cuyas paredes estaban cubiertas de tapices flamencos.
Frente a la maciza chimenea de mármol había tres sillones y una mesita que, a pesar de no ser demasiado aparentes, debían de valer más que todo el mobiliario de su casa junto. La mujer hizo un gesto para invitarlos a sentarse.
—Por favor —dijo con amabilidad—. Tomen asiento. ¿Puedo ofrecerles un café o algún refresco?
—No, gracias —rechazó Bodenstein con educación. Era más fácil comunicar la noticia de la muerte de alguien estando de pie que disfrutando de una tacita de café.
—Bien. ¿Qué los ha traído a verme? No creo que sea una visita de cortesía, ¿verdad? —Vera Kaltensee sonreía aún, pero en su mirada apareció una expresión de inquietud.
—Por desgracia, no —reconoció el inspector jefe.
La sonrisa desapareció del rostro de la anciana. De repente se la veía conmovedoramente indefensa. Se sentó en uno de los sillones y miró a Bodenstein expectante, como una alumna a su profesor.
—Esta mañana hemos recibido un aviso porque han encontrado muerto a Herrmann Schneider. En su casa hemos dado con varios indicios de que la conocía a usted, y por eso hemos venido.
—Dios mío —susurró Vera Kaltensee, horrorizada, y palideció de pronto. Se le resbaló el bastón, los dedos de su mano derecha se cerraron sobre el medallón que llevaba colgado al cuello con una cadena—. ¿Cómo ha…? Quiero decir que ¿qué ha sucedido?
—Le han disparado un tiro, en su casa. —Bodenstein recogió el bastón y quiso devolvérselo, pero ella ni siquiera se dio cuenta—. Sospechamos que ha sido la misma persona que mató a David Goldberg.
—Oh, no. —Vera Kaltensee soltó un sollozo ahogado y se llevó una mano a la boca. A sus ojos afloraron unas lágrimas que cayeron por sus arrugadas mejillas.
Pia le dirigió una mirada de reproche a su jefe, que le respondió levantando brevemente las cejas. La inspectora se arrodilló frente a Vera Kaltensee y, con compasión, posó una mano en el brazo de la anciana.
—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?
Vera Kaltensee luchó por recobrar la compostura y sonrió entre lágrimas.
—Gracias, querida —susurró—. Es usted muy amable. Ahí detrás, en el aparador, tendría que haber una botella.
Pia se levantó y fue hasta un aparador en el que había diferentes licores y vasos colocados boca abajo. Vera Kaltensee sonrió con gratitud cuando Pia le llevó el vaso de agua, y se lo bebió de un trago.
—¿Podríamos hacerle un par de preguntas? ¿O prefiere usted que lo dejemos para otro momento? —preguntó Pia.
—No, no. Está bien… Ya vuelvo a encontrarme mejor. —La mujer hizo aparecer un blanquísimo pañuelo del bolsillo de su chaqueta de cachemir, se secó los ojos con él y se sonó la nariz—. Es que resulta un golpe muy duro, enterarse de algo así. Herrmann es… fue, quiero decir… íntimo amigo de la familia durante muchos años. ¡Y que haya tenido que morir de una forma tan espantosa! —Las lágrimas volvieron a anegar sus ojos.
—En casa del señor Schneider hemos encontrado una invitación para la celebración de su cumpleaños —dijo Pia—. Además, desde KMF se realizaban transferencias periódicas a la cuenta que tenía él en un banco suizo.
Vera Kaltensee asintió con la cabeza. Había recuperado las formas y habló entonces en voz baja pero firme.
—Herrmann era un viejo amigo de mi difunto esposo —explicó—. Después de jubilarse, pasó a ser asesor de nuestra filial suiza, KMF Suisse. Herrmann había sido inspector de hacienda, y su experiencia y sus consejos eran muy valiosos.
—¿Qué sabe usted sobre el señor Schneider y su pasado? —preguntó Bodenstein, que seguía sosteniendo el bastón con una mano.
—¿De su vida profesional o de la privada?
—De las dos, a poder ser. Estamos buscando a alguien que tuviera un motivo para asesinarlo.
—Entonces, por mucho que quiera, no puedo darles ningún nombre. —Vera Kaltensee sacudió la cabeza con insistencia—. Era un hombre absolutamente encantador. Desde que murió su mujer vivía solo en su casa, aunque no tenía buena salud, porque no quería ir a una residencia.
Pia podía imaginarse por qué. Allí le habría resultado bastante difícil ver sus noticiarios o colgar una foto autografiada de Adolf Hitler en la pared. Pero no dijo nada.
—¿Desde cuándo conocía al señor Schneider?
