Sábado, 28 de abril de 2007

Oliver von Bodenstein apartó del fuego el cazo de la leche caliente, echó dos cucharadas de cacao en polvo y vertió la bebida humeante en una jarrita. Cosima había decidido prescindir de su adorado café mientras siguiera dando de mamar, y él se solidarizaba con ella de vez en cuando. Un chocolate caliente tampoco estaba nada mal. Su mirada se encontró con la de Rosalie, y Bodenstein sonrió al ver la expresión de censura de su hija de diecinueve años.

—Eso son por lo menos dos mil calorías —le dijo a su padre, arrugando la nariz—. ¡No sé cómo os lo podéis tomar!

—Ya ves, uno hace de todo por amor a sus hijos —repuso él.

—Yo en la vida renunciaría a mi café —afirmó ella, y dio un sorbo a su taza, como para recalcarlo.

—Espera y verás.

Bodenstein sacó dos tazas de porcelana del armario y las puso en una bandeja junto a la jarrita de chocolate. Cosima había vuelto a acostarse un rato después de que la niña la hubiera sacado de la cama a las cinco de la madrugada. La vida de todos ellos se había transformado por completo desde el nacimiento de Sophia Gabriela, el diciembre anterior. La sorpresa inicial ante la noticia de que Cosima y él iban a ser padres de nuevo le había supuesto primero una alegre ilusión que, sin embargo, después había dejado paso a cierta inquietud. Lorenz y Rosalie tenían veintitrés y diecinueve años, hacía tiempo que eran mayores y habían acabado los estudios. ¿Cómo sería volver a empezar desde el principio una vez más? ¿Estaban Cosima y él en condiciones de enfrentarse a algo así? ¿Nacería sano el bebé? Las preocupaciones secretas de Bodenstein resultaron ser infundadas. Cosima había seguido trabajando hasta el día antes del parto, y los informes de la amniocentesis se habían corroborado tras el nacimiento de Sophia: la pequeña estaba completamente sana. Poco después, pasados apenas cinco meses, Cosima volvía a ir a su despacho cada día con la niña siempre a su lado, en el portabebés. En realidad, pensaba Bodenstein, todo estaba siendo mucho más fácil que con sus hijos anteriores. Era cierto que en aquel entonces ellos habían sido unos padres más jóvenes y vigorosos, pero también lo era que tenían poco dinero y una casa pequeña. Además, sabía lo mucho que había sufrido Cosima la otra vez por tener que dejar su tan querida profesión como reportera de televisión.

—¿Y tú, cómo es que estás en pie tan temprano? —le preguntó a su hija mediana—. Si hoy es sábado.

—Tengo que estar a las nueve en el castillo —respondió Rosalie—. Tenemos una celebración multitudinaria. Recepción con champán y, después, menú de seis platos para cincuenta y tres personas. Una de las amigas de la abuela celebra sus ochenta y cinco años allí.

—Caray.

Después de aprobar la selectividad el verano anterior, Rosalie había decidido no seguir estudiando y, en lugar de eso, entrar de aprendiz en la cocina del lujoso restaurante del hermano de Bodenstein, Quentin, y su cuñada Marie-Louise. Para sorpresa de sus padres, Rosalie estaba más que entusiasmada con la idea. No se quejaba de los horarios inhumanos ni de su estricto y colérico chef. Cosima sospechaba que precisamente ese chef, el temperamental cocinero de estrella Jean-Yves St. Clair, había sido la verdadera razón de la decisión de su hija.

—Nos han cambiado por lo menos diez veces los platos del menú, la selección de vinos y el número de invitados. —Rosalie metió su taza de café en el lavavajillas—. Tengo curiosidad por ver si se les ha ocurrido alguna novedad más.

Sonó el teléfono. En una mañana de sábado y a las ocho y media, la experiencia le decía a Bodenstein que eso no auguraba nada bueno. Rosalie fue a contestar y poco después volvió a entrar en la cocina con el inalámbrico.

—Para ti, papá —dijo, le alcanzó el aparato y se despidió con un breve gesto.

El inspector jefe suspiró. Seguro que ya podía olvidarse del paseo por el Taunus y la agradable comida con Cosima y Sophia. Sus temores se confirmaron en cuanto oyó la voz tensa de la inspectora Pia Kirchhoff.

—Tenemos un cadáver. Ya sé que hoy estoy de guardia yo, pero creo que deberías pasarte un momento por aquí, jefe. El hombre era un pez gordo. Y americano, además.

Eso sonaba claramente a fin de semana frustrado.

—¿Dónde? —preguntó Bodenstein, sucinto.

—No te queda lejos. En Kelkheim: Drosselweg, 39a. David Goldberg. El ama de llaves lo ha encontrado esta mañana a las siete y media.

El inspector jefe prometió darse prisa, después le llevó el chocolate a su mujer y le comunicó la mala noticia.

—Habría que prohibir los cadáveres en fin de semana —murmuró Cosima antes de bostezar con ganas.

Bodenstein sonrió. En sus veinticuatro años de matrimonio, ella jamás había reaccionado con rabia o mal humor cuando él tenía que salir de repente y acababa, así, con los planes del día. Cosima se sentó en la cama y tomó la taza de la bandeja.

—Gracias. ¿Adónde tienes que ir?

Bodenstein sacó una camisa del armario.

—A Drosselweg. La verdad es que podría acercarme a pie. El hombre se llamaba Goldberg, era americano. Kirchhoff teme que la cosa acabe complicándose.

—Goldberg… —repitió Cosima, dándole vueltas y arrugando la frente—. Ese nombre lo he oído hace poco en alguna parte, pero no sé dónde.

—Por lo visto era un pez gordo. —Bodenstein se decidió por una corbata de estampado azul y se puso una americana.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! —exclamó Cosima—. Fue la mujer de la floristería. Su marido le sirve flores frescas a Goldberg cada dos días. Se vino a vivir aquí hará medio año. Antes solo ocupaba la casa temporalmente, cuando estaba en Alemania de visita. Me explicó que había oído decir que el hombre fue asesor del presidente Reagan.

—Pues, entonces, debía de ser bastante mayor. —Bodenstein se inclinó sobre su mujer y le dio un beso en la mejilla.

Ya tenía la cabeza puesta en lo que le estaba esperando. Como cada vez que lo llamaban al escenario de un crimen, le había sobrevenido una mezcla de palpitaciones y angustia que no desaparecía hasta que veía el cadáver.

—Sí, era bastante mayor. —Ensimismada, Cosima dio un sorbo a su chocolate, que ya estaba más tibio que caliente—. Pero había algo más…

Además de él y del sacerdote con sus dos monaguillos medio dormidos, a la misa de San Leonardo únicamente habían acudido unas cuantas viejecitas que solo habían salido tan temprano de casa por miedo al definitivo final que las acechaba, o bien a la perspectiva de pasar otro día solas y aburridas. Estaban repartidas por el primer tercio de la nave de la iglesia, sentadas en los duros bancos de madera y escuchando con atención la voz monótona del sacerdote, que de vez en cuando intentaba disimular un bostezo. Marcus Nowak se había arrodillado en el último banco y miraba hacia delante sin ver nada. La casualidad lo había llevado a esa iglesia del centro de Frankfurt, donde no lo conocía nadie. En el fondo, había esperado que el familiar y reconfortante desarrollo de la misa le devolviera la paz a su mente, pero no lo había conseguido. Más bien todo lo contrario. Aunque ¿cómo se le había ocurrido esperar algo así, si hacía años que no pisaba una iglesia? Tenía la sensación de que, solo con mirarlo, todo el mundo vería en su cara lo que había hecho la noche anterior. ¡No era uno de esos pecados de los que se libraba uno en el confesionario y que se redimían con diez padrenuestros! Ni siquiera se sentía digno de estar ahí sentado, esperando el perdón de Dios, porque su arrepentimiento no era auténtico. Notó cómo le afluía la sangre a la cara solo con pensar en lo mucho que le había gustado, el placer y la satisfacción que había obtenido. Cerró los ojos. Todavía veía el rostro del otro ante sí: cómo lo había mirado y al final se había arrodillado frente a él. Dios mío, pero ¿cómo había podido caer en algo semejante? Apoyó la frente en las manos unidas y, al cobrar consciencia de la trascendencia de sus actos, sintió resbalar una lágrima por su mejilla sin afeitar. Su vida nunca volvería a ser la misma. Se mordió los labios, abrió los ojos y contempló sus manos con cierta repugnancia. Ni en mil años podría limpiarse esa culpa. Y sin embargo, lo peor de todo era que volvería a repetirlo en cuanto se le presentara la ocasión. Si su mujer, sus hijos o sus padres llegaran a enterarse algún día… jamás lo perdonarían. Se le escapó un suspiro tan insondable que dos de las viejecitas de las primeras filas se volvieron sobresaltadas hacia él. Enseguida hundió otra vez la cabeza en las manos y maldijo sus creencias, que lo habían hecho prisionero de los preceptos morales con los que había crecido. Aun así, por muchas vueltas que quisiera darle, no había clemencia posible mientras no lamentara sinceramente sus actos. Sin arrepentimiento no había penitencia, no había perdón.

El anciano estaba arrodillado sobre el brillante suelo de mármol del vestíbulo de la casa, a apenas tres metros de la puerta principal. Tenía el torso inclinado hacia delante y su cabeza yacía en un charco de sangre coagulada. Bodenstein prefería no imaginar qué aspecto tendría su cara, o lo que quedara de ella. La bala mortal había entrado por la nuca; el pequeño agujero oscuro resultaba engañosamente insignificante. La salida de la bala, por el contrario, había causado unos daños considerables. Sangre y masa encefálica habían salpicado por todo el recibidor, se habían pegado al papel de seda de estampado discreto que cubría las paredes, a los marcos de las puertas, a los cuadros y al gran espejo veneciano que había junto a la entrada.

—Hola, jefe. —Pia Kirchhoff cruzó la puerta del final del vestíbulo.

Hacía apenas dos años que pertenecía al equipo de la K 11 de la comisaría local de la Policía Judicial de Hofheim y, aunque solía madrugar más que nadie, esa mañana se la veía bastante dormida. Bodenstein sospechaba el motivo, pero evitó hacer ningún comentario al respecto y la saludó con la mano.

—¿Quién lo ha encontrado?

—El ama de llaves. Ayer tenía la noche libre, ha llegado a la casa esta mañana sobre las siete y media.

Los compañeros de la Policía Científica aparecieron entonces, le echaron un vistazo rápido al cadáver desde la puerta y se pusieron los monos blancos desechables y los guantes de látex antes de entrar.

—¡Inspector jefe! —gritó uno de ellos, y Bodenstein se volvió hacia la puerta—. Aquí hay un teléfono móvil. —El agente rescató el teléfono del arriate de flores que había junto a la puerta con su mano derecha enguantada.

