—«¡Podría yo bailar… toda la noche igual… y un poco más pedir! ¡Podría yo decir… que ha despertado en mí…!».
Pasaban pocos minutos de las siete cuando Bodenstein, en la puerta de la sala de reuniones, se quedó de piedra al ver a su compañera tarareando en voz baja y bailando con un galán imaginario en el espacio vacío que quedaba entre la mesa y un atril. El inspector jefe carraspeó.
—¿Se portó bien contigo ayer tu director de zoo? Parece que te va estupendamente.
—¡Me va de maravilla! —Pia giró realizando una última pirueta, dejó caer los brazos e hizo una reverencia con una gran sonrisa—. Y siempre se porta bien conmigo. ¿Te traigo un café, jefe?
—¿Ha pasado algo? —Bodenstein levantó las cejas—. ¿O es que quieres que te firme una solicitud de vacaciones?
—¡Madre mía, cuánta desconfianza! No, es solo que estoy de buen humor —repuso Pia—. Por cierto, la noche del sábado me reencontré con una vieja amiga que conocía a Goldberg en persona y…
—Goldberg ya no es cosa nuestra —la interrumpió Bodenstein—. Más tarde te explico por qué. Sé buena y ve a buscar a los demás, anda.
Poco después, el equipo de la K 11 de Hofheim al completo estaba sentado a la mesa de la sala de reuniones y escuchaba con incredulidad a Bodenstein mientras les comunicaba, sucinto, que les habían cerrado el caso Goldberg. El inspector Andreas Hasse, que ese día, en lugar de uno de sus habituales trajes marrones, llevaba una camisa amarillo canario y un chaleco de punto estampado con unos pantalones de pana, recibió la noticia sin inmutarse siquiera. Pecaba de indolente y, aunque no tenía más que cincuenta y tantos años, ya estaba contando los días que le faltaban para la jubilación. También Behnke siguió masticando su chicle con indiferencia; sus pensamientos estaban claramente en otra parte. Puesto que no tenían nada urgente, a Bodenstein le pareció bien que sus hombres apoyaran a los compañeros de la K 10 en las investigaciones contra una banda de traficantes de coches de la Europa del Este que operaba desde hacía meses en el distrito del Rin-Meno. Ostermann y Kirchhoff tenían que ocuparse aún de los últimos flecos que quedaban por resolver en un caso de atraco. Bodenstein esperó a quedarse a solas con ellos dos para informarles en detalle sobre lo que había descubierto del pasado de Goldberg y sobre los extraños acontecimientos de la mañana del domingo, que habían acabado provocando que la K 11 no se ocupara más del tema.
—¿Eso quiere decir que de verdad nos han apartado del caso? —preguntó Ostermann sin acabar de creérselo.
—Oficialmente, sí. —Bodenstein asintió con la cabeza—. Ni los estadounidenses ni la Dirección Federal de la Policía Judicial demuestran tener ningún interés en la resolución del asesinato, y nuestro comisario está más que aliviado por haberse quitado el marrón de encima.
—¿Qué pasará con el análisis de las pruebas que están en el laboratorio? —quiso saber Pia.
—No me extrañaría que se hubiesen olvidado de ellas —repuso Bodenstein—. Ostermann, ponte en contacto ahora mismo con el laboratorio de criminalística de Wiesbaden e indaga sin llamar mucho la atención. En caso de que tengan ya algún resultado, ve a buscarlo tú mismo en persona.
Ostermann asintió.
—El ama de llaves me ha explicado que el jueves, después de comer, Goldberg recibió la visita de un hombre calvo y una mujer de pelo oscuro —informó Pia—. El martes, ya bastante tarde, estuvo allí un hombre con el que la mujer se cruzó al salir. Había aparcado el coche justo en la entrada, un deportivo con matrícula de Frankfurt.
—Vaya, no está nada mal. ¿Tienes alguna otra cosa?
—Sí. —Pia consultó su libreta—. Goldberg recibía flores frescas dos veces por semana. El miércoles no se las entregó el florista, como de costumbre, sino un hombre bastante desaseado, de unos cuarenta o cuarenta y tantos años. Le abrió la puerta el ama de llaves. El hombre se fue directo a ver a Goldberg y lo trató de tú. Ella no pudo oír toda la conversación porque cerraron la puerta, pero la visita alteró bastante al anciano. Le ordenó al ama de llaves que a partir de entonces recogiera ella las flores en la puerta y no dejara entrar a nadie en la casa.