—Desde hace mucho. Era muy buen amigo de Eugen, mi difunto esposo.
—¿Conocía él también al señor Goldberg?
—Sí, por supuesto. —Vera Kaltensee parecía algo molesta—. ¿Por qué lo preguntan?
—En el escenario de ambos crímenes hemos encontrado un número —dijo Bodenstein—: uno-seis-uno-cuatro-cinco. Lo escribieron con la sangre de las víctimas y parece indicar que existía una relación entre los dos hombres.
Vera Kaltensee no respondió enseguida. Sus manos se aferraron a los brazos del sillón. Por una fracción de segundo, en su rostro apareció una expresión que sorprendió a Pia.
—¿Uno-seis-uno-cuatro-cinco? —repitió la anciana, pensativa—. ¿Y qué significa?
Antes de que Bodenstein pudiera contestar nada, un hombre entró en el salón. Era alto y esbelto, casi escuálido. Con traje, fular de seda, barba de tres días y un pelo grisáceo y largo hasta los hombros, parecía un actor de teatro entrado en años. Miró extrañado a Bodenstein y a Pia, luego a Vera. La inspectora estaba segura de que lo conocía de alguna parte.
—No sabía que tuvieras visita, mamá —dijo, y enseguida se volvió para irse—. Disculpa la interrupción.
—¡No, quédate! —La voz de Vera Kaltensee sonó cortante, pero sonrió en cuanto se volvió hacia Bodenstein y Pia—. Este es Elard, mi hijo mayor. Vive aquí conmigo, en la casa. —Después miró a su hijo—. Elard, este es el inspector jefe Von Bodenstein, de la comisaría de la Policía Judicial de Hofheim, el yerno de Gabriela. Y esta es su compañera… Por favor, discúlpeme, he olvidado su nombre.
Antes de que Pia pudiera decir nada, Elard Kaltensee tomó la palabra. Su voz ronca tenía una agradable cadencia melodiosa.
—La señora Kirchhoff —terminó de decir, y la dejó atónita con su estupenda memoria para los nombres—. Nos presentaron hace ya mucho tiempo. ¿Qué tal le va a su marido?
El profesor Elard Kaltensee, pensó Pia. ¡Pues claro que lo conocía! Era catedrático de Historia del Arte y había sido muchos años decano de su facultad en la Universidad de Frankfurt. Con Henning, que como director en funciones del Instituto Anatómico Forense también pertenecía al cuerpo docente de la universidad, había asistido en más ocasiones a actos en los que también había participado Elard Kaltensee. Pia recordó entonces los rumores sobre que al profesor le iba la marcha y que tenía predilección por las artistas jóvenes. A esas alturas ya debía de pasar de los sesenta, pero todavía destilaba cierto atractivo añejo.
—Gracias por su interés. —Pia obvió el hecho de que Henning y ella estaban separados desde hacía dos años—. Le va muy bien.
—Han asesinado a Herrmann —le hizo saber Vera Kaltensee a su hijo. Volvía a temblarle la voz—. Por eso ha venido la Policía.
—Vaya. —Elard Kaltensee levantó las cejas—. ¿Cuándo ha sido?
—Ayer por la noche —respondió Bodenstein—. Le dispararon un tiro en el vestíbulo de su casa.
—Eso es espantoso. —El profesor Kaltensee recibió la noticia sin que pareciera afectarle demasiado.
Pia pensó que quizá estaba al corriente del pasado nazi de Schneider, pero no podía preguntárselo así como así. No en ese momento ni en ese lugar.
—Su madre ya nos ha explicado que el señor Schneider era un buen amigo de su difunto padre —comentó Bodenstein.
Pia se percató de la rauda mirada que Elard Kaltensee le lanzó a su madre y creyó ver en ella algo similar a la risa.
—Si mi madre lo dice… —repuso él.
—Sospechamos que existe un paralelismo con el asesinato de David Goldberg —siguió explicando el inspector jefe—. En ambos casos hemos encontrado un número que nos plantea un enigma. Alguien escribió las cifras uno-seis-uno-cuatro-cinco con la sangre de las víctimas.
Vera Kaltensee profirió un grito ahogado.
—¿Uno-seis-uno-cuatro-cinco? —repitió su hijo, reflexionando—. Eso podría…
—¡Ay, es espantoso! ¡Todo esto es demasiado para mí! —exclamó de repente Vera Kaltensee, tapándose los ojos con la mano derecha. Sus delicados hombros se sacudían y ella no dejaba de sollozar.