—Lleváoslo —repuso Bodenstein—. A lo mejor tenemos suerte y pertenece al asesino.

Se volvió. Un rayo de sol que entraba por la puerta cayó sobre el gran espejo y lo hizo relucir unos instantes. Bodenstein se quedó de piedra.

—¿Has visto eso? —le preguntó a su compañera.

—¿A qué te refieres?

Pia Kirchhoff se acercó. Llevaba la melena rubia recogida en dos trenzas y ni siquiera se había pintado los ojos, un claro indicio de que esa mañana había salido de casa deprisa y corriendo.

Bodenstein señaló el espejo. Entre las salpicaduras de sangre había unos números dibujados. Pia entornó los ojos y contempló las cinco cifras con detenimiento.

—Uno, seis, uno, cuatro, cinco. ¿Qué significa?

—Ni la más remota idea —reconoció Bodenstein, y fue con cuidado para no destruir pruebas al pasar junto al cadáver.

No entró directamente en la cocina, sino que se asomó antes a las salas que daban a la zona de la entrada y el pasillo. La casa tenía una sola planta, pero era más grande de lo que parecía desde el exterior. Lucía una decoración anticuada, muebles macizos de estilo decimonónico, nogal y roble con tallas. Los suelos de moqueta color beis del salón estaban cubiertos por desteñidas alfombras persas.

—Debió de tener visita. —Pia señaló hacia la mesita de café, sobre cuya superficie de mármol había dos copas, una botella de vino tinto y, a su lado, un cuenquito de porcelana blanca con huesos de aceituna—. La puerta de entrada no estaba forzada, y en el primer examen superficial no hemos encontrado señales de robo. A lo mejor hasta se tomó algo con su asesino.

Bodenstein se acercó a la mesita baja, se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos para leer mejor la etiqueta de la botella.

—Qué barbaridad. —Estiró los dedos hacia ella, pero justo entonces se dio cuenta de que no se había puesto guantes.

—¿Pasa algo? —preguntó la inspectora.

Bodenstein se irguió.

—Es un Château Pétrus de 1993. —Y contempló con veneración la modesta botella verde cuya etiqueta llevaba, justo en el centro, esos trazos rojos tan respetados en el mundo del vino—. Esta botella cuesta más o menos lo mismo que un utilitario.

—Increíble…

Bodenstein no sabía si su compañera se refería a lo loco que había que estar para gastarse tantísimo dinero en una botella de vino, o al hecho de que la víctima, poco antes de su muerte o tal vez incluso con su asesino, hubiera disfrutado de un caldo tan noble.

—¿Qué sabemos del muerto? —preguntó después de comprobar que solo se habían bebido la mitad del vino. Sintió verdadera lástima al pensar que el resto acabaría tirándose por el fregadero sin ningún miramiento antes de que la botella llegara al laboratorio.

—Goldberg vivía aquí desde octubre del año pasado —explicó Pia—. Era alemán, pero había pasado más de sesenta años afincado en Estados Unidos y, por lo visto, llegó a ser un hombre bastante importante allí. El ama de llaves dice que su familia tiene dinero.

—¿Vivía solo? Era ya muy mayor, ¿no?

—Noventa y dos años, pero tenía mucha vitalidad. El ama de llaves vive en el apartamento del sótano. Libra dos noches por semana, la del sabbat y otra de su elección.

—¿Goldberg era judío? —La mirada de Bodenstein recorrió la sala y se detuvo en un candelabro de bronce con siete brazos que había en un aparador. Las velas de la menorá no se habían encendido nunca.

Entraron en la cocina, que en comparación con el resto de la casa era luminosa y moderna.

—Esta es Eva Ströbel —dijo Pia, presentándole a su jefe a la mujer que estaba sentada a la mesa de la cocina y que en ese momento se puso de pie—. El ama de llaves del señor Goldberg.

Era una mujer alta. Aunque llevaba zapatos planos, apenas tenía que levantar la cabeza para mirar a Bodenstein a los ojos. Él le tendió una mano y se fijó en su palidez. Todavía se le veía el susto. La mujer les explicó que Sal Goldberg, el hijo de la víctima, la había contratado hacía siete meses como ama de llaves y cuidadora de su padre. Desde entonces vivía en el apartamento del sótano y se ocupaba del anciano y de la casa. Goldberg, por lo visto, era aún muy independiente, mentalmente activo y disciplinado en extremo. Para él, era de suma importancia disfrutar de una jornada ordenada y con tres comidas al día. Rara vez salía de casa. La relación de la mujer con Goldberg era distante pero buena.

—¿Recibía visitas a menudo? —quiso saber Pia.

—No muchas, pero sí alguna que otra —contestó la mujer—. Su hijo viene todos los meses de Estados Unidos y se queda dos o tres días. Y de vez en cuando se acerca a verlo algún conocido, pero sobre todo por las noches. Nombres no puedo darles ninguno, nunca me presentaba a sus invitados.

—¿También anoche esperaba visita? En la mesita de la sala hay dos copas y una botella de vino tinto.

—Entonces es que debió de venir alguien —dijo el ama de llaves—. Yo no he comprado ningún vino, y en la casa tampoco lo hay.

—¿Podría decirnos si falta algo?

—Aún no he ido a ver. Cuando he entrado y… y he visto al señor Goldberg ahí tirado, he llamado a la Policía y he esperado delante de la puerta. —Hizo un gesto indeterminado con la mano—. Quiero decir que, como había tanta sangre por todas partes… he tenido claro que no podía hacer nada más por él.

—Ha actuado usted correctamente. —Bodenstein le sonrió con simpatía—. Por eso no se preocupe. ¿Cuándo salió de casa, anoche?

—Sobre las ocho. Le había preparado ya la cena y sus pastillas.

—¿A qué hora regresó? —preguntó Pia esta vez.

—Hoy por la mañana, poco antes de las siete. El señor Goldberg valoraba mucho la puntualidad.

El inspector jefe asintió. Entonces recordó las cifras escritas en el espejo.

—¿Le dice algo el número 16145? —preguntó.

El ama de llaves lo miró sorprendida y negó con la cabeza.

Oyeron que alguien levantaba la voz en la entrada. Bodenstein se volvió hacia la puerta y constató que había llegado nada menos que el doctor Henning Kirchhoff, director en funciones del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt y exmarido de su compañera. Años atrás, durante el tiempo que había pasado en la K 11 de Frankfurt, Bodenstein había trabajado a menudo con Kirchhoff, y su colaboración siempre había sido buena. El hombre era un gran experto en su profesión, un científico brillante con una actitud en el trabajo que rayaba la obsesión, además de uno de los pocos especialistas en antropología forense de toda Alemania. Si al final se confirmaba que Goldberg, efectivamente, había sido un personaje importante en vida, el interés público y político haría aumentar muchísimo la presión sobre la K 11. Tanto mejor, pues, que un especialista reconocido como Kirchhoff se hiciera cargo del levantamiento del cadáver y la autopsia. Así, por muy evidente que pudiera parecer la causa de la muerte, Bodenstein podría trabajar basándose en los resultados del forense.

—Hola, Henning —oyó Bodenstein que decía la voz de la inspectora, detrás de él—. Gracias por venir tan deprisa.

—Tus deseos son órdenes. —Kirchhoff se acuclilló junto al cadáver de Goldberg y lo examinó con la mirada—. Así que el viejo sobrevivió a la guerra y a Auschwitz, para acabar asesinado en su propia casa. Increíble.

—¿Lo conocías? —Pia parecía sorprendida.

—En persona, no. —Kirchhoff levantó la mirada—. Pero estaba muy bien considerado en Frankfurt, y no solo por la comunidad judía. Si no recuerdo mal, fue un hombre importante en Washington y asesor de la Casa Blanca durante décadas, incluso fue miembro del Consejo de Seguridad Nacional. Estaba metido en la industria armamentística. También hizo mucho por la reconciliación entre Alemania e Israel.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —oyó Bodenstein que preguntaba su compañera con recelo—. No te habrás tomado la molestia de buscarlo un momento en Google para impresionarnos, ¿no?

El doctor Kirchhoff se incorporó y le dirigió una mirada ofendida.

—No. Lo leí en alguna parte y se me quedó grabado.

Pia lo dejó correr. Su exmarido tenía memoria fotográfica y una inteligencia superior a la media. En las relaciones personales, por el contrario, presentaba grandes deficiencias: era un cínico y un misántropo.

El forense se hizo a un lado para que el agente de la Científica pudiera sacar las fotografías necesarias del escenario del crimen. Pia le señaló los números del espejo.

—Hmmm. —Kirchhoff contempló las cinco cifras más de cerca.

—¿Qué podría significar? —preguntó Pia—. Tiene que haberlo escrito el asesino, ¿no?

—Es de suponer —afirmó el forense—. Lo han hecho mientras la sangre seguía fresca. Pero, en cuanto a su significado… Ni idea. Deberíais llevaros el espejo y hacer que lo analicen.

Se volvió de nuevo hacia el cadáver.

—Ah, sí, Bodenstein —dijo, como de pasada—. Echo en falta su pregunta sobre la hora de la muerte.

—No suelo preguntarlo hasta pasados diez minutos —repuso el inspector jefe con sequedad—. Por mucha fe que tenga en usted, todavía no lo considero un vidente.

—Pues me atrevería a afirmar sin ninguna reserva que la muerte se produjo a las once y veinte minutos.

Bodenstein y Pia se lo quedaron mirando, atónitos.

—El cristal de su reloj se ha roto —Kirchhoff señaló la muñeca izquierda de la víctima— y las agujas se han detenido. En fin, seguramente se levantará un buen revuelo cuando se sepa que han matado a Goldberg de un tiro.

A Bodenstein le pareció una forma muy comedida de expresarlo. No le apetecía en absoluto la perspectiva de que el debate sobre el antisemitismo pudiera poner la investigación en el foco de la opinión pública.