—Bien. —Bodenstein volvió a asentir—. Sigo preguntándome por el significado de ese número del espejo.
—¿Un número de teléfono? —propuso Ostermann, pensativo—. O el número de una consigna, un pasaporte, una cuenta suiza, quizá un número de carné.
—¡Un número de carné! —lo interrumpió Pia—. Si el motivo del asesinato viene del pasado de Goldberg, el 16145 podría haber sido su número de carné de las SS.
—Goldberg tenía noventa y dos años —reflexionó Ostermann—. Si alguien conocía ese número de afiliación, debe de tener una edad parecida.
—No necesariamente —objetó Bodenstein, meditabundo—. Bastaría con que tuviera conocimiento de su trayectoria.
Recordaba otros casos en los que habían encontrado claros mensajes del asesino en el lugar de los hechos o en las víctimas mismas, como una especie de sello macabro. Criminales que parecían proponerle jueguecitos a la Policía para poner a prueba su inteligencia y su astucia. ¿Sería así también con ese caso? ¿Era el número del espejo del recibidor de Goldberg una señal? Pero, entonces, ¿qué significaba? ¿Se trataba de una pista, o de una treta para despistarlos? Bodenstein estaba tan desconcertado y perdido como sus compañeros, y temía que el asesinato de David Josua Goldberg pudiera quedar, de hecho, sin resolver.
Marcus Nowak se sentó al escritorio de su pequeña oficina y fue seleccionando con atención los documentos que necesitaría para la reunión que tenía en dos días. Por fin parecía que se movía algo en ese proyecto al que tanto tiempo había dedicado. Hacía poco que la Municipalidad de Frankfurt había vuelto a adquirir la antigua sede de los departamentos técnicos del ayuntamiento, que iba a ser demolida a consecuencia de una amplia remodelación del casco antiguo. Ya en el verano de 2005, el Consejo Municipal había debatido acaloradamente qué elemento arquitectónico debía erigirse en el emplazamiento del feo bloque de hormigón. El plan era rehabilitar diversas partes del casco antiguo entre la catedral y la plaza del ayuntamiento: había que reconstruir con toda la fidelidad posible al original siete de las antiguas casas de entramado de madera que habían quedado destruidas en la guerra y tenían un elevado valor histórico. Para un restaurador de talento aunque no muy conocido como Marcus, un encargo así suponía mucho más que un increíble reto profesional y un contrato de varios años para su empresa. Se le estaba ofreciendo una oportunidad única para dar a conocer su nombre mucho más allá de Frankfurt, puesto que el ambicioso proyecto sin duda levantaría una gran expectación.
El sonido del móvil sacó a Marcus de sus cavilaciones. Buscó el aparato entre las montañas de planos, bocetos, tablas y fotografías, y se le aceleró el corazón al reconocer el número que aparecía en la pantalla. ¡Era la llamada que había esperado! La había aguardado con ansia y, al mismo tiempo, con una espantosa mala conciencia. Dudó un momento. En realidad le había prometido a Tina que más tarde se pasaría por el polideportivo, donde el Club Deportivo había montado una carpa, como todos los años, para celebrar la gran fiesta del Baile de Mayo.
—Maldita sea —masculló en voz baja, y contestó.
No había probado ni una gota de alcohol en todo el día; bueno, casi. Solo un traguito de vodka, que además no se olía, para ayudar a pasar los dos prozacs que se había tomado hacía una hora. Le había prometido a Kurti que no bebería, y en esos momentos se sentía muy bien, tenía la cabeza despejada y no le temblaban las manos. Robert Watkowiak le sonrió a su imagen del espejo. ¡Lo que podían conseguir un buen corte de pelo y algo de ropa decente! El querido tío Herrmann era un alemán de los de antes y le daba muchísima importancia a ir limpio y aseado, de modo que era mejor presentarse ante él recién afeitado y bien vestido, sin tufo a alcohol ni los ojos rojos. En realidad, aun así le habría sacado la pasta, pero le parecía mejor expresar su petición con amabilidad.