Bodenstein le estrechó la mano izquierda con compasión y, bajando la voz, le transmitió que podían aplazar la conversación para otro momento. Pia, sin embargo, no la miraba a ella, sino a su hijo. Elard Kaltensee no hizo ningún intento por consolar a su madre, cuyos sollozos se habían convertido ya en un llanto convulsivo. En lugar de eso, se acercó al aparador e, impasible, se sirvió un coñac. Su rostro no se había alterado, pero sus ojos refulgían con una expresión que Pia no hubiera descrito más que como despectiva.
El corazón empezó a latirle con fuerza al oír los pasos en el interior del apartamento y se hizo algo atrás justo antes de que la puerta se abriera de golpe. La visión de Katharina volvió a dejarlo sin aliento. Llevaba un vestido rosa de lino y una chaqueta blanca, la brillante melena negra le caía en grandes rizos sobre los hombros, sus largas piernas estaban bronceadas.
—Hola, cielo. ¿Qué tal estás? —Thomas Ritter se obligó a sonreír y se acercó a ella, que lo miró de arriba abajo con frialdad.
—«Cielo» —repitió con burla—. ¿Te cachondeas de mí?
Todo lo que tenía de preciosa, lo tenía también de brusca. Pero justamente eso era lo que la hacía tan atractiva. Sorprendido, Ritter se preguntó si Katharina se habría enterado de lo suyo con Marleen, pero enseguida desechó esa posibilidad. Hacía semanas que estaba o en la editorial de Zúrich o en Mallorca, así que no podía saberlo.
—Entra. —Katharina dio media vuelta y echó a andar.
Thomas la siguió por el extenso apartamento y subió con ella, a la terraza de la azotea. Se le ocurrió pensar que, si Katharina supiera lo que había conseguido, se lo pasaría en grande. En lo tocante a la familia Kaltensee, los dos compartían la misma sed de venganza. Sin embargo, no se encontraba del todo cómodo con la idea de hablarle de Marleen.
—Bueno —Katharina se quedó de pie, y tampoco a él le ofreció asiento—, ¿cómo llevas el trabajo? Mi jefe de ventas se está impacientando cada vez más.
Ritter titubeó.
—Aún no estoy del todo satisfecho con los primeros capítulos —reconoció él—. Casi es como si Vera hubiese aparecido en Frankfurt en 1945 salida de la nada. No hay fotografías de antes, ni documentación familiar… ¡Nada de nada! Hasta ahora, el manuscrito podría ser la biografía de cualquier famoso.
—¡Pero si me habías dicho que tenías una nueva fuente! —Katharina Ehrmann, enfadada, frunció el ceño—. ¿Cómo es que tengo la sensación de que me estás dando largas?
—No es eso —respondió Ritter, pesaroso—. ¡De verdad que no! Pero Elard no hace más que contestarme con evasivas, o manda decir que no está en casa cuando llamo.
Un resplandeciente cielo azul se abovedaba sobre el casco antiguo de Königstein, pero Ritter no tenía ojos para las espectaculares vistas del castillo en ruinas, hacia un lado, y de Villa Andreae, hacia el otro, que se disfrutaban desde la azotea.
—¿Tu fuente es Elard? —Katharina sacudió la cabeza—. Tendrías que habérmelo dicho antes.
—¿De qué habría servido? ¿Crees que a ti querría contarte más que a mí?
Katharina Ehrmann se lo quedó mirando.
—De todas formas —dijo al final—, más te vale hacer algo con todo lo que te he explicado yo. ¡Solo con eso, ya tienes suficiente material explosivo!
Ritter asintió y se mordió el labio.
—Aun así, todavía hay un pequeño problema —dijo, avergonzado.
—¿Cuánto necesitas? —preguntó Katharina Ehrmann sin mover un músculo.
Ritter dudó un momento, después soltó un suspiro.
—Con cinco mil podría tapar los agujeros más grandes.
—Tendrás el dinero, pero solo con una condición.
—¿Cuál?
La mujer sonrió irónicamente.
—Que termines de escribir el libro en las próximas tres semanas. Tiene que salir a principios de septiembre, como muy tarde, cuando presenten a mi queridísima amiga Jutta como cabeza de lista.
¡Tres semanas! Thomas Ritter se acercó a la barandilla. ¿Cómo había podido acabar metido en ese callejón sin salida? Él, que había tenido la vida resuelta hasta que, en un arrebato de megalomanía, se había olvidado de su sano sentido común. Cuando había compartido con Katharina su idea de escribir una biografía incendiaria sobre Vera, no había sospechado el entusiasmo que despertaría el proyecto en la que fuera mejor amiga de Jutta Kaltensee.