Los momentos en los que Thomas Ritter se veía a sí mismo como un cerdo siempre pasaban deprisa. A fin de cuentas, el fin justificaba los medios. Marleen seguía creyendo que había sido el azar lo que había hecho que aquel día de noviembre él entrara en la cafetería adonde ella iba siempre a comer. La segunda vez, se habían encontrado «por casualidad» frente a la consulta del fisioterapeuta en la que ella entrenaba todos los jueves a las 19.30 para superar el hándicap de su discapacidad. Ritter llevaba bastante tiempo preparando aquel cortejo, pero de todas formas era sorprendente lo deprisa que había sucedido todo. Había invitado a Marleen a cenar al Erno’s Bistro, aunque el sitio excedía con mucho sus posibilidades económicas y redujo de manera alarmante el generoso adelanto de la editorial. Había investigado con discreción hasta qué punto conocía ella su situación en esos momentos, pero, para su tranquilidad, la chica no tenía la menor idea de nada y simplemente se alegró de reencontrarse con un antiguo conocido. Siempre había sido una solitaria, y la pérdida de media pierna y la prótesis la habían convertido en una persona más reservada todavía. Tras el champán del aperitivo, él había pedido un sensacional Pomerol Château l’Église-Clinet de 1994 que costaba más o menos lo mismo que le debía a su casero, y había tenido la habilidad de conseguir que ella le explicara cosas suyas. A todas las mujeres les gustaba hablar de sí mismas, incluso a la introvertida Marleen. Así supo de su trabajo como archivera en un gran banco alemán y de la enorme decepción que había sufrido al descubrir que su marido, estando casado con ella, había tenido dos hijos con su amante. Después de dos copas de vino, Marleen había perdido ya todo su recato. De haber sospechado lo mucho que desvelaba su lenguaje corporal a ojos de él, seguro que se habría muerto de vergüenza. Estaba necesitada de amor, de atención y cariño, y como mucho a los postres, que ella apenas tocó, Ritter sabía ya que esa misma noche conseguiría llevársela a la cama. Así que esperó pacientemente a que fuese Marleen quien diera el primer paso y, en efecto, una hora después ya habían llegado a ese punto. A él no le había sorprendido su confesión, susurrada sin aliento, de que quince años atrás había estado enamorada de él. Durante la época en que entraba y salía a su antojo de casa de los Kaltensee, había visto muchas veces a la chica, la nieta preferida de su abuela, y le había dedicado unos cumplidos que no recibía de nadie más. Solo con eso, ya en aquel entonces le había conquistado el corazón, como si hubiese sospechado que algún día podría serle útil. Al entrar en el piso de Marleen —ciento cincuenta metros cuadrados de decoración exquisita en un antiguo y elegante edificio de techos estucados y suelos de parqué en el acomodado Westend de Frankfurt—, Ritter se había visto dolorosamente enfrentado a todo lo que había perdido junto con el respeto de la familia Kaltensee, y se había jurado recuperar no solo lo que le habían quitado, sino mucho más.

Ya solo faltaba medio año.

Thomas Ritter había planeado su venganza con gran astucia y mucha paciencia, y la siembra empezaba a dar sus frutos. Se volvió sobre la espalda y estiró las extremidades con apatía. En el cuarto de baño anexo se oía la cadena del váter por tercera vez consecutiva. Marleen tenía muchas náuseas por las mañanas, pero el resto del día se encontraba bien, así que de momento nadie se había dado cuenta de su embarazo.

—¿Estás mejor, cariño? —exclamó, y contuvo una sonrisa de satisfacción.

Para ser una mujer tan inteligente, le sorprendía lo fácil que había sido colársela. Ni siquiera había sospechado que él, justo después de su primera noche de amor, había remplazado sus anticonceptivos por un placebo inocuo. Al llegar a casa una tarde de hacía unos tres meses, Thomas se la había encontrado sentada a la mesa de la cocina, llorosa y fea, delante de un test de embarazo positivo. Fue como haber acertado un pleno en la loto, con número complementario incluido. La sola idea de cómo se enfurecería la matriarca cuando se enterara de que precisamente él había dejado embarazada a su queridísima princesa heredera había sido el más potente de los afrodisíacos. Al principio había estrechado a Marleen entre sus brazos con cierta consternación, pero después se había ido animando y, al final, se la había tirado allí mismo, encima de la mesa.

Marleen salió del baño pálida y sonriente. Se metió bajo el edredón y se acurrucó a su lado. Aunque el olor a vómito se le metía por la nariz, Thomas la apretó contra sí.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto?

—Desde luego que sí —respondió ella con seriedad—. Si a ti no te importa casarte con una Kaltensee.

Era evidente que no le había contado a nadie de su familia ni lo de su relación ni lo de su embarazo. ¡Qué chica más valiente! Al cabo de dos días, el lunes a las diez menos cuarto, tenían cita en el Registro Civil del viejo Ayuntamiento de Frankfurt, y, como mucho a las diez, Thomas pertenecería oficialmente a ese clan al que odiaba con toda su alma. ¡Ay, qué alegría poder enfrentarse de nuevo a ellos siendo el legítimo esposo de Marleen! Sintió crecer una erección involuntaria al pensar en su fantasía preferida. Marleen lo notó y soltó una risita.

—Pero tendremos que darnos prisa —susurró—. Dentro de una hora, como máximo, he de estar en casa de la abuela para…

Él le cerró la boca con un beso. ¡Al diablo con la abuela! Pronto, muy pronto lo habría conseguido. ¡El día de la venganza estaba al alcance de su mano! Pero no harían el anuncio formal hasta que Marleen tuviera la barriga bien hinchada.

—Te quiero —le susurró sin sentir ni un ápice de mala conciencia—. Estoy loco por ti.

Vera Kaltensee, flanqueada por sus hijos Elard y Sigbert, ocupaba el lugar de honor en el centro de la magnífica mesa de la gran sala del castillo de Bodenstein, y estaba deseando que su cumpleaños acabara de una vez. Por supuesto, la familia al completo había aceptado su invitación, pero eso significaba poco para ella, ya que precisamente los dos hombres en cuya compañía le hubiese gustado celebrar ese día faltaban entre los presentes. Y la culpa era solo suya. Con uno se había peleado justo el día anterior por una nadería —qué infantil, que él le guardara rencor y por eso no hubiese acudido—, al otro lo había desterrado de su vida un año antes. La decepción que le había supuesto el comportamiento insidioso de Thomas Ritter después de dieciocho años de estrecha colaboración y plena confianza le dolía todavía como una herida recién abierta. Vera no quería reconocerlo, pero en momentos de franqueza interior sospechaba que ese dolor tenía la cualidad de un auténtico mal de amores. Resultaba lamentable, a su edad, pero de todos modos así era. Thomas había sido su más íntimo confidente durante dieciocho años, su secretario, su consejero particular, su amigo; pero, por desgracia, nunca su amante. Vera jamás había echado tanto de menos a ninguno de los hombres de su vida como a ese pequeño traidor. Porque no era ninguna otra cosa. En el transcurso de su larga vida había tenido que comprobar que ese dicho de que «Nadie es irreemplazable» no era cierto. No todo el mundo era tan fácil de sustituir, y Thomas menos aún. Muy pocas veces se permitía Vera echar la vista atrás, pero ese día, el día en que cumplía ochenta y cinco años, le parecía más que legítimo recordar, aunque fuera brevemente, a todos aquellos que la habían ido dejando en la estacada. De algunos compañeros de viaje se había separado con mucho gusto, de otros le había resultado más difícil. Soltó un hondo suspiro.

—¿Te encuentras bien, mamá? —se interesó con inmediata preocupación Sigbert, su hijo mediano, que estaba sentado a su izquierda—. Casi no has probado la comida.

—Estoy bien. —Vera asintió y se obligó a sonreír para tranquilizarlo—. No te preocupes, cariño.

Sigbert estaba siempre tan pendiente de su bienestar y su reconocimiento que, a veces, casi le daba lástima. Vera volvió la cabeza un instante para mirar de reojo a su primogénito. Elard parecía ausente, como le sucedía a menudo desde hacía un tiempo, y se veía que no estaba siguiendo la conversación de la mesa. La noche anterior había dormido fuera de casa, otra vez. A su madre le habían llegado rumores de que tenía un lío con una japonesa, la pintora de talento que en esos momentos recibía el patrocinio de la fundación. Una chica de unos veintitantos, casi cuarenta años más joven que él. Pero, al contrario que el rechoncho y alegre Sigbert, que cuando cumplió los veinticinco ya había perdido hasta el último pelo de la cabeza, el paso del tiempo había sido benévolo con Elard, sí, que a sus sesenta y tres estaba casi más apuesto que nunca. ¡No era de extrañar que mujeres de todas las edades perdieran la cabeza por él! Siempre se comportaba como un gentleman de vieja escuela: elocuente, cultivado y agradablemente discreto. Era impensable imaginar a Elard en la playa, ¡en bañador! Incluso durante los días más calurosos del verano vestía de riguroso negro, a poder ser, y su atractiva mezcla de indiferencia y melancolía lo había convertido esos últimos años en objeto de deseo para todas las mujeres de su entorno. Herta, su mujer, enseguida se había resignado y había aceptado sin queja hasta el día de su muerte, unos años antes, que jamás tendría a un hombre como Elard para ella sola. Vera, sin embargo, sabía que tras la hermosa fachada que su primogénito mostraba al mundo se escondía algo muy diferente. Y, desde hacía una temporada, creía haber detectado en él una transformación, una inquietud que nunca antes le había notado.

Dejó vagar la mirada mientras jugaba ensimismada con las perlas que llevaba al cuello. A la derecha de su hijo mayor estaba sentada su hija Jutta. Tenía quince años menos que Sigbert; un embarazo tardío que en realidad no habían planeado. Ambiciosa y decidida como era, a Vera le recordaba mucho a sí misma. Después de trabajar en prácticas en un banco, Jutta había estudiado Economía Nacional y Derecho, y hacía doce años que se había metido en política. Desde hacía ocho, ocupaba un escaño en el Parlamento del land de Hesse, y en ese tiempo había llegado a presidenta de su grupo parlamentario y, con toda probabilidad, sería elegida cabeza de lista de su partido para las elecciones regionales del año siguiente. Su plan a largo plazo era saltar a la política federal a través de la presidencia del land. Vera no dudaba de que su hija lo conseguiría. Y el apellido Kaltensee le sería de gran ayuda para ello.

Sí, no cabía duda, Vera podía considerarse absolutamente afortunada con el conjunto de su vida, su familia y sus tres hijos, todos los cuales habían encontrado su propio camino. De no ser por ese asunto con Thomas… Desde que tenía uso de razón, Vera Kaltensee había actuado con reflexión y maquinado con destreza. Había mantenido sus emociones bajo control, siempre había tomado las decisiones importantes con la cabeza fría. Siempre. Salvo en esa única ocasión. No había calculado las consecuencias y, a causa de la ira, de su orgullo herido y del pánico, había actuado con una precipitación total. Alcanzó la copa y bebió un trago de agua. Una sensación de amenaza la perseguía desde aquel día en que se había producido la ruptura definitiva con Thomas Ritter. Sobre ella se cernía una sombra que no había manera de ahuyentar.

Vera siempre había logrado circunnavegar los peligrosos escollos de su vida con astucia y coraje. Había superado las crisis, solucionado los problemas, rechazado con éxito los ataques; pero de pronto se sentía vulnerable, débil y sola. La imponente responsabilidad de la obra de toda una vida —el negocio y la familia— ya no le proporcionaba placer, sino que le pesaba como una carga que le impedía respirar. ¿Era solo la edad, que poco a poco iba haciendo mella en Vera? ¿Cuántos años le quedaban todavía hasta que sus fuerzas la abandonaran y le hicieran perder el control sin remedio?