Hacía ya un par de años que había descubierto por pura casualidad el oscuro secreto que el viejo había logrado ocultarle al mundo todo ese tiempo, y desde entonces eran buenísimos amigos. ¿Qué dirían el tío Jossi y su madrastra si se enteraran de lo que le gustaba hacer al querido tío Herrmann en su sótano? Watkowiak soltó una carcajada y se apartó del espejo. No era tan tonto como para irles con el cuento, porque entonces se le acabaría para siempre esa fuente de ingresos. ¡Ojalá el viejo granuja viviera muchos años más! Les pasó un trapo a los zapatos negros de charol que se había comprado ex profeso junto con el traje gris, la camisa y la corbata. Con eso se había gastado casi la mitad del dinero que le había dado el tío Jossi, pero la inversión merecía la pena. De muy buen humor, Watkowiak se puso en camino a las ocho menos pocos minutos. Su amigo Kurti pasaría a recogerlo a las ocho en punto por la estación.
A Auguste Nowak le gustaba el crepúsculo, la hora azul. Se sentaba en el pequeño banco de madera que había en la parte de atrás de su pequeña casa y disfrutaba de la tranquilidad vespertina y de los aromáticos olores del bosque cercano. Aunque el pronóstico del tiempo había anunciado un claro descenso de las temperaturas acompañado de lluvia, la brisa era suave y en el despejado cielo nocturno brillaban las primeras estrellas. Dos mirlos se peleaban en los rododendros, sobre el tejado arrullaba una paloma. Ya eran las diez y cuarto, y toda la familia se estaba divirtiendo en el Baile de Mayo, allá arriba, en el polideportivo. Excepto Marcus, su nieto, que seguía aún en su despacho. ¡Claro, eso no lo veían ellos, esos envidiosos que no hacían más que hablar mal del chico desde que había tenido éxito con su empresa! ¡Ninguno de ellos estaba dispuesto a trabajar dieciséis horas al día, sacrificando fines de semana y vacaciones!
Auguste Nowak entrelazó las manos sobre su regazo y cruzó los pies. Si se paraba a pensarlo, después de una vida llena de trabajo y penalidades, las cosas le iban por fin mejor que nunca. Helmut, su marido, un hombre traumatizado por la guerra y psíquicamente enfermo, que no había aguantado ningún trabajo durante más de cuatro semanas y que en los últimos veinte años de su vida apenas había puesto un pie en la calle, había muerto hacía ya dos. Auguste, ante la insistencia de su hijo, había accedido a trasladarse a vivir a Fischbach, a la pequeña casa que había en el recinto de la empresa familiar. Tras la muerte de Helmut ya no había soportado seguir en aquel pueblucho de Sauerland. Por fin disfrutaba de tranquilidad, ya no tenía que aguantar la televisión siempre encendida ni los achaques de un hombre por quien, hasta en los mejores momentos de su matrimonio, había sentido como mucho indiferencia. Auguste oyó golpetear la portezuela del jardín, volvió la cabeza y sonrió, contenta, al ver allí a su nieto.
—Hola, abuela. ¿Te molesto?
—Tú no me molestas nunca. ¿Quieres comer algo? Todavía tengo gulasch y fideos en la nevera.
—No. Gracias.
El chico tenía mal aspecto, se lo veía tenso y mucho mayor de los treinta y cuatro años que tenía. Desde hacía semanas, Auguste tenía la impresión de que algo lo acuciaba.
—Ven, siéntate aquí conmigo. —Dio unos golpecitos en el cojín, pero él siguió de pie.
La mujer contempló sus gestos. Todavía podía leer su rostro como si fuera un libro abierto.
—Todos están en el Baile de Mayo —siguió diciendo—. ¿Por qué no vas tú también?
—Ahora iré. Me acercaré con el coche hasta el polideportivo. Solo quería… —Se interrumpió, reflexionó un momento y luego miró al suelo sin decir nada.
—¿Dónde te aprieta el zapato?, dime —preguntó Auguste—. ¿Tiene algo que ver con la empresa? ¿Son problemas de dinero?
Marcus negó con la cabeza y, cuando por fin la miró, a su abuela le dio un vuelco el corazón. La expresión de tortura y desesperación de sus ojos oscuros le llegó al alma. Él dudó aún un momento, pero después se sentó en el banco junto a ella y soltó un suspiro insondable.