Katharina nunca le había perdonado a Jutta la frialdad con la que la había echado de su vida; ansiaba vengarse, aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Su breve matrimonio con un editor bastante mayor le había salido más que a cuenta económicamente hablando, ya que el viejo, en una exagerada sobrevaloración de sus capacidades físicas, había caído fulminado por un infarto entre los muslos de su mejor redactora a tan solo dos años de la boda, y Katharina lo había heredado todo: su fortuna, sus propiedades inmobiliarias, la editorial. Pero la humillación que había sufrido con las intrigas de la celosa Jutta era una espina que, por lo visto, llevaba clavada muy hondo. Katharina había conseguido que a Thomas se le hiciera la boca agua ante la perspectiva de los millones que podía reportarle esa escandalosa biografía sobre una de las mujeres más famosas de la época contemporánea. Y así era como había acabado perdiendo todo lo que significaba algo para él: su trabajo, su reputación, su futuro. Vera se había enterado de su proyecto y lo había despedido. Desde entonces, era un paria empresarial. Malvivía gracias a los adelantos de Katharina, tenía un trabajo que despreciaba con toda su alma y no era capaz de salir de esa situación por sus propios medios. La idea de casarse en secreto con Marleen, que tan brillante le había parecido en su ciega ansia de venganza, había acabado por convertirse en una trampa más. A veces ya no sabía a quién podía contarle las cosas. Katharina se acercó a él.
—Cada día tengo que inventarme nuevas excusas sobre por qué no has entregado aún el dichoso manuscrito —dijo con una acritud que él nunca le había oído antes—. En la editorial quieren ver de una vez ese libro por el que llevamos meses metiéndote billetes en el escote.
—Dentro de tres semanas tendrás el manuscrito acabado —prometió Thomas enseguida—. Todavía tengo que retocar un poco el principio, porque no he descubierto lo que esperaba, pero solo con lo de Eugen Kaltensee ya será una bomba.
—Eso espero, por tu bien. —Katharina Ehrmann ladeó la cabeza—. Y por el mío. Aunque sea la propietaria de la editorial, tengo que rendir cuentas ante mis socios.
Thomas Ritter consiguió sonreír con candidez. Era completamente consciente del efecto que causaba su físico en las mujeres. La experiencia le había enseñado que su persona tenía algo que las incitaba a rendirse a sus pies, y la preciosa Katharina no era ninguna excepción.
—Ven aquí, cielo. —Se inclinó contra la barandilla y extendió los brazos hacia ella—. Ya hablaremos de negocios más tarde. Te he echado de menos.
Ella se hizo la dura unos instantes más, pero después bajó la guardia y le sonrió también.
—Nos jugamos millones —le recordó en voz baja—. Nuestros abogados han encontrado una posibilidad para saltarnos la medida cautelar del juez publicando el libro en Suiza.
Ritter deslizó los labios por el esbelto cuello de Katharina y sintió la inequívoca excitación de su miembro cuando ella se apretó contra él, reclamándolo. Después del aburrido sexo azucarado con Marleen, le excitaba la perspectiva del desenfreno brutal de Katharina, a quien le gustaba llevarlo hasta el límite de sus posibilidades físicas.
—¿Sabes qué? —masculló ella mientras le desabrochaba el cinturón—, yo misma hablaré con Elard. A mí no hay nada que pueda negarme.
—¿Te has dado cuenta de cómo ha reaccionado cuando has mencionado ese número? —preguntó Pia mientras regresaban de El Molino a la comisaría. Llevaba todo ese rato dándole vueltas a lo que había creído ver en la cara de Vera Kaltensee, por mucho que hubiera sido apenas un breve instante. ¿Miedo? ¿Odio? ¿Espanto?—. ¿Y de cómo le ha hablado a su hijo? Tan… autoritaria.
—No, no me he dado cuenta. —Bodenstein negó con la cabeza—. Además, aunque haya reaccionado de una forma extraña, seguramente es del todo comprensible. Le hemos comunicado que han matado a un viejo amigo de la familia de un tiro en la cabeza. ¿Cómo es que conocías a su hijo?
Pia se lo explicó.
—A él, la noticia de la muerte de Schneider parece haberlo dejado bastante frío —añadió después—. No lo he visto muy afectado.
—¿Y qué conclusión sacas?
—Ninguna. —La inspectora se encogió de hombros—. Como mucho, que no tragaba demasiado a Schneider, ni a Goldberg. Y, por cierto, tampoco ha tenido una sola palabra de consuelo para su madre.
—A lo mejor le ha parecido que ya tenía suficiente apoyo y comprensión. —Bodenstein levantó una ceja y sonrió con socarronería—. Por un momento he temido que también tú te echaras a llorar.