Observó los rostros alegres, despreocupados y sonrientes de sus invitados. El susurro de las voces, el tintineo de los cubiertos y la vajilla le llegaban como si vinieran de muy lejos. Vera se quedó mirando a Anita, su querida amiga de juventud, que por desgracia ya no podía ir a ningún sitio sin la silla de ruedas. ¡Costaba creer lo decrépita que se había quedado la siempre decidida y vital Anita! Tenía la sensación de que apenas habían pasado unos días desde que se apuntaran juntas a la escuela de baile y, más adelante, a la Liga de Muchachas Alemanas, como casi todas las chicas de la época. Anita había acabado encogida en su silla de ruedas como un fantasma delicado y pálido; la brillante melena castaño oscuro que solía lucir se había convertido en una pelusa blanca. Era una de las últimas amigas y compañeras de juventud que le quedaban a Vera, porque la mayoría había pasado ya a mejor vida. No, envejecer no era bonito, ir decayendo y verlos morir uno tras otro.

Un sol agradable entre las ramas, el arrullo de las palomas. El lago tan azul como el cielo infinito sobre los bosques oscuros. El olor a verano, a libertad. Rostros jóvenes que contemplan la regata con el brillo de la emoción en la mirada. Los chicos del jersey blanco son los primeros en cruzar la línea de meta con su embarcación. Irradian orgullo, saludan. Vera lo ve: tiene el timón en la mano, es el capitán. Siente cómo se le acelera el corazón al verlo subir de un ágil salto al embarcadero. «¡Estoy aquí!», piensa Vera, y le hace señales con ambos brazos. «¡Mírame!». Al principio cree que el chico le sonríe, así que le grita un «¡Enhorabuena!» y alarga los brazos hacia él. El corazón le da un vuelco, porque él se acerca directo a ella, sonriente, deslumbrante. La decepción duele como una puñalada cuando Vera comprende que esa sonrisa no es para ella, sino para Vicky. Los celos le arden en la garganta. El chico abraza a la otra, le pasa un brazo por el hombro y desaparece con ella entre la multitud que los vitorea con entusiasmo a él y a su equipo. Vera siente las lágrimas que asoman a sus ojos, el insondable vacío de su interior. Esa humillación, el rechazo delante de todos, es más de lo que puede soportar. Se vuelve hacia otro lado y aprieta el paso. La decepción se convierte en ira, en odio. Cierra los puños y echa a correr por el arenoso camino que bordea la orilla del lago. ¡Lejos, lejos de allí!

Vera Kaltensee se estremeció, sobresaltada. ¿De dónde habían salido esas súbitas imágenes, esos recuerdos no deseados? Le costó contenerse y no mirar su reloj de pulsera. No quería parecer una desagradecida, pero todo aquel barullo, el aire cargado y las innumerables voces la estaban aturdiendo. Se obligó a concentrar su atención en el aquí y el ahora, como llevaba haciendo desde hacía sesenta años. En su vida siempre había existido un único camino hacia delante, nada de miradas nostálgicas e idealizadas al pasado. Esa era la razón por la que tampoco se había dejado captar nunca por ninguna asociación de desplazados o un círculo de compatriotas. La baronesa de Zeydlitz-Lauenburg había desaparecido del mapa el día de su boda con Eugen Kaltensee, y para siempre. Vera no había vuelto a poner un pie en la antigua Prusia Oriental. ¿Cómo era eso? Pues porque representaba un período de su vida que había cerrado irrevocablemente.

Sigbert dio unos golpecitos con el cuchillo en su copa, el vocerío se acalló, los niños fueron enviados de vuelta a sus sillas.

—¿Qué sucede? —le preguntó Vera, desconcertada, a su hijo mediano.

—Querías dar un pequeño discurso antes del segundo plato, mamá —le recordó él.

—Ah, sí. —Vera sonrió para disculparse—. Me había quedado absorta en mis pensamientos.

Se aclaró la voz y se puso de pie. Le había costado varias horas preparar la pequeña alocución, pero en ese momento decidió prescindir de sus notas.

—Me alegra que hayáis venido todos hoy aquí para celebrar conmigo este día —dijo con voz firme mientras miraba a los presentes—. En un día como hoy, la mayoría de las personas echan la vista atrás para rememorar su vida. Yo, sin embargo, prefiero ahorraros las batallitas de una anciana, porque a fin de cuentas ya sabéis todo lo que hay que saber de mí.

Como era de esperar, se oyeron unas breves risas. No obstante, antes de que Vera pudiera seguir hablando, la puerta que quedaba a su espalda se abrió y por ella entró un hombre que se mantuvo en un discreto segundo plano junto a la pared. Vera no podía distinguirlo bien sin gafas y notó, disgustada, que le temblaban las rodillas y empezaba a sudar. ¿Sería Thomas? ¿De verdad había tenido el descaro de presentarse allí ese día?

—¿Qué te ocurre, mamá? —preguntó Sigbert en voz baja.

Ella sacudió la cabeza con decisión y alcanzó enseguida su copa.

—¡Me alegro de teneros hoy aquí para celebrar mi cumpleaños! —dijo mientras pensaba desesperadamente qué hacer si al final ese hombre resultaba ser Thomas—. ¡Salud!

—¡Un brindis por mamá! —exclamó Jutta, levantando su copa—. ¡Feliz cumpleaños!

Todos levantaron sus copas y felicitaron a la homenajeada. Justo entonces, el hombre que seguía de pie junto a Sigbert carraspeó. Vera volvió la cabeza con el corazón en un puño. ¡Era el propietario del castillo de Bodenstein, y no Thomas! Sintió alivio y decepción a la vez, y se sulfuró por la intensidad de sus emociones. La puerta doble del gran salón se abrió y los camareros del hotel del castillo entraron marchando para servir el segundo plato.

—Perdonen que los interrumpa —oyó Vera que decía el hombre en voz baja—, pero tenía que hacerles llegar este mensaje.

—Gracias. —Sigbert aceptó el papel y lo desdobló.

Vera vio cómo el color abandonaba su rostro.

—¿Qué sucede? —preguntó, alarmada—. ¿Qué te ocurre?

Sigbert levantó la vista.

—Es una nota del ama de llaves del tío Jossi —anunció sin inflexión en la voz—. Lo siento mucho, mamá. Precisamente hoy. El tío Jossi ha muerto.

Heinrich Nierhoff, el jefe de la comisaría de Hofheim, no perdió el tiempo ordenando a Bodenstein que se presentara en su despacho para, como de costumbre, subrayar su autoridad y la superioridad de su cargo, sino que se fue directo a la sala de reuniones de la K 11, donde el inspector Kai Ostermann y la agente Kathrin Fachinger ya se estaban ocupando de preparar la reunión, convocada con poquísima antelación. Esa mañana, tras la ronda de llamadas de Pia, todos habían pospuesto sus planes personales para el fin de semana y habían acudido a la comisaría. En la pizarra de la gran sala de reuniones, aún vacía, Fachinger había escrito GOLDBERG con letras claras. Junto al nombre se leía también aquel misterioso número: 16145.

—¿Qué tenemos, Bodenstein? —preguntó Nierhoff.

A primera vista, el jefe de la comisaría local no parecía gran cosa: un hombre rollizo de cincuenta y tantos años con el pelo canoso y la raya a un lado, bigote pequeño y rasgos blandos. Pero esa impresión era engañosa. Nierhoff era francamente ambicioso y poseía una afilada intuición política. Hacía meses que circulaba el rumor de que, tarde o temprano, cambiaría el sillón de comisario por el de presidente del distrito administrativo de Darmstadt. Bodenstein hizo pasar al jefe a su despacho y le informó en pocas palabras de lo que sabían sobre el asesinato de David Goldberg. El comisario lo escuchó sin decir nada, y aún siguió callado cuando Bodenstein terminó de hablar. En comisaría era bien sabido que al jefe le gustaba figurar en primera plana y que solía organizar ruedas de prensa por todo lo alto; y, puesto que desde el mediático suicidio del fiscal superior Hardenbach, dos años atrás, el distrito del Meno-Taunus no había tenido ninguna otra víctima tan notoria como Goldberg, Bodenstein había supuesto que el comisario estaría entusiasmado ante la perspectiva de otra lluvia de flashes. Por eso se sorprendió un poco al ver su contenida reacción.

—Esto podría acabar convirtiéndose en una situación delicada. —La descortés corrección con que solía expresarse siempre Nierhoff desapareció de su rostro para dejar paso a la astucia del estratega—. Un ciudadano estadounidense de creencias judías y superviviente del Holocausto asesinado con un tiro en la nuca. De momento será mejor que mantengamos a la prensa y a la opinión pública al margen.

Bodenstein estaba de acuerdo y asintió.

—Espero que en la investigación procedan ustedes con muchísima cautela. No quiero ningún descuido —añadió el comisario.

Eso molestó al inspector jefe. Desde que había sección de Homicidios en Hofheim, Bodenstein no recordaba ni un solo error de investigación en el ámbito de sus competencias.

—¿Qué me dice del ama de llaves? —quiso saber Nierhoff.

—¿Qué quiere que le diga? —Bodenstein no acababa de comprenderlo—. Que ha encontrado el cadáver esta mañana y todavía está conmocionada.

—A lo mejor ha tenido algo que ver. Goldberg era rico.

La exasperación de Bodenstein creció por momentos.

—Seguro que una enfermera titulada habría tenido a mano opciones menos llamativas que un tiro en la nuca —comentó con cierto sarcasmo. El comisario llevaba veinticinco años dedicado a su carrera y en todo ese tiempo no había dirigido ninguna investigación, pero siempre se sentía obligado a ofrecer sus opiniones.

Los ojos de Nierhoff iban de un lado para otro mientras reflexionaba y sopesaba los pros y los contras que podían surgir a raíz del caso.

—Goldberg era un hombre muy ilustre —dijo entonces, bajando la voz—. Tendremos que actuar con una discreción absoluta. Envíe a su gente a casa y asegúrese de que por el momento no sale de aquí ninguna información.

Bodenstein no sabía muy bien qué pensar de esa estrategia. Las primeras setenta y dos horas eran siempre las más importantes en cualquier investigación. Los rastros se enfriaban enseguida, el recuerdo de los testigos era más tenue cuanto más tiempo pasaba. Pero, claro, el comisario temía justo lo mismo que el forense había profetizado ya esa mañana: complicaciones diplomáticas y publicidad negativa para su departamento. Puede que esa decisión tuviera mucho sentido desde un punto de vista político, pero Bodenstein carecía de sensibilidad en ese ámbito. Él era investigador, quería encontrar al asesino y detenerlo. Un anciano de edad avanzada, que ya había vivido una vez el horror en Alemania, había sido brutalmente asesinado en su propia casa, y perder un tiempo valiosísimo por motivos tácticos se contradecía del todo con la idea que tenía él de un buen trabajo policial. En el fondo, lo que más le molestaba era haber informado siquiera a Nierhoff, quien por lo visto conocía al jefe de la sección de Homicidios mejor de lo que este suponía.