Auguste quería al muchacho como si fuera su hijo. Tal vez porque sus padres, con todo lo de la empresa y el trabajo, nunca habían tenido tiempo para el benjamín de la familia y, por eso, había pasado gran parte de su infancia con ella. Sin embargo, puede que también porque se parecía mucho a su propio hermano mayor, Ulrich, quien había tenido un don increíble para todo lo artesanal y había sido un auténtico artista. Podría haber llegado lejos de no haberse cruzado la guerra en sus planes y haber truncado todos sus sueños. Había caído en Francia, en junio de 1944, tres días antes de cumplir veintitrés años. Y Marcus se parecía mucho a su querido hermano, incluso físicamente. Tenía esos mismos rasgos delicados y expresivos, el pelo liso y rubio oscuro, que le caía en un mechón sobre los ojos, y una boca bonita y de labios carnosos. No obstante, aunque no tenía más que treinta y cuatro años, en su rostro se veían ya arrugas profundas. A Auguste le parecía un joven que había empezado a cargar demasiado pronto con el peso de la edad adulta. De pronto Marcus apoyó la cabeza en su regazo, igual que hacía siempre cuando era pequeño y buscaba consuelo. Su abuela le acarició el pelo y empezó a tararear en voz baja.
—He hecho algo malo. Algo muy, muy malo, abuela —dijo él con voz ahogada—. Podría ir al infierno por ello.
La mujer sintió cómo temblaba su nieto. El sol había desaparecido tras las montañas del Taunus, empezaba a refrescar. Marcus tardó todavía un rato, pero entonces empezó a hablar, entrecortadamente al principio, cada vez más deprisa después, a todas luces contento de poder compartir al fin con alguien el oscuro secreto que le oprimía el pecho.
Cuando su nieto se marchó, Auguste Nowak se quedó un rato más allí sentada, reflexionando en la oscuridad. Su confesión la había dejado conmocionada, aunque no tanto por cuestiones morales. En esa familia tan convencional, Marcus se sentía tan fuera de lugar como un martín pescador entre cornejas y, por si eso fuera poco, se había casado con una mujer que no comprendía lo más mínimo a un artista como él. Hacía tiempo que Auguste sospechaba que su matrimonio no iba demasiado bien, pero no le había preguntado por ello.
Su nieto iba a verla todos los días para hablarle de sus inquietudes, grandes y pequeñas, de sus nuevos encargos, de sus éxitos y sus reveses; en definitiva, de todo lo que le emocionaba y que un hombre debería comentar con su mujer. Tampoco ella sentía demasiada estima por esa familia, que, aunque vivía bajo un mismo techo, no se mantenía unida por afecto o respeto, sino por pura comodidad. Para Auguste seguían siendo unos extraños que no decían nada cuando se hablaban y a quienes, además, lo único que les importaba era conservar la fachada de una armoniosa vida familiar.
Media hora después, cuando Marcus subió al coche para ir al polideportivo, ella entró en la casa, se ató un pañuelo a la cabeza, sacó el impermeable oscuro y la linterna y tomó la llave del despacho de Marcus que colgaba en la entrada. Aunque él siempre le decía que no tenía por qué hacerlo, su abuela siempre le limpiaba el despacho. La inactividad no iba con ella, y el trabajo la mantenía joven. Su mirada recayó en el espejo que había junto a la puerta. Auguste Nowak era consciente de lo que habían hecho los años con su rostro y, sin embargo, una vez más se sorprendió al verse las arrugas, los párpados caídos y la boca hundida a causa de las encías vacías. Casi ochenta y cinco, pensó. ¡Era increíble que pronto fuese a cumplir tantos años! Si era sincera, no se sentía ni un día más vieja que cuando cumplió los cincuenta. Era una mujer fuerte, resistente, y seguía estando más ágil que muchas treintañeras. Se había sacado el carné de conducir a los sesenta, con setenta se había ido de vacaciones por primera vez. Se alegraba por las pequeñas cosas, no luchaba contra su destino. Además, todavía tenía algo de lo que encargarse: algo de suma importancia. La muerte, a la que ya había mirado directamente a la cara hacía más de sesenta años, tendría que esperar hasta que ella lo tuviese todo listo. Auguste se guiñó un ojo en el espejo y salió de casa. Cruzó el patio, abrió la puerta del edificio de la empresa y entró en el despacho de Marcus, que quedaba en la ampliación que habían construido hacía un par de años junto a la nave que había bajo la casita de Auguste. ¡El reloj de pared que había sobre el escritorio marcaba ya las once y media! Tendría que darse prisa si no quería que nadie se enterase de su pequeña expedición.