—Sí, maldita sea. He sido muy poco profesional, ya lo sé —masculló Pia, compungida. Le daba rabia haberse dejado embaucar de esa forma por la vieja dama. En cualquier otro caso habría mantenido suficiente distancia y habría contemplado sus lágrimas sin sentir compasión—. Ver sollozar a abuelitas de pelo blanco es mi talón de Aquiles.
—Vaya, vaya… —Bodenstein, divertido, la miró de reojo—. Y yo que pensaba que tu talón de Aquiles eran los jovencitos de buena familia psíquicamente inestables sobre los que pesa una sospecha de asesinato.
Pia captó su indirecta sobre uno de los casos anteriores, pero su memoria era por lo menos igual de buena que la de Bodenstein.
—Parece que solo vemos la paja en el ojo ajeno —repuso con una gran sonrisa—. Ya que estamos hablando de debilidades: recuerdo como si fuera ayer a una veterinaria y a su preciosa hija, que…
—Está bien —la interrumpió Bodenstein enseguida—. No se te puede hacer ni una broma.
—A ti tampoco.
Sonó el teléfono del coche. Era Ostermann, que los informó de que les había llegado la autorización para realizar la autopsia del cadáver de Schneider. Además, tenían novedades interesantes del laboratorio de criminalística. De hecho, los compañeros de la Dirección Federal de la Policía Judicial, con las prisas por intentar ocultar el caso Goldberg, se habían dejado en el laboratorio las pruebas que estaban allí pendientes de valoración.
—El móvil que se encontró en un arriate junto a la puerta de la casa de Goldberg es de un tal Robert Watkowiak —dijo Ostermann—. Lo tenemos fichado, con huellas dactilares y todo. Es un viejo conocido que parece tener la curiosa ambición de ir infringiendo poco a poco todos los artículos del código penal. A su colección le falta todavía el asesinato, pero, por lo demás, tiene todo tipo de antecedentes: hurtos en tiendas, agresiones, atracos, varias infracciones contra la ley de estupefacientes, conducción sin carné, repetidas retiradas del permiso por embriaguez al volante, intentos de violación y un largo etcétera.
—Pues que lo lleven a comisaría —ordenó Bodenstein.
—No resultará tan fácil. Carece de domicilio fijo desde que lo soltaron de la cárcel, hará medio año.
—¿Y su última dirección? ¿Dónde fue?
—Ahora es cuando se pone interesante —dijo Ostermann—. Sigue estando empadronado en El Molino, la finca de los Kaltensee.
—¿Cómo es eso? —Pia estaba atónita.
—Quizá porque es hijo ilegítimo del viejo Kaltensee —respondió Ostermann.
Pia miró enseguida a Bodenstein. ¿Podía ser casualidad que ese apellido apareciera de nuevo? Entonces le sonó el móvil. No conocía el teléfono que aparecía en la pantalla, pero aun así contestó.
—Hola, Pia, soy yo —oyó que decía la voz de su amiga Miriam—. ¿Te pillo en buen momento?
—Sí, claro que sí —repuso ella—. ¿Qué pasa?
—El sábado por la noche ya sabías que Goldberg había muerto, ¿verdad?
—Sí, pero no podía decirte nada aún.
—Dios mío. ¿Quién habrá sido capaz de matar de un tiro a un anciano como él?
—Es una buena pregunta, pero tampoco nosotros tenemos respuesta —contestó la inspectora—. Por desgracia, nos han apartado de la investigación del caso. El hijo de Goldberg se presentó al día siguiente con refuerzos del consulado estadounidense y del Ministerio del Interior para llevarse el cadáver de su padre. Nos quedamos bastante sorprendidos.
—Bueno, eso puede ser porque no estáis familiarizados con nuestros ritos fúnebres —dijo Miriam tras una breve pausa—. Sal, el hijo de Goldberg, es muy ortodoxo. Según el rito judío, hay que enterrar el cadáver el mismo día de la muerte, a ser posible.
—Ajá. —Pia miró a Bodenstein, que había terminado de hablar con Ostermann, y se llevó el índice a los labios—. Entonces, ¿ya lo han enterrado?
—Sí. El mismo lunes. En el cementerio judío de Frankfurt. De todas formas, cuando acabe la shivá habrá también unas exequias oficiales.
—¿Shivá? —preguntó Pia, que no entendía nada. Solo conocía esa palabra como el nombre de una divinidad hinduista.
—Shivá. Es hebreo y quiere decir «siete» —explicó Miriam—. La shivá es el período de siete días de luto que sigue a un entierro. Sal Goldberg y su familia se quedarán hasta entonces en Frankfurt.
Pia tuvo una idea.
—¿Dónde estás tú ahora? —le preguntó a su amiga.
—En casa —contestó ella—. ¿Por?