—No le dé más vueltas, Bodenstein. —En la voz del comisario se oía una advertencia—. Obrar ahora por su cuenta y riesgo podría tener unas repercusiones muy negativas en el futuro de su carrera. No querrá usted pasarse el resto de su vida en Hofheim, persiguiendo a asesinos y ladrones de bancos, ¿verdad?

—¿Y por qué no? Es la razón por la que me hice policía —contestó Bodenstein, molesto con la amenaza velada de Nierhoff y la forma casi insultante en que había desacreditado su trabajo.

Con sus siguientes palabras, por mucho que tuviera una intención conciliadora, el jefe de la comisaría acabó de estropearlo.

—Un hombre de su experiencia y sus dotes debería aceptar la responsabilidad de un cargo directivo, Bodenstein, aunque no sea lo más cómodo. Y, puesto que eso es así, me tomo la libertad de decírselo.

Bodenstein se esforzó por mantener la calma.

—Yo soy de la opinión de que es investigando donde deben estar los mejores —su tono rayaba casi en la insubordinación—, y no detrás de un escritorio, donde no se hace más que perder el tiempo en refriegas políticas.

El comisario levantó las cejas y pareció sopesar si ese comentario se había pronunciado con intención ofensiva o no.

—A veces me pregunto si no cometí un error al mencionar su nombre en el Ministerio del Interior cuando hablábamos sobre mi posible sucesor en el cargo —dijo con frialdad—. Por lo que veo, carece usted de toda clase de ambición.

Eso dejó al inspector jefe sin habla durante unos instantes, pero era capaz del más férreo autocontrol y tenía mucha experiencia ocultando sus sentimientos tras una fachada de indiferencia, como hizo entonces.

—No cometa ningún error, Bodenstein —dijo Nierhoff, y se volvió para salir—. Espero que nos hayamos entendido.

El inspector jefe se obligó a dirigirle un gesto de cortesía y esperó a que el comisario cerrara la puerta. Entonces buscó su móvil, llamó a Pia Kirchhoff y la envió directamente al Instituto Anatómico Forense de Frankfurt. No pensaba suspender una autopsia que ya estaba autorizada; lo mismo le daba cómo pudiera reaccionar el comisario. Antes de partir él mismo hacia Frankfurt, se asomó un momento a la sala de reuniones. Ostermann, Fachinger y los inspectores Frank Behnke y Andreas Hasse, que se habían unido también a ellos, lo recibieron con miradas de mayor o menor expectación.

—Podéis marcharos a casa —anunció sin más explicaciones—. Nos veremos el lunes. Si hay algún cambio, ya os informaré.

Dicho eso, dio media vuelta antes de que alguno de sus desconcertados colaboradores pudiera hacerle alguna pregunta.

Robert Watkowiak se terminó su cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano. Tenía que ir a mear, pero no le apetecía pasar por delante de aquellos niñatos que llevaban más de una hora jugando a los dardos junto a la puerta de los servicios. Solo hacía dos días que se habían metido con él para intentar quitarle su sitio habitual en la barra. Lanzó una mirada en dirección a la diana. Todavía no había acabado con ellos, pero en ese momento no estaba de humor para broncas.

—Ponme otra —pidió, y empujó el vaso vacío por la barra pegajosa.

Las tres y media de la tarde. A esa hora ya debían de estar todos reunidos, de punta en blanco y venga a tragar champán y a fingir que no cabían en sí de alegría por celebrar el cumpleaños de la vieja víbora. ¡Menuda panda de falsos! En realidad no se soportaban unos a otros, pero en esas ocasiones aparentaban ser la gran familia feliz. A él nadie lo había invitado, claro. Y, aunque lo hubieran hecho, de todas formas no habría asistido. Soñando despierto se había imaginado con placer cómo les tiraba la invitación a los pies y se reía con desprecio ante sus caras de asombro y decepción. El día anterior, no obstante, había comprendido que incluso le habían negado esa satisfacción, porque ni siquiera se habían molestado en invitarlo.

La camarera le acercó una cerveza recién tirada y añadió otra raya a su posavasos. Él la levantó y se enfadó al ver que le temblaba la mano. ¡A la mierda! ¡Toda esa gentuza chalada le traía sin cuidado! Siempre lo habían tratado como si fuera el último mono y le habían hecho sentir que en realidad no formaba parte de la familia porque había sido un bastardo no deseado. Cuchicheaban de él tapándose la boca con la mano, se lanzaban miraditas elocuentes y sacudían la cabeza. ¡Burgueses engreídos! Robert, el fracasado. Otra vez le han quitado el carné por conducir borracho. ¿Por tercera vez? ¡No, ya es la cuarta! Seguro que ahora lo envían de vuelta a la cárcel. Se lo tiene merecido. Ese chico ha tenido todas las oportunidades a su alcance y no las ha sabido aprovechar. Robert cerró la mano con fuerza alrededor de su vaso y contempló cómo se le ponían blancos los nudillos. Así vería también sus manos cuando las echara a ese arrugado cuello de gallina vieja y apretara hasta que los ojos se le salieran de las órbitas.

Dio un buen trago. El primero era siempre el mejor. El líquido frío se deslizó por su esófago mientras él lo visualizaba siseando al caer sobre el candente amasijo de celos y amargura de su interior. ¿Quién decía que el odio era frío, a ver? Las cuatro menos cuarto. Maldita sea, tenía que ir al baño. Sus dedos consiguieron sacar un cigarrillo del paquete. Lo encendió. Kurti aparecería por allí en cualquier momento. Se lo había prometido la noche anterior. Después de haber sableado un poco al tío Jossi (que por algo era su padrino y de algo tenía que servir eso), al menos esta vez podría pagarle lo que le debía.

—¿Otra más? —preguntó la camarera con profesionalidad.

Robert asintió y se miró en el espejo que colgaba en la pared de detrás de la barra. La visión de su exterior descuidado, el pelo grasiento que le caía sobre los hombros, los ojos vidriosos y la barba mal afeitada enseguida logró encolerizarlo de nuevo. Y, por si fuera poco, desde aquella pelea con los mierdas de la estación le faltaba un diente. ¡Eso sí que lo hacía parecer un marginado! Llegó la siguiente cerveza. La sexta del día. Robert iba calentando motores y ya estaba casi listo para la acción. ¿Haría bien en convencer a Kurti para que lo llevara en coche al castillo de Bodenstein? Solo con imaginarlos a todos mirándolo con cara de idiotas al verlo entrar como si nada, se le dibujó una sonrisa. Había visto esa escena una vez en una película y le había gustado.

—¿Podrías ’jarme un ’mento el móvil? —le preguntó a la camarera, y se dio cuenta de que le costaba hablar con claridad.

—Tú ya tienes uno —contestó ella, con reticencia, sin mirarlo siquiera mientras tiraba una cerveza.

Robert, por desgracia, no encontraba su teléfono. Qué mala suerte. Debía de habérsele caído del bolsillo de la cazadora en alguna parte.

—Lo he perdido —masculló—. No seas así. Venga.

—Que no. —La camarera le dio la espalda y se fue hacia los niñatos de los dardos intentando equilibrar la bandeja llena.

Por el espejo, Robert vio cómo se abría la puerta. Kurti. Hombre, por fin.

—Qué hay, tío. —Kurti le dio una palmada en el hombro y se sentó en el taburete de al lado.

—Pídete algo, yo te invito —informó Robert con generosidad.

La pasta del tío Jossi le duraría un par de días; después tendría que volver a buscarse una fuente de financiación, pero tenía una buena idea de dónde encontrarla. Hacía mucho que no pasaba a ver a su querido tío Herrmann. A lo mejor podía poner a Kurti al corriente de sus planes. Robert torció el gesto en una sonrisa malévola. Sí, pensaba recuperar lo que era suyo.

Bodenstein, en el despacho de Henning Kirchhoff, examinaba el contenido de las cajas de cartón que Pia había llevado al Instituto Anatómico Forense desde la casa de Goldberg. Las dos copas usadas y la botella de vino ya estaban de camino al laboratorio, igual que el espejo, junto con las huellas dactilares y todo lo que la Científica había podido recopilar. Abajo, en el sótano del instituto, el doctor Kirchhoff estaba realizando en esos momentos la autopsia del cadáver de David Josua Goldberg en presencia de Pia y de un fiscal jovencísimo, que más parecía un estudiante de segundo de Derecho.

El inspector jefe leyó por encima algunas cartas de agradecimiento de diferentes instituciones y personas a las que Goldberg había ayudado y apoyado económicamente, echó un vistazo a algunas fotografías en marcos de plata, hojeó varios recortes de periódico que habían sido perforados y archivados con sumo cuidado. Un recibo de un taxi de enero, un librito muy gastado escrito en alfabeto hebreo. No era gran cosa. Jossi Goldberg debía de guardar la mayor parte de sus efectos personales en algún otro lugar. De entre todos esos objetos, que quizá tuvieran un significado para su propietario original, a Bodenstein solo le interesó una agenda. Para ser tan anciano, la letra del hombre era de una claridad asombrosa, sin trazos inseguros ni temblorosos. El inspector hojeó con curiosidad la última semana y vio que todos los días tenían alguna anotación, aunque, como no tardó en comprobar con decepción, ninguna le servía de nada: solo nombres propios, y casi todos abreviados, además. Únicamente en el día en que estaban aparecía un nombre completo: «Vera 85». Bodenstein, a pesar de los escasos resultados, se llevó la agenda a la fotocopiadora de la secretaría del instituto y empezó a copiar todas las páginas desde el mes de enero. Justo cuando llegó a la última semana de la vida de Goldberg, le sonó el móvil.

—Jefe. —La voz de Pia Kirchhoff llegaba algo distorsionada porque la cobertura en el sótano del instituto no era la mejor del mundo—. Tienes que bajar un momento. Henning acaba de descubrir algo muy extraño.

No tengo explicación para esto, absolutamente ninguna explicación, pero no hay duda. No cabe la menor duda —dijo el doctor Henning Kirchhoff, sacudiendo la cabeza, cuando Bodenstein entró en la sala de disección. Su impasibilidad profesional y todo rastro de cinismo se habían esfumado.

También su ayudante y Pia parecían desconcertados, y hasta el fiscal se mordía el labio inferior con nerviosismo.

—Pero ¿qué es lo que ha descubierto? —preguntó el inspector jefe.