Empezó a oír los rítmicos acordes del bajo mientras cruzaba el aparcamiento, que estaba repleto. El DJ estaba poniendo todos los éxitos del verano de arriba abajo, y la gente iba más borracha de lo que Marcus Nowak habría creído posible a esa hora. En el campo de hierba jugaban al fútbol unos cuantos niños, entre ellos sus hijos; en la carpa se apretaban aproximadamente unas trescientas personas. Quitando un par de excepciones, los más granaditos se habían retirado a la barra del bar del Club Deportivo. Marcus se puso malo solo con ver a dos miembros de la junta directiva que, algo achispados, no hacían más que lanzar miradas lascivas a las chicas.
—¡Eh, Nowak! —Una mano lo agarró del hombro y alguien le echó todo el aliento etílico en la cara—. ¡Cómo tú por aquí!
—Hola, Stefan —contestó Marcus—. ¿Has visto a Tina?
—Nooo… Lo siento… Pero vente un rato con nosotros y tómate una, tío.
Notó que el otro le tiraba del brazo y, a regañadientes, lo siguió por entre la masa sudorosa y alegre hasta el fondo de la carpa.
—¡Eh, gente! —bramó Stefan—. ¡Mirad a quién me he encontrado!
Todos se volvieron hacia ellos, vociferando y riendo a carcajadas. Marcus miró esas caras conocidas, y sus ojos vidriosos le desvelaron que el alcohol corría a raudales desde hacía rato. Antes, Marcus había sido uno de ellos: eran sus compañeros de colegio o de equipo, con los que había jugado desde alevines hasta senior, habituales de las ferias a quienes había acompañado a innumerables bailes como ese y con quienes había servido en el Cuerpo de Bomberos Voluntarios. Los conocía a todos desde niños, pero de repente le parecían unos extraños. Le hicieron sitio y él se sentó, sonriente, poniendo al mal tiempo buena cara. Alguien le colocó un vaso de ponche de mayo en la mano, brindaron por él y bebieron. ¿Cuándo había empezado a dejar de gustarle todo aquello? ¿Por qué no se divertía tanto como sus amigos de siempre con esos sencillos placeres? Mientras que los demás vaciaban el vaso cada cinco minutos, él no soltaba su ponche. De pronto sintió la vibración del móvil en el bolsillo de los vaqueros. Lo sacó y el corazón le palpitó con fuerza al ver de quién era el mensaje de texto. Su contenido hizo que el color abandonara su rostro.
—Oye, Marcus, me gussstaría darte un consssejo, gomo buen amigo —le balbuceó al oído Chris, uno de los entrenadores de los chavales, que había sido también compañero suyo de equipo—. Heiko está pero gue muy interesssado en Tina. Yo gue tú, no le guitaría ojo.
—Sí, gracias. Eso haré —repuso él, distraído.
¿Qué podía contestar al mensaje? ¿Mejor hacer como si nada? ¿Apagar el móvil y emborracharse con sus amigotes? Estaba sentado en el banco, paralizado, con el vaso de ponche tibio aún en la mano, incapaz de pensar con claridad.
—Yo sssolo de lo digo, así, ’ntre amigos —masculló Chris, que vació su cerveza de un solo trago y eructó.
—Tienes razón. —Nowak se levantó—. Voy a ver si la encuentro.
—Sssí, essso, macho…
Tina no se liaría con Heiko Schmidt ni con ningún otro tipo en la vida, y en cualquier caso a él le habría dado igual, pero aprovechó la oportunidad para escapar. Se abrió paso entre los cuerpos sudorosos y fue saludando a gente aquí y allá con la esperanza de no tropezarse con su mujer ni con ninguna de sus amigas. ¿Cuándo había comprendido que ya no quería a Tina? Ni él mismo sabía qué era lo que había cambiado. Debía de ser por él, porque ella estaba como siempre. Tina se sentía a gusto con la vida de ambos, que a él de repente se le había quedado estrecha. Salió de la carpa sin llamar la atención y tomó el atajo que cruzaba el bar del Club Deportivo. Se dio cuenta de su error demasiado tarde. Su padre, que estaba en la barra con sus amigos, como casi todas las noches, ya lo había visto.
—¡Oye, Marcus! —Manfred Nowak se limpió la espuma de cerveza del bigote con el dorso de la mano—. ¡Ven aquí un momento!
Marcus Nowak sintió cómo todo su ser se revolvía, y sin embargo obedeció. Vio que su padre ya estaba bastante tocado y se preparó para lo peor. Una mirada rauda al reloj de la pared le dijo que eran las once y media en punto.