—¿Tienes tiempo para quedar conmigo? Quiero explicarte una cosa.
Elard Kaltensee, junto a una ventana del primer piso de la gran casa, vio cómo el coche de su hermano cruzaba la verja sin hacer apenas ruido y se detenía ante la puerta principal. Con una sonrisa amarga, se apartó del cristal. Vera estaba removiendo cielo y tierra para hacerse con las riendas de la situación, los golpes le caían cada vez más cerca y su hijo Elard no era del todo inocente en ello. En realidad, él tampoco sabía qué podía significar ese número, pero tenía la firme sospecha de que su madre sí. Con ese llanto convulsivo tan poco propio de ella había evitado astutamente que la Policía siguiera haciéndole preguntas y enseguida se había dispuesto a agarrar la sartén por el mango. En cuanto los agentes desaparecieron, Vera había llamado a Sigbert, y este, claro, había dejado a medias lo que estuviera haciendo para acudir corriendo con mamá. Elard se quitó los zapatos, se deshizo de la americana y la colgó en el galán de noche.
¿Por qué lo había mirado de una forma tan peculiar esa policía, la mujer de Kirchhoff? Se sentó en el borde de la cama con un suspiro y hundió el rostro entre las manos, intentando rememorar hasta el último detalle de la conversación. ¿Había dicho él algo que no debía, había llamado la atención o despertado sospechas de alguna forma? ¿Se olía algo la inspectora? Y en ese caso, ¿el qué? Se encontraba fatal. Otro coche aparcó abajo. Por supuesto, Vera había convocado también a Jutta. Así que no tardaría mucho en llamarlo a él para que bajara a celebrar un consejo familiar. Poco a poco se fue dando cuenta de que había sido muy descuidado y de que había cometido un grave error. Solo con pensar en lo que podía suceder si se enteraban, le entraban palpitaciones. Aun así, de nada le serviría encerrarse. Tenía que seguir viviendo como siempre y hacer como si no tuviera la menor idea de nada. Elard dio un respingo cuando su móvil empezó a sonar a todo volumen en el momento más inesperado. Le extrañó ver que era Katharina Ehrmann, la mejor amiga de Jutta.
—Hola, Elard. —Parecía de buen humor—. ¿Qué tal estás?
—¡Katharina! —contestó más relajado de lo que se sentía en realidad—. ¡Hace una eternidad que no sabemos nada de ti! ¿A qué debo el honor de tu llamada?
Katharina siempre le había caído bien, de vez en cuando se veían en acontecimientos culturales en Frankfurt o en actos de sociedad.
—Tengo que ir al grano —dijo ella—. Necesito que me ayudes. ¿Podríamos vernos en alguna parte?
El tono apremiante de su voz intensificó la desagradable sensación que atenazaba a Elard.
—En estos momentos no me viene muy bien —repuso, evasivo—. Aquí estamos en plena crisis familiar.
—Han matado al viejo Goldberg de un tiro, ya me he enterado.
—¿Ah, sí?
Elard se preguntó cómo podía haber tenido noticia de eso. Habían conseguido evitar que la muerte del tío Jossi apareciera en los periódicos, pero tal vez se lo había contado Jutta.
—Quizá sepas ya que Thomas está escribiendo un libro sobre tu madre —siguió diciendo Katharina.
Elard no repuso nada, pero su sensación de disgusto no hacía más que aumentar. Por supuesto que estaba al tanto de esa descabellada idea del libro, un tema que ya había dado suficientes motivos de conflicto en el seno de la familia. Le hubiera gustado poner fin a la conversación en ese mismo instante, pero de nada habría servido. Katharina Ehrmann era famosa por su perseverancia. No lo dejaría en paz hasta obtener lo que quería.
—Seguro que te habrás enterado de la treta que ha ideado Sigbert para impedirlo —prosiguió ella.
—Sí, me he enterado. ¿Cómo es que te interesa eso?
—Porque el libro lo publicará mi editorial.
Esa novedad dejó a Elard sin habla unos instantes.
—¿Y Jutta lo sabe? —preguntó entonces.
Katharina se echó a reír.
—Ni idea, y tampoco puedo pararme a considerarlo, la verdad. Se trata de mi negocio. Una biografía sobre tu madre vale millones. Queremos publicarla para llegar a tiempo a la Feria del Libro de Frankfurt, en octubre, pero nos faltan algunos datos de fondo importantes, y creo que tú nos los podrías facilitar.
Elard se quedó de piedra. De pronto se le secó completamente la boca, las manos empezaron a sudarle a mares.