—Es increíble. —El forense le indicó que se acercara a la mesa y le alcanzó una lupa—. Algo me ha llamado la atención en la cara interior de su brazo izquierdo, un tatuaje. No lo distinguía muy bien a causa de las manchas cadavéricas del brazo. Quedó tumbado en el suelo sobre el costado izquierdo.

—Todo el que estuvo en Auschwitz llevaba un tatuaje, ¿no? —repuso el inspector.

—Pero no como este. —Kirchhoff señaló un punto en el brazo de la víctima.

Bodenstein entrecerró los ojos y contempló el lugar indicado a través del cristal de aumento.

—Parece… hmmm… que sean dos letras. En caligrafía gótica. Una… A y una B, si no lo leo mal.

—No lo lee mal. —Kirchhoff le quitó la lupa de las manos.

—¿Y qué significa?

—Si estoy equivocado, me retiro —contestó—. Es increíble, porque no olvidemos que Goldberg era judío.

Bodenstein no comprendía qué alteraba tanto al forense.

—Bueno, no me tenga más en vilo —pidió con impaciencia—. ¿Qué hace que ese tatuaje sea tan extraordinario?

Kirchhoff miró a Bodenstein por encima de la montura de sus gafas de cerca.

—Eso de ahí —bajó la voz hasta hablar en un susurro conspirativo— es un tatuaje con su grupo sanguíneo, como el que llevaban todos los miembros de las SS. Veinte centímetros por encima del codo, en la cara interna del brazo izquierdo. Puesto que era una marca demasiado evidente, muchos de los antiguos pertenecientes a las SS intentaron borrársela después de la guerra. También este hombre.

El forense inspiró hondo y empezó a rodear la mesa de disección.

—Normalmente —explicó como si estuviera en un aula, impartiendo una clase magistral para alumnos de primero—, los tatuajes se realizan inyectando tinta mediante una aguja en la capa media de la piel, lo que denominamos dermis. En el caso que nos ocupa, sin embargo, el color se introdujo hasta la hipodermis. Superficialmente apenas se distinguía ya una cicatriz azulada, pero ahora, tras haber retirado las capas superiores de la piel, el tatuaje vuelve a verse con total claridad. Grupo sanguíneo AB.

Bodenstein se quedó mirando el cadáver de Goldberg, que yacía sobre la mesa de disección con el tórax abierto bajo las potentes lámparas. Apenas se atrevía a pensar en lo que podía significar la increíble revelación del forense y todo lo que implicaría.

—Si no supiera a quién tiene aquí, sobre su mesa —dijo, despacio—, ¿cuál sería su conclusión?

Kirchhoff se quedó inmóvil de pronto.

—La de que este hombre, en su juventud, fue miembro de las SS. Y desde sus inicios, además. Más adelante, el tatuaje empezó a hacerse en alfabeto latino, y no en el antiguo gótico alemán.

—¿No podría tratarse de otra clase de tatuaje, algo inocente que con el paso de los años, de algún modo, se transformó? —preguntó el inspector jefe, aunque no tenía ninguna esperanza en ese sentido. Kirchhoff no se equivocaba prácticamente nunca, o por lo menos Bodenstein no recordaba ni un solo caso en el que el forense hubiera tenido que corregir su dictamen.

—No, y menos aún en ese lugar. —A Kirchhoff no le molestó el escepticismo de Bodenstein. Era tan consciente de la transcendencia de su descubrimiento como el resto de los presentes—. Ya había visto esta clase de tatuajes en mi mesa antes, una vez en Sudamérica y varias más aquí. Para mí, no cabe la menor duda.

Eran las cinco y media cuando Pia entró en su casa, cerró la puerta y se quitó los zapatos sucios en el zaguán. Se había ocupado de los caballos y los perros en un tiempo récord, y se apresuró a meterse en el baño para ducharse y lavarse el pelo. Al contrario que su jefe, a ella no le había molestado lo más mínimo que el comisario les hubiera ordenado no iniciar por el momento las investigaciones del caso Goldberg. El trabajo la habría obligado a cancelar su cita de esa noche con Christoph, y eso quería evitarlo a toda costa. Hacía un año y medio que se había separado de Henning, había comprado la propiedad de Birkenhof con las ganancias de unas acciones y se había reincorporado a la Policía Judicial. La guinda de su felicidad la había puesto sin lugar a dudas Christoph Sander. Ya habían pasado diez meses desde que se conocieran durante la investigación del asesinato en el Opel Zoo de Kronberg. La mirada de los ojos castaño oscuro de Christoph le había llegado directa al corazón. Estaba tan acostumbrada a encontrar una explicación racional para todo en su vida que, al principio, se sintió absolutamente desconcertada por el poder de atracción que ese hombre había ejercido sobre ella desde el primer instante. Hacía ocho meses que Christoph y ella eran… Sí, ¿qué eran? ¿Novios? ¿Amigos íntimos? ¿Pareja? Él dormía muchas veces en casa de ella, ella entraba y salía de la casa de él y se llevaba bien con sus tres hijas, ya mayores, pero la verdad era que todavía no compartían demasiado el día a día. Quedar con él, estar con él y dormir con él seguía siendo algo emocionante.

Pia sorprendió a su imagen del espejo con una sonrisa tonta. Abrió el grifo de la ducha y esperó impaciente a que la vieja caldera calentara el agua a una temperatura soportable. Christoph era un hombre temperamental y apasionado en todo lo que hacía. Pero, aunque a veces pudiera exasperarse y encolerizarse, nunca era hiriente como Henning, que había resultado ser un auténtico experto cuando se trataba de hurgar en las heridas abiertas. Tras pasar dieciséis años junto a un genio introvertido como Henning, que conseguía sin ningún esfuerzo estar varios días seguidos sin dirigirle la palabra y a quien no le gustaban ni las mascotas ni los niños ni la espontaneidad, la naturalidad de Christoph nunca dejaba de fascinar a Pia. Desde que lo conocía, incluso se sentía más segura de sí misma. Él la amaba tal como era, aun sin maquillar y medio dormida, con la ropa de ir al establo y botas de agua. No le molestaban ni un grano ni un par de kilos de más en sus caderas, y, por si fuera poco, tenía unas cualidades verdaderamente notables como amante (de las que, aunque pareciera increíble, llevaba privando al mundo los quince años que habían pasado desde la muerte de su mujer). A Pia todavía se le aceleraba el corazón al recordar aquella tarde en que, estando solos en el zoo, él le había confesado sus sentimientos.

Esa noche lo acompañaría por primera vez a una velada oficial. En la Sociedad Zoológica de Frankfurt se celebraba una recepción de gala cuyos beneficios se destinarían a la reconstrucción del recinto de los primates. Pia llevaba toda la semana dándole vueltas a qué ponerse. Los pocos vestidos que habían sobrevivido a la transición desde la época de Henning a su nueva vida eran de la talla 38, y se horrorizó al comprobar que ya no le entraban. Como no le apetecía pasarse toda la noche metiendo tripa y con miedo a que el siguiente gesto repentino pudiera reventar la cremallera o alguna costura, había invertido dos tardes y una mañana de sábado en buscar un vestido apropiado por todo el centro comercial del Meno-Taunus y en las tiendas de la zona peatonal de Frankfurt. Pero, por lo visto, las boutiques de moda estaban pensadas solo para clientas anoréxicas. En todas partes había intentado dar con alguna vendedora de su edad que pudiera comprender cuáles eran sus zonas problemáticas, pero nada: resultado negativo. Todas las dependientas pasaban escasamente de los dieciocho y eran bellezas exóticas de talla XXS que contemplaban con indiferencia, o incluso con lástima, sus esfuerzos por conseguir embutirse dentro de diferentes vestidos de noche en aquellos probadores, tan estrechos que hasta la hacían sudar. Por fin encontró algo en H&M, pero entonces se dio cuenta, con un bochorno considerable, de que se hallaba en la sección de premamá. Al final acabó hartándose y, con la certeza de que a Christoph le gustaba tal y como era, se decidió por un sencillo vestido negro de corte recto, talla 42. Después, como recompensa por lo mucho que había sufrido probándose ropa, se concedió un menú extra de McDonald’s, con postre incluido.

Cuando Bodenstein llegó a casa por la noche, su familia no estaba por ninguna parte. Solo el perro le dedicó un impetuoso recibimiento. ¿Le había dicho Cosima que tenía pensado salir? Sobre la mesa de la cocina encontró una nota. «Reunión por lo de Nueva Guinea en el Merlin, me he llevado a Sophia. Hasta luego». Bodenstein suspiró. El año anterior, a causa de su embarazo, Cosima había tenido que suspender esa expedición cinematográfica a Nueva Guinea que llevaba tanto tiempo preparando. Él, aunque no lo decía, había esperado que su mujer abandonara los viajes de aventura tras el nacimiento de Sophia, pero era evidente que se había equivocado. En la nevera encontró queso y una botella abierta de Château La Tour de 1996. Se preparó un bocadillo, se sirvió una copa de vino tinto y, seguido por su siempre hambriento perro, se metió en el estudio. Seguro que Ostermann habría encontrado en Internet la información que buscaba diez veces más deprisa que él, pero tenía que acatar la orden de Nierhoff, así que no podía encargar a sus colaboradores ninguna tarea relacionada con la investigación de la persona de David Goldberg. Bodenstein abrió su portátil, puso un CD de la chelista argentino-francesa Sol Gabetta y dio un trago de vino, aunque todavía estaba demasiado frío. Mientras navegaba por decenas de páginas web y escuchaba los acordes de Tchaikovski y Chopin, fue examinando noticias de periódicos y anotando todo lo relevante que encontró sobre el hombre que había muerto de un tiro la noche anterior.

David Goldberg había nacido en 1915 en la antigua Prusia Oriental, hijo del comerciante de ultramarinos Samuel Goldberg y su mujer, Rebecca. Había acabado el bachillerato en 1935, pero después su pista se perdía hasta el año 1947. En una breve biografía mencionaban que, tras ser liberado de Auschwitz en 1945, había emigrado a Estados Unidos pasando por Suecia e Inglaterra. En Nueva York se había casado con Sarah Weinstein, hija de un distinguido banquero de ascendencia alemana. Goldberg, sin embargo, nunca entró en el negocio de la banca, sino que hizo carrera en el gigante americano de la industria armamentística Lockheed Martin. En 1959 ya lo habían nombrado director del estratégico Departamento de Planificación. Como miembro de la junta directiva de la poderosa Asociación Nacional del Rifle, había pertenecido al importantísimo lobby armamentístico de Washington, y varios presidentes lo habían tenido en gran estima como asesor. A pesar de todas las crueldades de las que había sido objeto su familia durante el Tercer Reich, siempre se había sentido fuertemente vinculado a Alemania y conservaba numerosos y estrechos lazos, con Frankfurt en especial.