—¡Una cerveza de trigo para mi hijo! —pidió el vozarrón de su padre. Después se volvió hacia los demás señores mayores que todavía se paseaban por ahí con chándal y zapatillas de deporte, aunque sus modestos éxitos deportivos databan de hacía décadas—. ¡Mi hijo llegará a ser algo grande! ¡Reconstruirá nada menos que el casco antiguo de Frankfurt, casa por casa! ¿A que os habéis quedado de piedra?
Manfred Nowak le dio unas palmadas a Marcus en la espalda, pero en sus ojos no había admiración ni orgullo, sino pura burla. Manfred siguió riéndose de su hijo, que no abrió siquiera la boca, lo cual no hizo más que animarlo. Los demás hombres sonreían. Todos estaban bien enterados de cómo Marcus se había negado a hacerse cargo de la empresa de su padre cuando la Constructora Nowak cayó en la bancarrota, porque en un pueblo tan pequeño como Fischbach no había nada que quedara en secreto, y mucho menos una debacle tan enorme. La camarera dejó la cerveza en la barra, pero él ni la tocó.
—¡Salud! —exclamó su padre, y levantó el vaso.
Bebieron todos, menos Marcus.
—¿Qué pasa? ¿Es que eres demasiado finolis para beber con nosotros o qué?
Marcus Nowak vio la cólera ebria en los ojos de su padre.
—No me apetece seguir aguantando tus estúpidos discursitos —dijo—. Suéltaselos a tus amigos si quieres. A lo mejor aún encuentras a alguien que te crea.
El rencor que desde hacía tanto tiempo le guardaba su padre se desbordó entonces en un intento de soltarle un bofetón a su hijo pequeño, como había hecho tantas veces. Sin embargo, el alcohol ralentizó sus movimientos y a Marcus no le costó demasiado esquivar el golpe. Sin ninguna compasión, observó cómo su padre perdía el equilibrio y se derrumbaba en el suelo junto con el taburete, y se marchó de allí antes de que el viejo pudiera ponerse otra vez de pie. Al salir del Club Deportivo inspiró hondo y cruzó el aparcamiento a paso rápido. Se sentó en el coche, lo puso en marcha, pisó a fondo el pedal acelerador e hizo rechinar los neumáticos. Ni doscientos metros más allá lo paró la Policía.
—Vaya. —Uno de los agentes del control le iluminó la cara con la linterna—. ¿Viene usted del Baile de Mayo?
Esa voz contenía odio. Marcus la reconoció: Siggi Nitschke, que había jugado con él en el primer equipo del Club Deportivo los años en que Marcus había sido el pichichi de la liga regional.
—Hola, Siggi —dijo.
—Anda, mira por dónde. Si es Nowak, el señor «empresario». El carné de conducir y los papeles del coche, por favor.
—No los llevo encima.
—Vaya, qué mala suerte —se burló Nitschke—. Tendrá que bajar usted del vehículo.
Marcus suspiró y obedeció. Nitschke nunca lo había tragado, sobre todo porque jugando al fútbol siempre había sido de los peores. Seguro que haberlo parado le había alegrado el turno a su antiguo compañero de equipo. Él, sin rechistar, se dejó tratar como si fuera un delincuente peligroso. Los agentes le hicieron soplar en el alcoholímetro y quedaron visiblemente decepcionados al ver que en la pantalla del aparato aparecía un cero.
—¿Drogas? —Nitschke no pensaba dejarlo marchar así como así—. ¿Ha fumado algo? ¿Ha esnifado algo?
—¡Venga ya! —contestó Marcus, que no quería líos—. Yo nunca he tomado esas cosas y lo sabes muy bien.
—Nada de confianzas baratas. Estoy de servicio. Para usted soy el agente Nitschke, ¿entendido?
—Bueno, déjalo ya y que se marche, Siggi —dijo el otro policía sin levantar mucho la voz.
El agente Nitschke se quedó mirando a Marcus con rabia y pensó a toda prisa con qué más podía entretenerlo. Tendría que esperar toda la vida para que se le volviera a ofrecer una oportunidad así.
—Mañana a las diez, como muy tarde, presente usted su carné de conducir y los papeles del coche a mis compañeros de la comisaría de Kelkheim —dijo entonces—. Venga, esfúmate. Has tenido suerte.
Sin decir nada más, Marcus subió a su coche, puso el motor en marcha, se abrochó el cinturón y se alejó de allí. Todos sus buenos propósitos se habían volatilizado. Alcanzó el móvil y escribió una corta respuesta: «Voy para allá. Hasta ahora».