—No sé a qué te refieres —respondió con voz ronca. ¿Cómo podía saberlo Katharina? ¿A través de Ritter? Y, si se lo había contado a ella, ¿a quién más no se lo habría explicado ya? ¡De haber sospechado todo lo que podría conllevar aquello, jamás se habría metido en algo así!
—Sabes perfectamente lo que quiero decir. —La voz de Katharina se enfrió varios grados—. ¡Venga ya, Elard! Nadie se enterará de que nos has ayudado. Piénsatelo por lo menos. Puedes llamarme cuando tú quieras.
—Ahora tengo que dejarte. —Y apretó el botón para colgar sin despedirse.
El corazón le iba a mil por hora, tenía ganas de vomitar. Elard Kaltensee intentó poner en orden sus pensamientos a toda prisa. ¡Ritter debía de habérselo contado todo a Katharina, por mucho que había jurado y perjurado que no se iría de la lengua! En el pasillo, delante de la puerta de su habitación, oyó unos pasos que se acercaban, el enérgico repiqueteo de unos tacones altos como los que solo llevaba Jutta. Ya era demasiado tarde para salir de casa sin que lo vieran. Años tarde.
Pia y Miriam habían quedado en un pequeño local en Schillerstrasse que desde su apertura, hacía no más de dos meses, era el nuevo lugar de moda del mundillo gastronómico de Frankfurt. Pidieron la especialidad de la casa: hamburguesa magra de ternera feliz de la región del Rhön a la parrilla. Miriam apenas podía contener su curiosidad, por lo que Pia enseguida accedió a los ruegos de su amiga y empezó a explicar:
—Escucha, Miri, todo lo que vamos a decir aquí es absolutamente confidencial. No puedes comentarlo con nadie, pero con nadie, porque, si no, me caerá la bronca del siglo.
—Seré una tumba. —Miriam levantó una mano como para jurarlo—. Te lo prometo.
—Bien. —Pia se inclinó hacia delante y bajó la voz—. ¿Hasta qué punto conocías a Goldberg?
—Había coincidido con él en varias ocasiones. Desde que tengo uso de razón, venía a casa de visita siempre que estaba en Frankfurt —contestó Miriam tras pensar un momento—. La abuela era muy buena amiga de Sarah, su mujer, y a través de ella también de Goldberg, claro. ¿Tenéis ya alguna idea sobre quién ha podido matarlo?
—No —reconoció Pia—. Ahora ya no es cosa nuestra, además. Si te soy sincera, no creo que la aparición del hijo de Goldberg flanqueado por el cónsul general de Estados Unidos, representantes de la Dirección Federal de la Policía Judicial, de la CIA y del Ministerio del Interior estuviera motivada únicamente por los ritos funerarios judíos.
—¿La CIA? ¿La Dirección Federal de la Policía Judicial? ¡No lo dices en serio! —exclamó Miriam sin salir de su asombro.
—Pues sí. Nos han apartado del caso y creemos conocer la verdadera razón. Goldberg ocultaba un secreto bastante tenebroso, y ni a su hijo ni a sus amigos les habría hecho ninguna gracia que llegara a saberse.
—¡Cuéntamelo de una vez! —la apremió Miriam—. ¿Qué clase de secreto? He oído decir que, en su época, había hecho negocios bastante dudosos, pero eso también podría decirse de muchos otros. ¿Es que mató a Kennedy o qué?
—No. —Pia sacudió la cabeza—. Fue miembro de las SS.
Miriam se la quedó mirando sin pestañear y luego soltó una carcajada de incredulidad.
—¡No hagas chistes con eso! —dijo—. Venga, dime la verdad.
—Esa es la verdad. En la autopsia le encontraron un tatuaje con su grupo sanguíneo en el brazo izquierdo, como los que solo llevaban los integrantes de las SS. No hay ninguna duda.
La risa desapareció del rostro de Miriam.
—Ese tatuaje es un hecho —expuso Pia con objetividad—. En algún momento debió de intentar eliminarlo, pero todavía se veía con claridad en la hipodermis: AB. Era su grupo sanguíneo.
—Ya, pero es que no puede ser, en serio, Pia. —Miriam sacudía la cabeza—. La abuela lo conocía desde hacía sesenta años. ¡Todo el mundo lo conocía! Donaba enormes cantidades de dinero para instituciones judías y contribuyó muchísimo a la reconciliación entre Alemania y el pueblo judío. Es imposible que antes fuera nada menos que un nazi.
—Pero ¿y si hubiese sido así? —le dio a pensar Pia—. ¿Y si en realidad no era el hombre que fingía ser?
Miriam la miró sin decir nada y se mordió el labio inferior.