Bodenstein suspiró y se reclinó en el respaldo de la silla. ¿Quién podría tener un motivo para matar de un tiro a un anciano de noventa y dos años?

Excluyó un robo con homicidio. El ama de llaves no había echado nada en falta, aunque también era cierto que Goldberg no guardaba en la casa nada que tuviera demasiado valor. El dispositivo de vigilancia estaba desconectado, y no parecía que hubieran utilizado nunca el contestador automático que llevaba incorporado el teléfono.

En la Sociedad Zoológica de Frankfurt se había reunido la habitual mezcla de vieja nobleza acomodada y nuevos ricos estridentes, con gran presencia de personajes mediáticos, en especial de la televisión, el deporte y el famoseo, que esa noche hacían generosas contribuciones para que los primates tuvieran un nuevo techo bajo el que dormir. El cocinero de la flor y nata se había encargado de que nada faltara a los refinados paladares de sus invitados, y corrían ríos de champán. Pia se apretó contra el brazo de Christoph para atravesar la muchedumbre. Se sentía bastante cómoda en su pequeño vestido negro. Además, en una de las muchas cajas que seguían sin desembalar desde la mudanza, había encontrado una plancha para el pelo con la que había podido transformar su rebelde maraña en una melena de verdad, y también había logrado sacar media hora para conseguir un maquillaje con el que parecía que casi no se había pintado. Christoph, que solo la conocía con vaqueros y cola de caballo, había quedado enorme y profundamente impresionado.

—Madre mía —había dicho al verla en la puerta—. ¿Usted quién es? ¿Y qué hace en casa de Pia?

Después la había abrazado y le había dado un beso largo y suave… siempre con el cuidado necesario para no estropear nada. Como padre viudo de tres hijas adolescentes, estaba más que bien enseñado a tratar con mujeres y era asombroso los pocos errores que cometía. Christoph era muy consciente de los efectos catastróficos que podía tener un único comentario irreflexivo en cuanto a la figura, el pelo o la ropa, por ejemplo, y siempre los evitaba con prudencia. Pero sus cumplidos de esa tarde no habían sido ninguna táctica, sino su más sincera opinión. Ante sus miradas admirativas, Pia se sentía más atractiva que cualquier veinteañera flaca.

—Aquí no conozco a casi nadie —le dijo Christoph al oído—. ¿Quién es toda esta gente? ¿Qué tiene que ver con el zoo?

—Son la alta sociedad de Frankfurt, y los que creen que deberían pertenecer a ella —comentó Pia—. En cualquier caso, dejarán aquí un montón de dinero, que sin duda es de lo que va todo este tinglado. Allí, en aquella mesa de la esquina, por cierto, veo a algunos de los que sí son verdaderamente ricos y poderosos de la ciudad.

Como si con ese comentario le hubieran dado el pie, una de las damas de aquella mesa volvió el cuello en ese preciso instante y saludó a Pia. Debía de rondar los cuarenta y tenía una figura menuda con la que sin duda no tendría problemas para encontrar vestidos de noche que le quedaran bien en todas las boutiques de la ciudad. Pia sonrió con educación y correspondió al saludo, pero entonces miró mejor a la mujer.

—Estoy impresionado. —Christoph sonrió, divertido—. Los ricos y poderosos te conocen. ¿Quién es esa?

—No me lo puedo creer. —Pia le soltó el brazo.

La delicada mujer de pelo oscuro se abrió paso entre la concurrencia y se detuvo frente a ellos.

—¡Pipi! —exclamó en voz alta, y extendió los brazos sonriendo de oreja a oreja.

—¡Lagartija! ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces tú en Frankfurt? —preguntó Pia, desconcertada, antes de abrazarla con cariño.

Miriam Horowitz había sido su mejor amiga hacía muchísimos años. Juntas habían vivido una época salvaje y divertida, pero después se habían perdido la pista, cuando Miriam se trasladó a otra ciudad.

—Hacía mucho que nadie me llamaba Lagartija —repuso la mujer, riendo—. ¡Caray, esto sí que es una sorpresa!

Las dos se miraron con curiosidad y alegría, y Pia comprobó que la que fuera su gran amiga, salvo por alguna que otra arruga, casi no había cambiado.

—Christoph, esta es Miriam. Durante mucho tiempo fuimos inseparables —dijo Pia, que recordó entonces sus modales—. Miri, este es Christoph Sander.

—Encantada. —Miriam le tendió la mano y sonrió.

Estuvieron charlando un rato los tres, después Christoph las dejó solas y se reunió con algunos compañeros de trabajo.

Al despertar, Elard Kaltensee se sentía como si le hubieran dado una paliza y tardó un par de segundos en comprender dónde estaba. Detestaba quedarse dormido después de comer, le trastocaba por completo su biorritmo y, sin embargo, era su única oportunidad de recuperar el sueño atrasado. Le dolía la garganta y notaba un sabor desagradable en la boca. Hacía muchos años que apenas soñaba y, si lo hacía, luego no se acordaba de sus sueños, pero desde hacía un tiempo había empezado a tener unas pesadillas horribles y angustiosas de las que solo conseguía librarse tomando pastillas. Su dosis diaria de lorazepam ascendía ya a dos miligramos y, solo con que se le olvidara tomarlo una vez, volvían a acecharle: recuerdos borrosos, inexplicables, la sensación del miedo, voces y risas horripilantes que lo despertaban bañado en sudor y con palpitaciones, y que empañaban incluso todo el día siguiente. Elard se sentó, aturdido, y se dio un masaje en las sienes. Tras ellas latía un dolor sordo. Quizá todo mejoraría cuando pudiera retomar por fin su actividad diaria. Estaba contentísimo de que, con esa celebración en el seno de la familia, se hubiesen acabado de una vez todos los festejos oficiales, semioficiales y privados en honor del octogésimo quinto cumpleaños de su madre. El resto de la familia había esperado que él se ocupara de todo, lo habían dado por hecho solo porque vivía en la finca de los Kaltensee con ella y, a sus ojos, no tenía nada mejor que hacer. No fue hasta entonces cuando le vino a la cabeza lo que había sucedido. La noticia de la muerte de Goldberg había puesto un abrupto final a la fiesta en el castillo de Bodenstein.

Elard Kaltensee torció el gesto y lo convirtió en una sonrisa amarga antes de obligar a sus piernas a bajar de la cama. El viejo hijo de puta llevaba a cuestas nada menos que noventa y dos primaveras. No podía decirse que se lo hubieran llevado en la flor de la vida, la verdad. Elard se tambaleó mientras se dirigía hacia el baño, se desnudó y se colocó ante el espejo para examinar su reflejo con objetividad. Seguía estando en bastante buena forma para tener sesenta y tres años. Sin barriga incipiente, sin michelines, sin papada colgante. Puso a llenar la bañera, echó un puñado de sales de baño y se deslizó en el agua aromática y tibia. La muerte de Goldberg no lo conmovía; en realidad, hasta se había alegrado de que la fiesta hubiese terminado antes de tiempo gracias a ello. Él mismo se había ofrecido de inmediato cuando su madre había pedido que la llevaran a casa y, como Sigbert y Jutta habían llegado a la finca solo unos segundos después, enseguida había aprovechado la oportunidad para retirarse con discreción. Lo que más necesitaba eran unos momentos de tranquilidad para poder reflexionar al fin sobre los acontecimientos de los últimos días.

Elard cerró los ojos y retrocedió mentalmente hasta la noche anterior para repasar con el corazón palpitante aquella escena emocionante y terrorífica a partes iguales. Una y otra vez, igual que si fuera una secuencia de vídeo. ¿Cómo habían podido llegar tan lejos las cosas? Durante toda su vida había tenido que luchar contra una u otra dificultad de carácter personal o profesional, pero aquello amenazaba con dejarlo fuera de juego para siempre. Lo tenía descolocado porque no era capaz de comprender qué le sucedía por dentro. Había perdido el control y no tenía a nadie con quien compartirlo. ¿Cómo iba a vivir con ese secreto? ¿Qué dirían su madre, sus hijos, sus nueras, si un día se descubriera todo? De pronto se abrió la puerta. Elard, sobresaltado, se puso de pie y cubrió su desnudez con ambas manos.

—¡Por Dios, mamá! —exclamó, enfadado—. ¿Es que no sabes llamar?

Justo entonces se dio cuenta de la expresión aturdida de Vera.

—Jossi no solo ha muerto —espetó la mujer, y se dejó caer sobre el banco que había junto a la bañera—. ¡Lo han matado de un tiro!

—Vaya, sí. Lo siento mucho. —No fue capaz de conseguir más que esa lamentable fórmula de cortesía.

Vera se lo quedó mirando fijamente un momento.

—No tienes corazón —susurró con voz temblorosa. Después ocultó el rostro entre las manos y empezó a sollozar sin fuerzas.

—¡Venga, tenemos que brindar por nuestro reencuentro! —Miriam se llevó a Pia consigo en dirección a la barra y pidió dos copas de champán.

—¿Desde cuándo vuelves a estar en Frankfurt? —preguntó Pia—. Lo último que supe de ti era que vivías en Varsovia. Tu madre me lo contó hará un par de años, un día que nos encontramos por casualidad.

—París, Oxford, Varsovia, Washington, Tel Aviv, Berlín, Frankfurt —enumeró Miriam en estilo telegráfico, y se echó a reír—. En cada ciudad conocí al amor de mi vida y luego lo dejé. No sé por qué, pero no estoy hecha para las relaciones duraderas. ¡Pero cuéntame algo de ti! ¿Qué es de tu vida? ¿Trabajo, marido, niños?

—Después de estudiar Derecho un año y medio me metí en la Policía —explicó Pia.

—¡Qué me dices! —Miriam abrió mucho los ojos—. ¿Cómo es eso?

Pia vaciló. Todavía le resultaba difícil hablar de ello, por mucho que Christoph dijera que solo así superaría el trauma. Durante casi veinte años no había compartido la experiencia más aterradora de su vida con nadie, ni siquiera con Henning. No quería que le recordaran constantemente su debilidad y su miedo. Sin embargo, Miriam tenía más intuición de lo que Pia había supuesto y enseguida se puso seria.

—¿Qué te pasó?

—Fue el verano después de la selectividad —explicó ella—. Conocí a un hombre en Francia. Era simpático, un ligue de vacaciones. Nos divertíamos juntos. Para mí todo terminó cuando volví. Para él, por desgracia, no. Vino a buscarme, empezó a acosarme con cartas y llamadas, me seguía a todas partes. Hasta que un día entró en mi casa y me violó.

Lo explicó con indiferencia, pero aun así Miriam se dio cuenta del trabajo que le estaba costando hablar de ello con serenidad y aparente desapego.

—Dios mío —dijo en voz baja, y tomó la mano de su amiga—. Eso es horrible.

—Sí, lo fue. —Pia rio sin ganas—. Supongo que, de alguna forma, pensé que siendo policía ya no sería tan fácil atacarme. Así que he acabado en la Policía Judicial, sección de Homicidios.

—¿Y aparte de eso? ¿Qué más hiciste? —preguntó Miriam.

Pia comprendió a qué se refería.

—Nada. —Se encogió de hombros y se asombró de lo increíblemente fácil que, una vez había empezado, le resultaba hablar con Miriam sobre esa etapa de su vida que hasta entonces había sido tabú para ella—. Ni siquiera llegué a contárselo a mi marido. Era como si pensara que yo sola podría superarlo.

—Pero no fue así…

—Bueno, sí. Durante un tiempo estuve incluso bastante bien. No fue hasta el año pasado cuando la historia volvió a afectarme.

Le hizo a Miriam un resumen de los dos asesinatos y las investigaciones del verano anterior, en cuyo transcurso había conocido a su nueva pareja y se había visto enfrentada a su pasado.

—Christoph quiere convencerme para que colabore con algún grupo de ayuda a víctimas de violaciones —terminó de contar poco después—, pero yo no sé si debo.

—¡Claro que sí! —El tono de Miriam fue apremiante—. Un trauma como ese puede destruir toda una vida. Créeme, sé de lo que hablo. Trabajando en el Instituto Fritz Bauer y en el Centro contra las Expulsiones de Wiesbaden he aprendido mucho sobre los terribles destinos de las mujeres en el Este después de la Segunda Guerra Mundial. Lo que vivieron esas mujeres es indescriptible, y la mayoría de ellas pasaron toda la vida sin hablar de sus experiencias. Eso destrozó su equilibrio mental.

Pia contempló a su amiga con atención. Miriam había cambiado mucho. No quedaba ni rastro de aquella muchacha alocada y superficial, hija de familia privilegiada. Veinte años eran mucho tiempo, a fin de cuentas.

—¿Qué clase de instituto es ese en el que trabajas? —quiso saber.

—Un centro de estudio y documentación sobre la historia y los efectos del Holocausto que depende de la universidad —explicó Miriam—. Allí doy conferencias, organizo exposiciones y todo eso. Parece una locura, ¿verdad? Yo que siempre había pensado que montaría una discoteca o me dedicaría a los saltos ecuestres de competición… —De pronto soltó una risita—. ¿Te imaginas la cara que pondrían nuestros profesores si supieran que tanto tú como yo hemos acabado haciendo algo respetable?

—Y eso que nos profetizaban que un día acabaríamos en el arroyo, como poco. —Pia sonrió y pidió otras dos copas de champán.

—¿Qué tal con Christoph? —preguntó Miriam—. ¿Lo vuestro va en serio?

—Creo que sí.

—Se le ve muy enamorado. —Miriam le hizo un guiño y se inclinó hacia ella—. No te quita los ojos de encima ni un segundo.

Ese comentario hizo que Pia volviera a sentir cosquillas en el estómago al instante. Les sirvieron el champán y ellas brindaron una vez más. Pia le habló a Miriam de su casa y sus animales.

—¿Y tú, dónde vives ahora? —le preguntó a su amiga—. ¿Aquí, en Frankfurt?

—Sí. En casa, con mi abuela.

Para alguien que no estuviera al corriente de la situación familiar de Miriam eso podía sonar algo mojigato, pero Pia la conocía bien. La abuela de Miriam, Charlotte Horowitz, era la gran dama de la alta sociedad de Frankfurt; su «casa» era una grandiosa villa antigua que se erguía en una gigantesca propiedad de un barrio elegante y hacía saltar lágrimas de codicia a todos los especuladores inmobiliarios. De pronto a Pia se le encendió una bombilla.

—Dime, Miri —preguntó—, ¿te dice algo el nombre de David Josua Goldberg?

Miriam la miró con sorpresa.

—Desde luego. Jossi Goldberg es un viejo conocido de la abuela. Su familia financia desde hace décadas muchísimos proyectos de la comunidad judía de Frankfurt. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada… —dijo Pia, evitando contestar al ver la curiosidad en los ojos de su amiga—. Me temo que por ahora no puedo decirte más.

—¿Secreto policial?

—Algo así. Lo siento.

—No pasa nada. —Miriam alzó su copa y sonrió—. ¡Por nuestro reencuentro después de tanto tiempo! ¡Estoy contentísima!

—Yo también. —Pia sonrió de oreja a oreja—. Si te apetece, puedes venir a verme y saldremos a pasear a caballo, como hacíamos antes.

Christoph se acercó a ellas, que estaban de pie junto a una mesa alta. La naturalidad con la que su brazo rodeó la cintura de Pia hizo que a ella se le acelerara el corazón de felicidad. Henning nunca la había tratado así, decía que las muestras de cariño en público eran «una exhibición chabacana del primitivo orgullo de macho propietario» y siempre había hecho lo indecible por evitarlas. A Pia le gustaban. Los tres juntos se tomaron otra ronda de champán, y después una más. Pia les relató su expedición al departamento de premamá de H&M y todos lloraron de risa. Antes de que se dieran cuenta, ya eran las doce y media, y Pia constató que hacía mucho que no se sentía tan bien, tan relajada, ni se divertía tanto. Henning habría querido volver a casa o al instituto a las diez como muy tarde, o se habría retirado con alguien a algún rincón para mantener una importante conversación de la que ella habría quedado automáticamente excluida. Esta vez había sido muy diferente. En el ranking secreto de Pia, Christoph había obtenido la mayor puntuación también en la categoría de «Salir de fiesta».

Todavía reían cuando dejaron la Sociedad Zoológica y fueron a buscar el coche, agarrados de la mano. Pia tenía la sensación de que no se podía ser más feliz.

Bodenstein se sobresaltó al ver aparecer a Cosima en la puerta del estudio.

—Hola —dijo—. ¿Cómo te ha ido la reunión?

Su mujer se acercó y ladeó la cabeza.

—Nos ha cundido muchísimo. —Sonrió y le dio un beso en la mejilla—. No te preocupes, que no tengo previsto irme a trepar por los árboles de la selva. Pero he podido conseguir al reputado Wilfried Dechent como director de expedición.

—Y yo que me estaba preguntando si te llevarías a Sophia o si tendría que pedir vacaciones… —repuso él, sin dejar que se notara lo aliviado que estaba—. ¿Qué hora es ya?

—Las doce y media en punto. —Cosima se inclinó para mirar la pantalla del ordenador—. ¿Qué estabas haciendo?

—Buscar información sobre el hombre al que han matado de un tiro.

—Y ¿qué? —se interesó ella—. ¿Has descubierto algo?

—No demasiado, la verdad. —Oliver le resumió brevemente lo que había averiguado sobre Goldberg.

Le gustaba conversar con Cosima, que era muy perspicaz y tenía la distancia suficiente con sus casos como para poder ayudarlo con alguna sugerencia esas veces en que a él, en el transcurso de las investigaciones más arduas, los árboles no le dejaban ver el bosque. Cuando le explicó los resultados de la autopsia, ella abrió los ojos con sorpresa.

—¡Eso sí que no me lo creo! —exclamó con rotundidad—. ¡No puede ser cierto, de ninguna manera!

—Lo he visto con mis propios ojos —confirmó Oliver—. Y Kirchhoff no se equivoca nunca. A primera vista, no hay nada que indique que Goldberg pudiera tener un pasado oscuro, pero en más de sesenta años se pueden ocultar muchas cosas, claro. En su agenda no hay nada interesante, un par de nombres de pila abreviados, nada más. Solo en la fecha de hoy había un nombre completo y un número. —Bostezó y se frotó la nuca—. Vera, ochenta y cinco. Parece una contraseña. Mi contraseña de Hotmail, por ejemplo, es Cosi…

—¿Vera, ochenta y cinco? —lo interrumpió Cosima, incorporándose—. Esta mañana me ha venido algo a la cabeza cuando me has mencionado el nombre de Goldberg. —Se llevó el índice a la nariz y arrugó la frente.

—¿Ah, sí? ¿El qué?

—Vera. Vera Kaltensee. Hoy celebraba su ochenta y cinco cumpleaños donde Quentin y Marie-Louise. Me lo había dicho Rosalie, y mi madre estaba incluso invitada.

Bodenstein sintió que su cansancio se esfumaba de golpe. «Vera 85». Vera Kaltensee, ochenta y cinco años. ¡Era una buena explicación para la misteriosa anotación de la agenda de la víctima! Por supuesto, sabía muy bien quién era Vera Kaltensee. No solo su actividad empresarial, sino también su amplia participación en la vida social y cultural, habían hecho que Vera Kaltensee —cuyo nombre solía mencionarse junto al de mujeres tan influyentes como la editora Friede Springer o Aenne Burda, fundadora de la revista que llevaba su nombre— recibiera numerosos homenajes y distinciones. Pero ¿qué tenía que ver esa dama de reputación intachable con un antiguo miembro de las SS? Su nombre en relación con el de la víctima le conferiría al caso un sensacionalismo añadido del que Bodenstein habría preferido prescindir.

—Kirchhoff tiene que haberse equivocado —dijo Cosima enseguida—. Vera jamás habría sido amiga de un antiguo nazi, y menos aún después de que los nazis se lo quitaran todo en 1945: familia, hogar, el castillo de la Prusia Oriental…

—A lo mejor no lo sabía —repuso Bodenstein—. Goldberg se había construido una leyenda perfecta a su alrededor. Si no lo hubieran matado de un tiro y no hubiera ido a parar justamente a la mesa de disección de Kirchhoff, seguro que se hubiera llevado su secreto a la tumba.

Cosima se mordió el labio, pensativa.

—¡Dios mío, pero eso es un verdadero horror!

—Un horror, sí. Sobre todo para mi carrera, tal como me ha dado a entender hoy mismo Nierhoff con toda claridad —soltó Bodenstein con un deje de sarcasmo.

—¿Qué quieres decir con eso?

Su marido le repitió lo que su jefe le había dicho unas horas antes en su despacho.

Cosima levantó las cejas con asombro.

—No tenía ni idea de que quisiera marcharse de Hofheim.

—Pues sí, allí dentro ya hace bastante tiempo que corren rumores al respecto. —Bodenstein apagó la lamparita del escritorio—. Yo creo que el comisario teme las complicaciones diplomáticas. Con un caso como este, puede que no se gane precisamente una corona de laureles, y eso lo tiene claro.

—¡Pero no puede prohibiros así como así que lo investiguéis! ¡Eso es obstaculizar el trabajo policial!

—No. —Bodenstein se puso de pie y le pasó a Cosima un brazo por los hombros—. Eso es política, nada más. Pero da lo mismo. Vámonos a la cama, que mañana será otro día. A lo mejor hoy nuestra princesa nos deja dormir de un tirón.