—Tú puedes ayudarme —siguió diciendo la inspectora—. En el instituto donde trabajas seguro que tienes acceso a expedientes y documentos sobre la población judía de la Prusia Oriental. Podrías investigar algo más acerca de su pasado. —Miró a su amiga fijamente y casi pudo ver cómo le trabajaba el cerebro.
La posibilidad de que un hombre como David Goldberg ocultara un secreto tan increíble y que hubiese conseguido protegerlo durante décadas era tan descabellada que antes tenía que acostumbrarse a la idea.
—Hoy por la mañana han encontrado el cadáver de un hombre llamado Herrmann Schneider —dijo Pia en voz baja—. Lo han asesinado en su casa, igual que a Goldberg, de un tiro en la nuca. Pasaba de los ochenta años y vivía solo. En el sótano tenía un estudio que parece el despacho de Hitler en la Cancillería del Reich, con estandarte de la cruz gamada y fotografías autografiadas del Führer y todo. Absolutamente horripilante, créeme. Y hemos descubierto que ese tal Schneider, igual que Vera Kaltensee, tenía amistad con Goldberg.
—¿Vera Kaltensee? —Miriam abrió los ojos como platos—. ¡A ella sí que la conozco bien! Hace años que ofrece apoyo económico al Centro contra las Expulsiones. Todo el mundo sabe lo mucho que odió a Hitler y el Tercer Reich. No tolerará que nadie intente tildar a dos amigos suyos de antiguos nazis.
—Tampoco es eso lo que pretendemos —la tranquilizó Pia—. Nadie ha dicho que ella supiera nada sobre el pasado de Goldberg o Schneider. Pero los tres se conocían bien, y desde hacía mucho tiempo.
—Es un disparate —masculló Miriam—. ¡Un auténtico disparate!
—Junto a ambos cadáveres hemos encontrado también un número que el asesino escribió con la sangre de sus víctimas: 16145 —explicó Pia—. No sabemos lo que significa, pero deja claro, más allá de toda duda, que Goldberg y Schneider han sido asesinados por la misma persona. No sé por qué, pero tengo la sensación de que el motivo de esos asesinatos hay que buscarlo en el pasado de ambos hombres. Por eso quería pedirte que me ayudaras.
Miriam no apartaba la mirada del rostro de Pia. Los ojos le brillaban de excitación, tenía las mejillas encendidas.
—Podría ser una fecha —dijo al cabo de un rato—. El 16 de enero de 1945.
Pia sintió la inyección de adrenalina que inundaba su cuerpo y se enderezó de golpe. ¡Por supuesto! ¡Cómo no se le había ocurrido pensarlo! Números de carné, de cuenta o de teléfono, ¡menuda tontería! Pero ¿qué podía haber sucedido el 16 de enero de 1945? ¿Y dónde? ¿Qué relación tenía con Schneider y con Goldberg? Y, ante todo, ¿quién podía saber algo de todo aquello?
—¿Cómo podemos descubrir algo más? —preguntó Pia—. Goldberg era originario de la Prusia Oriental, igual que Vera Kaltensee. Schneider era de la cuenca del Ruhr. A lo mejor quedan todavía archivos en los que podamos encontrar pistas.
Miriam asintió con la cabeza.
—Desde luego que los hay. El archivo más importante de la Prusia Oriental es el Archivo Secreto Estatal de Prusia, que está en Berlín, pero en bases de datos de Internet también pueden encontrarse muchos documentos alemanes antiguos. Además está el Registro Civil Número Uno, también en Berlín, que contiene todos los documentos de empadronamiento que pudieron salvarse de la Prusia Oriental, sobre todo los de la población judía, ya que en 1939 se realizó un censo bastante detallado.
—¡Vaya, ahí sí que tendríamos posibilidades! —exclamó la inspectora, entusiasmada ante la idea—. ¿Cómo conseguimos permiso para consultarlo?
—Para la Policía no tendría que ser ningún problema —supuso Miriam.
Pia cayó entonces en la cuenta de que tal vez sí lo fuera.
—Oficialmente no llevamos la investigación del caso Goldberg —dijo, abatida—. Y ahora mismo no puedo pedirle a mi jefe que me dé vacaciones para acercarme hasta Berlín.
—Podría ir yo —propuso su amiga—. En estos momentos no tengo mucho que hacer. El proyecto en el que he estado trabajando estos últimos meses ya está cerrado.
—¿De verdad querrías hacerlo? ¡Sería genial!
Miriam estaba sonriente, pero enseguida se puso seria.
—Intentaré demostrar que es imposible que Goldberg fuera nazi —dijo, y tomó las manos de su amiga entre las suyas.
—Por mí, ningún problema. —Pia sonrió—. Lo principal es que descubramos algo sobre esa fecha.